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Lo irreparable (Trigo)/VIII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
VIII


La noticia había corrido alzando asombros.

Tiene un límite la alegría del ajeno mal, aunque se arraigue entre humildes, como un público y grato y magnánimo derecho a las feroces compasiones por los fuertes, y, al principio, todo el mundo conceptuó excesiva la desgracia que ya marcábale aquel siniestro embarazo a la familia respetable. Ni los más proféticamente lúgubres, al comentar la situación y el porvenir de la pobre deshonrada, habían previsto la espantosa contingencia. Tratárase de lo mismo con un novio, y se habría supuesto desde luego; tratárase aún de un atropello por un criado, y también; lo que no podía sospecharse, cual no lo sospecharon tampoco Rivadalta y el doctor, era que la Naturaleza fuese a ser tan bestial, tan estúpidamente indiferente a las antítesis sociales, que dejara formarse un sér en una virgen aterrada bajo el crimen de un bandido.

La animación del Casino llegó al colmo. En los primeros días se pensó de un modo unánime que el influyente prócer debía de hacer ahorcar ante su casa a los cuatro bandoleros. Pero después, y puesto que la unanimidad agotaba pronto el tema, sobrevinieron discusiones. Hubo quienes sustentaron, contra una respetable mayoría, que don Nicanor estaba en el caso de indultar al Trianero de la horca, con el fin de quitarle, al menos, esta última afrenta de su padre al hijo de su hija, y hubo hasta quienes sostuvieron la osada idea de que debía gastar su influencia y la mitad de sus millones para libertarle y casarle con Margot. ¿Qué? ¡Aunque nunca se reuniesen! ¿Es que no merecía la pena redimir al padre por el hijo? ¿Es que pudiera ella casarse con ninguno que, moralmente, valiese más que otro cochino ladrón a la olilla de los cuartos?

¡Pobre Margot, lanzando su deshonor a España, a Europa, al Mundo, entre los trágicos incidentes de un proceso!... Los periódicos traían largos relatos del juicio oral desde Córdoba, y se aludía al Trianero determinadamente, con respecto al atropello de la joven, porque él mismo, no se sabe si de manera espontánea o a preguntas de los jueces, con toda clase de detalles, refirió la escena repulsiva.

Estas ruidosas polémicas y disputas del Casino, por otra parte, ya las había presenciado muchas veces Athenógenes, con la triste dignidad, con la dolida indiferencia que es de suponer. Además, algunas no habían tardado en comprobarle que sus pasadas dudas de solitario caviloso pecaron de caballerosidad. El, efectivamente, que a la carta aquella cortés tuvo por respuesta el silencio, un silencio heroico y penoso, un silencio de púdica mártir que le había dicho lo bastante con su trágico llanto de la reja; él, que supo respetar este silencio sublime, aceptándolo como un grado más de la libertad que, siempre noble, Margot le devolvía..., quedóse en una situación de espera y sufrimiento, ambigua, intolerable, que, por colmo de inesperada y desdichadísima fortuna, vino también a resolverle enteramente la infeliz con su embarazo. ¡Ah, sí!, esto le desconcertó y le liberó..., porque, sobre notorizar horriblemente su deshonra..., con el hijo de la desgracia y del crimen implicábale un baldón de infamia que no podría aceptar un caballero. Entonces, como un hombre que sale, al fin, de un palacio de ilusiones que se le hundió y le sofocaba, trató sencillamente de olvidar..., volvió a su antigua vida, volvió al Casino, y el Casino, con su neta cristalización del juicio público, hízole ver cuan bien encajaban la norma social y su conducta.

La discusión de una noche, tan pronto como se habituaron las tertulias a la presencia del bello juez, y tan luego como, gracias a él mismo, dieron por sabido que de tiempo atrás no seguía las relaciones, recayó ardorosa sobre el punto de saber si debía o no conceptuarse deshonrada a una muchacha de quien se abusa a la fuerza. — Porque, claro, bueno — delimitaba Teodoro, con la simpática ingenuidad que hacíale siempre defender causas perdidas y con el prestigio que le daba en toda esta cuestión de los ladrones el haberse mantenido en su dehesa más de un mes con seis mozos y tres rifles —, hay muchachas que se dejan «abusar a la fuerza» por el novio, por ejemplo, o, lo que es igual, que quieren sin querer y el diablo después que lo deslinde. Pero no se trata de esto, no. ¡Una mujer atada, desmayada, en pleno horror de muerte y de pillaje!

— Pues lo mismo, Teodorito — replicaba don Pascual, con su grande autoridad de abogado viejo y propietario —; aparte de que la una inspiraría desprecio y la otra compasión, lo mismo, hijo, lo mismo. Una y otra, la deshonra, el deshonor, ¡lo irreparable!

— Hombre, ¿en qué consiste entonces el honor?

— ¡En la pureza!

Teodoro, más acostumbrado a intuir por una especie de infantilismo salvaje de su corazón que no a raciocinar sus intuiciones, se desorientaba. Y no se le ocurrió poner más que esto:

— ¡Luego:... somos unos sinvergütnzas todos los que estamos aquí!

Se rieron todos al ver la torpe turbación de su derrota después de haber puesto bien el problema, como ocurríale casi siempre, y ni aquel Luisito López, a quien él convidaba al automóvil, osó tomar su partido. — ¡Hijo, Teodoro, hijo..., que desbarras! — recogió piadosa y lentamente don Pascual, resumiendo el pensar de la reunión —. El honor, para los hombres, podrá estar en donde esté. Para las mujeres, si tú no dispones otra cosa, y mientras ellas, como Dios manda, no se casen, tiene que seguir estando en la virginidad, que prueba materialmente su pureza. Eso será todo lo sensible que tú quieras, Teodorito; pero es así. Y, siendo así, ¡calcula!

— Pero ninguna mujer — se resolvió Teodoro todavía, en un rayo de vislumbre —, ¿qué culpa tiene de que lleguen y la aten y la...?

— Oye — le cortó don Pascual, dándole una palmada en el muslo —, ¿tienes tú un reloj?

— Sí, señor.

— Suponte que lo tiras porque quieres. ¿Qué te pasa?

— ¡Que me quedo sin reloj!

— Suponte que sales de aquí y te lo quitan los ladrones. ¿Qué sucede?

— Que me quedo sin él lo mismo, si no puedo darles dos patadas.

— Pues ¡eso, eso! — recogió don Pascual triunfante —. ¡Eso pasa a la mujer! ¿Tiene su honor y lo tira?... ¡Lo perdió! ¿Tiene su honor y se lo roban? ¡Sin él queda!... Desgracia es que se lo quiten, mas no menos lo ha perdido y no lo tiene. Y con la diferencia, hijo, de que no puede recobrarse ni a patadas ni ahorcando a los ladrones, por lo cual resulta un robo irreparable y por lo cual pudo el poeta decir: que es de vidrio la mujer..., etc.

Enmudeció, erguido entre el general y admirador silencio hacia su lógica, y estuvo por decir al ver al mozo sin recordar que era verano:

— ¡Atiza esa lumbre, Quintín!

Y Athenógenes, aun concediéndose que era vulgarota la argumentación de este señor para una cosa tan sencilla, para una cosa que él había meditado con mucha más profundidad, durmió esta noche en su fonda como un santo.

A partir de este día, y particularmente desde que, por haber terminado en Córdoba el proceso, también aquí fué recobrándose el normal ambiente, poco a poco, su voluntad de olvidar hizo prodigios. Volvió a correr en automóviles y volvió a bailar con las muchachas por la Pura y por la feria. Como juez, ni aun habíale molestado el involuntario enojo que pudiese quedarle al senador, quien, renunciando su acta, parecía retirado de la política y del mundo. Una infinita piedad volvía a inspirarle la casa palacio-tumba de Margot, con ella dentro, gestando, gestando siempre aquella vida de ponzoña de reptil, y pasaba cerca de ella, por lo mismo, lo menos posible. Tanto, que hizo su camino forzado, desde la plaza a la fonda, por la calle de Emeria.

He aquí la razón de que la viese y saludase muchas veces. He aquí, asimismo, por qué diariamente tenía que recordar la negra fatalidad que, al fin, le hacía quedarse sin la una y sin la otra. Por espacio de dos meses, en su vuelta del Casino, allá a las doce, algunas noches pudo sorprender al capitán besando la famosísima muñeca..., y... ¡sí, sí, otra noche..., ¡lo juraría!..., besando en la propia boca de la dueña resalada!... Esto le dió envidia, con franqueza. Y, a más de envidia, una ligerísima inquietud pocas noches después... ¡La reja sola! ¡Sola!... En suma, que había terminado el capitán su comisión de la Remonta, que se había marchado de la ciudad y que Emeria, riendo, pregonaba que ni estaba ni habían estado en relaciones... ¡Amigos, por charlar, por divertirse!...

¡Ah, qué diversión con besos en la boca! Y esta fué la leve inquietud del rubio juez, porque vacante Emeria, y si no precisamente perdonándole el desprecio, el antiguo agravio, era lo cierto que no dejaba ahora de sonreírle alguna vez al contestarle los saludos. Conocedor de las mujeres, pensó que estas sonrisas de ella pudieran ser la trampa de una coqueta que ansiara su declaración por desairarle. Pero, y esto aparte, a él, aquellos besos, ¿debieron honorablemente y de antemano hacerle desistir de toda idea de boda?... ¡Bah! Lo resolvió: ¡en modo alguno! ¡Pobres muchachas, si hasta se las hubiese de conceptuar deshonradas por un solo beso en una reja! ¡Pobres mujeres, si su honor hubiese de ser igualmente destrozado por el beso a un novio o porque ferozmente las violase un asesino!... ¡El beso, además — de la que no se los daba a los de aquí —, a un forastero... a un hombre listo quizá, que sabe Dios cuánto rogaría para lograrlo y que ni aun podría perjudicarla, si falta fuese, blasonando el agraciado de ello a cien leguas de distancia...

Athenógenes menudeó la necesidad de ir desde el Casino hasta la fonda y viceversa. Emeria le sonreía, le sonreía... y le esperaba siempre im un balcón... Y tanto a ella obedecía esta movilidad del juez como a su asco de oír barbarizar, acerca de Margot, en la célebre tertulia del Casino.

Cada día once resurgía Margot en actualidad con motivo de llevarle todos la cuenta de los meses de embarazo. Entraba en el octavo. Se bromeaba de esto. Convertida la piedad en bruto escarnio, hubo quien puso en duda que una mujer impasible pueda quedarse embarazada. Y desmayada, menos. Se recordó que el Trianero era buen mozo, y se recordó que les había gustado en retrato a las muchachas, Margot inclusive! ¡Oh, Margot, Margot, quién hubiera de decirlo!... ¿no podría ser que, ya sin otro remedio que sufrirle aquella noche, el susto se le hubiese trocado en alegría por un momento? ¡Ah, Margot, Margot! — tuvo también que lamentar su ex novio saliendo por librarse de tanta estupidez... Y esta tarde, justamente, junto a la esquina de Emeria, se encontró a Segundo, que le esperaba y quería hablarle. Fueron por el faetón y salieron. El infeliz celoso llegó al fondo de la cuestión en seguida. Primero, ruegos; después, sombras de amenaza con el fin de que se le dejase a Emeria en paz y que el bello juez supo contener más que bravamente. Por último, replegado Jaime, en vista de esto, a su humildad, le declaró al amigo que Emeria estaba, por los secretos de marras, comprometida a casarse con él: «sus favores habían llegado hasta dejarle entrarla una mano en los pechos...»

— ¡Áaah! — recibió Athenógenes pasmado, en verdadera alarma. Pero ambos por la noche separáronse sin que hubiese logrado el infeliz más que esa exclamación. Al día siguiente el juez tenía resueltas de un modo favorable para Emeria sus nuevas dudas, porque por más que Jaime no mintiese y aunque residiera en el alma más que en el cuerpo mismo de una mujer su pureza, bastaba el hecho de haber esta Emeria sabido mantenerse entre los peligros de su ventana y sus novios sin ceder a cosas graves, a cosas de las verdaderamente irreparables, para acreditarse de pura, para seguir manteniendo incólume su honor. Si el que trató de calumniarla o de venderla le dijo al rival sus secretos por presentársela indigna, no se fijó el pobrecillo en que así mejor la defendía y la ponderaba.

¿Qué mejor prueba de ello que quererla él para casarse? ¿Se iba a casar con una indecorosa? ¿No se casarían con ella a escape Teodoro, y hasta Marcial, enamorado y todo de Margot, y que antes que aceptar a esta desdichada dejaría que le matasen? ¿No era ella, Emeria, en fin, la que dejaba a los novios?

Cogió un papel, lo perfumó y le escribió una declaración sentidísima — ya que la escarmentada lista, por si acaso, ni se dejaba ver por él en los paseos y en las tertulias.

El alguacil que llevó la carta, trajo al cuarto de hora una respuesta tan breve como terrible, como cruel: Emeria le despreciaba en cuatro líneas; pero ¡con esa ferocidad de la alegría de una venganza que no admite discusiones!

Y Athenógenes, con la misiva ante los ojos, y cual si oyese ya en el pueblo la general carcajada — ¡oh, si conocía algo a las mujeres! — comprendió que también él, meses antes con Emeria, incurrió en lo irreparable.

En su fría desolación quedaban dudas, confusiones solamente.

Emeria, ¿era perversa?

¿Era honrada?

¿Podía a un tiempo una mujer ser honrada y perversa?

¿Era tan noble, tan buena como Margot?

¿Podía ser menos buena como Margot y más digna que Margot?

¿Podía ser un ángel Margot y al propio tiempo indigna? ¿Dónde radicaba, pues, y qué era el honor de las mujeres?

Las dudas, las confusiones, le componían un problema de tal modo colosal, abrumador, que probablemente engendrarían en él, si había de resolverlo, un gran filósofo.


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Un día se supo en la ciudad que dos especialistas de Madrid, pagados a peso de oro, habían llegado para cuidar a Margot en su próximo alumbramiento.

Y por la tarde se supo que había recibido Rivadalta un telegrama de un ministro, que decía:

«Tengo triste satisfacción participarle que, denegado indulto que obispo y pueblo de Córdoba solicitaron favor bandidos, mañana serán ejecutados.»

Las gentes se estremecían de horror.

Tal vez cuando estuviese naciendo el hijo, su padre estuviese echando la negra lengua en la horca.