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Cautiverio del oro

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CAUTIVERIO DEL ORO

Me atraía la curiosidad de asistir al momento en que el oro pasa del seno de la tierra á las manos de los hombres.

Lo deseaba y lo temía.

Al descender á la quebradita Milla—Michicó, en cuyas orillas lavaban el oro varios trabajadores, experimenté una emoción semejante á la que debe sentirse cuando se presencia por vez primera una cacería de tigres en las selvas tropicales.

Sabiendo cómo es de cruel y sanguinario el oro, aun el domesticado en las ciudades, natural era temerle al verlo salir, indómito y cerril, de su guarida.

Mas no. El cachorro es muy manso. Sus húmedas pupilas sonreían al hombre desde el fondo de la arena. Así las de un bebé que deja de llorar para sonreir á su juguete.

}Yo no acierto á explicarme por qué luego, en la vida, hace tantos estragos ese facineroso. Debe de ser porque los hombres lo civilizan y pervierten.

¿Y cómo nó?

Cuando lo martirizan en el crisol, le infunden la temperatura del rencor humano.

Cuando, creyéndolo tan contaminado como ellos, lo compenetran de mercurio para purificarlo, y lo despojan de su coraza de hierro y le exprimen los glóbulos vitales de su sangre pura, lo tornan en un ser tan anémico y flexible como el hombre moderno.

Si quieren ¡oh insensatos! prepararlo para recibir la ley, la pureza de su estirpe luminosa les estorba. Por eso se le mancha con el cobre, con ese plebeyo ronco y vil, sucio y maleable, capaz de cualquier bajeza.

Y cuando lo consagran con el cuño, cuando lo invisten de autoridad legal, le graban en sus carnes la efigie de algún autócrata mandón, y lo profanan con un signo aritmético, y le niegan su patria universal, dándole una nacionalidad restringida y egoísta.

Para que no quede duda de su misión engañadora, como emblema de su blasón le inscriben alguna de esas frases huecas y ampulosas, alguno de esos dislates que son la hoja de parra de los paraísos políticos donde se peca en grande y se hace perder á la vida su gracia original: Honni soit..., Libertad y Orden, Por la razón ó la Fuerza, etc.

El oro en sí no es malo, me dije ya sin miedo, al ver con qué humildad se dejaba pescar por los mineros.

El procedimiento que éstos emplean en el Neuquén es primitivo. Allí se trabaja sin más motores que el corazón de cada cual.

Aun no ha llegado la maquinaria inglesa.

Quiero decir que por estos valles no ha galopado aún lúgubremente ese caballo de Troya, en que ha poco lord Roberts ganó sobre las pistas boers el premio internacional de la codicia.

No hay monopolios.

Los trabajadores aprovechan todavía esas palabras de justicia que han quedado rezagadas en el código de minería: «el aprovechamiento común».

En cualquier parte de las colinas en que se escarbe al acaso, siempre se topan los característicos mantos grises de la aurífera tierra.

El oro allí contenido es el que brilla luego, al ser lavado por el «agua regia» que destilan los cristales de la Cordillera del Viento.

Arrastrado por la quebradita, se le ve pasar risueño y juguetón, como un emperador germano, muy inocente y rubio, que pasease el Rhin aguas abajo, en brazos de su nodriza imperial.

Nadie adivinaría en él á nuestro Nerón contemporáneo.

Cuando lo vi entre el lodo, girando diluído en el agua de una rústica batea, pensé en la órbita misteriosa de su curso; vi ese diabólico círculo de fraude en que lo lanzan los economistas; creí divisarlo, más tarde, entre el limo de las conciencias, girando en las ruedas de las Bolsas de Comercio.

Otro sistema de extracción empleado en estos lavaderos, es el de las canalejas.

Estas son pequeños acueductos de madera donde se deposita el lodo aurífero, para que sea lentamente disgregado por el agua.

En el fondo tienen una rejilla de madera que detiene y estanca los sedimentos más pesados.

Son verdaderas trampas.

Allí sucede con el oro lo que en la sociedad con muchos hombres de verdadera solidez intrínseca: su peso los hunde.

Allí flota y sigue rápida carrera todo lo que es cieno, todo lo que es liviano, todo lo que es impuro. Lo que pesa sucumbe. Lo fofo y pueril triunfa.

Ese ardid está ingeniado como lo que en cualquier núcleo comercial se conoce con el nombre de «un negocio». Fabricad con cualquier patraña un cauce de opinión; haced que por él circule lodo, que bien puede ser el de las malas artes; poned en el fondo una red bien fina de mentiras; y cuando hagáis el ««levante», como dicen los mineros, encontraréis en el fondo el sedimento de oro ajeno, producto de un «buen negocio».

¿Quién no usa canalejas?

Y, coincidencia rara, esas ganancias, como estos resíduos de la arena, siempre van mezcladas con el hierro.

Allá, en las ciudades, es el hierro exprimido de la sangre explotada. Aquí es el hierro meteórico, ese natural y virgen, cuyo destino desastroso forma cruel ironía con el símbolo que le corresponde en química: FE.

Allá el oro ensangrentado rara vez se purifica; ni siquiera en las cárceles.

Aquí es sometido en la amalgama á un ardoroso tratamiento de fricciones mercuriales.

Allá las gentes se doblegan, se quiebran y se arrastran ante el oro.

Aquí también se ve á los rústicos mineros arrodillados todo el día sobre las arenillas, hipnotizados por el brillo del agua, que en el fondo los hechiza con el remedo de sonrisas ilusorias de pupilas que dejaron muy lejos náufragas en llanto.

Esos seres infelices que arrastran sus harapes y tristezas entre colinas de oro, predisponen el pensamiento á evocaciones pesimistas.

De esas cuevas funerarias donde se asila el piojo y la desolación aúlla con sus gargantas áureas, pasa el recuerdo á los retretes parisienses, donde cantan los francos y los besos, pero donde gimen el amor y los violines.

La «púrpura de Casio», atribuída por los químicos á los precipitados auríficos, sugiere muchas otras púrpuras funestas: las que los hombres toleran sobre la espalda de otros hombres; la del labio ponzoñoso, las que ostentan las cruces de las ambulancias, las que tiñen el pañuelo de los tísicos, y las que agostan para siempre los jardines virginales.

El aire lustral que la nieve perfuma en esas tierras, cosquillea en el pecho, como el capitoso que se respira en Monte Carlo y el purulento que se expulsa de los lazaretos.

La armonía dorada del ocaso se desvanecía en un temblor de cabelleras destrenzadas, y se cuajaba luego en la inmovilidadde congelados estanques de champaña. Las últimas felpas del granate crepuscular se acolchaban en divanes profonds comme des tombeaux, y el canto rocalloso de los mineros al regresar á sus chenques me recordó que del Sena al Neuquén aun hay distancia...