Las veladas del tropero/El rancho de los hechizos

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El rancho de los hechizos

Desierta había sido siempre la pampa en aquellas alturas, sin un árbol, sin una población, sin un rebaño a la vista. Y por eso Sandalio, que hacía pocos días había cruzado por allí boleando avestruces con otros matreros, se quedó muy sorprendido al ver un rancho muy bien construido, rodeado de un buen monte, encerrado en alambrados, con sus corrales y su palenque.

¿De quién sería todo aquello? ¿Quién habría venido a poblar esa soledad?

Y como Sandalio no era hombre de perder tiempo en conjeturas, ni de admitir que pudiera haber para él palenque desconocido, no vaciló en acercarse.

Vago empedernido, acostumbraba vivir de rapiñas y consideraba que no hay cocina que se atreva, por huraña e inhospitalaria que sea, a negar a quien los pida con un buen cuchillo en la cintura, un churrasco y un mate.

A medida que se aproximaba fijábase en todos los detalles: por la puerta entreabierta del rancho veía el vestido de una mujer, muy ocupada en coser y acompañando con su canto el ruido de la máquina. No había perros en el patio, ni caballo cerca, lo que le hizo suponer que la mujer estaba sola y sin defensa, y esto bastó para que en su cabeza de gaucho malo nacieran en el acto intenciones criminales de toda índole.

Con cierta cautela se arrimó al palenque, y después de acariciar la empuñadura del facón, como para avisarlo de estar listo para cualquier complicidad, se apeó y quiso atar el caballo. Pero no le dieron tiempo los tres estacones del palenque, pues empezaron a brincar en alegre baile, haciendo con sus retorcidos cuerpos mil contorsiones, y pegándole de vez en cuando, como quien no quiere la cosa, un buen palo en las espaldas. El mancarrón, asustado, se mandó mudar ensillado, y cuando el gaucho, después de correr a pie dos cuadras, perseguido por los tres estacones locos, se detuvo para resollar, vio que todo había desaparecido y que quedaba solo en medio del campo, a pie y molido. Y oyó una voz que cantaba:

-Los estacones, bandido, tu intención han conocido.

Sandalio, por supuesto, no contó a nadie su hazaña; pero queriendo saber si era cierto lo que había visto o si era mentira, a pesar de sentir todavía en el lomo ciertos dolores que le hubieran podido confirmar que no había sido sueño, le ponderé a su amigo Vicente, borracho de siete suelas, lo lindo que en el rancho famoso trataban a cualquier transeúnte, asegurándole que lo habían convidado con ginebra... Pero, amigo, ¡qué ginebra!, ¡y a discreción!

Vicente, al oírle, se quedó con la boca hecha agua, y no pensó ya sino en ir sigilosamente en busca del rancho aquel donde, de arriba, se podía tomar cosa tan rica, y... a discreción. Eso, sobre todo, de la discreción, le gustaba mucho.

Bien enterado de la ubicación exacta del rancho, se fue una mañana a ver si lo encontraba. Dio con él, en el paraje indicado por Sandalio, y lo mismo que éste vio el palenque, el rancho, el corral y la mujer cosiendo detrás de la puerta entreabierta. Se acercó al palenque, y soñando ya con la buena ginebra con que lo iban a obsequiar, llamó.

Contestó una voz femenina, cantando con toda claridad:

-Si por bebida vinieras, ¡cuidado con las tranqueras!

Vicente, a punto ya de llegar justamente a la tranquera, se detuvo algo sorprendido, pero fue cosa de un rato, y resueltamente empujó la puerta. Ésta cedió pero movida por un resorte poderoso se volvió a cerrar, pegándole al gaucho un golpe feroz que lo mandó a rodar, desmayado, a veinte varas de distancia.

Cuando, azorado, volvió en sí, quedó admirado al ver que el rancho y todo había desaparecido. Sentía mucha sed, y viendo que a su lado estaba un porrón de ginebra, lo tomó con avidez, y, sin paladear, sorbió un gran trago.

Pero la ginebra era agua, y como Vicente tenía poca afición por tan desabrido líquido, tiró lejos de sí el porrón, y montando en su caballo que todavía estaba en el mismo sitio donde había estado antes el palenque, se fue bastante caviloso con lo que le había pasado.

Sandalio se encontró con él en la pulpería a los pocos días, y le preguntó cómo le había ido.

-¿Dónde? -preguntó Vicente, haciéndose el zonzo.

-¡Hombre -le dijo Sandalio-, en el rancho que le dije, pues!

-¡Ah!, sí; rancho lindo, que parece de brujos.

Y le contó ingenuamente y punto por punto todo lo que le había ocurrido.

Sandalio, consolado ya del propio mal por el mal ajeno, se rió mucho, y lo mismo hizo Nicolás, gaucho joven aún, pero ya perverso, quien, pensando que sólo por la borrachera había visto Vicente tantas cosas imposibles y recibido tantos porrazos, no se acordó más que de la mujer aquella, cosiendo, solita en su rancho, sin hombre que la defendiera, ni perro que la cuidase y habiendo conseguido de Vicente las señas que le podían guiar, armó viaje para el paraje designado.

Soñando ya con alguna belleza cuyo amor le hubiera reservado la suerte, dispuesto a conquistarla a las buenas o a las malas, galopó deprisa hasta divisar la población. Se acercó lleno de emoción, pero dispuesto a todo, y lo mismo que había hecho Sandalio al llegar, acarició, para mayor seguridad, la empuñadura del cuchillo.

Llamó en el palenque y la voz femenina le contestó, invitándole a apearse. Así lo hizo, ató el caballo y pasó la tranquera dirigiéndose con paso seguro hacia la puerta entreabierta, por donde se veía cosiendo a la mujer. Pero mientras atravesaba el patio, Nicolás oyó que ésta cantaba:

-No mires por la rendija, si no el gato te castiga.

Pero no por miedo a un gato se iba a contener Nicolás, y agarrando por el borde la puerta, la quiso abrir. En vez de abrirse se cerró la puerta, apretándole la mano derecha, al mismo tiempo que la cola de un gran gato negro, al cual no había visto y que se le abalanzó con furia. El gato no le podía alcanzar la cara, pero le desgarró todo el chiripá -un chiripá nuevito- y le lastimó horriblemente la mano que no podía sacar de la rendija.

Duró muy poco por suerte la función, y de repente desaparecieron como pesadilla el gato, la puerta, el rancho y todo, quedando Nicolás con la mano deshecha por la apretadura y por el gato.

Cuando le preguntaron Sandalio y Vicente lo que tenía en la mano, por tenerla así envuelta, dijo que se había quemado con el lazo, al disparar una yegua que tenía enlazada de a pie. Y agregó:

-Y siento mucho haber tenido que venirme, pues estaba en este puesto de que nos habló Vicente, como un conde: bien mantenido, bien pagado y sin nada que hacer casi.

Así hablaba él por no dar su brazo a torcer y para inspirarles envidia; pero más o menos suponían ellos lo que le había podido haber pasado.

Únicamente Pascual, un haragán y comilón sin igual, que también había oído lo que contara Nicolás, pensó que para él no dejaría de ser ganga una colocación tan buena: buen sueldo, buena comida y casi nada que hacer, esto pocas veces se encuentra, y con las indicaciones que riéndose entre sí, le dio Nicolás, rumbeó para el rancho.

Por el camino encontró a un hombre que araba, y como se le había disparado un caballo, le pidió, ya que iba montado, tuviese la bondad de traérselo. Pascual se hizo el sordo y pasó.

Un poco más lejos se encontró con unos vascos que curaban de la sarna una majada y que le pidieron les ayudase a encerrar una chiquerada, ya que estaba allí. Pero Pascual les contestó que iba deprisa y se fue.

Otros que estaban cerdeando unas yeguas, también le pidieron una manita, porque eran pocos y querían acabar; pero Pascual dijo que su caballo estaba cansado y los dejó.

Y lo mismo hizo con otros que para hacer un pequeño aparte le rogaron que les atajase el rodeo un rato.

Llegó por fin al rancho, donde todo estaba como se lo había pintado su amigo Nicolás. Pero cerca del palenque vio una pieza dispuesta como para forasteros, con la puerta abierta, un fogón con leña lista, bancos, una pava, un mate, hierba, etc., y hasta vio que colgaba del techo medio capón gordo. Y pensó que antes de conchabarse siempre podría aprovechar todo esto y comer de arriba.

Después de atar el caballo, iba hacia la pieza cuando sintió que la mujer que cosía, desde el rancho cantaba:

-Quien no trabaja no come; el haragán, ¡que se embrome!

Se paró, porque le pareció indirecta, pero estaba ya muy cerca de la pieza para echarse atrás y quiso entrar; cuatro perros bravísimos, al sentirlo, se le echaron encima, destrozándole la ropa y también un poco la carne, y lo corrieron hasta que saltó en su caballo y disparó. Cuando ya muy lejos se dio vuelta y miró, no quedaba ni rastro de las poblaciones, ni tampoco de la gente que a la venida había encontrado apartando, cerdeando, curando y arando.

Se quedó muy admirado el hombre y se fue cavilando hasta la querencia, repitiendo a cada rato:

-Pero, mire ¡qué cosa!... ¡Qué cosa!

Tanto que su compañero Hipólito, cuatrero de oficio, quiso saber cuál era esa cosa que tan preocupado lo tenía. Y Pascual, no queriendo, por supuesto, confesar lo que le había pasado, le salió con media mentira, diciéndole que en un puesto nuevo, ubicado en tal parte -y le indicó con prolijidad el paraje- había visto una hacienda tan gorda, tan mansa y tan fácil de arrear, aun de día, por lo mal cuidada, que nunca había visto cosa igual.

Hipólito le propuso ir los dos a pegar malón; pero Pascual pretextó estar medio indispuesto, lo que no era del todo falso, y le aconsejó que fuese solo, que no había peligro.

Hipólito se decidió. Fue de día a inspeccionar el campo y la hacienda y salió exacto todo lo que le había contado Pascual sobre el puesto y su ubicación y sobre la mujer sola y sobre los animales tan mansos que sólo al grito se arrollaban y marchaban.

Se dejó estar escondido entre el pajonal hasta que fue de noche cerrada, dirigiéndose entonces hacia los animales en que se había fijado. Los encontró fácilmente, y como todos estaban con la cara al viento y que justamente soplaba éste de donde pensaba llevarlos, se puso detrás de ellos y amontonándolos en un grupo, gritó: «¡fuera buey!». Pero en el acto sintió el tropel de los novillos que dándose vuelta se le venían encima con bufidos de enojo, y vio relucir frente a sí tantas luces fulgurantes como tenían de ojos entre todos. Presa de un espanto sin igual, echó a galopar, castigando el mancarrón con furia, y galopó derecho nomás, leguas y leguas, atravesando lomas y cañadones, tropezando en las vizcacheras, castigando, espedeando, loco. Y cada vez que se animaba a deslizar una mirada para atrás, veía las luces fulgurantes, sentía los bufidos, oía el terrible tropel; y sólo cuando salió el lucero le pareció que ya habían dejado de seguirlo.

Pocos hombres había tan baqueanos como él; y asimismo quedó extraviado más de quince días, pasando mil miserias, antes de volver a sus pagos. Lo que no impidió que una vez que estaban todos juntos: Sandalio el bandido, con Vicente el borracho y Nicolás el atrevido, Pascual el haragán y él, Hipólito el cuatrero, contó que se había llevado de aquel campo una gran punta de hacienda muy buena y que en estancia tan mal atendida se podían hacer muy provechosos negocios. Y cada cual ponderó a su turno lo bueno que era allá el campo, lo gorda que estaba la hacienda y lo numerosos que eran los rodeos, y lo buena y hospitalaria que era la gente, y así mil mentiras a cuál más grande.

No había, fuera de ellos mismos, más auditorio que Inocencio, un buen muchacho, trabajador, hábil, honrado, discreto y sin vicios, que por casualidad andaba por allí buscando conchabo. No conocía a esos gauchos que tanto hablaban del rancho aquel, y creyó que decían la verdad. Les preguntó si pensaban que necesitaran peones allá, y en el acto le dijeron que sí; se hizo indicar por ellos dónde era y se fue. Con un poco de atención hubiera podido ver a los compañeros sonreírse de la confianza con que iba en busca -creía cada uno de ellos- de algún nuevo chasco.

Inocencio, por el camino, encontró al hombre que araba y que le pidió varios servicios: gustoso se los prestó. También ayudó a los que estaban cerdeando yeguas y a los vascos que curaban la majada y tampoco se negó a atajar el rodeo para facilitar a los apartadores su trabajo.

Cuando llegó cerca del rancho nuevo, vio encerrada en el corral una majada muy linda que parecía esperar que se le abriera la puerta, y como mandado por una voluntad superior, soltó las ovejas juntando con las madres los corderos extraviados, haciendo salir despacio del corral las ovejas muy preñadas y atajando los capones para que en su apuro por desflorar el campo no se llevasen la majada demasiado lejos.

Una vez sosegado el rebaño en buen campo, volvió Inocencio y mudó caballo, tomando uno de la tropilla que se le vino como a ofrecer. Después, viendo que se venían acercando algunas lecheras al palenque donde estaban atados unos terneros, las arrimó, las ató y las ordeñó, sacando para ello de la pieza contigua al palenque baldes y jarros. En dicha pieza, como lo había visto Pascual, cierto día, estaba dispuesto todo como para que pudiera comer y descansar cualquier forastero, pero Inocencio todavía no pensaba en ello, pues tenía mucho que hacer y no era hora de comer. Por lo demás, los perros que allí estaban, no le molestaron y quedaron dormidos.

La puerta del rancho principal no estaba todavía abierta y puso Inocencio los baldes de leche en la pieza; desató los terneros y fue a repuntar la hacienda. Encontró muchos grupos de ella por todas partes; lindos animales, todos muy mestizos y gordos. Se fijó en sus respectivas querencias y anotó en su memoria las marcas que eran tres y varios animales fáciles de distinguir por sus señales peculiares.

Cuando volvió a la estancia, pues no había más población que el rancho y tenía que ser éste la casa principal, estaba entreabierta la puerta y se veía el vestido de una mujer que cosía y cantaba:

-Para el que no tiene vicio, que sabe vivir con juicio, que sólo en trabajar piensa, habrá buena recompensa.

Inocencio oyó estas palabras y le hubiera gustado poder siquiera verle la cara a la cantora. Pero no se atrevió a acercarse, y pensando que debía esperar que lo llamasen, entró en la pieza de los forasteros, se preparó un churrasco, tomó mate, fumó un cigarro y durmió la siesta. Cuando despertó, nadie tampoco lo llamó, ni le dijo nada; pero le parecía estar hacía tiempo ya en la estancia, y, sin que le mandaran, cumplió con lo que ya consideraba su obligación. Y los días siguieron así, durante varios meses. Sus tareas impedían que pudiera Inocencio sufrir de su soledad. Sin haber podido nunca, y esto de lejos y por la rendija, ver más que el vestido de la mujer que en el rancho vivía, soñaba con ella, y sin saber si era joven o vieja, hermosa o fea, comprendía que su vida le pertenecía y que era ella la voluntad misteriosa a la cual obedecía.

Un día, en el campo, se encontró con Sandalio, Vicente, Nicolás, Pascual e Hipólito, que juntos habían venido a curiosear, y averiguar lo que había sido de él, del rancho y de su dueña. Se quedaron admirados de encontrarlo allí y trataron de conseguir que les ayudara en sus propósitos. Unos querían llevarse robada la hacienda, otro quería saquear el rancho; éste de buena gana se hubiera llevado a la mujer, mientras que Vicente seguía soñando con la ginebra de que en otros tiempos le habían hablado. Inocencio, primero, creyó que era en broma, pero pronto tuvo que comprender con qué gente se las tenía y sin fijarse en cuántos eran, los atropelló cuchillo en mano. Poco pelearon; tres o cuatro tajos bien dados los pusieron a todos en fuga y volvió muy tranquilo Inocencio a su rancho.

Hacía justamente, el día siguiente, un año que estaba en el establecimiento, y cuando a la madrugada despertó vio con asombro que en lugar del pobre rancho de paja estaba un precioso edificio de material. En la puerta principal, abierta de par en par, estaba, vestida de novia y bañada en las primeras luces del alba, una mujer joven y seductora, que con gestos amables lo invitaba a acercarse. Tímido, vino hacia ella y de sus labios supe que por su trabajo desinteresado durante un año y su discreta comportación, había deshecho el hechizo de que ella era víctima, y que en recompensa le ofrecía su corazón y su fortuna.

Inocencio tuvo el buen gusto de no hacerse de rogar: se casaron, vivieron felices y tuvieron muchos hijos.


El rancho de los hechizos