Leyenda neuqueniana
LEYENDA NEUQUENIANA
Ganados por el viajero los contrafuertes de la hoya del Malbarco, la vista se complace en acariciar los simbólicos lineamientos del Domuyo.
Aceptando el símil popular, este coloso sería un congelado megaterio, que no pudo emigrar con su raza fabulosa.
Desde el anca acurrucada sobre dos repechos del valle, hasta la trompa audaz que se eleva olfateando las estrellas, el fulgente monstruo repliega varios kilómetros en sus rugosidades.
Allá sobre el azul distante de los horizontes chilenos, sus gibas se destacan con pureza hialina.
Para apreciar el conjunto de esas eminen cias, el explorador tiene que encaramarse en otra cúspide lejana; porque, cuando se aventura á la ascensión, queda tan anonadado como una hormiga escalando una basílica.
Si la energía ha sido suficiente para ascender por el filo de esas cimitarras sin excitar el bostezo de la profundidad que las esgrime, la compensación del viajero es inefable: Al llegar á la cima torna á engrandecerse, y ¡ahí del corazón ancho para contener tal emoción!
Roma desde San Pedro, París desde su torre Eiffel y Nueva York desde la mano derecha de su Libertad, no pasan de menguadas tolderías junto á este panorama de la cordillera neuqueniana, visto desde la cumbre del Domuyo.
Abajo, por el noroeste, hasta perderse la vista en el desierto, las sierras del Neuquén aglomeradas de rodillas, sonrosan sus turgencias de vírgenes desnudas con el soflama ruboroso de la tarde.
Por el sur y sudeste, la mirada domina la frontera con Chile: Los picos y curvas de los ventisqueros secundarios fingen á la distancia capiteles y dombos de Partenones almenados.
El Pichacén, Moncol, Antuco y el Tuluaca, dejan que sus casullas de lino inmaculado se plieguen en la hondonada, é inciensan al Domuyo dominante, con gasas de humo aurífluo.
Allá muy lejos, tras el verde declive en que se adelanta á la costa el país chileno; más allá, tras vaguedades de un azul desvanecido en ceniciento gris de lejanía, el sol se hunde en las aguas del Pacífico, evocando las inmersiones sagradas del gran Inca, cuando su cuerpo desnudo se hundía lentamente en el misterio de sus lagos, radiante de oro en polvo.
Cuando el Domuyo da la señal del sacrificio desde el cristal de su ábside, los otros prelados yerguen las aristas fulgentes de sus mitras y hacen temblar sobre sus hombros sus pedrerías epicospales. Entonces el Domuyo perfora las arrumazones de incienso con el último reflejo de la amatista escapado de su anillo imperial, y allá por occidente, la sangre de los borregos sacrificados se coagula y tirita sobre el violáceo estanque nocturnal...
De esa hora en adelante, la sombra aterciopelada sólo se desgarra á trechos por las curvas de plata que trazan las exhalaciones celestes en su vuelo, ó por las gigantescas rosas de reflejos, esculpidas en la nieve por los cinceles estelares.
Se explica, pues, que aun en la caliginosa tristeza cerebral de los indígenas, el Domuyo haya sido objeto de supersticiones delicadas.
El simbolismo que, según mi antojo, ellas encierran, denuncia en quienes las concibieron emociones estéticas de asombrosa intensidad, solo explicables por la rara belleza del paisaje.
Como siempre ha sucedido con toda altura ignota y bella, el Domuyo ha inspirado en el salvaje ese sentimiento de temor y adoración, base de todas las religiones y magismos.
Desde el Sinaí hasta el Olimpo, y desde las torres de Notre Dame hasta el último campanario de villorrio donde las brujas guardan sus escobas, las alturas siempre han sido refugio de lo maravilloso y prepotente.
Cuando el temor inspirado por la amenaza de lo inexplicable, va unido el arrobamiento encendido por lo extraordinariamente bello, las leyendas bordadas en torno á esos misterios son verdaderas canciones de arte.
Tales las del Domuyo: La gente que aun mora en sus repechos, mira con asombro al explorador que se aventura á ascender.
¿Cómo exponerse á la ira de esos guardianes misteriosos?
Su mismo nombre, Domuyo: la «Mujer Quemada», indica la idea trágica que tal empresa sugiere en la mente de esos campesinos.
En tiempo de que los incipientes fastos neuquenianos no guardan memoria, debió haber una lucha titánica, en la cual pereció esa «mujer quemada», y triunfó la que, joven, opulenta y deslumbrante, domina hoy en las cumbres.
Dicen que esta es una joven muy risueña y muy blanca.
Se la ha visto siempre desnuda en un lago cercano de la cúspide, peinándose sus cabellos rubios con un peine de oro, en tanto que las tortoras ó juncos—también de oro flexi ble—que bordan la laguna, producen finas melodías, al temblor de un viento muy suave que no viene de parte alguna, ¡que nace por sí solo!
¡Ay del que pretenda sorprenderla en su baño! Siempre esta defendida por alguno de sus dos guardianes: un gran toro de fuego, con astas de oro reluciente; y un caballo muy blanco, de ojos negros, que salta como alud abismal los ventisqueros.
No se hallará persona en la comarca que no jure haberse encontrado, no una, sino muchas veces, pero siempre á distancia—se entiende—con el caballo muy blanco y el toro de oro y fuego.
La «mujer quemada» vive todavía, pero permanece cautiva entre la tierra.
Debe sufrir mucho, porque llora sin cesar chorros de lágrimas que queman; debe odiar mucho, pues el que aspire el humo de su aliento, se envenena; y deben darle á beber oro fundido, porque no otra cosa debe ser eso que hierve, ruge y gorgotea eternamente en la célebre «olleta bramadora».
El intrépido explorador salesiano, presbítero Lino Carvajal, quien acaba de realizar al Domuyo la más completa de las ascensiones hechas hasta ahora, confirmará en su próximo libro los puntos esenciales de esta leyenda. Ignoro cómo habrá de interpretarlos. Sociológicamente considerados, no le será difícil hallar similares en las más refinadas mitologías.
Como quiera que sea, erudición y ciencia aparte, yo me complazco en fingir que un remoto poeta neuqueniano simbolizó en estas tradiciones algún cataclismo inmemorial.
Digo, pues, que la ardorosa roca primitiva, hoy la «Mujer Quemada», habló al soñador indio de este modo: —Llegó un tiempo en que yo tuve celos de la nieve.
Desde que esta joven blanca y sin pudores apareció por la comarca, las caricias del sol para mí fueron muy otras: mi viejo amante tenía con la recién llegada juegos de audacia inconcebible: ¡Llegaba hasta besarla en la nuca!
Y la muy descocada, sin dar muestras de enfado, se ponía á reir y reir y reir con una sonrisa de cristal muy fino.
¡Era muy melindrosa! Cuando el sol la estaba viendo, se cubría de unos brazaletes y collares falsos que trajo del Oriente, temblaba y lloraba como si se la fuesen á comer.
Naturalmente, el viejo crédulo se acercaba á consolarla; y ella, como las niñas cuando les hacen cosquillas, se ponía á reir, y reir con una sonrisa de cristal muy fino.
Todo el día se lo pasaba en locuras de esa clase.
A mí ya no me hacía caso: enlutada de liquenes y musgos yo miraba á los amantes felices desde lejos, y cada hora tenía que aumentar el cauce de mis lágrimas para no ahogarme en ellas...
Todo era por el oro! La aventurera fuésiempre muy avariciosa. Llegó por aquí con muchos cofres de similores y batistas, de flores y de encajes, pero todo era falso: todo se volvía trizas al tocarlo.
¡Me odiaba por mi oro! por mis arcas de aurea silicata, donde yo refundía pacientemente, y eso en siglos y siglos, los cabellos que mi dueño dejaba en nii regazo.
Yo había permanecido resignada en silencio, pero al fin no pude contener el fuego de mi pasión reconcentrada.
Mi alma de oro encendido llamcaba en mis arterias, y al fin fué á estrellarse en oleajes de indignación contra mi frente.
Entonces se produjo eso que los hombres llaman cataclismo geológico.
Tras el temblor histérico que me hizo crujir el corazón en lo más hondo, recuerdo que sentí en la garganta un cruel desgarramiento. Vi rojo en torno mío. La blancura infame de la nieve me arrancaba del alma convulsiones púrpuras de odio.
Cada uno de mis reproches era una mole de rencor gorgóneo.
Ansiaba inundarle la albura de su rostro en los raudales de lodo que yo había amasado con lágrimas y sangre.
El sol no me escuchaba: serio y encapotado atravesaba el horizonte, fingiendo no oir mis ruegos ni entender los signos de adoración que yo le hacía.
De amor, sí! de amor hondo eran las trémulas llamaradas de oro torturado con que mis brazos le imploraban justicia; de amor eran las mirras doradas que yo arrojaba en mis hogueras, para elevarle plegarias de incienso, como á un Dios; de amor cristalizado en muchos siglos de firmeza y constancia, eran esos puñados de pedrerías multicolores con que yo no alcanzaba á fascinarlo.
Pero todo fué en vano.
Es verdad que la nieve ganó fugitiva la llanura, con sus carnes mordidas por mis brasas de oro y sus muselinas ensangrentadas y rotas; mas el sol continuó su curso embozado en mis inciensos, y yo caí exangüe, extinta y muda, bajo el peso de mis adoraciones calcinadas por la indiferencia del cielo.
Ellos han vuelto después á ser felices. Yo sigo devorada por torturas internas. Mi amor abandonado sigue quemándome el pecho con sus raudales de oro. Mi sangre toda es de oro esplendente, pero yo he quedado estéril, muda y fea, con el apodo despectivo de la «Mujer Quemada».
Ella, la blanca aventurera, ha vuelto á instalarse en mis dominios con todo el prestigio de su desnudez y sus ficciones. Años hace que goza de sus talismanes y mi dueño.
Con ese peine de oro que yo había robado al Alba y escondido en la laguna, ella puede vivir por siempre joven, como que ese amuleto comunica á la cabellera donde se hunde, fulgor y timbres de oro.
Para defenderse de los alpinistas y cazadores de guanacos blancos, tiene dos guardianes invencibles: dos mónstruos con las condiciones seguras para vencer al hombre: un toro de oro y fuego, símbolo de la fuerza; y un caballo blanco de ojos negros, emblema de agilidad y visión para el abismo.
Son regalos del Sol; el uno se lo trajo de no sé qué constelación, y el otro es de los que galopaban en las cuádrigas de Aurora.
Sin embargo, ella me teme aún: Teme que cualquier día le desfigure el rostro con vitriolo.
Hace creer que soy bruja, que estas solfataras son el humo de mis redomas infernales, y que me paso el tiempo machacando sulfuros y tormentas en la «Olleta bramadora».
— Por eso, por el temor á otro incendio, ella no sale jamás de la laguna. Allí entretiene su holganza escarmenando niebla, tejiendo tul de escarcha y bordando margaritas de hielos irisados.
Ha logrado convencer al Sol de que lo adora. Cuando en las mañanas la sorprende en el baño, ó en las tardes le hace la última caricia, ella ostenta convulsivos sonrojos que no siente.
Temerosa de que mis quejidos lo muevan al dolor, se hace la juguetona para sacudir sus cabellos armoniosos, agita sus gargantillas de perlas y zafiros, toca en sus arpas de cristal idilios, y hace que los suspiros del encantamiento desprendan de los mimbres de la orilla una funesta música de oro.
Ahí tiene usted explicado el misterio de este drama. Ya ve que es una intriga secular. Parece increíble que en esta altura demetros haya tantas bajezas.
Y yo no soy culpable. La sinceridad y la firmeza me han perdido. Mi gran ruina depende de haber amado honda y ardientemente.
Lejos de cuidarme de las seducciones externas, mi anhelo consistía en eternizar las glorias de mi amado. Mi dicha era vivir seria y modesta, reconcentrando el oro de sus labios en mis pechos, y cristalizando la luz de su mirar en mi alma.
Yo nunca fuí coqueta.
Ella, en cambio, me venció con artificios.
Se entretenía delante del espejo esmaltándose el cutis, ensayando sonrisas, llorando perlas falsas, y falsificando con carmín rubores.
Si mi rostro fué quizá áspero y duro, si fué mi vestidura rígida y severa, guardo la satisfacción de que nunca tuve por qué ruborizarme, ni jamás fué mi falda juguete de los vientos.
Yo he sido una matrona; ella es una bailarina faláz.
Yo fuí ardiente; ella es fría.
Yo fuí firme; ella es frágil.
Mi corazón fué de oro vivo; el de ella es de aire enfermo y congelado.
¡Ah! ¡Pero yo nunca he sido blanca y armoniosa!...