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Literatura argentina (1890)

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Literatura argentina: Un prólogo (1890)
de Juan Antonio Argerich


JUAN ANTONIO ARGERICH




LITERATURA ARGENTINA





(UN PRÓLOGO)













BUENOS AIRES
Imprenta de «La Nación», San Martín 344
1890


Al doctor Amancio Alcorta








LITERATURA ARGENTINA

El coleccionista de este libro, hombre constante, si los hay, me ha comprometido á escribir el prólogo de la sección argentina, trayéndome forzosamente á tareas casi del todo abandonadas por mí. Supongo que no podré complacerle, con hondo sentimiento mío. Se me ha solicitado una introducción histórica, vale decir un trabajo metódico, y confieso ingenuamente que no tengo voluntad lista para una labor de esa naturaleza. Además, en mi paso por el periodismo y en algún folleto que publiqué años ha, he emitido opiniones ásperas, pero justas, sobre más de uno de nuestros escritores, y no soy yo prójimo capaz do borrar con el codo lo que tengo escrito con la mano, salvo que la rectitud me señale una injusticia evidente. La repetición de esos juicios, que sigo considerando acertados, sonaría mal aquí y con tanta mayor razón cuanto que el crítico y prologuista, en tales casos, no se para en la puerta á aplaudir ó á silbar, sino á guisa de portero vestido de gala que dice á grito herido el nombre y títulos de los invitados á la fiesta. Tal, al menos, muchos consideran el cargo.—Confieso que no podría desempeñarlo así, aunque añado, como justa satisfacción al editor, que no ha osado ni seguramente ha imaginado pedir semejante sacrificio;—y, sin perjuicio do volver en tiempos más reposados al desenvolvimiento amplio del tema, quiero hoy decir únicamente cuatro palabras, á la de Dios es grande, chancelando de un modo ú otro el compromiso renovado por el acreedor no sé cuántas veces y que pudo ser materia de otros tantos protestos vergonzosos.—Me parece bastante lo dicho para que no se busque en las líneas que voy á trazar el bosquejo histórico solicitado por el amigo Lagomaggiore, sino una divagación más ó menos interesante sobre personalidades y sobre cuestiones literarias.

Si en algo el charlatanismo, la ingenuidad, la vanidad, el espíritu de sistema y la seca retórica de los pedantes sin facultades creadoras, han ejercido su influencia ha sido en la materia y en el tecnicismo literario. Clasicismo, neo-clasicismo, romanticismo, realismo ó verismo y naturalismo son otras tantas palabras desprovistas de sentido, si se desciende hasta el fondo mismo de las cosas, y yo deseo que la producción artística de mi patria levante banderas más personales que todos esos vocablos, los cuales no son sino la representación de movimientos y tendencias extranjeras que implican una sujeción que sería desconsoladora, si no supiésemos que los pueblos jóvenes reciben la acción directa y tenaz de los que le han precedido en el camino de la civilización y de la cultura. Una escuela es, en resumen, un hombre, un hombre de genio, que aporta una fórmula nueva á sus ojos; pero que á la verdad no significa progreso sobre la escuela anterior, salvo la cuestión de simpatías ó antipatías, porque la obra de arte, no descaminada de su ideal, que es la belleza, vale tanto producida en tiempo de Homero, como en tiempo de Shakespeare, como en tiempo de Cervantes, como en tiempo de Balzac. Claro que no hablo de las obras medianas, ni de los autores castrados que, por otra parte, no se pueden tener en cuenta, sean de la escuela que sean, al estudiar el arte humano; aunque bien podía hablar de ellas al propio tiempo, porque tan raquítica puede ser una obra clásica como una obra de atormentado decadentismo. Las obras de Homero no valen por ser clásicas y servir de cabeza á una escuela; las obras de Calderón no valen por ser románticas; como las de Flaubert no valen por ser realistas, ni las de Zola valen por ser naturalistas, ni las de Leconte de Lisle valen por ser parnasianas.—Valen porque son bellas; porque, pasado el estrépito y el humo de la batalla, nadie, en el transcurso de los siglos, á no ser un caviloso almacenero de cánones á estilo de Hermosilla, se acuerda de los trapos que tremolaron en el aire los autores, sino de las victorias obtenidas, no por la fórmula y el dogmatismo literario, que no tuvieron algunos de los autores nombrados por ser de épocas ingenuas en que el pensamiento ni soñaba con semejantes fruslerías, aunque soñase con otras, sino por la nueva visión de la naturaleza y de los hombres, que importó la obra incorporada á las eternas corrientes creadoras del espíritu humano que nos llevan mansamente, como en busca del áureo vellocino, al encuentro de lo bello y nos engrandecen y nos iluminan con sus eternos resplandores.

Yo no sé si me explico y tampoco sé si me entienden; pero veo la absoluta verdad de la idea que sostengo. Para mí, la contienda literaria, aun cuando guerreen ingenios ilustres, y cito como ejemplo á Emilio Zola, por ser tan grande en la creación y tan chico en el formulismo que proclama, es un inmenso semillero de lugares comunes, porque los odios de bandería, las ambiciones encontradas quieren imponer como absolutas ciertas afirmaciones que no se encuentran ni remotamente cerca de la verdad. No toméis estas palabras como signo de la petulancia que me atribuyen cuatro ó cinco desgraciados y que nadie menos que yo tiene y puede tener, por lo mismo que desde muy niño he cruzado sin descanso el océano infinito, es decir, las obras del genio; océano que deja en el alma algo del sentimiento confusamente humilde del marinero sobrecogido por las solemnes inmensidades que lo envuelven; océano que atrae y que fascina, que modela caracteres, aunque sean toscos y sin vuelos, con su grandeza sin par, y que pone en el alma una especie de profundo desprecio por todo lo pequeño y por todo lo circunscrito. Meditad y comprenderéis mi pensamiento. Decid el camino, la fórmula que debe seguir, so pena de fulminaciones pontificales, á un genio original y libre, y se reirá de vosotros con la risa franca de los fuertes, siempre desdeñosos de los esclavos y que miran con ojos compasivos á los que caminan con muletas. Seguir á Homero ó seguir á Shakespeare, seguir á Cervantes ó seguir á Balzac, seguir á Göethe ó seguir á Hugo, es revelarse incapaz de campear por sus respetos, y quien así procede no merece propiamente el nombre de artista. Estudiad los movimientos literarios, los grandes movimientos, y encontraréis que es sutilísimo el hilo que une á los diferentes escritores que los producen. Naturalistas llaman hoy, y cediendo á la costumbre puede que yo también los haya llamado así, á los Goncourt, á Zola, á Daudet, á Maupassant, etc. y mirad cuánto se distinguen entre sí. Anima á todos ellos una idea más moderna de su arte, entonan con bríos y hacen oir de toda la tierra su marsellesa experimental; pero la propia personalidad los salva de la copia grotesca. Y, cuando vengan los tiempos y pasen todos los vecingleríos de escuelas y se haga la justicia relativa que la admiración de los pueblos puede discernir á los grandes espíritus, esos nombres no resplandecerán con el dictado de naturalistas, sino con el de creadores de belleza en los dominios que Víctor Hugo llamó la región de los iguales.

Aquí también hemos tenido épocas que se clasifican por escuelas,—vanidad de cosas vanas!—1º Clasicismo: desde los primeros rascatripas de la época colonial hasta don Juan Cruz Varela que no tenía corrección fría ni inspiración caliente, pues era tan solo un eco de Rivadavia y una tribuna pedagógica, cosas que no son las que constituyen la gloria de un poeta. Hago aquí una salvedad para el Himno Nacional y su autor Vicente López Planes:—de cosas así se habla únicamente de pie y con la cabeza descubierta, no por lo que sean ó puedan ser, sino por todo lo grande que simbolizan y evocan.—2ª Romanticismo: Echeverría, Mármol y los astros menores. Consecuencia de estos; Andrade, Estanislao del Campo, Ricardo Gutiérrez, Guido Spano, no obstante todas sus Arsinöes, de cuando en cuando tan hermosas sobre fondos de linterna mágica. Después los jóvenes: Rafael Obligado, Martín Coronado, Adolfo Lamarque, Enrique E. Rivarola, Martín García Merou, Joaquín Castellanos, Domingo D. Martinto, Gervasio Méndez, Calixto Oyuela, Juan Lussich y algunos otros que se desarrollan con tan poca rapidez, que creo que así se quedarán hasta la muerte. Los primeros, ricos en el viejo vocabulario y en las viejas imágenes de los franceses y de los españoles de fines del siglo pasado;—clásicos, tomando la palabra clasicismo en una de sus significaciones pedantescas. Detrás de ellos, en actitudes de libertad, haciendo oir su palabra en el destierro, en Chile, en la Oriental, en el Perú, en la patria sojuzgada, vienen los segundos de 1830 á 1870, cediendo al impulso del aura romántica, aunque con restricciones y transformaciones.—Los últimos, echando los unos raíces en tiestos europeos y dando allí flores; los otros, especies de plantas del aire; los de más acá, creciendo en medio de la llanura, serán juzgados y clasificados con precisión en el porvenir, sin olvidar que han trabajado con heroismo en medio del pulperismo triunfante, para quien ofrece modalidades de manicomio todo aquello que importe levantar el espíritu sobre las heladas reproducciones del capital.

Penetrad un poco adentro en esto que digo acerca de la poesía, espejo el más fiel del alma íntima de un pueblo, y sacaréis consideraciones no muy favorables para nosotros, si no tenéis presente que se trata de una tierra abierta no de muy antiguo á todas las corrientes de la civilización, y constituída en un siglo de análisis.—Hemos hecho demasiado:—tened en cuenta nuestra edad; somos recién llegados á la vida independiente y próspera y sería imposible que tuviésemos ya una literatura nacional con genuinos caracteres y con contornos precisos.—Por lo general, hemos tenido la inspiración y ha faltado el arte,—el arte que no consiste en dar salida á las excreciones de la sensualidad ó de la sensibilidad, sino en la creación augusta de formas plásticas por medio de la palabra, según la neta expresión de un gran poeta italiano.—Y, no teniendo literatura propiamente dicha, siendo la literatura nacional un anhelo; literatura que llegará el día que tengamos propiamente pueblo, resultado de la refundición en un tipo absorbente de las mil nacionalidades que habitan nuestro suelo sin haber perdido todavía sus rasgos característicos,—paréceme trabajo pueril hacer el estudio detenido de los períodos á que hice referencia y que no podrían ser explicados sin acudir á las literaturas extranjeras.—Por esta razón, no hago historia:—procuraré siluetear á las más altas personalidades de nuestras letras, empezando por Echeverría que es un punto de partida, sin que por ello pretenda desconocer los méritos y dulces atractivos de algunos poetas como Balcarce, que figuran en la colección. Me resisto á hacer el trabajo sintético que no podría, por otra parte, realizado como lo concibo, pedir hospitalidad en estas páginas que vienen á ser una especie de torneo continental.

Si el homenaje de una estatua no fuese un homenaje banal en los días corrientes en que se piensa levantar monumentos á caudillejos políticos de barrio, el poeta de «La Cautiva» estaría esperando su estatua, aunque el cantor de la llanura yace olvidado en el extranjero, ignorándose en qué huesa montevideana reposan sus cenizas. Fué un precursor, en la poesía y en la ciencia social, para nuestros pueblos embrionarios. No pretendo preconizar la excelsitud de sus versos, á veces desmayados y fríos; no ignoro que falta carne en sus personajes, esfumados y sin contornos de realidad; pero él fué el primero que puso en versos argentinos la belleza de la tierra argentina y el primero que dió el grito de protesta, preconizando la independencia de la inteligencia nacional, trayendo de la Europa, en sus tiempos de difíciles comunicaciones trasoceánicas, el aura de libertad que agitaba el viejo continente y libraba batallas contra las retóricas y los cánones que pretendían hacer producir obras á los artistas con procedimientos parecidos á los del farmacéutico que expende drogas y las combina teniendo en vista la receta del médico. Es de sentirse, con todo, que la influencia extranjera haya pesado tanto en su producción;—acaso el medio, el momento, lo pusieron en la necesidad de ser así;—pero yo lo habría deseado más ingenuo, más personal, menos sectario y más libre, más cerca del arte eterno, que no admite intermediarios entre la naturaleza y el poeta, y que hace que las obras se tengan de pie, por sí solas, por la fuerza misteriosa de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire sin ser aparentemente sostenida por nada (Flaubert). Pero no digamos lo que debió ser sino lo que fué y estudiado en lo que fué será siempre el punto de partida, el propagandista de los grandes ideales y de los grandes principios. Su nombre vivirá por siempre en los fastos literarios de la nación con los caracteres simpáticos de su cerebro luminoso, abierto á todos los vientos del espíritu; y cuando la voz justiciera de la crítica pregone sus grandes merecimientos, sólo deplorará que Echeverría no haya sido perfecto en la forma, que es toda la creación de la obra de belleza, y que los personajes de sus poemas no hayan tenido la realidad del cuadro del Matadero, porque entonces sí que su grande y esplendorosa figura surgiría en medio de las tinieblas del pasado, con los fuertes contornos de los grandes maestros y de los genios.

En Echeverría predominó el pensador, y José Mármol, afrentado como la mayor parte de nuestros poetas por las ediciones de sus versos, que parecen trabajadas en Cretinópolis,—fué, por el contrario, el tipo clásico del poeta asemejado, desde que hubo poesía, al pájaro que deja oir sus cantos en la enramada.—Se ensayó en el drama y en la novela, fracasando de un modo atroz en el primero y alcanzando un éxito relativo en Amalia, que tiene algunas páginas hermosas y varias figuras que no se olvidan, no obstante el recargo de los tintes y el exceso de la caricatura, como sucede con la fisonomía de don Cándido, que pudo ser una hermosa creación, á no haber trazado el poeta con demasiada fuerza las líneas. Mármol es ante todo y sobre todo poeta lírico. No ignoro que es excesiva en sus versos la influencia de Byron, de Espronceda, de Zorrilla y también de Víctor Hugo que, al pasar como un río por el alma de nuestros poetas, ha solido dejar en ella algunas arenas de oro y mucha resaca, mas sus méritos no pueden ser discutidos. No busquéis allí el arte de un Leopardi, el arte de un Carducci, el arto de un Sully-Prudomme, ni menos el arte de un Shelley. Es el poeta músico, el poeta sentimiento que suelta sus canciones con ingenuidad y con pasión, pero que siendo poeta así, puedo serlo en grado altísimo, como cualquier otro de diferente manera. Es imaginativo y abundante de palabras, aunque á veces esclavo, mísero esclavo del consonante y del sonido. Tiene reflejos de brillante, como ser en El Peregrino;—resplandecen de cuando en cuando sus estrofas con chispeo de rubíes y de perlas; pero, á veces las piedras y el engarce dorado son perfectos modelos de chafalonía.—Tropicalmente imaginativo, incontinente de palabras, aunque espontáneo y fresco, tal fué este poeta, simpático hasta en sus ingenuidades contra la tiranía de Rosas, y en sus ingenuidades de la vida diaria que le dan,—me refiero á las últimas,—ciertos puntos de parecido con La Fontaine,—sin que la aproximación de nombres importe aproximación de grandezas.

Figura también en esta colección, don Juan María Gutiérrez, amigo y compañero de los anteriores, entidad compleja, como poeta, como crítico y como educacionista y á quién debemos la mejor edición de las obras de Echeverría. No es una gran figura, pero es indiscutible su influencia sobre las nuevas generaciones. Artista mediocre, aunque delicado y seductor en dos ó tres poesías, es crítico de buen gusto y abundante doctrina, si bien razones ajenas al arte deslucían su criterio cuando se trataba de la apreciación de los poetas de la época de la revolución y del gobierno de Rivadavia. Don Juan María es una personalidad, no del todo bien estudiada, y que, á pesar de no haber llegado nunca á las cumbres, ha sido entre nosotros el tipo más perfecto del hombre de letras que hayamos tenido, lo que importa decir mucho sobre su amor al arte y su dedicación al trato de la humanidad luminosa. Un Sainte Beuve es un crítico y un senador; pero la senaturía es un accesorio en él, bastándole la crítica para vivir y brillar. Aquí todo lo contrario; por que para la crítica y la poesía el país tiene mucho de aquellos bosques seculares de Tahití donde nunca resuena el canto de los pájaros, siendo la frondosa y tupida existencia americana igualmente enemiga de todo lo que se convierte en armonías y en combinaciones de palabras sin fines utilitarios. Por mucho tiempo se recordará el modo paternal cómo abría camino á los jóvenes y cómo los llevaba á romper todas las ligaduras, con su risa franca y su fuerza impulsiva de volteriano impenitente, este patriota que dejó la vida al día siguiente de la sonorosa apoteosis del general San Martín. Es de desear que algún estudioso realice la obra anhelada de juntar en volúmenes los trabajos del literato, dispersos en diarios y revistas, y sólo entonces podremos tener un juicio definitivo sobre tan noble ciudadano, cuya vida fué una perpetua batalla contra todas las preocupaciones y todos los errores.

Estanislao del Campo y Olegario V. Andrade, tan distintos entre sí, vienen á mi memoria, acaso antes de su debida colocación cronológica en esta galería, porque ambos han muerto ya. Y murieron en la plenitud de la vida y el talento.

El primero ha dejado un poema, Fausto, en versos gauchescos. Era difícil la adaptación del nebuloso tipo germano al lenguaje del hombre de los campos argentinos. Hay en la trama misma del poema defectos que no pueden ser negados. Aquel gaucho (no pretendo descubrir mundos:—alguien lo ha dicho antes) ve representar la ópera de Gounod en el principal de nuestros teatros y reconstruye con demasiada facilidad y excesiva rapidez de comprensión el poema del Olímpico, al exponerlo al otro gaucho, su amigo. Pero, es encantador ese poema que remeda el modo de hablar de nuestros campesinos que ceden ante la cultura que los civiliza y los suprime y ¡qué diferencia con Ascasubi y con Hernández, lisa y llanamente insoportables y prosaicos! Hay versos seductores que se pegan al oído, cosas vistas, cosas observadas, cosas sentidas, formas poéticas y límpidas, en esa perla de nuestra literatura; lo único que pasará á la posteridad de todo el cielo gauchesco, cerrado para siempre por Juan Sin Ropa, en su lucha de cantares contra Santos Vega el payador. Estanislao del Campo, mísero en sus otros trabajos, es un ejemplo, aunque no lo presento como digno de imitación (¡nunca la imitación!): sus versos más hermosos, sus rasgos más bellos, los debe á una amorosa é inteligente observación de la naturaleza; y hay, en su obra tan sencilla, estrofas que son revelaciones por el fenómeno descubierto y constatado, sin contar la infinita fluidez y la armonía penetrante de sus redondillas perfectas.

No sin razón he aproximado los nombres de del Campo y de Andrade. Son, respectivamente, Santos Vega y Juan Sin Ropa. En la sección poética argentina de este volumen está la explicación de mis palabras y espero que allí las buscará el lector, «amable» por suposición de cuantos escribimos para el público con el deseo de ser leídos. Excuso detenerme en ello. Andrado, dígase lo que se diga, es un gran poeta y, si éste no lo es, no tenemos ninguno grande. Lástima que en su existencia combatida, no tuviese tiempo ni voluntad para entregarse al cultivo serio del arte. Yo sé que tomó elementos de Hugo, yo sé que se apoderó de alguna imagen ó metáfora de Martínez Monroy, sé que algo debe á los poetas de México; sé que es discutible su afán de exponer síntesis históricas, falsas en el fondo á veces y deficientes en el detalle, lo que acaso, para el lector ilustrado, haga resaltar más los defectos de la tesis sostenida y que, como tesis, es ajena á los fines mismos del arte; sé que su doctrina del progreso indefinido es falsa; sé que no determina bien los gloriosos pasados de las razas; pero sé también que nunca en tierra de América ha florecido poeta de más altos vuelos y de más soberana inspiración. No es propiamente un lírico. Hay, en sus cantos más personales, entonaciones épicas que llaman á la vida de la idea y de la gloria como si fuesen toques de clarín que llamasen al combate. Nunca será un poeta querido de los gramáticos, ni de los que buscan la arquitectura monótona de los elementos constitutivos de la obra de arte. Alguien le echará en cara el que haya mezclado pentasílabos con endecasílabos; otro le reprochará el empleo aproximado de palabras que consuenan y asuenan entre sí; éste le dirá que á las veces es pátmico y á las veces es hueco; el de más allá le dirá que no siempre es ingenuo y que se amanera y que falsea la verdad en lo pintoresco de sus cantos. Todo ello es cierto, es muy cierto; pero, ó quienes dicen no tienen alma, ó si la tienen, hechas esas salvedades, se dejarán llevar por este poeta, que sale de las frondosidades tropicales de una imaginación deslumbradora para cernirse, como ave de extraordinario plumaje, en las cumbres y desde allí dejarnos extáticos con la fuerza de sus alas y la rapidez de sus vuelos. Él canta la libertad, los héroes, el progreso, la ciencia, la patria y encuentra siempre palabras que iluminan y formas que seducen. Si de algo se apodera, lo asimila, lo hace suyo. Es la vieja teoría de Boileau; el robo disculpable, si le sigue el asesinato. Un día, el público oyó los versos de La Atlántida y jamás ovación más grande recibió un poeta en tierra americana. No era la voz del ruiseñor, no eran los cantos del zorzal ni del boyero: eran los aleteos del cóndor, los fuertes aleteos, y las excursiones frenéticas por la inmensidad. Había en aquella catarata de imágenes colosales y de metáforas atrevidas, algo del vértigo que debieron experimentar los que vieron correr por los campos el potro desbocado de Mazzeppa.... «Ils vont.... L'espace est grand.... Il se réléve roi....» Aquella noche inolvidable, Andrade se levantó rey y nunca olvidará el que estas líneas escribe, la emoción del artista y el modo como temblaba, cual si fuese un niño, al escuchar las aclamaciones del gentío frenético, el tímido, nervioso y sublime cantor de Prometeo!

Después... Los otros viven todavía ó se han ido jóvenes, muy jóvenes....—Carlos Guido Spano, sobre quien he manifestado en otra parte toda mi opinión, y que será siempre aplaudido por su Pater Carísimo, por los versos á su hija, por las dulces estrofas de Al pasar. Le falta frescura, le sobran relieves de Dios diciendo versos; es, en mi entender, más artífice que artista, pero es innegable la seducción que consigue realizar con sus perfectas flores de artificio. Ricardo Gutiérrez, admirable en sus versos de pasión, jefe de toda una escuela (sus discípulos han sido su maldición,—imaginen ustedes los sonidos nasales de una jauría de perros constipados);—autor de la «Carta á Lucía», que son los versos amorosos más sentidos que se han producido desde el Plata hasta Panamá y de muchas otras composiciones valiosas que han llevado entre aplausos su nombre á los mundos todos del habla castellana. Hay en sus estrofas un soplo vital indecible, un atractivo que no sabría yo explicar satisfactoriamente, pero que circula por en medio de esos cantos que se insinúan en el alma y la llenan de calor, de calor artístico, no obstante ser una contemplación triste y empapada en lágrimas de la vida pasajera. Cuando leo los versos de Gutiérrez, cuando me domina el cuadro del convento ensangrentado, en el estallido de las pasiones de Ezequiel; cuando vibra la plegaria y el canto de agonía se levanta místico y tenue, yo me le abandono por entero, en la exigüedad de mi crítica, y me reconozco un deudor de este hombre que ha sabido desatar raudales de sentimientos y hacerlos correr entre lechos de flores, como algunos ríos de nuestro país de aguas olorosas y de cristalina corriente. Carlos Encina, autor de un Canto al arte,—filósofo y matemático que dictó cursos de estética, disfrazados de versos. Rafael Obligado, el gran propagador de Echeverría, inspirado poeta de la llanura y del Paraná, que ha sorprendido al boyero su secreto y reflejado la intensa poesía de las brillazones; Rafael Obligado, creador, subrayo la palabra, de Santos Vega; el poeta de Falucho, que reune al mayor poder de observación de la naturaleza que haya tenido poeta argentino alguno, la forma más pulida y la inspiración más nacional. Martín Coronado, que se ha sumergido en una especie de indiferentismo budista cuando Siempreviva reclama que siga cantando este poeta, que es también, como Obligado, genuinamente argentino, y que ha escrito estrofas que parecen joyas desprendidas del Cantar de los Cantares. Domingo Martinto, fisonomía original, que ha hecho cinceladuras parnasianas y que ha introducido en nuestra literatura mucho del alma cosmopolita contemporánea y tiene algo de poeta dilettanti de las ciencias en cuyo estudio ha encontrado la negación de los dioses y de las almas y que, en vez de desesperarse, se encoge de hombros con una tristeza entre melancólica y chacotona. Joaquín Castellanos que tiene estrofas dignas de Andrade y que, libertado enteramente de la influencia de Andrade, tiene ahora estrofas dignas de Castellanos y es, entre los poetas más jóvenes, aquel de quién más esperan las letras nacionales, pues se trata de una naturaleza ricamente poética, capaz de escalar las cumbres, si quiere mover las alas. ¡Más arriba! ¡más arriba! Calixto Oyuela, el más ilustrado de nuestros críticos, espíritu amplio y poderoso, autor de versos más correctos y pulidos que inspirados, pero que ha sabido encontrar algunas notas ingenuas en Eros, no obstante Menéndez Pelayo, el cantor de Epicaris. Martín García Mérou, poeta niño, abundante, que al llegar á la virilidad, parece haber dejado el verso por la prosa á guisa de Paul de Saint Víctor, opulenta y poco precisa, aunque llena de colorido. Enrique Rivarola, dulce y atrayente con sus versos incorrectos de veinte años y que ha colgado el arpa con tristeza de cuantos esperaban el pleno desarrollo de este árbol que prometía ser frondoso y dar abundantes flores coloridas y perfumadas. Hay otros varios que todavía no tienen faz acentuada y están en la edad de creerse genios.... Y, en cuanto á los muertos jóvenes.... Pocos son.... nada han legado que sea una obra sólida y duradera y dejo solo caer, al pasar, cuatro nombres. Adolfo Lamarque, Alberto Navarro Viola, Adolfo Mitre, Juan Lussich, siempre llorado, que poco pudo hacer; pero que, con su libro de ensayos, nos dejó el eterno pesar de que este poeta humorista, excéptico como Heine y desgraciado como Gilbert, sólo viviese el tiempo de las fores de la Victoria Regia, que duran poco y, por esfuerzo inexplicable de la planta soberbia, se desprenden de ella y caen al agua, sin hundirse, después de habernos encantado con su esplendor y con sus perfumes delicados.

Como se adivina la poesía lírica, propia de pueblos avanzados, es el género poético que de un modo mayor y mejor ha sido cultivado entre nosotros. Pero entiéndase bien que se trata de la poesía artísticamente cultivada, pues la poesía popular, salvo uno que otro cantar piadosamente guardado de oído en oído y recogido de labios de los payadores, de los gauchos cantores de la pampa, no ha tenido importancia entre nosotros, no guardándose sino algo de menor cuantía del mismo Santos Vega, el payador de más larga fama que haya triunfado en los campos argentinos. El caso es de explicación sencilla: somos derivación de pueblos que han tenido su gran arte y su gran literatura al engendrarnos, ó antes, y somos de formación especial, aunque de independencia relativamente reciente. No tenemos ni tendremos epopeya y nuestra poesía tradicional, nunca, salvo grandes transformaciones sociales y políticas, podrá ser como la de los pueblos europeos, á pesar de que es tan rara la marcha de las sociedades humanas, que todo puede esperarse de ella. Pero, no es esta la cuestión: conforme se van acentuando nuestros caracteres distintivos de pueblo, la poesía se hace más intensamente argentina y la evolución del pensamiento, en torno de la personalidad de Echeverría, sin imitarlo y sin copiarlo, ha demostrado el generoso progreso de las ideas. Es exacto, muy exacto y por demás sabido, que el poeta lírico canta sus propios sentimientos, y como el lírico, todo artista, pues como Zola ha dicho, la obra de arte no es sino la naturaleza vista al través de un temperamento; pero no es menos cierto que el poeta es hijo de su pueblo y de su raza y que por más que cante lo propio, lo personal no deja de ser el reflejo vivísimo del alma contemporánea: aunque por la intensidad ú originalidad de sus afectos y de su organización psíquica parezca distinguirse de los demás siempre un hilo, más ó menos fino, demuestra esas vinculaciones.—La poesía nuestra será tanto más argentina, cuanto más se acentúe el alma argentina, y nazcan genios originales, frutos de un grupo humano definitivo y civilizado que canten y reflejen la tierra donde nacieron, incorporando obras nuevas á las creaciones siempre admiradas de la humanidad, en la eterna y olímpica serenidad del arte que infunde grandiosos soplos de vida á los elementos de que se sirve, inanimados y fríos, mientras no se transforman y se combinan al fuego de la inspiración de cuyo seno salen, como de inmenso crisol, con relieve y formas menos perecederas que la existencia misma, la cual, á la inversa de aquéllas, sólo vive de su sempiterna destrucción y de su sempiterna reconstrucción!


II

La prosa, posterior al verso, y gran útil de la cultura contemporánea, ha sido abundantemente cultivada en la República y bien cultivada en ocasiones. Hay la dificultad de la clasificación, tanto más cuanto que la vida del hombre de letras no es todavía conocida en nuestros países (no tenemos facultad de filosofía y letras) y los escritores lo han sido de ocasión en medio de la convulsiva y candente existencia americana. El periodismo, en su afán de novedades y en su rapidez de producción poco meditada, ha consumido muchas fuerzas, debilitando y malogrando inteligencias que habrían descollado en el libro.—En la historia tenemos al deán Funes, al general Paz, al general Mitre, figura compleja y eminente como escritor, político y guerrero, autor de las historias de Belgrano y San Martín, etc, dos grandiosos monumentos de investigación paciente y concionzuda, al doctor Vicente Fídel López, autor de una gran historia del país; al doctor Adolfo Saldías, autor de una Historia de Rosas, que me agrada por su temple viril, aunque no esté conforme con todas sus conclusiones.—En la crítica, Pedro Goyena se inició hace largos años con brillantes estudios, que ha interrumpido, amortajándose en sus creencias; pero que es uno de nuestros más nobles oradores, con una fluidez y un calor comunicativo de palabra que hacen de él al mismo tiempo un conversador sin rival. Crítico también, Calixto Oyuela, ha llevado su nombre fuera de las fronteras del país y se distingue por su sólida instrucción y su independencia del medio ambiente, siendo de extrañar en tan viril carácter y tan brillante inteligencia, el apego que tiene por las fórmulas ortodoxas y por el catecismo literario de Menéndez Pelayo, que ofrece para él mucho de la vía, la vida y la verdad. Otro crítico bastante apreciado, aunque no por mí, es Santiago Estrada, que escribe con corrección y soltura, aunque todavía no ha aprendido á volar: que aprenda si puede. La producción crítica es escasa, porque escasa es la literatura creadora. Entre nosotros, los únicos juicios literarios que medran, en general, son los que se publican en la prensa, opiniones de la amistad ó del rencor, desprovistos de doctrina y que revelan hasta donde puede llegar el aplomo insolente ó la pérfida mala fe.

En la oratoria, fueron de alto mérito Nicolás Avellaneda y Guillermo Rawson, muertos en el extranjero y dos figuras originales: el primero con sus rasgos de orador de períodos de decadencia, atildado, artificioso, armonioso; y el segundo, con su serena elocuencia puritana que era el reflejo de su alma noble y tersa. Orador fué también Félix Frías, simpático soldado de Lavalle contra la tiranía de Rosas, y odioso por sus intolerancias ultramontanas y nacionales, que hicieron de sus actos obras de energúmeno, sin que los iluminase el fulgor de un cráneo privilegiado, pudiéndose decir de él que fué una medianía tormentosa y enconada contra todas las tendencias del espíritu moderno. Orador fué Dalmacio Vélez Sarsfield, autor del Código Civil (un monumento); el más grande de nuestros oradores parlamentarios, suelto de palabra, convincente, lleno de aplomo y de erudición:—nada de campanudo, todo moderno, con dialéctica fina y resistente como una cota de malla; con interrupciones y ataques solo asemejables á saltos y zarpazos de tigre; con toda la ciencia y el saber vivir de las grandes ciudades y todas las agachadas y malicias de la vida chismosa de provincia. Había en él algo de la augusta magestad de un sabio, transformada, iluminada por una organización cerebral volteriana y, más que volteriana, gaminesca,—palabras que quizás, yendo á lo esencial, sean sinónimas.—Era una alta personalidad.—Oradores son José Manuel Estrada y Aristóbulo del Valle, completamente distintos é igualmente interesantes; oradores de parlamento en cuyos discursos suelen pasar relámpagos de elocuencia (Estrada tiene además libros de primer orden) que deslumbran y atraen con infinitas seducciones de energía, no obstante la indiscutible decadencia de la oratoria parlamentaria y del poco cultivo de la oratoria académica, que debe á Estrada discursos magistrales.

Hablando de oradores (quizás olvidándome de algunos que han valido en el pasado y pueden valer en el presente) no puedo dejar de recordar un nombre, un nombre glorioso, el del fraile Mamerto Esquiú, que reunió á la oratoria insinuante del maestro que fué su ejemplo, energías de expresión decente que no siempre acostumbran encontrar en el púlpito católico, aquellos sacerdotes que se han formado en las sociedades libres y trabajadas de la América. Fulgura la noble fisonomía del fraile, muerto muy joven, con luces tan radiosas que su tumba es lección, lección tan grande que, por encima de las disidencias dogmáticas, se impone el hombre con su poderío de sencillez, pues todo aquello á que damos nombre de virtud se encontraba reunido en el franciscano, cuyo recuerdo, para las poblaciones del Norte, no puede desprenderse de los velos piadosos y de los aumentos á que los tiene ya sometidos la leyenda, que no es, en el fondo, sino abultamiento de cosas que tuvieron existencia de realidad.

Otro, como ya os lo he dicho, hará el estudio metódico y la clasificación. Os hablará de las obras y os enumerará el día del nacimiento y el día de la defunción, ú os hará la apología de los prosistas vivientes, así como os hablará de los notables jurisconsultos y hombres de ciencia, que no son pocos. Os hablará de Cané padre y de Cané hijo, siendo de éste Juvenilia, que es, en mi pensar, el único serio de sus libros, aunque el autor tendrá de seguro una opinión enteramente contraria; de Guido y de Juan María Gutiérroz; de Juan Bautista Alberdi, constitucionalista y satírico, á quien mucho achica Echeverría; de Quesada, de Varela, de Wilde, espíritu cáustico que tuvo destellos y páginas en Tiempo perdido, y que desde la Europa remite ahora á los diarios extractos de las guías de Bœdeker y es una de nuestras mistificaciones literarias, cuya fama de escritor debo en gran parte al desparpajo en el hablar de un modo descosido y á sus monomanías paradojales; de Ramos Mejía, el insinuante autor de Las Neurosis; de Lucio V. López; de Eduardo L. Holmberg, naturalista y escritor que, en medio de sus desórdenes imaginativos, tiene á veces páginas muy bellas; de Antonio Argerich, incorrecto, afanoso de escribir novelas con tesis, que en Inocentes ó Culpables pudo haber hecho una buena novela argentina si se hubiese despojado de sus propósitos redentores y sociológicos y se hubiese preocupado más del lenguaje; pues el capítulo de la cita en la posada es un prodigio de observación y de análisis;—del Lucio Mansilla de los Ranqueles y no de las Causeries de los jueves (!!), que no conocen lo que es orden ni lo que es hilván, y de toda la legión de los que, con mayores ó menores aptitudes, han constituído ó constituyen la prosa argentina, que haría á menudo dar gritos de espanto á los que sueñan esa forma de expresión impecable, perfecta, estupendamente construída y con su armonía especial que aumenta su fuerza plástica, cuando la maneja un obrero que la quiere y que se le impone con su temple de varón robusto desdeñoso de las flojedades y desfallecimientos del estilo. No hablo de las prosistas por razones de galantería, y aunque el coleccionista me presente en la lista de autores que me ha remitido el nombre de tres ó cuatro señoras que pasarán á la posteridad como cierta carta á la misma que, según una expresión hiperbólica, nunca llegará á su destino.

No entra en mi plan hablar de todo eso: la prosa argentina tiene que depurarse y perfeccionarse y además muchos escritores viven y no es posible hacer de ellos un juicio desapasionado; pero, hasta hoy, entre todos, se destaca uno, muerto en el extranjero, y que al morir, hace dos años, entró de lleno en la inmortalidad. Los Recuerdos de la vida de provincia, el Facundo, los Viajes, su enciclopedia, dejada en las columnas de la prensa de América, en millares de artículos geniales, recuerdan la faz abultada y noble del viejo luchador de la vida intelectual y política argentina. Es casi el genio, adivinador, petulante, confuso, civilizador, faro luminoso, alma argentina, genuinamente argentina, preocupada, hasta el momento de morir, del problema que significa la inmigración para la patria; y que vive todavía entre nosotros con su figura de luchador incansable, comprometido en eternos combates y cuyas asperezas bravías no son uno de los menores distintivos de su genio tan aparentemente complicado y tan reciamente constituído. Sus libros y su nombre son el mayor tesoro de la prosa argentina y su gran personalidad vivirá mientras viva el país, porque fué casi siempre y teniendo en cuenta los naturales extravíos humanos, el gran sembrador de semillas que, convertidas hoy en plantas vigorosas, y no obstante los errores del político, reverdecen en las inmensas extensiones de la patria. ¡Qué tres grandes entidades Sarmiento, Mitre y Alberdi, copartícipes del destierro y enemigos en ocasiones ó toda la vida; y qué agitadores de ideas, en las lides valerosas del pensamiento y la palabra! Dos de ellos han muerto y el otro vive todavía asistiendo á la apoteosis, pasadas las vorágines y las discusiones, en la serenidad de su conciencia; y aleccionando á los jóvenes con libros recientes, que son orgullo nacional, como la historia de San Martín. Cada uno de ellos simboliza una faz de la inteligencia argentina y no es ésta la ocasión de juzgarlos con fría imparcialidad, con tanto mayor motivo cuanto que es imposible prescindir de la faz política de esos hombres, estudio que no tendría colocación en este lugar. En el diarismo, en el libro, en la diplomacia, en el gobierno, trazaron ancho surco, y los tres pasarán á la posteridad con el caudal de servicios amontonados en décadas de labor y recibirán el premio proporcional merecido como escritores y como políticos. Organización, lucha, caos, tempestades, calmas, horizontes sombríos, cielos despejados, conflictos internacionales, conjuraciones de tormentas en que se vió comprometido el honor nacional,—todo ello evoca el nombre de estos varones,—arremetedor el primero; guiador de pueblos el segundo; heladamente acerbo y agriado y desconocedor de las transformaciones del país, de las que no supo darse cuenta desde lejanas tierras, el tercero. Decir uno de los tres apellidos, es suscitar para muchos infinidad de cuestiones candentes, y en un terreno neutral como éste para todas esas cuestiones, sólo corresponde señalar el lugar que ocuparon, y su luchar sin descanso, para darse cuenta de que el trío glorioso y enemigo tenía forzosamente que ser recordado en estas líneas que trazan á grandes rasgos el desenvolvimiento de la inteligencia nacional.


III

Tal es lo único que he podido decir. Acaso soplen contra este escrito vientos de tempestad. Los amo. Si el cuadro es incorrecto, si no contiene la verdad recibida y aceptada, contiene en compendio y sin detenidos análisis, lo que considero la verdad. Tenemos una rica poesía, la historia florece con brío y dará frutos más lozanos y más comprensivos en épocas cercanas, cuando hayan concluído Mitre y López sus grandes obras y sus grandes estudios. Se han escrito muchos libros y algunos grandes libros en todos los terrenos intelectuales; pero la prosa argentina, no obstante su abundancia y sus méritos, hasta el presente no basta para llenar las aspiraciones de un pueblo como el nuestro: y tan no basta, que todo queda dicho con citar esta gran forma del arte moderno, la novela.—A su respecto poco podemos citar que no merezca el nombre de ensayo,—poco que merezca aproximarse á las grandes producciones de la Europa. Escribo estas líneas, á la mañana siguiente de haber leído La bestia humana de Emilio Zola, maravillosa en el cuadro, en el análisis, en el símbolo. ¡Qué estilo, ¡qué pinturas, qué concepción, aunque pesimista, tan épicamente grandiosa, de ciertas modalidades y de ciertas corrientes de la vida! ¡Cuándo verán la luz en tierra argentina, libros como ese, tan firmemente asentado sobre altos pedestales elaborados por el genio creador, que es el eterno soberano, digan lo que quieran los impotentes y los miopes, y los insolentes que, con motivo de una novelita argentina, recientemente escrita, acaban de hacer sonar impíamente el nombre sagrado de Gustavo Flaubert!! Nos hacen falta libros y autores así; pero libros nacionales, libres de influencias extranjeras, productos de la propia individualidad del artista, que sean una personal visión de la naturaleza y de la humanidad. Ya vendrá todo en la hora propicia, con las lógicas transformaciones de la raza y del idioma, cuando sepamos quebrar á golpes de martillo, si es necesario, las cadenas que nos puedan unir á los extraños. Hasta hoy nuestro pueblo, ya tan distante de la estructura cerebral española, (pese á Valera, que está librando batallas de Quijote), lo cual importa un gran progreso en el sentido de la libertad, ha vivido más la vida de lo material que la vida de la inteligencia, de la inteligencia que trabaja sobre lo verdadero y lo bello. Ha pasado y pasa por el período del vientre, como los niños cuya existencia reposa exclusivamente en él. Yo sé que el afán de hacer la mitología nacional, de transformar en genios á los inteligentes, de mirarlo todo con vidrios de aumento, considerará mis opiniones como antipatrióticas. Bendito patriotismo que prefiere el doublé de la mentira al oro purísimo de la verdad! Tenemos una tradición de glorias; la bandera de la patria ha ondeado siempre vencedora en las batallas, y así ha de seguir sucediendo, porque los pueblos viriles conservan y acrecientan estas herencias que imponen deberes, sin dilapidarlas en derroches de desvergüenzas y cobardías bizantinas. Mas hemos tenido mucho que luchar, laboriosas han sido las batallas de la formación de la nacionalidad y de la fortuna pública y privada, y no ha llegado todavía para nosotros, sino á medias, el cultivo del arte grande, independiente y libre. Todo llega á su tiempo en las eternas evoluciones de la vida y día vendrá, repito, en que tendremos nuestra literatura y nuestro arte. Y en esos días de gloria que se acercan, el pensamiento argentino llevará sus resplandores á todo el universo, sin olvidar el nombre de los precursores, de los primeros poetas y prosistas que supieron enamorarse de la tierra natal y que, al calor del sol de fuego de la bandera de los Andes y sumergiendo su espíritu en la inmensidad soberana de la Pampa, comprendieron que el misterioso destino del arte nacional no consistía en echarse á los pies del pensamiento extranjero, sino en identificarse y cantar la naturaleza de la patria que, poderosa y libre, les brindara la seducción de su hermosura, y las voces potentes de sus montañas, de sus campos fértiles, de su cielo, de sus ríos, donde se espejan las más estupendas regiones del mundo y de sus bosques donde vibra el canto de los pájaros, espontáneo y fresco, como debo ser el canto de los poetas nacionales.

Buenos Aires, Marzo 23 de 1890.