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Las veladas del tropero/El petizo overo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL PETIZO OVERO

Don Antonio había encerrado su majada y estaba desensillando, entre las últimas vislumbres del poniente, cuando sintió un campanilleo algo lejano todavía. Se agachó y vió que hacia su casa se dirigía una tropilla, al parecer numerosa, conducida por un solo jinete. Momentos después, éste dejó sus caballos rodeados, y acercándose al tranco, saludó á don Antonio y le pidió licencia para hacer noche. Don Antonio, incapaz de negar á nadie la hospitalidad, no vaciló un momento en convidar al forastero á bajarse y & entrar el recado.

El recién venido era un gaucho alto, delgado, de facciones poco simpáticas, con sus labios finos y su nariz aguileña, su barba renegrida y sus ojos inquietos, en movimiento perpetuo, tan penetrantes, que parecían barrenarle á uno el alma.

La sonrisa, que vagaba en la boca, dejaba ver dientes agudos que parecían más de fiera que de hombre, y tan sardónica era que inspiraba pavor como si fuera de burla anticipada por desgracias próximas. Vestía el hombre como paisano holgado, chiripá de paño y blusa bordada, haciendo resaltar la elegancia de su traje, todo negro, la bayeta colorada del forro de su poncho y el pañuelo de seda punzó, flotante en el cuello.

Llamó particularmente la atención de don Antonio el pie tan exiguo del forastero, calzado de botas finísimas, una de las señas peculiares por las cuales más seguramente se conoce á Mandinga; y también se acordó que al darle en el palenque las buenas noches, no le había dicho, según la costumbre: «Ave María.»

Después de la cena, don Antonio, por las dudas, y para hacérselo propicio, en cualquier caso, ofreció al sospechoso huésped tender la cama en la misma pieza que servía de comedor; pero el forastero no quiso y casi estuvo á punto de amostazarse por la insistencia del otro, yéndose á instalar en la cocina. Don Antonio pudo ver que al salir, miraba de rabo de ojo, entre asustado y rabioso, por una puerta que acababan de abrir, una imagen de la Virgen de Luján colocada en el dormitorio entre dos velas, encima de una cómoda; y por su parte hubiera jurado la mujer del puestero, quien, calladita, no había dejado un instante de observarlo todo, que los ojos de la figura también se habían movido dos veces con mirada fulgurante.

Asimismo, pasó tranquila la noche, sin que nada pudiera hacer suponer que ningún diablo descansara en una de las habitaciones.

A la madrugada, como don Antonio le ofreciera traerle la tropilla, el huésped, sin contestar, moduló un silbido breve, agudo y tan estridente, que don Antonio se puso todo trémulo; en la vida, nadie le había destrozado el oído de semejante modo; y quedó muy admirado al ver tropilla venirse al trote, hacia donde estaba el amo. ¡Y qué tropilla! veinte caballos negros, pero lo que se llama tapados, sin un pelo blanco en todo el cuerpo; altos, elegantes, briosos, pero mansos, al parecer, sin una falla ni un defecto, y lo más raro era que se habían venido así, á pesar de haberse quedado sola, allá, en el campo, la yegua madrina. Es que al lado de ella estaba un potrillo recién nacido. Se le acercaron los dos hombres; y vieron que era feo, cabezón, barrigón, petizón, y por mejor, overo, con unas manchas de un bayo relavado que apenas resaltaban de las blancas.

—¡Horrible! el potrillo—dijo el forastero, y sacando el cuchillo, lo iba á degollar, cuando don Antonio le pidió que se lo dejase para el chico, pues habían parido dos lecheras y lo podía criar guacho.

—Bueno—dijo el gaucho;—guárdelo para el muchacho, pues á él, hasta que tenga diez años cumplidos, le ha de prestar servicios.

Y después de haberlo dejado mamar hasta que se llenara, arreó la madre, la juntó con la tropilla, ensilló, se despidió cortésmente, a pesar de que con la sonrisa más bien parecía burlarse de todos, y pronto desapareció tras de una loma.

—¡Mira—dijo la mujer á don Antonio;—¿no tomas el olor?

Don Antonio arrugó la nariz y estuvo conforme en que, efectivamente, había quedado un olorcillo á azufre.

Pero al fin y al cabo, y aunque fuera Mandinga, mal no les había hecho; al contrario. Por lo demás, la misma Virgen no lo había atropellado, y no tenían para qué ser más celosos que ella. Cierto es que Ellos, á veces, tienen por fuerza, que encontrarse juntos y tenerse paciencia, aunque no quieran.

Empezaron á criar el guacho; fué fácil: chupaba leche como ternero, viniéndose solito hasta las casas, á pedir su ración, cuando se olvidaban de él. Una vez, hasta se animó á entrar en el comedor. No había nadie en la casa, nada más que, en el dormitorio, la estatuita de la Virgen entre dos velas; y ¿quién sabe por qué sería? volvió á salir el potrillo, disparando por el patio, y ganó campo por la tranquera abierta. Desde entonces no se acercó ya tanto á las piezas, y se ponía muy inquieto cuando le hacían entrar en el patio.

El niño, Antonito, por supuesto, lo quería mucho, y cuando el padre, sujetándolo, lo sentaba encima, eran unas risas, una alegría sin par.

El tiempo iba pasando y parecían crecer uno para el otro. El muchacho ya empezaba å treparse sobre el petizo, agarrándose de la crin con las manos, y de la mano del petizo con las piernas. En poco tiempo, una vez que hubo logrado sentarse encima sin ayuda, aprendió á trotar y á galopar, prestándose el petizo, con la mejor voluntad, á todos sus deseos, con movimientos tan suaves que nunca le hacía caer.

Una tarde vió don Antonio que la majada estaba á punto de mixturarse con la del vecino, y que su caballo, habiéndose desatado del palenque, andaba suelto como & media cuadra; el peligro era tan inminente que le gritó & Antonito:

—¡A ver, chiquilín, si eres hombre; corre con el petizo á atajar la majada!

El chiquilín no se lo hizo decir dos veces, y, animando al petizo con los taloncitos desnudos, salió. Sin que ni él mismo, ni el padre se diesen bien cuenta de cómo andaría, en menos de un segundo estaba entre las dos majadas que ya se venían balando como convidándose al suavísimo placer de embromar con una mixtura á sus respectivos amos.

Lo cierto es que el padre tardó mucho más en recuperar el mancarrón, y cuando se juntó con Antonito, hacía tiempo que, como el mejor de los peones, éste, á gritos, había separado las ovejas y retirado la majada. El padre lo felicitó, y le dijo que ya podía volver al puesto; pero quedó, esta vez, algo más que admirado, estupefacto, al ver que en un abrir y cerrar de ojos, el petizo había llegado al palenque con su jinetito. No lo había visto galopar, menos lo había visto volar, no había tenido tiempo siquiera de verlo salir ¡y estaba, allá, en las casas, parado ya cerca del palenque! y acordándose de la procedencia del petizo, ya no dudó de que su huésped había sido el mismo Mandinga, pero el Mandinga bueno, generoso, que suele divertirse, á veces, cuando no le han hecho enojarse, en dejar regalos á los gauchos pobres.

El día siguiente, por la mañana, quiso él mismo probar el petizo, y lo ensilló para ir en él á recoger la manada. Montó, apretó las rodillas, y aflojándole la rienda, lo empujó adelante por hábil movimiento del cuerpo, pero no se movió el animal; extrañó don Antonio y le dió un talonazo; inocente el talonazo, pues estaba de alpargatas; pero mejor hubiera sido que lo pensara antes, pues el corcoveo fué tan fuerte y tan inesperado, que casi lo voltea. Asimismo, don Antonio no reflexionó todavía que todos los caballos no son iguales y le pegó un rebencazo. No le dió dos; no tuvo tiempo, pues estuvo en el suelo, en el acto. Y recién se acordó que el gaucho, al dárselo para el muchacho, le había dicho que, «á él, le había de prestar servicios.»

Para cerciorarse de si efectivamente era así, llanó á Antonito y le dijo:

—Andáte á traer la manada, con el petizo.

El muchacho montó, y apenas hubo montado que desapareció con el caballo; y todavía no había vuelto don Antonio de su admiración, cuando ya estaba encerrada en el corral la manada traída por su hijo.

Don Antonio no se volvió loco porque tenía buena cabeza, pero quedó un buen rato como abombado, sin saber si debía alegrarse por la suerte de poseer su hijo semejante alhaja, ó inquietarse por lo que le podría traer esa brujería. Todo bien pensado, resolvió no decirle nada á la mujer, porque seguramente ésta le hubiera salido con que la virgencita de yeso le estaba haciendo señales y removiendo los ojos; y lo hubiera quizá obligado á matar el petizo; un disparate, pues, aunque de Mandinga, semejante regalo no es cosa de todos los días.

Ya, por supuesto, no dudaba don Antonio de las maravillosas condiciones del petizo overo; pero, asimismo, las quiso otra vez probar, no por sí mismo, pues ya sabía lo que le costaría, sino mandando á Antonito, hasta lo de su tía, doña Teresa, cuyo puesto quedaba á más de dos leguas de distancia. Apuntó en un papel la hora exacta de la salida del muchacho, y le dió otro nara tía Teresa, rogándole á ésta se lo devolviera, mar ando la hora en que hubiera llegado el chico y la hora de su salida.

Era la una y cuarto. A las dos, estaba de vuelta Antonito, con el apunte de doña Teresa, el cual decía: «Llegó á la una y cuarto, salió á las dos» ; de modo que había hecho el viaje, tanto á la ida como á la vuelta, en tiempo tan corto, que no se podía apreciar.

—Pues hijo—exclamó el padre al leer esto,—tu petizo es una fortuna.

Efectivamente, y tanto más, cuanto que no solamente viajaba el muchacho más ligero que el viento, sino que lo mismo que él andaba todo animal, todo trozo de hacienda que arrease. A pesar de no ser más que un niño, cuidaba él la majada, las vacas y la manada con pasmosa facilidad, pues con sólo pensar en ir á verlas, montado en el petizo, se encontraba cerca de ellas; para traerlas al corral, no precisaba llevar arreador; bastaba un grito, y, sin saber cómo estaban entrando en el corral todos los animales, sin que hubiera un solo rezagado, ni por resabio, ni por mancura. Si algún animal se había mandado mudar, le bastaba á Antonito montar en el overo y desear ir á donde estuviera el extraviado, para que sin moverse, se puede decir, se hallara de repente en el sitio menos pensado, donde se escondía el animal, fuera pajonal espeso ó majada con la cual se había mixturado, ó rodeo con que se había juntado.

No dejaron, por supuesto, de sucederle á Antonito, en ciertas ocasiones, unas cuantas aventuras, entre graciosas y dramáticas.

Pronto se había sabido por la vecindad, y también mucho más allá, los servicios que con su maravilloso overo podía prestar el muchacho; y los estancieros, cuando les faltaban animales, en vez de recurrir á la policía, que á veces no sabe, no puede ó no quiere, iban á tratar con don Antonio, pagándole un tanto por cabeza recuperada. Antonito ensillaba el petizo overo y bien pronto estaba de vuelta con el arreo, con gran satisfacción del dueño de la hacienda... y de don Antonio, ya en vías de ponerse rico.

En general, poco peligro corría Antonito en estas expediciones; pues muchas veces los animales no eran más que extraviados y se los encontraba paciendo fuera de la querencia; otras veces, aunque hubieran sido robados, los sacaba sin dificultad del corraló del campo donde los tenían guardados y se los arreaba; pero, una vez, unos cuatreros que se habían robado una gran punta de vacas y la llevaban, dispuestos á pelear para conservarla, aunque fuera—y así lo decían ellos, porque ya habían oído hablar de Antonito y de sus hazañas,—contra el muchacho del petizo overo, quisieron hacerle armas cuando lo vieron aparecer. Pero Antonito, atropellándolos, con un grito los arreó como si hubieran sido tropilla, y de modo tan lindo, que en menos de un segundo los tenía, todavía con el cuchillo en la mano, en el mismo patio interior de la policía del pueblo más cercano. Allí los dejó, después de haber explicado al comisario por qué los traía; y como eran bandidos conocidos, éste los hizo encerrar.

El muchacho era muy deseoso de aprender, pero la escuela quedaba como á diez leguas del puesto; asimismo pudo ir todos los días y volver á su casa, sin el menor tropiezo, y se admiraban todos los niños de que, viviendo él tan lejos, pudiera así seguir las clases.

—Es que el overo es muy guapo—decía él. Y no faltaron muchachos que tuvieran la provechosa idea de robarle el petizo.

Pero robar el petizo, solamente en apariencia, era cosa fácil. Quedaba atado en un poste, cerca de la vereda, durante las tres ó cuatro horas que Antonito pasaba en la escuela, y no era muy difícil, por supuesto, desatar el cabestro y montar. Pero el primero que se atrevió á hacerlo quedo realmente muy poco tiempo encima; pues de un corcovo especialísimo que ningún otro caballo ni potro tuvo jamás, lo despidió por encima de su cabeza y lo tiró como á diez varas, yendo á caer el muchacho en un charco de agua, de donde salió ileso, por suerte, pero cubierto de barro de los pies á la cabeza. Se mandó mudar para su casa, bien ligero y sin decir nada á nadie, de modo que, no sirviendo la lección más que para él, otros niños quisieron también probar la suerte. Dos ó tres más fueron á caer en el mismo charco, hasta que, cansado el petizo de tantas tentativas, se llevó á otros tres, seguiditos, á cinco leguas de distancia, dejándolos caer y abandonándolos en medio del campo, para que supieran de una vez que había que dejarlo tranquilo.

Y tan bien entonces cundió la voz de que era un animal temible, capaz de matar á cualquier jinete que no fuera Antonito, que ya se guardaron bien todos de acercársele. El mismo Antonito tuvo que aprender un día cierto detalle que ignoraba; pues al llegar con el petizo á la iglesia, á donde había venido en busca del cura para que fuera á ayudar á un vecino moribundo á hacer las maletas, el petizo se puso furibundo, pataleó, corcoveó y lo acabó por tirar al suelo, yéndose sólo á la querencia y dejando que Antonito volviese á su casa en mancarrón prestado que apenas podía galopar, comprendiendo que se debe evitar entre ciertas personas roces siempre desagradables.

Cuando, gracias a su petizo overo, fué suficientemente instruído y bastante rico, se le ocurrió á Antonito que debía ir á la ciudad, cuyas maravillas siempre oía ponderar, pensando que sería un verdadero paraíso, y que allí podría pasar una vida deliciosa, como seguramente la pasaban todos sus habitantes.

Ensilló el petizo overo, una madrugada, y en un momento, como de costumbre, llegó donde quería ir. El caballo se paró cerca de un mercado, cuando con el alba, empezaba á moverse la gente trabajadora.

Lo que primero llamó la atención á Antonito fueron unos hombres harapientos que iban escarbando en los cajones de la basura, y juzgó que bien difícil debía de ser la vida en la ciudad, para que tuvieran éstos que disputar á los perros su alimento.

—En el campo—pensaba,—no sólo gozamos del despertar de la naturaleza, del esplendor del sol naciente y del aire matutino, sino que también vivimos, y hasta los más pobres, como gente entre los animales, mientras parece que acá viven los pobres como animales entre la gente.

Y mientras estaba entregado á sus reflexiones, se acentuaba el movimiento en la calle. Vió pasar á chiquilines que llevaban, encorvados, canastas enormes, llenas de carne y de verdura y muchos hombres y también mujeres cargados como jumentos. Apurados andaban todos por las calles obscuras aún, con un afán de hambrientos que daba lástima; niños que, tiritando de frío, anunciaban á gritos los diarios que vendían; obreritas heladas bajo su ropa delgada; artesanos, peones, trabajadores de todo género, forzando el paso para calentarse los huesos y para no faltar á la hora, la hora de la esclavitud en los talleres encerrados.

Y vió que toda esta gente salía de conventillos inmundos, donde ocupaba, amontonada, cuartos infames, sucios y pequeños, y se le fueron las ganas de vivir en la ciudad.

La había visto durante dos horas, y le bastaba.

No dudaba que la mayor parte de estos habitantes que había podido ver, estarían mucho más dichosos y vivirían mucho mejor, si se fueran al campo, al aire libre, á cultivar la tierra, á sembrar, á ver brotar, crecer, florecer y madurar, las plantas que mantienen al hombre ó engordan los animales.

Y volvió á montar el petizo, exclamando:

—Mirá, petizo, lleváme á donde yo pueda ser realmente feliz.

En el mismo momento, se encontró, sin extrañarlo de ninguna manera, en el palenque de la casa paterna y quiso, agradecido, desensillar el petizo; pero el petizo overo, regalo de Mandinga, había desaparecido. Había cumplido su misión: su pequeño amo tenía diez años y poseía lo bastante para vivir con holgura entre los suyos, en el lugar donde había nacido.