Las veladas del tropero/La guitarra encantada

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La guitarra encantada

Don Nataniel y su china, con tres o cuatro hijos, criaturas todavía, vivían, pobres como las ratas, en un campo del Estado, sobre la costa de un gran cañadón. Su rancho era una miserable choza, con el techo de paja todo podrido y lleno de agujeros, y sin más puerta que un cuero de potro, viejo y arrugado; de modo que la lluvia y el frío entraban allí como en su propia casa.

Todo el haber de la familia lo componían unas cuantas yeguas, dos lecheras y algunos corderos guachos, alzados en el campo por los muchachos y criados por ellos.

Nataniel no era haragán ni vicioso. Ganaba algunos pesos en las hierras y arreos, cada vez que se le presentaba la ocasión, y su distracción preferida no era la de tantos gauchos, de ir a pasarse las horas en la pulpería, sino -distracción inocente y barata- de tocar la guitarra, sin cesar, y cantando, cada vez que tenía un momento desocupado. No era más que un modesto aficionado, pero, sin dárselas de payador, no dejaba de tener un talentito regular. Así por lo menos estaba dispuesta doña Filomena, su mujer, a proclamarlo, lo mismo que cierto grillo que, desde algún tiempo, había fijado su domicilio en un rincón de la habitación.

Este grillo era para el matrimonio un verdadero compañero, pues, aunque nunca se le viera, se le oía mucho; y de noche solía acompañar la guitarra y el canto de Nataniel o llenar los intermedios con su grito familiar.

La guitarra de Nataniel, aunque muy sencilla, una de tantas de las que cuestan tres o cuatro pesos en cualquier casa de negocio, tenía mucho mérito para él, pues hacía largos años que la poseía; le conocía las mañas; había sido ella la discreta confidente de sus esperanzas y de sus penas, y no podía olvidar que también por ella había conquistado el corazón de su Filomena.

Una noche, entró a oscuras, tiró el pesado recado en el rincón acostumbrado, sin ver que el instrumento favorito se había caído de su sitio en la pared, con clavo y todo, y lo aplastó completamente.

El pobre Nataniel quedó todo pesaroso, no pudiéndose conformar con que la vieja compañera no tuviera ya compostura; y después de la cena, que fue corta, quedaron ambos, él y la mujer, como almas en pena, mirando extinguirse unas tras otras las brasitas del fogón, mudos y sin saber en qué ocupar el tiempo.

De repente cantó el grillo, en el mismo rincón donde yacía la guitarra rota, y, maquinalmente, miró allí Nataniel. ¡Cuál fue su asombro al ver, colgada en la pared, una guitarra nueva, flamante! Y mientras la miraba boquiabierto, señalándosela a su mujer, calladito, con el dedo, el canto del grillo se volvió tan comprensible para ambos como si hubiera sido voz humana; y clarito oyeron que decía:

-El que conmigo cantare y sus votos expresare, pronto los verá colmados, si resultan moderados.

Don Nataniel y su mujer quedaron un buen rato atónitos. El grillo seguía cantando, pero como de costumbre, nomás, y era como para dudar de que realmente hubiese hablado. Y sin embargo, allí estaba la otra guitarra, nueva, flamante, colgada de la pared, encima de los restos de la «finada», sin que nadie la hubiese traído.

Nataniel tenía muchas ganas de probarle el mérito; pero tenía también algún recelo, pues en esas brujerías, muchas veces, sucede que lo seducen a uno con buenas palabras o con visiones de objetos imaginarios, y de repente lo revientan.

Por fin se levantó, y también Filomena, y ambos se acercaron al sitio donde estaba la guitarra; el hombre por delante, por ser más guapo, y la mujer por detrás, por ser más miedosa, pero, empujando despacito la miedosa al guapo, para que no se echase atrás.

Nataniel, con precaución, tocó el instrumento con un dedo, primero, y después con toda la mano; y viendo que nada sucedía, lo descolgó. Filomena retrocedió ligero, algo asustada, pero pronto se sosegó, y Nataniel, sentándose, empezó a dar vueltas a la guitarra, encontrándola muy parecida a la que con tan poca suerte había destrozado.

Se animó a templarla: era de muy lindas voces sonoras, y tocó una milonga, que el grillo acompañó. Pero Filomena, como mujer práctica que era, había estado pensando en los deseos moderados aquellos que con el canto podría expresar Nataniel, para que fueran colmados, y pronto se lo hizo recordar.

Y como para ver hasta qué punto era verdad la promesa, Nataniel así cantó:

-Mira, grillo, mi amiguito, para probarnos tu amor, bien podrías al asador ponernos un corderito...

Y no había tenido tiempo de cantar un verso más, cuando en la mesa de la cocina apareció, no se sabe cómo, en una fuente grande, un magnífico asado; «... ¡y con papas alrededor!», exclamó en el acto Nataniel, y aparecieron papas lindas y bien cocidas, colocadas en la fuente, alrededor del cordero.

Nataniel soltó la risa al ver la cara de su mujer, atontada por el suceso, y cantó al grillo una copla de agradecimiento entusiasta, antes de descuartizar con el cuchillo el cordero, tan dorado, tan gordo y tan jugoso, que se le hacía agua la boca.

Como habían cenado mal, el cordero les venía de perilla, y con ayuda de los chicos, que todavía no dormían, pronto dejaron la fuente limpia, no quedando más recuerdos del regalo del grillo que unos cuantos huesitos pelados; las manos grasientas y las caras sucias.

Fue casi con alegría que Nataniel, en la madrugada siguiente, prendió el fuego con las astillas de la guitarra rota, ¡lo que es la ingratitud! Y durante todo el día, como era natural, él y Filomena, preparando, una su puchero o lavando la ropa, y trenzando huascas el otro, no pensaron en otra cosa que en lo que iban a pedir al grillo con la guitarra, después de cenar.

Pero bien se acordaban ambos de que, para ser colmados, tenían que ser moderados sus pedidos; y no sabían hasta qué punto podían dejarse ir. Como nunca habían poseído más que los cuatro trastos que tenían en el rancho, todo les parecía mucho, y temían que cualquier cosa que pidieran fuese un disparate y les costase algún castigo imprevisto; pues medio sabían que estos seres desconocidos que protegen a los hombres, cuando uno interpreta mal sus órdenes, aunque sea sin querer, se desatan en rabia y pegan a veces golpes feroces.

No fue, pues, sin cierta emoción como empezó Nataniel, esa noche, a pulsar la guitarra. Filomena había acostado a los chicos, y sin dejar de cebar mate, para ocultar su ansiedad, esperaba que se decidiera el cantor; pero éste no parecía tener mayor apuro, pues no hacía sino preludiar, sin que soltase un verso. Algo impaciente ya, la mujer le insinuó que pidiera un corte de vestido para ella o alguna ropa para los nenes; y Nataniel formuló la demanda, no sin pedirle disculpa al grillo por la mucha osadía.

No había acabado de bordonear la guitarra acompañando el último verso, cuando apareció en la mesa un atadito muy bien hecho, que contenía todo lo que había deseado la mujer y algo más, quizá, para ella y para las criaturas. Don Nataniel, cada vez más agradecido al grillo, le cantó una décima tan linda, que el grillo le contestó con el más sentido serrucheo de que era capaz; y pensando el cantor que fuera esto una invitación a seguir pidiendo, pidió nomás; y cuando estuvo por irse a acostar, tenía más prendas de vestir que las que en toda su vida hubiese gastado. Nada le faltaba: botas y sombrero, chiripá y poncho de paño, camisetas y blusas, tirador y pañuelo de seda, y cuchillo con cabo torneado y rebenque talero. Su recado se había completado con algunas prendas que le faltaban, y podía competir con los mejores del pago, pues no se le habían mezquinado los adornos de plata. Doña Filomena, por su parte, de vez en cuando, le había hecho alguna indicación interesada, consiguiendo para sí y para los chicos todas las riquezas que su raquítica imaginación de pobre resignada le había podido sugerir. Ya no faltaban en el rancho una toalla para secarse la cara, ni un par de sábanas de uso doméstico para la cama, ni una servilleta de alemanesco para limpiarse la boca y los dedos, en caso de tener algún huésped a quien ofrecer una tajada de asado. Dos camisetas de abrigo había conseguido para cada uno de sus hijos, con un par de pantalones, y -lujo inaudito- un sombrero para el mayor y un par de zapatos para el más chico-, no se le había ocurrido pedir todavía medias para los tres.

La mesita parecía mostrador de tienda, cuando Nataniel volvió a colgar la guitarra, y la tuvo que volver a tomar para pedirle al grillo:

-Que el gran favor les hiciera de regalarles siquiera un baúl o algún ropero pa poner tanto pilchero.

No se hizo esperar la respuesta, y en el acto apareció un baúl de esmerada fabricación, con buena cerradura, para guardar el tesoro. Probablemente el bienhechor no les había mandado ropero por haberse dado cuenta de que en un rancho tan pequeño, hubiese sido un estorbo.

Cuando, como Nataniel y Filomena, uno ha sido pobre toda la vida, cualquier cosita le parece lujo; y pasaron ambos unos cuantos días, admirados de su suerte, gozando de ella con una candidez de niños, y sin pensar en pedir más, creyéndose quizá llegados al apogeo de la dicha, o temiendo parecer groseros.

De noche, lo mismo que antes con la otra guitarra, Nataniel cantaba, y le contestaba el grillo, mientras cebaba mate Filomena, sin que ninguno se acordara de expresar el menor deseo.

Pero un día faltó la carne, y se tuvieron todos que contentar con un poco de mazamorra. Nataniel, algo malhumorado, se acordó que quizá podría pedir al grillo con la guitarra algo que asegurase para siempre la manutención de la familia; y se largó con una canción que significa, en el fondo, su deseo de tener una majada que cuidar, para tener siempre el puchero seguro; pero, por las dudas, la hizo tan alambicada, que quizá no la pudo entender el grillo en el acto, pues esa noche se fue Nataniel a dormir sin haber oído balar las ovejas que esperaba.

-Se nos está enojando el grillo -dijo él a Filomena.

Y Filomena le contestó:

-Por voraces, será -y quedaron avergonzados y tristes.

Se equivocaban, pues al día siguiente recibieron la visita de un estanciero vecino que les venía a ofrecer una majada al tercio. Mientras hablaba, sentado con ellos en el rancho y tomando mate, cantó el grillo, como aconsejando. Pronto fue hecho el trato; y bendiciendo a su geniecillo protector, Nataniel, después de cenar, agotó en su honor todas las alabanzas que en sus cantos se le pudieron ocurrir.

Un bienestar relativo fue la consecuencia inmediata del arreglo con el estanciero; nunca faltaba la carne ya en la pobre morada; y sin tener que importunar al grillo, lo que siempre temía Nataniel, no faltaban tampoco ni la yerba, ni el azúcar, ni el tabaco.

Solamente cuando llegó el invierno, doña Filomena, al tiritar ella de frío, y al ver tiritar a las criaturas, insistió con su marido para que cantase alguna décima «de las de pedir», como decía ella.

Nataniel, que bien sabía que, una vez descontados los gastos de esquila y el remedio para la sarna, nunca le alcanzaría el producto de las ovejas para poder comprar ropa de abrigo, se decidió a pedirle al grillo lo que le pareció necesario; y al ver que, ponchos y frazadas, tricotas de lana y bombachas gruesas, se iban apilando en la mesa, con vestidos de tartán y enaguas de punto para ella, Filomena comprendió que hasta entonces habían sido unos infelices en no pedir al grillo muchas otras colas, ya que, al fin y al cabo, sin rezongar ni vacilar, les concedía todo lo que le pedían.

Y como sólo da trabajo el primer paso, no tardó Nataniel, incitado por su mujer, en insinuarle al grillo que mucho mejor sería que la majada fuera de él, en propiedad, en vez de ser ajena y sólo a interés. Y el día siguiente, al abrir el cajón de la mesa para sacar yerba, Nataniel quedó lo más sorprendido: vio un rollo de papel que le pareció ser de billetes de Banco; lo abrió, y mientras lo miraba con los ojos relucientes de alegría, llamó al palenque el dueño de las ovejas. Nataniel cerró el cajón, recibió al estanciero, y pronto supo que éste venía con la intención de ofrecerle en venta las ovejas. No se turbó el gaucho por tan poca cosa, pues le empezaba a parecer muy natural cualquier maravilla, y mientras discutían el precio, cantó el grillo, en su rincón, como aconsejando.

Pronto cerraron el trato; Nataniel y el vendedor contaron la majada, que resultó de mil y tantas cabezas, y dio la casualidad que, justito, alcanzaban los pesos del cajón para pagar su importe, ni uno más ni uno menos.

Dicen que comiendo viene el apetito, y tardaron pocos días, esta vez, Nataniel y Filomena en pensar que bien podrían pedir al grillo algo más que unas cuantas ovejas; ya que todo se lo daba con tan buena voluntad, era que sus deseos resultaban moderados, como lo había él mismo mandado. También, lo que antes hubieran creído ser una enormidad, ya les parecía poca cosa; estaba lejos el tiempo en que hubiera vacilado un mes Nataniel antes de pedir al grillo una bombacha o un par de botas; y por poco hubiera despuntado en su mente la idea de que el grillo sólo cumplía con una obligación, y que a su talento de cantor y de guitarrero debía sus liberalidades; quizá el geniecillo, sin sus décimas, no hubiera podido vivir.

Y le cantó una «de las de pedir», pero «macuca». Se largó nomás, con que sus ovejas estarían más a su gusto en campo propio que en campo del Estado, de donde, cualquier día, lo podían echar como intruso.

El día siguiente se apeó en el palenque un soldado de la policía que le traía, de chasque, mandado por el juez de paz del partido, un gran sobre de oficio. Era un título de propiedad en forma, de dos leguas de campo, allí mismo donde vivía, que el Superior Gobierno, sin que se supiera cómo ni por qué, le regalaba; ¿equivocación? ¿Quizá lo habrían confundido con algún ministro?

Lo cierto es que Nataniel y su mujer no dejaron de sentirse orgullosos al verse tan ricos, y empezaron a pensar que no tendría límite su poder. En la misma noche le cantó Nataniel al grillo unas cuantas décimas de alabanza agradecida, pero, al mismo tiempo, no dejó de pedirle que completase su obra regalándole, en lugar del rancho miserable, indigno ya de un estanciero rico, una casita decente, bien construida y bien amueblada.

Y el sol, cuando salió, creyó estar en un error, y se quedó inmóvil, un minuto entero, asomado en el horizonte, haciendo colorear con la luz de su poderoso farol el techo de teja de una alegre casita, que no se acordaba haber visto allí el día anterior.

Nataniel y Filomena quedaron, esta vez, tan encantados con su preciosa morada, que en un arrebato de suprema satisfacción, declaró el cantor al grillo, en los mejores versos que pudo, que ya no le pedirían más, quedaban colmados sus votos.

Y realmente, ¿qué mas hubieran deseado? Su dicha no podía ser más completa. No les faltaba nada: llenos de salud, ellos y sus hijos; ricos como el que más, ya que lo que tenían superaba en mucho a sus necesidades; asegurados de la ayuda del grillo, a quien acudían con discreción en los casos difíciles, vivían absolutamente felices, sin deseos ni pesares: ¿cómo hubieran tenido pesares, cuando, al contrario, los recuerdos de todo su pasado de pobreza era, por comparación, su mejor elemento de gozo?

No todos, por cierto, saben apreciar esa clase de felicidad, un poco pasiva, por la misma falta de contrastes que la hagan resaltar; pero la apreciaban ellos, y en su justo valor, después de las penurias de antaño, contentándose ahora con dejarse vivir.

Pasaron así algunos años. Nataniel trabajaba con sus muchachos; vendía la lana de sus ovejas, los capones y los novillos, sobrándole siempre dinero. No dejaba, cada noche, de tomar la guitarra y de cantar lindas décimas, que el grillo acompañaba con su cantito monótono y estridente, celebrando así juntos los inefables goces de la vida apacible del campo, cuyas viriles faenas conservan la salud del cuerpo y dan al alma la quietud.

Desgraciadamente, el afán de tener más y más, ese gusano destructor de toda felicidad, siempre vivo en el corazón humano, no estaba más que dormido en el de ellos.

Llegó un día en que no se contentaron con la abundancia, quisieron la opulencia; les pareció poco el ser respetados y queridos, pensaron en ser los primeros.

Una tarde, al ver cruzar por el campo el break de un gran estanciero vecino, tirado por soberbios caballos, lleno de señoras que lucían elegantes y lujosos trajes de viaje, Filomena se sintió, por primera vez, herida por la envidia. Llamó a su marido, y toda enojada, le dijo:

-¿Será más que nosotros esa gente, que ni nos mira siquiera? ¿Por qué dejas que tengan más campo que nosotros, cuando, con sólo pedirlo al grillo, podríamos seguramente ser más ricos que ellos? ¡Tan orgullosas que son esas mujeres, con sus gorras emplumadas! -agregó entre dientes.

Y la verdad es que lo que más le dolía a Filomena, inconscientemente sin duda, era ver que otras llevaban adornos que a ella le parecían prohibidos, a pesar de haber podido comprarlos también, si hubiera querido. Era que por instinto sentía que a su facha de paisana tosca hubiera sentado una de esas gorras emplumadas lo mismo que a Nataniel un sombrero de copa, y esto le causaba una rabia capaz de hacerla despreciar todos los favores de que se habían visto colmados.

Nataniel no estaba muy convencido de la necesidad de tener más bienes. Su felicidad le seguía pareciendo suficiente, y no pensaba que pudiera ser mayor, aun teniendo más tierra y más hacienda; se resistió pues a las exigencias de su mujer; pero tanto lo fastidió ella, que, para conseguir la paz, tomó la guitarra y se dispuso a cantar.

En este mismo momento cantó el grillo, como aconsejando, y su canto, esa noche, parecía triste y melancólico, como si alguna desgracia le estuviera por suceder. También al preludiar, le pareció a Nataniel algo ronca la guitarra, y casi estuvo a punto de volverla a colgar. Pero Filomena no le dejó, y Nataniel, para probar las atenciones del grillo, acordándose que le faltaba una carona para el recado, se la pidió. Apareció en seguida la carona. Alentado por el resultado, quiso entonces soltar de golpe, para que el susto fuese corto, toda la tropilla de pedido que en su cabeza había estado entablando, y, en versos rápidos, empezó a pedir campos extensos y numerosas haciendas y un palacio lujosamente amueblado y casa en la ciudad y los pesos por millones y coches y servidores y esto y lo otro, y hubiese seguido algún tiempo todavía, quizá, si de repente no se hubieran cortado todas las cuerdas de la guitarra, menos una, rajándose también lastimosamente la caja.

Se quedaron los esposos tullidos como por un rayo. Al cabo de un gran rato, se levantó despacio Nataniel, y en puntillas, como para no despertar la mala suerte, fue a colgar en su sitio la descuajaringada guitarra. Y cantó el grillo, como si llorase.

Pasaron sin novedad algunos días, y como no podía Nataniel vivir sin cantar, trató de componer el instrumento con cuerdas compradas en la pulpería, pero casi no sonaban, y tuvo, para poder hacer música, que comprar una guitarra nueva.

Quedó tristemente colgada, durante mucho tiempo, la guitarra encantada, sin prestar a su dueño más beneficio que hacerle recordar su imprudencia; hasta que un día, habiéndose arriesgado a pedir al grillo, acompañándose con la única cuerda que le había quedado, un pequeño servicio, pudo comprobar que todavía sus deseos, con tal que fuesen moderados, podrían quedar cumplidos. Pero el mismo estado precario del instrumento claramente le indicaba que cualquier desliz le sería fatal.