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Lo irreparable (Trigo)/I

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
I


Athenógenes Aranguren de Aragón entró.

No era un juez como cualquiera. Ni por el nombre, que ya tenía en sí mismo una marca de rareza, ni por su traza y su traje. Joven, muy guapo, listo. Y fino y exageradamente elegante como un goma de Madrid.

Juez y todo, por sus años, que llegaban mal a veintisiete, habíase relacionado en la ciudad, tan pronto como llegó, con muchachos de buen tono. Con unos que tenían automóviles, con otros que tenían coches, y con otros, en fin, que tenían al menos bicicletas y caballos. Era conservador.

Al verle se le hizo sitio en el corro de la estufa. Los más humildes callaron. Los más selectos dirigiéronle sonrisas y afables acogimientos. Porque sobre estos muchachos ricos de los coches y los galgos, tenía Athenógenes, que ya había sido por tradición de su familia un gran sportsman en León, el prestigio de su talento y su carrera.

— ¡Hola! ¿Qué?

— ¿Qué hay? — ¿Qué se sabe en el Juzgado?

— ¿Qué se cuenta del Pernales?

— ¿Nuevas noticias?

— ¡Atiza esa estufa, Quintín!

El bello juez, rubio, que traía esta noche brillantes en la corbata y americana de cinta, sacó primero una larga cajetilla de cigarros color té, brindó, encendió luciendo su preciosa fosforera, y púsose en seguida a contar lo que sabía de los bandidos. El Pernales y el Chato de Mairena continuaban por tierras de Arahal; y lo de los otros tres de la dispersa banda, que se habrían corrido a Extremadura, según la Prensa, era incierto. Belloteros, puestos en fuga por los guardias al pie de Almendralejo, los que habían dado lugar a tal alarma. Belloteros. Es decir, rúrales raterillos, ladrones de bellotas.

Pero el caso estaba en que reinaba el pánico por estos días en Almendralejo, en Zafra, en Azuaga, y en esta pequeña ciudad tan tranquila, de donde tenía el honor de ser reciente juez Athenógenes. Un dato que sus convecinos le tomaban muy en cuenta para calcular acerca de la seguridad en los campos (porque hallaban natural que un juez no lo hablase todo en público), desprendíalos, por una parte, de verle toda esta semana atareadísimo desde que corría el rumor de los ladrones, y, por otra, de notar que no salía a cazar, ni en automóvil [1] con los buenos camaradas que solían llevarle siempre. — ¡No! ¡bueno! ¡claro! — le explicaba él propio a los íntimos, con perfecta lógica forense —. Lo uno es consecuencia de lo otro. Tengo que hacer, porque tanto cuesta descubrir una verdad como comprobar que es mentira; y teniendo que hacer, no puedo ir en automóvil.

— ¡Hombre, pues mire, qué demonio! — deseó el fresco y hercúleo Teodoro Vega —. A mí me gustaría que vinieran los bandidos.

— ¡Coile! ¿Para qué?

— Vaya qué gusto!

— ¡Que viniesen! ¡Que fuese positivo que ya andaban por aquí!... Para salir tras ellos en seguida. Si no queríais seguirme, unos cuantos en mi automóvil y en los de estos dos, con los Winchesters, yo me iría a esperarlos, en mi dehesa, armando a los criados... ¡Es tan aburrida la vida sin algo excepcional!

— ¡Hombre, no seas loco!

— ¡Vaya, tú estás un poco de aquí, Teodorito! Le llamaban Teodorito por cariño y, no obstante su aspecto de clown inglés, dulce y simpático, pero fuerte como un roble. La gente grave ¡vamos, la verdad! creía de buena fe que estaba un poco loco; los jóvenes, en cambio, le admiraban y emulaban. En una ocasión había hecho el Don Tancredo con un toro, por apuesta. En otra, por gusto, hallándose imponentemente crecido el río, pilló un barco de pescador y se fué corriente abajo, rascando molinos y presas quince leguas. Además, se subía al techo por liso rincón de una pared, y apostó otra noche a que se tiraba por el puente... lo cual hubiese hecho si le dejan.

— Bueno, escucha, mira; tú, pues si es que quieres guerras y emociones, vete al moro, ¡qué contra!..., y nos dejas en paz con tus deseos.

Esto lo afirmó la prudencia de don Luis, hombre adinerado y tal cual supersticioso. Y como él, unos cuantos viejos, sin duda, quedáronse pidiendo a Dios que el conjuro del loco aquel no se efectuase.

El resto de la velada, a esta hora del bock de anochecer, y siempre la dirección de Athenógenes, fué, por los más resueltos, dedicada a idear colectivos planes de defensa en el caso de invasión de los bandidos, y proyectos de defensa personal, variados, según locomotase cada uno en auto, en carruaje, a caballo, en bicicleta.

Y a las seis, como sonaban las campanadas en el Carmen, llamando para la novena, el joven juez se levantó.

— ¿Vamos? — invitó a Teodoro y a Marcial.

— ¡Vamos! — respondieron éstos.

Y partieron, dejando sin su tono aristocrático a la sala del Casino.

Los viejos empezaron inmediatamente a bostezar y quejarse del reúma.

Dos jóvenes formaron su partida de ajedrez junto a la estufa, asistidos por tres más, de mirones.

— ¡Atiza esa lumbre, Quintín!

  1. aumóvil en el texto original.