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Lo bello y lo sublime/Capítulo I

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CAPITULO PRIMERO

Sobre los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello.

Las diferentes sensaciones de contento o disgusto descansan, no tanto sobre la condición de las cosas externas que las suscitan, como sobre la sensibilidad peculiar a cada hombre para ser grata e ingratamente impresionado por ellas. De ahí proviene que algunos sientan placer con lo que a otros produce asco; de ahí la enamorada pasión, que es a menudo para los demás un enigma, y la viva repugnancia sentida por éste hacia lo que para aquél deja por completo indiferente. El campo de las observaciones de estas particularidades de la naturaleza humana es muy amplio, y oculta aún buena copia de descubrimientos tan interesantes como instructivos. Por ahora dirigiré mi mirada sobre algunos puntos que parecen particularmente destacarse en este terreno, y más con el ojo de un observador que de un filósofo.

Como todo hombre sólo se siente feliz en tanto que satisface sus inclinaciones, la sensibilidad que le capacita para disfrutar grandes placeres sin exigir aptitudes excepcionales, no es tampoco cosa baladí. Las personas de fisiología exuberante, para quienes el más ingenioso autor es el cocinero, y las obras de más exquisito gusto se encuentran en la bodega, se entregarán a oír comunes y equívocos chascarrillos con alegría tan viva como aquella de que tan orgullosas se sienten personas de sensibilidad elevada. Un buen señor, que gusta de leer libros porque con ello concilia mejor el sueño; el comerciante, para quien todo placer es mezquino si se exceptúa el que disfruta un hombre avisado cuando calcula sus ganancias; aquel otro, que sólo ama al sexo femenino porque lo incluye entre las cosas disfrutables; el aficionado a la caza, ya sea de moscas, como Domiciano, o de fieras, como A., todos ellos tienen una sensibilidad que les permite gustar placeres a su modo, sin necesidad de envidiar otros y sin que puedan formarse idea de otros. Pero dejemos ahora esto fuera de nuestra atención. Existe, además, un sentimiento de naturaleza más fina, llamado así, bien porque tolera ser disfrutado más largamente, sin saciedad ni agotamiento, bien porque supone en el alma una sensibilidad que la hace apta para los movimientos virtuosos, o porque pone de manifiesto aptitudes y ventajas intelectuales, mientras los otros son compatibles con una completa indigencia mental. Este es el sentimiento que me propongo considerar en algunos de sus aspectos. Excluyo, sin embargo, aquella inclinación que va unida a las sublimes intuiciones del entendimiento y aquel atractivo que sabía percibir la impresión de que era capaz un Kepler cuando, como Bayle refiere, no hubiera cambiado uno de sus descubrimientos por un principado. Es esta afección excesivamente fina para entrar dentro del presente ensayo, destinado sólo a tratar la emoción sensible de que las almás más comunes son también capaces.

Este delicado sentimiento que ahora vamos a considerar es principalmente de dos clases: el senetimiento de lo sublime y el de lo bello. La emoción es en ambos agradable, pero de muy diferente modo. La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada, debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda, es preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado, son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y árboles recortados en figuras, son bellos.

La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad.

El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico, a lo segundo lo noble, y a lo último lo magnífico. Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica[1]. De ahí que los grandes, vastos desiertos, como el inmenso Chamo en la Tartaria, hayan sido siempre el escenario en que la imaginación ha visto terribles sombras, duendes y fantasmas.

Lo sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado. Una gran altura es tan sublime como una profundidad; pero a ésta acompaña una sensación de estremecimiento, y a aquélla una de asombro; la primera sensación es sublime, terrorífica, y la segunda, noble. La vista de las pirámides egipcias impresiona, según Hamlquist refiere, mucho más de lo que por cualquier descripción podemos representarnos; pero su arquitectura es sencilla y noble. La iglesia de San Pedro en Roma es magnífica. En su traza, grande y sencilla, ocupa tant espacio la belleza-oro, mosaico-, que a través de ella se recibe la impresión de lo sublime, y d conjunto resulta magnífico. Un arsenal debe ser sencillo; una residencia regia, magnífica, y un palacio de recreo, bello.

Un largo espacio de tiempo, es sublime. Si co rresponde al pasado, resulta noble; si se le consi dera en un porvenir incalculable, contiene algo de terrorífico. Un edificio de la más remota antigüe dad, es venerable. La descripción hecha por Halles de la eternidad futura, infunde un suave terror; la de la eternidad pasada, un asombro inmóvil.


  1. Voy a presentar un ejemplo del terror noble que puede infundir la descripción de una completa soledad, entresacando algunos trozos del sueño de Carazan en el Bremer Magazin, tomo IV. pág. 539. A medida que sus riquezas crecían, este rico avaro había cerrado su corazón a la piedad y al amor por sus semejantes. Con todo, según iba en él enfriándose la filantropía, aumentaba la diligencia de sus oraciones y de sus actos religiosos. Después de esta confesión, continúa hablando de esta suerte: "Una noche que hacía mis cuentas a la luz de la lámpara y calculaba las ganancias, me dominó el sueño. En tal estado vi venir sobre mí al ángel de la muerte como un remolino. y. antes de que pudiese evitar el terrible choque, me golpeó. Quedé pasmado cuando me di cuenta de que mi suerte estaba echada por la eternidad. y que nada podía añadir a lo bueno que había realizado, y nada sustraer a todo lo malo por mí cometido. Fuí llevado ante el trono de aquel que habita en el tercer cielo. El resplandor que ante mí llameaba, me habló de este modo: "Carazan, tu culto a Dios es rechazado. Cerraste tu corazón al amor humano, y guardaste tus tesoros con mano de hierro. Has vivido sólo para ti mismo, y sólo has de vivir, por tanto, en adelante por toda la eternidad, sustraído a todo contacto con la creación entera." En este momento fuf arrastrado por un poder invisible a través de las brillantes construcciones de la creación. Mundos innumerables quedaban tras mí. Cuando me acercaba al término más extremo de la naturaleza, noté que las sombras del infinito vacío se hundían en lo profundo, huyendo de mí. ¡Un terrible imperio de calma eterna, soledad y tinieblas! Ante tal espectáculo, un terror inexpresable cayó sobre mí. Poco a poco fueron desapareciendo a mi vista las últimas estrellas, y, por último, se extinguió el postrer resplandor vacilante de la luz en las tinieblas extremas. La angustia mortal de la desesperación crecía en mí a cada momento y a cada momento aumentaba también mi alejamiento del último mundo habitado. Pensaba, presa el corazón de insufrible angustia, que cuando cientos de miles de años me hubiesen conducido más allá de los límites de todo lo creado, miraría siempre ante mf el inacabable abismo de las tinieblas, sin auxilio o sin esperanza de retorno. En esta confusión, tendí mis manos a la realidad con tal energía, que me desperté. Ahora he aprendido a tener en mucho a los hombres; aun el más insignificante de aquéllos, que en el orgullo de mi felicidad había rechazado de mi puerta, lo hubiese preferido en aquel espantoso desierto a todos los tesoros de Golconda.