Lo irreparable (Trigo)/II
Con sus amigos, el juez y otros grupos de jóvenes más jóvenes, esperaban en el atrio. Sólo volvían a meterse en el templo para oír el coro de muchachas, el Ave María, cantado por Margot como un arcángel, y el sermón.
La gran pluma verde de Emeria no estaba aún (habíanlo comprobado) entre aquella ola de sombreros, que preferían el frente de la puerta. Y se la vió llegar: la pluma verde.
— ¡Emeria!
Llegaba rezagada, con su madre.
Athenógenes, Teodoro y Marcial hicieron calle frente al muro. Cruzaron ellas, fueron galantemente saludadas y saludaron a su vez, con miradas preferentes a Athenógenes. Marcial había tratado de estudiar el saludo de Athenógenes. Era un modo especial de descubrirse, de girar el sombrero a la derecha, alzando el codo. ¡Chic de veras!... O sic — que tampoco estaba cierto Marcial de cómo se decía.
Las vieron perderse en la cancela. Auténticos los terciopelos y joyas de la madre. Sin trampa ni cartón las sedas y brillantes de la hija. Y guapas ambas, hasta el punto de igualdad, sobre sus naturales diferencias de juvenil esbeltez y de matronesca frescura, que el juez, a no ser por sus miras de instalarse, de casarse, habría dudado mucho entre las dos.
De la mamá, viuda viajera impenitente a playas, a Madrid, a sus asuntos de arriendos y de minas, unas veces sola y las menos por la niña acompañada, contábanse historietas tan vagas como múltiples; pero en rigor, nadie podía señalarle un amante, un preferido, en esta minúscula ciudad timorata y pagada de conveniencias. ¿Era realmente una lista aventurera que sabía y podía «guardar las formas» (¡oh!, subrayaba aquí el inverso equivoco Teodoro), o sólo tal vez una «cosmopolita» cuya despreocupación de ademanes y de charla la vendían como informal?... En todo caso, sus buenos miles de duros le afianzaban el respeto de las gentes y el segundo puesto de la estimación general... porque el primero por su honradez y sus millones correspondíale de derecho a Margot y a la familia de Margot. ¡Bah!, sí, ¡esto, indiscutible! Margot, ligeramente menos linda que Emeria, era imponderablemente más honesta, más pura y angélica de corazón y de alma; y su padre, senador y máximo cacique.
— ¿A que no saben ustedes el último golpe de Emeria? — ¿Cuál? ¿Qué?
— ¡Venga, Marcial!
— Hombre..., ¡es un poco fuerte! En secreto... porque es un poco fuerte... Aparte de que, como fué conmigo, que soy casi pariente y la trato desde así..., la confianza lo disculpa.
— ¡Venga! ¡Venga!
— Pues nada, esta tarde, tocaba ella el piano y entré, púseme detrás a oírla, volviéndole la hoja. Por el espejo advirtió lo fijamente que yo le miraba el cogote... ¡No sé si habréis notado que tiene unos ricitos rubios que encantan! «¡Qué miras? ¿Qué piensas?» preguntó de pronto, cesando de tocar y girando la banqueta. «¡No, no te lo digo! contesté; ¡me tendrías que dar un bofetón!» «¡Pues dilo!» «¡Que no!» «¡Que sí!» «¡Que no, mujer que es... una barbaridad!» «¡Pues la dices o no habérmela anunciado!» «¿Y no te enfadarás?» «¡Según, porque tú eres muy bruto!... pero, ¡venga!» «Bueno... pues viéndote el pelo de la nuca, estabas haciéndome pensar... si lo tenderás tan rubio en los sobacos!...» Me clavó los ojos, irritada; optó por sonreír y volvió las manos al teclado susurrando con clara vocecita pudorosa antes de seguir los valses: «¡Un poquitín menos rubio!... ¡Pero qué brutísimo y qué reteexcusado que eres, hombre!»
— ¡Jo, jo, jo!... ¡La niña! — admiró Teodoro a carcajadas. — ¿Veis, después de todo, qué ingenio? — atenuó el casi pariente —. ¿Veis qué mezcla de pudor y de malicia? ¿Qué te parece, Athenógenes?
— ¡Un poco fuerte... un poco fuerte, Marcial! — repuso el juez, bien apurado entre sus intentos de boda con la chica y las dudas de que fuera... una cualquier cosa. En su pensamiento cobró Margot mayores devociones... ¡Margot, la millonaria! ¡La ideal y la difícil! ¡La que no se le presentaba, al menos, tan clara como Emeria, por lo que no osaba decidirse a cortejarla, con el riesgo de un rechazo y de quedarse sin ninguna!
¡Oh, Emeria, más bonita y rica, hija única de viuda, cuya mitad del capital él poseería inmediatamente! Sin embargo, sabiendo que no desconocían estos amigos sus intentos con Emeria y que él antes dejaría que lo matasen que cometer una bajeza, una indignidad... antes que casarse con ella por los cuartos a costa de la más leve concesión al indecoro... érale dable suponer que, en realidad, Marcial no le diese al incidente sino el valor de una gracia... de un «rasgo ingenioso», que más hablara de la dúctil y elegante educación de la chiquilla que no de su fondo perverso. Y para saberlo, en vez de pedirle al amigo hecha su opinión, prefirió inquirirla con el sesgo sutil de otra pregunta:
— Oye, Marcial... y tú, ¿qué crees?... si en lugar de contenerte en el vello del sobaco... le hubieses nombrado, con descaro... el otro... (porque claro es que esa fué tu intención, por ella adivinada)... ¿te habría contestado lo mismo?
Inmediato y decisivo el efecto. El semipariente protestó con gravedad:
— ¡Hombre, no!... ¿Veis? ¡Ya me pesa el habéroslo contado!... Ni confianza ni música: una indecencia, y entonces sí que me larga el bofetón y llama a su madre y no vuelven más ni a recibirme.
— ¡Hombre, sí! — apoyó en el mismo tono Teodorito, que era, aunque aturdido, bondadoso e hidalgamente justiciero —. La niña tiene cosas... pero ¡nada más! Nadie hay en este pueblo que pueda decir contra ella ni tanto. Vamos, de su formalidad... de su verdadera conducta, ¡a pesar de sus cuatro o cinco novios y sus rejas! Con decirte, Athe, que a mí mismo me dejó porque dice que estoy loco... Si no, ¡vaya si me caso!
— Y a mí porque cree que soy «muy bruto»; o lo que es lo mismo, como me escribió desde Caldas: «materialote y descarado» — confesó Marcial —. Y a Segundo Jaime, porque dice que es muy feo; y a Román, por chico... ¡Es una romántica!
— ¡Y una caprichosa! Pero en cuanto a su honra, a lo que se llama su honor, apreciadísíma. Justamente creo que así es como se prueba una mujer, ¡qué demonio!
Hubo un silencio. Encendieron un pitillo, y el joven juez se alzó el cuello del gabán porque hacía frío, y era hombre él que se cuidaba.
Luego, ya satisfechos los dos amigos de haberle establecido bien la reputación de Emeria al forastero, no vieron el menor inconveniente en proseguir celebrando las frases y las gracias de la rubia ingeniosísima. Montaba a caballo, y una tarde se cayó en su dehesa, luciéndole el pantalón a los pastores: ella lo contaba, luego, celebrando con risas el lance y la ruborosa torpeza de los pobres hombres cuando quisieron levantarla... Otro día, en una excursión campestre «borrical», ella llevaba una burra, y el simple de Bonifacio Tul, un garañón que iba alborotado. «Arre, burra!», trataba Emeria, adelantando a los demás, de alcanzar siempre a Bonifacio, por amolarle..., y había que oírla referir con qué gedeónica sandez pedíala Bonifacio que no dijese burra, al menos... «que no dijese burra... a fin de no recordársela al jumento!»
Además, en lo que ambos podrían contar, como tales novios, de la reja, fuera no acabarse: siempre tenía una burla oportuna, de audacia en apariencia, de discreta eficacísima defensa en realidad, para cortarles a todos en su misma iniciación cualquier atrevimiento... Al que pretendía besarla, le sacaba una muñeca: «Anda, besa ahí... ¿qué más da? Te advierto que yo la quiero más que a ti y que la doy mil besos cada día.» Les encajaba, quieras que no, la muñeca, y les obligaba a besar, hasta cansarlos, los que llamaba ella «sus besos delegados»... Y lo más gracioso aún era que los pobres novios no tenían por qué tomarse la molestia de jactarse de estas... concesiones, porque se lo espetaba ella la primera a todo Cristo en las tertulias.
— ¿Comprendes, Athe — dijo ahora Marcial —, que Emeria nos resulte una extraña virtuosa muy terrible?... ¡Oh, sí, es una fresca... de pico! Nada la asusta: como a éste, que antes deseaba que viniesen ladrones. También ella, la otra noche, viende un Nuevo Mundo con el retrato de Trianero, que, como sabéis, es guapote y es el que aseguran que anda por aquí, soltó en casa de Margot y delante de todas las muchachas asustadas: «¡Ay, hijas, pues a mí no me importaba que me llevase este hombre!» Y señores, lo peor, ¡ved lo que son las mujeres cuando una hace la guía!..., lo peor es que acabaron la mayor parte por hallar elegante y fino al forajido... ¡Discusión de media hora contra mí y contra Vallés: se lo podéis preguntar!
— De modo — comentó Teodoro únicamente — que va a resultar que estamos todos deseando que vengan los ladrones... Sólo que yo, Marcial, no es... de pico, ni para que me lleven, sino para cargármelos si puedo.
— Hombre, ¡claro!, ni comparación...
Se oyó el Avemaría. La orquesta la preludiaba. Entráronse los tres. La voz de Margot llenaba el templo.
Y Athenógenes, recibiéndola en el alma como una fascinación, y recibiendo como otra fascinación de sus ojos las francas y entregadas miraditas de Emeria, luchaba con sus indecisiones, no sabiendo por cuál de ellas resolverse.