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Lo irreparable (Trigo)/VII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
VII


Cansado el doctor Pardo (el viejo y bondadoso doctor de la familia) de recetarle a Margot antiespasmódica y bromuro, cansados los padres de ella de no ver en cuatro meses ningún alivio en la insomne, en la perpetua aterrada, habían resuelto llamar a un célebre especialista de enfermedades nerviosas madrileño, y éste acababa de dejar el coche que fué por él a la estación.

Rivadalta le recibió en el despacho, donde ya estaba Pardo agualdándole también. Quiso, no menos que a Pardo en idéntica ocasión, informarle previamente, y expresó, con la digna e impávida franqueza que exigían su afrentoso infortunio y el mal de su pobre Margarita:

— Doctor, recordará que asaltó mi casa de campo el Trianero. La impresión nuestra fué tremenda; pero, sobre todo, en mi hija. En los periódicos leería usted que uno de los asesinos la ultrajó..., y es cierto, por desgracia. No podría el infierno mismo haber juntado más horrores contra una niña, y pienso que basten para determinar lesiones graves orgánicas en el sistema nervioso más fuerte. Fíjese en la enferma. Aquí Pardo, que nos quiere, y a quien por tal razón acaso ciega el optimismo, obstínase en creer en los efectos de un gran susto, que, al cabo, hubieran de pasar; mi hija, sin embargo, naturaleza enérgica, capaz de haber ido reponiéndose de un trastorno funcional, se va agotando poco a poco. Debe de haber más que neurosis, más que un simple abatimiento moral de tan pertinaces consecuencias, aun con ser tan hondo el motivo. Degeneraciones medulares..., principio de tabes..., melancolía..., ¡algo!... Pasen a verla.

— ¡Oh, bah, bah! — rechazó afable el buen Pardo, guiando al compañero —. ¡Visiones, señor de Rivadalta!

Pasillo adelante, admiraba la exacta fe de informador escrupuloso con que el gran senador les decía a los médicos el percance de su hija, como si omitiéndolo temiera que no bastase a explicar cualquier neuropatía el solo horror por los ladrones y asesinos. Además, hoy, escuchándoselo otra vez, acababa de sufrir una inquietud. Una inquietud, en verdad, que relacionaba de improviso con el abultamiento de vientre que iba notándosele a la joven... ¿Embarazo?... ¡Ah, y él que ni siquiera pensó en una contingencia tan posible! ¡El, que de tan absurda la idea de que la Naturaleza dejase germinar una vida en un ángel por el monstruoso crimen de un bandido..., ni remotamente habríala sentido cruzar por su mente!... Y aquí, ya al pie de la salita en donde Margot y su madre esperaban, detuvo al famoso especialista y le previno, por si acaso, curando él propio su reputación en salud.

— Compañero, tengo para mí que la pobre niña ésta quedó encinta..., ¡de seguro! Tan horrible lo encuentro, que no he querido reconocerla ni indicárselo a los padres.

Entraron.

Quince minutos después, al padre, en el despacho, dejábanle firme el diagnóstico: «Estado de gestación».

Le consternó la noticia. Le anonadó. Le sorprendió — más aún que al médico al sospecharla rato antes — como una cosa real..., bien real, puesto que ambos la afirmaban en nombre de la ciencia...; pero absolutamente incomprensible... No movió ni un músculo de su faz, hombre que sabía guardarse dentro sus íntimas batallas. Le dió al ilustre neurópata mil duros, le dejó irse a una fonda y en cuanto estuvo solo abrumóse en el sillón y lloró...; lloró como lloran los hombres las catástrofes inmensas..., las desdichas insondables.

Su esposa le encontró llorando. Venía a saber el juicio del doctor..., y él se lo dijo en crudo, en un solo sollozo de llama viva de dolores, que le evaporó las lágrimas. Quedaba en sofocación de insensatez, y fué la infeliz doña María quien se llevó suavemente el pañuelo a los ojos para continuar un llanto de silencio. — ¡Sí! — dijo después —. ¡Me lo figuraba! ¡Nos lo figuramos..., también ella! No había querido decirte mis temores por ahorrarte tanta pena horrible..., inútil si no hubiese sido al fin verdad!

Mirábanse como en el fondo de un abismo de desgracia y de ignominia, y, sin hablar, transmitíanse su seco horror mutuamente. Era, en el lujo del despacho, la impresión de aislados, de contaminados, de condenados para siempre por una lúgubre fatalidad... Era... ¡su hija... madre de engendro de una bestia del infierno! Eran... ¡ellos dos... abuelos de un hijo de ladrón, de asesino..., de un hijo de la horca!... ¡Era el pus de toda la infamia y la vileza mezclándose a la sangre de honor y del limpio orgullo para dar una flor híbrida, fatídica, maldita!

— ¡Déjame, Mary, te lo ruego! — pidió últimamente el marido —. ¡Yo tengo que pensar!

Partió ella como una sombra, y él detrás cerró con cerrojillos y llaves las cinco puertas de la biblioteca y el despacho, donde quería entregarse a una meditación que no turbara, a ser posible, ni su recuerdo del mundo.

A las cinco de la tarde volvió a abrir e hizo llamar al viejo médico, en cuya amistad y rectitud confiaba.

Su plan era un plan de dudas solamente.

El doctor Pardo llegó alarmado por la urgencia, y el grave prócer, cerrando por dentro otra vez, hízole ocupar una butaca. Sentóse en otra y preguntó:

— Don Vicente, en este caso, ¿qué se le ocurre que hagamos?

Comprendió el médico que no se le pedían ahora opiniones terapéuticas, sino reglas de conducta general..., de índole moral acaso, y él, que, preocupadísimo también, habíale dado cien vueltas al problema, se alegró de poder formularle al noble y respetable amigo sus consejos:

— Señor Rivadalta..., yo, puesto en su lugar y aprovechando la consulta de hoy, que no ha dejado de despertar curiosidad, pues las gentes se interesan por ustedes, haría que los criados se enterasen de la verdadera situación de Margarita. Nada de reservas. Ellos lo propalarían por la ciudad, y lo que, de otro modo, con una larga ausencia de ustedes, por ejemplo, pudiese tomar, de descubrirse, visos de misterio peligroso (¡porque quién va a quitarle su torpeza a la malicia!), tomaría la forma de una respetuosa y franca piedad hacia el infortunio. El viaje, sí, inmediatamente después que las gentes vean que no se les ha ocultado lo que pasa: a Niza o a Suiza, a un país lejano, donde la enferma encontrase aire y libertad, olvido de este ambiente sobre todo, y en el que, además, podría quedarse a vivir definitivamente con su familia... Esto, en mi parecer, traeríales la ventaja...

— No es eso, don Vicente — le atajó con su reposo digno el senador —; por cuanto respecta al estado de mi hija, y no obstante aquella rectificación en los periódicos (pues si bien no hay por qué ocultarles su desgracia a aquellos que deban saberla o que la sepan buenamente, no hay tampoco por qué darle un cuarto al pregonero), desde luego, yo mismo ruego a usted que a quienes le pregunten por ella les diga la verdad. Pero..., no es eso lo que quiero consultarle. Es... que sobre tal verdad queda la aún más triste, a plazo bien cercano, del hijo de un bandido, de un asesino que ya está esperando al verdugo..., en la casa mía, en mi hogar..., en el recuerdo horrible e imborrable de mi pobre hija, aunque lo ausentásemos de ella para siempre, sin que contra una tortura así valga trasladarse al otro extremo de la tierra..., y yo digo: si lo que el ángel de mi vida tiene en sus entrañas no es un ser, sino la ponzoña de un crimen..., ¿hasta qué punto, don Vicente, los respetos sociales y legales de su ciencia debieran impedirle extraer esa ponzoña?

— ¡El aborto! — clamó, contrariado, el doctor, tocado, sin embargo, por el razonamiento poderoso.

— Sí — dijo Rivadalta —, llámele quirúrgicamente como quiera. ¡El aborto! Usted considérelo desde su deber profesional, y vea si, incluso antes y después, pudiera, a placerle así, publicarlo en todas partes..., porque, en cuanto a mí, lo conceptúa tan sólo como una operación por mordedura de serpiente, y de la cual me importa únicamente conocer los riesgos.

Arduo el problema para el buen doctor, que sudaba, no habituado a conflictos mentales de esta especie, vió su áncora de salvación en la que el mismo dialéctico terrible con «los riesgos» le tendía.

Sacó el pañuelo, limpió las gafas, volvió a ponérselas y manifestó:

— Señor de Rivadalta, si he de hablarle con franqueza, no le negaré que creo también que su hija, en trance tan horrendo y singular, probablemente constituye un caso de intervención que aprobarían las Academias. En efecto, si por salvar la vida de la madre en pulmonías, en cardiopatías, en los tifus, en simples tumores pelvianos que impidiesen salir a la criatura, los médicos estamos autorizados y obligados a provocar el aborto, no menos atendible resulta librar a una inocente del fruto de una infamia. ¿Qué más tumor para impedir que nazca esa criatura que su mismo padre y el crimen que la engendró?... Esto es evidente; pero debemos convenir, amigo mío, en que estamos ante un problema magno, nuevo, cuya propia horrible absurdidad, imposible casi de prever ni de sospechar siquiera, le había dejado fuera de los cálculos médico-juristas; debemos reconocer asimismo que su delicada condición tendría que hacerlo objeto de complejísimas consultas, no ya individualmente a compañeros míos de gran autoridad, quienes habrían de encontrarse tan atados como yo, sino a científicas corporaciones de renombre y de prestigio, y hasta quizá a los teólogos y al Papa, por lo que de metafísico el asunto encierra sobre sí en el nuevo ser deben ser Dios o los hombres los que juzguen y castiguen culpas de su padre..., y, convenido esto, señor de Rivadalta, añadirle todavía los riesgos de la material intervención. ¡Ah, los riesgos! ¡Espantosos! Cuanto se habla de suaves medios eficaces es mentira, y, drogas aparte, queda la operación, con su feroz mortalidad de ochenta y cinco por ciento... Fíjese en que por algo la ciencia la reserva para casos de gravedad desesperada. Con ella se juega siempre el todo por el todo..., y no creo que Margarita, no creo que usted, su mismo padre, esté en la situación de tener que reprocharse el cerrar acaso con la muerte la hazaña que empezó un desalmado.

Callóse el médico, satisfecho de su serena lógica y de su elocuencia, mayores de lo que él pensó, y aun sobradas para oponerse a lo que el noble senador hubo arrancado de sus desesperaciones, y éste no necesitó escucharle más; le despedía, dándole las gracias.

Llamó inmediatamente Rivadalta a su mujer y le planteó la definitiva conducta en estos términos:

— El doctor Pardo acaba de salir. Aconseja, por higiene, que llevemos al campo a Margarita. Esto, como médico. Como amigo, y reflejando sin duda la que será opinión general dentro de poco, piensa que nos puede convenir marcharnos de este pueblo para siempre. Le parece bien Niza, Italia..., el extranjero. A mí, absolutamente todo ello me parece mal. Le he propuesto el aborto, y, moral y técnicamente, lo rechaza. Pienso que harían lo mismo cuantos honrados doctores consultásemos, y son ellos, en suma, los únicos que podrían librar a mi deseo, a tu deseo quizá, formalmente peligroso, además, para nuestra hija, de la crueldad de haber querido corregir con un crimen otro crimen. Pero como nuestra ausencia de aquí con cualquier motivo habría de ser ocasionada a hacer pensar que hubiéramos logrado por malos medios lo que por los correctos y legales se nos niega; como nuestro definitivo traslado haría creer, y más cuanto más lo efectuásemos a lejanas tierras, que nos guiaba el pensamiento de buscarle un honorable marido a Margot, ocultando su desgracia..., aquí nos quedaremos, aquí nacerá el ser infortunado y él será, carne, por mitad, al fin, de nuestra carne, el que sea llevado inmediatamente al extranjero..., a una pensión, a un colegio, en donde, sí, lejos de nosotros y hasta de saber jamás siquiera que existimos, crezca y lo eduquen y puedan lanzarlo a la vida libre de económicas miserias. ¡Supongo, Mary mía, que tú apruebas este plan!

La noble dama, que tenía blancas platas en el pelo desde hacía unos meses, abrió los brazos, recibió los de él y lloraron juntos..., mucho tiempo, de pie, temblando..., temblando de recíproca piedad en la resignación con su desgracia.

Luego, juntos también, fueron a ver a la pobre Margarita.

La noble dama preveníale a su marido que, por caridad, aunque el bien hubiera poco de durarle, ella le había ocultado a la infeliz el juicio de los médicos... ¿A qué tan pronto confirmarla su vergüenza nueva y su eterna condenación a la tortura?