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Linda y la Fiera

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LINDA Y LA FIERA.


E

rase que se era un comerciante fabulosamente rico. Tenia seis hijos, tres varones y tres hembras; y como hombre juicioso y prudente, no perdonó nada para la educacion de todos ellos, proporcionándoles excelentes maestros de todo.

Las hijas eran lindísimas, principalmente la menor. Cuando era pequeñita llamábala todo el mundo Linda, y siempre más le quedó este nombre, con no poca envidia de sus hermanas. No solamente era más hermosa que las hermanas, sino más buena. Las dos mayores estaban engreidas como gallo de cortijo; dábanse mucho aire de señoronas, y no querian visitarse con las hijas de los demás comerciantes; agradábanse tan solo del trato de la gente principal y de muchas campanillas; todos los dias estaban de baile, de teatro, de paseo, y hacian burla de su hermana menor, porque empleaba la mayor parte del tiempo en la lectura de buenos libros. Como se sonaba que eran tan ricas, muchos jóvenes muy bien acomodados habian pedido su mano; pero las dos mayores decian que no habian de casarse jamás, no siendo con un duque ó por lo ménos con un conde. Linda, pues segun queda advertido, este era el nombre de la menor, dando muy cortesmente las gracias á los que la pretendian, les contestaba que era demasiado jóven, y que deseaba vivir durante algun tiempo en compañía de su padre.

A lo mejor perdió el comerciante todos sus bienes de fortuna, excepto una casita muy distante de la ciudad. El infeliz dijo llorando á sus hijos que no les quedaba otro remedio que vivir en la casita, y trabajar para comer.

Las dos hijas mayores contestaron que por ningun estilo querian salir de la ciudad, que aunque ya no fuesen ricas eran muchos los que habian solicitado casarse con ellas, y que se darian por muy dichosos de poder conseguirlo. Cuentas muy galanas eran estas, pero bien pronto cayeron de su asno, porque lo mismo fué oler á pobres, que no encontrar un novio ni por amor de Dios. Como por su mucha vanidad nadie podia verlas ni en pintura, decia todo el mundo: «Me alegro de ver humillado su necio orgullo.» Al propio tiempo todo el mundo se compadecia de Linda, y en todas partes se oia repetir: «Su desgracia nos llega al alma. ¡Qué chica tan buena! ¡conversaba con los pobres con tanta dulzura!¡es tan amable, tan virtuosa!» A pesar de su pobreza, muchos hidalgos solicitaban su mano; pero ella les contestaba que no podia conformarse con abandonar á su padre, y que de todos modos queria acompañarle á la casa de campo para consolarle y ayudarle á trabajar.

Cuando se hubieron instalado en su nueva vivienda, el comerciante y sus tres hijos se dedicaron á las labores del campo.

Linda se levantaba á las cuatro de la mañana, limpiaba la casa, y disponia el almuerzo. Al principio, poco acostumbrada como estaba á trabajar como una criada, se fatigaba mucho, pero á los dos meses ya estaba hecha á todo.

Concluidos los quehaceres domésticos, divertia el ocio tocando alguna pieza de música, ó dando vueltas al huso, alegraba el aire con sus cantares.

Sus hermanas, al contrario, se levantaban á las diez, y todo el santo dia de Dios se estaban paseando sin mas ocupacion que la de acordarse de vestidos elegantes y bailes; así es que se consumian de fastidio. No contentas con descargar sobre los hombros de la pobre Linda todo el peso de la casa, contínuamente la molestaban é injuriaban, causando no poca pesadumbre al desgraciado padre que sabía apreciar cuanto valia el buen comportamiento de su hija.

Cosa de un año haria que llevaba la familia este género de vida, cuando el comerciante recibió una carta participándole el feliz arribo de un buque con mercancías suyas. Esta noticia volvió locas de contento á las dos hermanas, pues ya se veian libres de la dichosa campiña que les daba cien patadas.

Al despedirse su padre, le encargaron vestidos, pañuelos, perigallos y perifollos de toda especie.

—¿Y tú nada pides? dijo el padre á Linda.

—Ya que tienes la bondad de acordarte de mí, y ya que esta tierra no da rosas, tráeme una.

Lo que ménos le importaba era la rosa, pero quiso pedir algo para que con su buen ejemplo no pareciese que indirectamente condenaba la conducta de sus hermanas.

Partió ligero el bueno del padre; mas no bien hubo llegado al punto en que acababan de desembarcarse las mercancías, armáronle un pleito, y despues de los consiguientes sinsabores y quebraderos de cabeza, se volvió tan pobre y tan desnudo como habia ido. Pocas leguas le faltaban para llegar á su casa, y le llenaba de gozo la idea de que no tardaria en abrazar á sus queridos hijos; pero tenia que atravesar un bosque muy dilatado y espeso, y se extravió. Levantóse una nevasca espantosa y soplaba el viento con tanta furia, que por dos veces distintas le arrojó del caballo. Cerró la noche, y el pobre hombre creyó morir de frio ó ser pasto de los lobos, cuyos aullidos se oian resonar por todas partes.

De repente, dirigiendo la vista al extremo de una larga calle de árboles, descubrió una luz que parecia muy distante. Encaminóse hácia aquel punto, y vió que la luz salia de un palacio todo iluminado. Dió gracias á Dios por el auxilio que le enviaba, y se dirigió al castillo. Causóle mucha sorpresa no encontrar á nadie en los patios. El caballo, que seguia detrás, vió abierto un establo y se coló dentro, como Pedro por su casa; encontró heno y avena, y como el pobre animalito venía muerto de hambre, dióse mucha prisa á matarla sin gastar cumplimientos. El comerciante dejó atado á una estaca el caballo, y entró en la casa, en donde no encontró alma viviente. En un salon espacioso vió una chimenea encendida, y una mesa cuajada de sabrosas viandas y con un solo cubierto. Como el buen hombre estaba calado hasta los tuétanos, se acercó á la lumbre para secarse, y dijo en sus adentros: «El dueño de la casa y los criados, cuando vengan, tendrán que perdonarme la franqueza que me tomo.»

Estuvo aguardando un buen rato, pero como eran ya las once y nadie parecia, y como por otra parte le ladraba el estómago más de lo regular, temblando de miedo cogió un pollo, y en dos bocados dió cuenta de él; bebió un poco de vino, y cobrando más ánimo, salió del salon y recorrió muchos aposentos magníficamente alhajados.

En una de las habitaciones encontró una cama excelente, y como era ya media noche, rendido de cansancio como estaba, tomó la prudente resolucion de cerrar la puerta y de acostarse.

El dia siguiente, al despertarse, sorprendióle en extremo el encontrar un vestido nuevo y limpio en lugar del suyo, roto y lleno de barro. «Seguramente, dijo para sí, vive en este palacio alguna bondadosa hada que se ha compadecido de mi situacion.» Asomóse á la ventana, y no descubrió ni pizca de nieve; ántes bien se ofrecieron á su vista umbrosas calles de árboles cargados de flores, que era un encanto. Entró en el salon en donde habia cenado la noche anterior, y vió en una mesecita un enorme tazon de chocolate. «Mi querida Hada, dijo en alta voz, muchas gracias por haberte acordado de mi desayuno.»

El buen hombre, despues de dar el último sorbo á la jícara, salió en busca de su caballo. Al pasar por una calle de rosales, se acordó del encargo de Linda y cortó un ramo en que habia una porcion de rosas. En esto que oye sonar un grande estruendo, y ve venir una fiera tan horrible, que lo mismo fué verla, que no quedarle gota de sangre en el cuerpo.

—Eres un ingrato, dijo la fiera con una voz terrible; te he salvado la vida concediéndote hospitalidad, y en pago te atreves á robar mis rosas que es lo que más amo en la tierra. Con tu sangre has de expiar tamaño ultraje. Un cuarto de hora te concedo: encomienda tu alma.

El comerciante cayó de rodillas, y juntando las manos dijo á la Fiera:

—¡Perdon, perdon, caballero! No creí que por coger una rosa, que una de mis hijas me habia encargado, pudiera causar á V. la menor ofensa.

—¡Qué caballero ni qué haca! contestó el Mónstruo; yo no me llamo caballero, sino Fiera; y no gusto de lisonjas. Me has dicho que tenias hijas. Bueno: no me niego á perdonarte con tal de que una de tus hijas venga á morir en tu lugar. Punto en boca, vete; pero ántes júrame que si ninguna de tus hijas quiere dar su vida por la tuya, volverás aquí dentro tres meses.

El pobre hombre no pensaba ciertamente sacrificar á tan infame mónstruo ninguna de sus hijas; pero quiso tener la dicha de abrazarlas ántes de morir. Juró que volveria, y la Fiera le dijo:

—No quiero que te vayas con las manos vacías. Vuelve á la estancia en donde has dormido, encontrarás un cofre, mete dentro cuanto se te antoje, y yo cuidaré de enviarlo á tu casa.

El comerciante volvió a la estancia en que habia dormido, y como encontrase una gran cantidad de monedas de oro, llenó el cofre, que no era pequeño, y lo cerró diciendo: «Si he de morir sin remedio, quédeme al ménos el consuelo de dejar un pedazo de pan a mis pobres hijos.» Salio del bosque, tan triste, como alegre habia entrado en él á la víspera. El caballo por su propio instinto tomó una de las sendas del bosque, y en un abrir y cerrar de ojos llegó nuestro hombre á su humilde morada.

Vióse rodeado al momento de todos sus hijos; pero al mirarlos le saltaron las lágrimas. Tenia en la mano la rama de rosal que para Linda llevaba; y al entregársela le dijo: '

—Toma estas rosas, que han de costarle muy caras á tu desventurado padre; y contó a su familia la desgraciada aventura que le acababa de pasar.

No bien hubo concluido, las dos hermanas mayores prorumpieron en desaforados gritos, y se desataron en injurias contra la pobre Linda, que no lloraba.

—Ved aquí los resultados del orgullo de esa mocosuela; si se hubiese puesto á la razon como nosotras, no sería ahora la causa de la muerte de papá.

—¿Porqué he de llorar yo la muerte de papá? contestó Linda. ¿Porqué ha de morir papá? ¿No dijo el mónstruo que se contentaba con una de sus hijas? Pues yo me entrego á su furor, y me considero dichosa de poder con mi muerte salvar á mi padre, y demostrarle de esta suerte todo mi cariño.

—No, hermanita, exclamaron los tres hermanos, no morirás. Nosotros irémos en busca del mónstruo, y hemos de matarle, ó perecerémos en la demanda.

—No os forjeis ilusiones, hijos mios, exclamó el comerciante; es tan grande el poder de aquella fiera, que no nos queda ni aun sombra de esperanza. El corazon de Linda me encanta y enamora; mas Dios me libre de exponerla á la muerte. Yo ya soy viejo, pocos años me quedan de vida, y solo por vosotros, hijos mios, la deseo.

—Pues yo juro, añadió Linda, que no ha de ir V. sin mi compañía á ese palacio. ¿Quién podrá impedirme que vaya? Más quiero ser devorada por aquel mónstruo, que no morir de pena por la pérdida de V.

No valieron reflexiones; empeñóse Linda en ir al hermoso palacio: sus hermanas estaban llenas de admiracion y tenian celos de su hermana menor. Fué tan grande el dolor que le causaba al comerciante la idea de perder á su hija, que no se acordó siquiera del cofre lleno de oro; pero júzguese cuál debió ser su asombro cuando al acostarse se lo encontró junto á la cama.

Nada quiso decir á sus hijos de sus riquezas, pero sí á Linda, la cual, noticiosa de que dos hidalgos aspiraban á la mano de sus hermanas, rogó á su padre que las casase. Porque bueno es saber que á pesar de la condicion perversa de las tales hermanas, la bondadosa Linda las queria entrañablemente. Este par de bribonas, luego que su hermana y su padre volvieron la espalda, para que les llorasen los ojos, se los frotaron con cebolla; pero los hermanos y el comerciante lloraban hilo á hilo, y muy de véras.

El caballo se fué por sus pasos al palacio, que al cerrar la noche apareció iluminado como la primera vez, y derechito al establo. El padre entró con su hija en el gran salon, donde estaba puesta una magnifica mesa con dos cubiertos. No tenia ganas de comer, ni ánimo; pero Linda, haciendo mil esfuerzos por parecer tranquila, se sentó á la mesa, é hizo plato para los dos. Luego decia en su interior: «Parece que la Fiera desea ponerme gorda, porque me trata como cuerpo de rey.»

No bien acabaron de cenar, sonó un espantoso ruido, y creyendo el comerciante que lo causaba la Fiera, hecho un mar de lágrimas dió un adiós á su hija. Al ver Linda aquella horrible figura, se le heló la sangre en las venas; mas procuró serenarse y hacer de tripas corazon. Preguntóle el Mónstruo si habia venido de buena voluntad, y ella, trémula como la hoja, contestó que sí.

—Eres buena, dijo la Fiera, y te lo agradezco. Amigo, dijo al comerciante, mañana puedes marcharte, y no te acuerdes de parecer por acá. Adios, Linda.

—Dios guarde a V., señora Fiera, dijo Linda; y el mónstruo se retiró.

—¡Hija de mi alma! exclamó el comerciante apretando a Linda contra su pecho; estoy muerto de espanto, Créeme, hija mia; yo me quedaré.

—No, padre mio, no, dijo Linda con firmeza; mañana sin falta partirá V. Me entrego á la voluntad del cielo, que tal vez se apiade de mí.

Fueron luego á acostarse, bien convencidos de que no podrian pegar los ojos en toda la noche, pero apénas estuvieron en la cama, se les cerraron los párpados. Linda vió entre sueños á una dama que le dijo: «Alabo tu buen corazon, hermosa Linda; la buena accion de dar tu vida por salvar la de tu padre será recompensada.» Linda al despertarse contó á su padre este sueño, y aunque esto sirviese al pobre viejo de algun consuelo, al tener que separarse de su hija no pudo ménos de prorumpir en penetrantes gritos de desesperacion.

Así que hubo partido, sentóse Linda en el gran salon, y soltó la rienda al llanto; pero, como le sobraba buen ánimo, encomendóse á Dios, y tomó la resolucion de pasar con tranquilidad el poco tiempo que le quedaba de vida; pues harto penetrada estaba de que la Fiera se la comeria por la noche sin falta. Recorrió todo el palacio, y no pudo ménos de admirarse de su magnificencia. Sorprendióla en extremo el encontrar una puerta con un letrero encima que decia: «Aposento de Linda.» Abrióla precipitadamente, y quedó deslumbrada y ciega al ver tanto esplendor y lujo; pero lo que más le llamó la atencion fué una riquísima biblioteca, y varios instrumentos de música. No quieren que me fastidie, dijo para sus adentros; si no tuviese que permanecer aquí mas que un dia, no es probable que se hubiese despilfarrado con tanta profusion. Esta idea reanimó algun tanto su valor. Abrió la biblioteca y vió un libro con unas letras de oro que decian: Desea, manda: eres aquí la reina, y señora de todo. ¡Ay! dijo suspirando, lo que yo quisiera es ver á mi pobre padre, y saber lo que hace en estos momentos. Apénas habia cruzado esta idea por su imaginacion, cuando al fijar los ojos en un espejo, dentro del cristal vió con asombro su casa, y á su padre que á los umbrales llegaba profundamente afligido: las hermanas le salieron al encuentro; y á pesar de las muecas que hacian para demostrar que estaban muy dolorosamente afectadas, no eran dueñas de ocultar la alegría que les ocasionaba la pérdida de su hermana. Al cabo de un instante desapareció todo, Y concibió Linda alguna esperanza de que ningun daño habia de causarle la Fiera, que tan complaciente con ella se manifestaba.

Al medio dia encontró puesta la mesa, y durante la comida, sin que nadie pareciese, oyó un delicioso concierto. A la noche, al tiempo de sentarse á la mesa, vió entrar á la Fiera, y no pudo ménos de estremecerse.

Linda, le dijo el mónstruo, ¿me permitirás que te vea miéntras cenas?

—V. es quien debe mandar, contestó Linda temblando.

—No, replicó la Fiera; nadie debe mandar aquí mas que tú. Si te fastidio, díme que me vaya, y te obedeceré al instante. ¿No es cierto que te parezco muy feo?

—Cierto, dijo Linda, porque yo no sé mentir; pero en cambio, me parece V. muy bueno.

—Tienes razon, dijo el Mónstruo; pero además de ser feo, no tengo pizca de ingenio: bien sabido me tengo yo que soy un bestia.

—No es de bestias el creer que se carece de ingenio. Los bestias jamás llegan á conocerlo.

—Come, Linda, y procura no fastidiarte en tu casa; porque todo es tuyo, y no sabes el pesar que yo tendria de no verte contenta.

—Es V. en verdad muy bueno, dijo Linda; estoy contenta de su buen corazon, y cuando considero lo bondadoso que es V., tan feo ya no me parece V.

—¡Ah! sí, respondió la Fiera, tengo buen corazon, pero soy un mónstruo.

—A pesar de la figura, le quiero á V. más que á los que debajo de la figura de hombres ocultan un corazon falso, corrompido é ingrato.

—No puedo contestarte con frases galanas, porque soy demasiado estúpido para aspirar á tanto; pero si te diré lisa y llanamente que te quedo muy reconocido.

Cenó Linda con muy buen apetito, y casi no le daba ningun miedo el Mónstruo; pero creyó morir de espanto al oirle decir:

—¿Quieres casarte conmigo?

Linda contestó que nó, llena de susto, porque tenia miedo de incitar su rabia.

Al oir esta negativa el pobre mónstruo quiso exhalar un suspiro, y arrojó un silbido tan espantoso que retembló todo el palacio; pero Linda se recobró al instante, porque la Fiera le dijo con tristeza:

—Adios, Linda; y salió del aposento, volviendo de cuando en cuando la cabeza para verla.

Al quedar sola, tuvo gran compasion de la pobre Fiera, y dijo en su interior:

—¡Qué lástima que sea tan feo! ¡Tan bueno como es!

Vivió Linda tres meses en este palacio con bastante tranquilidad. Visitábala todas las noches la Fiera, y miéntras cenaba, le daba conversacion, mostrando muy buen juicio, pero sin la menor sombra de lo que en el mundo se llama agudeza de ingenio. Todos los dias iba descubriendo Linda en el Mónstruo nuevas apreciables prendas; familiarizándose con su fealdad, léjos de repugnarle sus visitas, muy frecuentemente miraba en el reloj si habian dado las nueve; porque esta era la hora en que ni una sola vez habia dejado de presentarse la Fiera.

Mas lo que á Linda causaba mucha pena era el ver que un dia y otro dia no cesaba el Mónstruo de preguntarle si queria ser su esposa, y que parecia penetrado de un dolor agudísimo cuando ella le contestaba que no. Cierto dia le dijo:

—Estoy llena de afliccion, querida Fiera; yo quisiera poder casarme con V., y soy demasiado sincera para decir que lo crea posible; mas lo que si prometo á V. es ser siempre su mejor amiga.

—Sé juzgarme sin pasion, respondió la Fiera; por mucho que te adore, no dejo de conocer que soy muy horrible: prométeme al ménos que no me abandonarás nunca. ¡Si quisieras quedarte á vivir conmigo, sería yo tan feliz!

Linda se puso como una grana al oir estas palabras. Por la mañana, habia visto que su padre estaba enfermo del pesar de haberla perdido, y sentia vivísimos deseos de volver á verle.

—Puedo prometer á V. no abandonarle jamás; pero tengo tantos deseos de volver á ver á mi padre, que me moriría de pesadumbre, si me negase V. esta dicha.

—Prefiero morir yo mil veces, dijo el Mónstruo, ántes que ser causa de tu infelicidad. Te enviaré á casa de tu padre, pero te quedarás allí, y tu pobre Fiera morirá de dolor.

—No tal, dijo Linda sollozando: le amo á V. demasiado para intentar ser la causa de su muerte; le prometo á V. volver dentro ocho dias. Permítame V. permanecer una semana al lado de mi padre, que gime solo y abandonado, pues V. me hizo ver que mis hermanas se casaron y que mis hermanos fuéron al ejército.

—Mañana por la mañana estarás en tu casa; pero acuérdate de que, en queriendo volver, bastará que al acostarte dejes encima la mesa tu sortija. Adios, Linda, dijo la Fiera, suspirando como de costumbre; y Linda se acostó llena de tristeza por haberle ocasionado tanta pena.

Al dia siguiente al despertar se encontró en casa su padre, y llamó con la campanilla á la criada, que al verla dió un grito. El pobre comerciante al oir el grito, compareció al momento, y al ver á su idolatrada hija se le hizo un nudo en la garganta. Más de un cuarto de hora permanecieron abrazados.

Linda queria levantarse, y no tenía vestidos; pero la criada le dijo que en el aposento inmediato habia un gran cofre lleno de trajes de oro guarnecidos de diamantes. Linda dió gracias á la Fiera por su fina atencion, tomó el vestido más sencillo y modesto, y dijo á la criada que guardase los demás, para regalárselos á las hermanas. Apénas acababa de pronunciar estas palabras, que ya el cofre habia desaparecido. Al ver esto díjole su padre que se conocia que la Fiera deseaba que todo sirviese para ella; y al instante el cofre y los vestidos parecieron en el mismo sitio en que ántes se encontraban.

Miéntras estaba Linda en el tocador, mandóse un recado á las hermanas, que al instante comparecieron con sus maridos. Eran muy desgraciadas. La mayor habia casado con un hidalgo lindo como un Adónis; pero tan vanistorio y tan enamorado y tan pagado de su propia estampa, que no se cuidaba mas que de su persona, sin que le importase un bledo la hermosura de su mujer. La otra habia casado con un hombre de mucha travesura de ingenio, pero que solo la empleaba en hacer rabiar á su mujer y á cuantos le rodeaban. Cuando pareció Linda delante sus hermanas, vestida como una princesa, y hermosa como un cielo, la envidia les rallaba las tripas, y más cuando le oyeron contar lo muy dichosa que vivia. Las dos bribonas se fuéron al jardin para llorar á su sabor, y conspirar contra su hermana.

—Procuremos detenerla aquí más de ocho dias, dijo la mayor; y quizás el torpe mónstruo, irritado, la devorará: mimándola mucho, puede que la engatusemos.

Acordado este diabólico plan, subieron arriba, y estuvieron tan cariñosas con Linda, que la pobre muchacha se echó á llorar de alegría. Pasados los ocho dias fingieron sentir tan acerbamente su separacion, que Linda prometió quedarse ocho dias más.

Sin embargo, Linda se fastidaba de no ver á su pobre Fiera, acusándose interiormente del pesar que le estaba causando. A las diez noches de estar en casa de su padre, vió en sueños a la Fiera postrada en el césped del jardin, luchando con la agonía, y echándole en rostro su fea ingratitud. Dispertóse sobresaltada, y decia llorando:

«No tengo entrañas en afligir á una Fiera tan bondadosa conmigo. Es feo, no está dotado de ingenio; pero es un tesoro de virtud, y esto vale más que todo. ¿Porqué no he de casarme? Más dichosa seria yo con él, que mis hermanas con sus maridos. Ni la gala ni el ingenio del marido hacen dichosa á la mujer, si por otra parte no es bueno, amable y virtuoso, y mi Fiera reune todas estas nobles calidades. En verdad que no le amo, pero le profeso estimacion, amistad y agradecimiento. No quiero ser ingrata; toda mi vida me arrepentiria de haberle hecho desgraciado.» Entónces puso el anillo encima la mesa, y se quedó dormida. Al dia siguiente, al dispertarse, vió con alegría que se encontraba en el palacio de la Fiera.

Púsose de mil alfileres para agradarle, y esperó con impaciencia todo el dia; al fin y al cabo dieron las nueve, y la Fiera no pareció. Linda corrió entónces por todos los ángulos del palacio prorumpiendo en gritos desgarradores. Despues de haberlo recorrido todo, acordándose del sueño que habia tenido, fué corriendo al canal, y encontró á su pobre Fiera tendida en el suelo, embargadas las potencias. Creyóla muerta, y se arrojó sobre su cuerpo sin que su horrible figura le inspirase la menor aversion, y notando que su corazon palpitaba todavía, cogió agua para rociarle la cabeza. La Fiera abrió los ojos y dijo á Linda;

—Habíasme entregado ya al olvido. ¡Ay triste! Fué tan profunda la afliccion de mi ánimo a la sola idea de perderte para siempre, que resolví dejarme morir de hambre; pero ya que tengo la dicha de contemplarte otra vez, muero contento.

—No, mi querida Fiera, no morirás; vive para ser mi esposo: tuya es mi mano, y juro ser tuya para siempre. ¡Ay! el dolor que me oprime el pecho harto me dice que me sería imposible vivir sin tí.

No habia concluido Linda de pronunciar las últimas palabras, cuando de repente ve el palacio todo iluminado; brillantes fuegos artificiales y una música deliciosísima anuncian una gran fiesta; pero sin hacer caso, vuelve la cabeza hácia su querida Fiera. El Mónstruo habia desaparecido, y en lugar del Mónstruo vió postrado á sus plantas á un príncipe hermoso como un sol, que le daba gracias por haber deshecho su encantamiento. Preguntóle Linda dónde estaba la Fiera, y le contestó:

—Soy yo, lucero de mi alma: una bruja ¡que mal haya! me habia condenado á tomar aquella figura, impidiéndome además hacer uso de mi ingenio, hasta que una hermosa niña consintiera en casarse conmigo. Solo tú en el mundo eras bastante bondadosa para dejarte vencer de la bondad de mi carácter. Aunque yo te ofrezca mi corona, ¡cómo he de poder pagarte lo que por mí has hecho!

Admirada Linda, ébria de gozo, levantó al príncipe, y los dos juntos se fuéron al castillo. ¡Cómo pintar la alegría que sintió la pobrecita al encontrar á toda su familia reunida en el salon, adonde la habia traido la hermosa dama que se le apareció en sueños!

—Ven, Linda, dijo la buena Hada, ven á recibir el premio de tu acertada eleccion: has preferido la virtud á la hermosura y al talento, y te has hecho digna de encontrar todas estas prendas reunidas en una sola persona. Serás una gran reina. En cuanto á tus hermanas, conozco su depravado corazon, y las condeno á trasformarse en estátuas; y debajo de sus miembros de piedra he de hacer que conserven el uso de su razon. Colocadas á la puerta de tu palacio quiero que sean testigos de tu dicha. Podrán recobrar su primer estado, luego que reconozcan su maldad y se arrepientan de sus perversas inclinaciones. Pero me temo que han de quedarse convertidas en estátuas por los siglos de los siglos. La vanidad, la ira, la gula, la pereza pueden refrenarse y corregirse; pero un corazon depravado y roido por la envidia no se enmienda jamás.

Un golpe de la varilla de Hada trasladó á todos los que en el salon estaban á los reinos del príncipe. Sus vasallos le recibieron con vivas demostraciones de alegría. Celebróse la boda y vivieron los esposos largos años, colmados de felicidades, porque fueron virtuosos.


FIN.