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Lenguaje de las estaciones/En el verano

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En el verano

:::::I


De la casa al árbol y del árbol a la casa

Por escena, el campo libre;
el tiempo... en su eterno curso;
hora... en que espiran las brisas
del mar con lento susurro.
en primer término, el árbol
secular, ancho, copudo,
a cuya sombra mi honrado.
Abuelo, a sus deudos junto,
nuevo Jacob con su tribu,
en los rigores de julio
vio sestear sus rebaños,
o a sus gañanes forzudos,
olas rompiendo de espigas,
juntar en haces los frutos.
¡Ni un sonido en el espacio!
Y, en el término segundo,
de mi casa solariega
los envejecidos muros,
mientras, cual manso plumaje
que agita escondido impulso,
de mi tosca chimenea
asciende ondulante el humo.-
¡Padre sol! la tierra blanda
a tu solícito influjo,
en la estación de su celo
te abrió el seno; y somos tuyos,
nacidos de un mismo barro,
desde el gusano sepulto
que habita el humilde limo,
al insecto, al ave, al bruto...
Así la Libia sedienta
es patria, es templo, es refugio,
donde difundió su estirpe
de Agar el seno fecundo;
y allí bendijo el Oasis
Dios para el árabe inculto,
que halla en las sombras de palmas
de arquitectural conjunto
agua y preciso sustento
y cielo para su culto.


Un día la negra sombra
del árbol alto y robusto,
aguja del meridiano
inversa al sol en su rumbo,
me había dejado expuesto
al haz de dardos agudos
que arroja el astro gigante
desde el término diurno,
antes de lanzarse a plomo
en el piélago profundo.
Y por la senda que llega
mal trazada, advertí aduro,
aguijando a prisa a prisa,
al hidalgo linajudo,
señor don Lope Mendoza
de Carvajal y de Angulo,
mi vecino, rico en predios
y un tanto pobre en estudios:
hombre recio, rostro altivo,
atezado y cejijunto.
Salí a su encuentro, y, al verme,
se apeó un tanto ceñudo.
-«Señor don Lope (le dije),
»me honra el veros; mas presumo
»por lo breve del camino
»y el momento en que os pregunto,
»si os han estorbado el paso
»o si os trae algún disgusto.»
-No piensa mal mi vecino,
si bien no hay guapo ni chusco
que a mi persona se atreva:
y, ya veis, no llego enjuto.
Mi caballo es agosteño,
y, como si fuera un buzo;
así que pisa en el río
ha de pegar un zambullo.
De allí no hay quien lo levante
mas que le metan un chuzo;
pero, en soltando el jinete,
se vuelve pájaro grullo.
De esta manera se explica
por qué en un macho orejudo
llega tarde y mal don Lope,
que aún viniera sobre un rucio
donde vuestra linda hermana
con esos cabellos rubios,
con esos ojos azules
y con esos pies menudos,
me trae sorbidos los sesos
de suerte, que me consulto
si me habré yo vuelto mosto
y corro tras el embudo.
Sobre poco más o menos,
sin rodeos de hombre astuto,
sabéis que os puse en la feria
ese trato peliagudo.
Cierto que vos me dijerais
aquello del exabrupto,
y « hasta que hable con mi hermana,
»cuanto ofrezca es prematuro...»
Hablasteis con ella; y luego
allá, por lo que discurro,
no echó el trato a mala parte,
ni vos lo disteis por nulo;
puesto que me respondíais
(carta canta; a ella me ajusto):
«mi hermana oyó vuestro obsequio,
»y os diré en tiempo oportuno...
»el agosto está inmediato...
»yo hoy no acepto ni rehúso.»-
Vecino, yo desde entonces
he contado los minutos.
Hoy es primero de agosto;
se corrió el plazo, y acudo;
y, por si es pleito entre partes,
a lo pactado me afugio.
A mí me ha cabido el año
mejor que a aquellos palurdos
labradores de otros tiempos,
que, echándosela de duchos,
contaban les cuajaría,
cuando los ahogó el diluvio.-
Sabido ya por mi boca
mi tropiezo y lo que busco,
debéis vos decirme en cambio
con franqueza a vuestro turno:
¿qué os tiene fuera de casa
con este calor tan rudo?
-«Sintiendo vuestro percance,
»Vais a ver cómo yo cumplo...
»Andad, don Lope... Me trajo
»al campo, el calor que a muchos
»mantiene bajo su techo:
»¡cada cual según sus gustos!
»Amparado por la sombra
»de ese árbol, do acostumbro
»sentarme, sin que me atedien
»las horas en su transcurso,
»contemplaba el reprimido
»dolor, el silencio mudo
»con que la naturaleza
»rinde el maternal tributo;
»y así, con mis pensamientos,
»tal vez sobrado profundos,
»pasando estaba la tarde
»sin dichas y sin disgustos.»
Andando íbamos camino
de casa en este discurso:
a la medida que andábamos
crecía el blando murmullo
de la fuente que en mi ejido
ancho el caño, el chorro curvo,
derrama en la limpia taza
su claro raudal...; y un brusco
impensado advertimiento
del hidalgo, me detuvo,
diciéndome:-«Tenga el paso,
»vecino; y, si estoy confuso,
»sépase que no soy hombre
»que crea en brujas ni en brujos,
»aunque crea en los misterios
»y en los divinos recursos...
»Decidme si estáis oyendo,
»o si es que yo me embarullo,
»un canto en cuyas cadencias
»de un ángel suena el anuncio.»
Presté atención: iba el eco
concertándose al murmurio
de la fuente de mi ejido,
atenuado como el humo
que de mi hogar ascendía
por el ambiente difuso...
Era la voz de mi hermana;
su canción; la que compuso
el Ángel de la familia,
que va abandonando el mundo.-
Mi hermana en las soledades
de su apartamiento oculto,
entretenía las horas
como suele, por recurso,
hilando del manso lino
que en mi huerta le procuro,
fino como sus cabellos,
como sus cabellos rubio.


Entró don Lope Mendoza;
trató el caso...; noble estuvo.
A poco, tras un galope
oyóse un relincho, y súbito
nos dijo: -Ese es mi caballo,
con mi criado... No abulto
al afirmar que, si no fuera
por lo atrasada que anduvo
su madre en soltar la carga,
cada pelo valía un mundo...
La falta estará en la madre...
Ni lo abono ni lo culpo...
Hijos nacen con pitones,
por ser sus padres cornudos...
Pero es lo cierto, señora,
y a vuestro hermano recurro
para que os diga la causa,
que llegar pude algo sucio,
cuando, por veros, viniera
a horcajadas sobre un burro;
y aun llegara más temprano,
que el fracaso me entretuvo...
Forzado a acortar el tiempo,
a la vuelta me apresuro.-
Madama, el sí que me llevo,
bien que dado entre repulgos,
confío os lleve muy pronto
a vivir en donde juzgo
que no estuviera más ancha
ni la esposa del gran turco.
A recibiros esperan
libre puerta, alzado escudo,
cimerado capacete,
la celada opuesta al zurdo
lado, en señal que no caben
allí los hijos espúreos;
y en campos de oro y de gules
enlazados los vetustos
blasones de los Mendoza
de Carvajal y de Angulo.
Hízonos tres reverencias,
espolsándose el muslo:
salióse, y salí en obsequio
de mi cuñado futuro.



Ni aun el mismo don Quijote,
con ser jinete zancudo,
salvando el borren trasero,
ciñó el bridón más a punto;
y, llamándole a las piernas,
en los estribos insúrgito,
cual si nuestros cumplimientos
le sirviesen de conjuro,
partió, como sale el diablo
del cuerpo del energúmeno.

Las mujeres, desde Eva
a la hoy mujer del verdugo;
desde las que se arrebolan
a las que limpian los cubos;
desde la que zurce versos
y en las medias lleva puntos,
a la convencida monja
que al cielo dirige el rumbo;
así la que arrastra encajes
como la que en su condumio
sisa ochavo por ochavo
hasta completar el duro;
todas ellas son artistas
en sus intervalos lúcidos,
conforme van los menguantes,
o según los plenilunios.
Mi hermana (la replegada
sensitiva, cuando impuro
eco de voz mal sonante
hería sus oídos púdicos),
luego que el hombre a caballo,
veloz centauro, traspuso
entre el polvo y la neblina
y las tintas del crepúsculo,
me dijo: «Hermano: don Lope
»mal mi voluntad dispuso
»como galán en estrado;
»mas, ¡qué bien domina el bruto!
»Dado a tan fuerte ejercicio,
»no extraño tenga en desuso
»la galante cortesía;
»¡pero es gallardo, es hercúleo!
»La hermosura es delicada;
»la fuerza es bella de suyo;
»la aman la flor y la débil
»mujer... ¡Hermano, yo juzgo
»que belleza y hermosura
»son dos aspectos del gusto:
»la flor se ampara entre espinas
»y el rosal ama el capullo!»

Era la mujer apenas
rebasados los tres lustros;
y era don Lope Mendoza
tan fuertemente membrudo;
que en la plaza de su aldea
fiestas de becerros hubo,
y viéndose sorprendido,
si un novillo le fue al bulto,
ya apretado entre las tablas
y los cuernos puntiagudos,
porque allí se viera a un noble
salir de tamaño apuro,
lo atontó de un puñetazo
con aplauso del concurso.


II


La tempestad

Claros estaban los cielos,
limpio el azul transparente:
sólo a lo lejos se vía
vellón que al aura remece,
una nubecilla mansa,
una nubecilla tenue,
una blanca nubecilla
como el ampo de la nieve...


Ancha nube en limpio espacio,
¿quién te guía? ¿quién te acrece?
¿quién te empuja, nube airada,
en pavorosa creciente,
que, ciñéndote de sombras,
tragas polvo, el mundo envuelves?

Relámpago en fondo cárdeno,
¿cuántos volcanes te encienden?
Ronco trueno que respondes,
¿a qué mandato obedeces?


Huid, míseros ganados;
aves por el aire leves,
huid; míseras criaturas,
el torbellino os envuelve;
huid; que dentro de poco
no habrá amparo a que acogerse
los árboles más robustos
quiebran cual cañas endebles;
el huracán, el granizo,
os arrebatan, os hieren;
la tempestad traga el mundo,
y Dios no se compadece.

«¡Ay! (dije, y seguí postrado):
¡cuánto la vida me duele!»
porque el alma se me iba
a la tempestad rugiente...
Y entonces fue cuando vino,
derramándose a torrentes,
copiosa lluvia; y en olas
despeñadas, que al mar tienden,
iban las aves ahogadas,
e iban nadando las reses.
A la mar iban los árboles,
con sus frutos aún pendientes;
del labrador afanoso
los codiciados enseres
iban; y a la par con ellos
haces de acopiadas mieses,
y, arrancados de su base,
restos de pobres albergues...

Mansa lluvia, mansa lluvia,
en aljófares cerniéndote
del sol al último rayo,
que el agua en diamantes vuelve:
mansa lluvia, en derramados
prismas de cristal luciente,
arco de triunfo erigido
al vencedor de los débiles,
iris de paz para el hombre,
sin pacto que le conserve:
mansa lluvia, engalanada
de colores transparentes,
amaranto y oro y púrpura,
que no imitan los pinceles:
cariñosa, mansa lluvia,
a medida que te ciernes
sobre las flores del campo,
hijas de matas silvestres,
renace mi triste vida
¡a la calma que apetece!
¡Vivir es amar! y miro
el placer con que agradecen
allá en el monte los árboles
y aquí las flores campestres,
mansa lluvia cariñosa,
¡los beneficios que viertes!
y tú, de concordia iris,
escala de luz, que asciendes
a do reside el misterio
de la vida y de la muerte,
tú eres el santo camino
por do libres van y vienen
las bendiciones que parten,
las esperanzas que vuelven.

¡Visiones de los sentidos!
¡Pasad, pasad como suelen
cruzar, dándose las manos,
las niñas en danza alegre!

-¿Quiénes sois, que yo os conozco,
pareja en que amor florece,
a la par que andáis por campos
donde el tomillo trasciende,
y a seguir vuestra jornada
tanta voluntad me mueve?
-Fuimos tu Padre y tu Madre,
aun antes que tú nacieses.

-¿Quiénes sois, niños benditos?
Conoceros me parece...
-Éramos amigos tuyos,
cuando niños inocentes;
éramos tus condiscípulos
de la vida en los dinteles.
Tus iguales nos juzgamos
en la edad adolescente;
y, si hoy favor te pedimos,
que, aceptado, nos ofende,
somos los que te abrazaban
para herirte y esconderse...
¡Dejamos por nuestra prosa
de la fama los laureles,
virtudes que no nos caben,
ideas que nos exceden!...
-¡Pasad, pasad, mis amigos!
La confesión os releve:
¡mi voluntad os disculpa
y la experiencia os absuelve!

Y tú, ¿a qué vienes, anciano,
a quien he visto otras veces?
-Voy detrás de mis discípulos
que corren más que las liebres,
y en la carrera del mundo
el que atrás queda se pierde.

¡Aparta, mujer hermosa!
¡Por donde viniste, vete!
¡Esconde aquesos collares,
arracadas y alfileres
con que adorné tu belleza
y prendí tu pecho aleve!
¡Aparta, mujer traidora,
que aun tus caricias me ofenden!

¿Quién eres tú que muy lejos,
tan lejos te me apareces,
que ya mis cansados ojos
dudan en reconocerte?
-Tu primer amor me llamo.
-¡Tu memoria me enternece!
Fuiste el ideal del alma,
la santidad de mis preces,
la diosa de mis sentidos,
la mujer hermosa y débil
que amor me brindó en la vida
y amor me brindó en la muerte.

En pos va la consolante
caridad... ¡Benignos seres,
hembras de virtud humilde,
hermanas del que padece!
Vosotras sois la hermosura
sin vanidad ni oropeles,
la dicha fecunda en lágrimas,
¡la pobreza rica en bienes!

¡Oh, tú, el último en la hilera,
de tanto dolor el héroe!
De ti sólo vi un reflejo,
como mi sombra otras veces.
Fantasma, visión, que enseñas
la risa, y lágrimas bebes,
¿por qué escribes con la punta
del corazón y te dueles?-
Apenas ya te recuerdo...
díme, por piedad, ¿quién eres?
-Yo soy tú.
-¡Maldita seas,
fascinación de mi mente!
Me brinda el mundo favores
en la pugna con los fuertes,
la fama con sus aplausos,
el éxito con laureles:
y, pues que la vida es lucha
donde todos acometen
vencedores o vencidos,
el vencido se defiende,
y allá, tras su desengaño,
la quieta paz se le ofrece,
como al náufrago que arrojan
las olas a los placeres...
¡Las olas que le llevaron,
le trajeron, y las siente
rugir sin que le amenacen
en la playa en que se aduerme!...-
¡Visión! eres la memoria;
eres la verdad que miente;
¡no escribas más con la punta
de mi corazón, y aléjate!