Lo prohibido: 08

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Lo prohibido : VIII
de Benito Pérez Galdós
Cuando bajábamos, Eloísa me dijo: «¿Vas a venir a acompañarme?». En el tono con que esto fue dicho, conocí su deseo de que no la acompañara. Yo tampoco tenía intención de hacerlo. Aquel recelo de no aparecer juntos en público al mismo tiempo nos acometía a entrambos, revelando, no sólo la conformidad, sino también la poca rectitud de nuestros pensamientos. Ella entró en su coche y fue a la calle del Olmo; yo me bajé a pie a la Castellana para dar una vuelta. Volví a la casa al anochecer, y a poco sentí llegar el carruaje de mi prima. Obedeciendo a instintivo movimiento y a una curiosidad tonta, salí a mi puerta. Tuve el pueril antojo de atisbar por el ventanillo para verla subir sin que ella me viese. Siéndome fácil hablar con ella a todas horas, ¿qué significaba aquel acecho? Nada más que el ansia del misterio, la necesidad de poner en mi pasión la sal del incidente. Aquel mirar furtivo por la rejilla de cobre era ya un paso interesante y que rompía los términos rutinarios de la vida formal para ponernos en la esfera de las travesuras, más sabrosas cuanto más anormales... La vi subir. Noté que al pasar por mi puerta la miró como deseando que estuviese abierta o que el azar le proporcionase un pretexto para colarse dentro. El lacayo subía tras ella con un montón de paquetes de compras.
Nos vimos aquella noche en su casa. Hablé con todo el mundo menos con ella. Ambos temíamos dar a conocer nuestra conciencia, no turbada aún más que por pensamientos. Presagiábamos las peligrosas resultas de ellos, mas no se nos ocurría extirparlos, sino simplemente evitar que nos salieran a la cara. Con Carrillo, que había cogido un pasmo, hablé de todas las clases de constipaciones posibles; describí el proceso patológico de los míos y de los de mi padre, y mi tía Pilar vino en buena hora a dar nuevos horizontes a mi erudición con preciosos datos catarrales referentes a otras personas de la familia. Hicimos luego una ensalada inglesa. Hablé de los whigs y los torys, de la reforma electoral de 1834, del Habeas corpus, de la liga de Manchester y del bill de cereales. Sir Roberto Peel quedó hecho trizas de tanto como le manoseamos Carrillo y yo, y no salieron mejor librados lord Chatam, Cobden, Russell, Palmerston y los modernos Disraeli y Gladstone. Nos volvíamos ingleses sin saberlo, y esto precisamente cuando mi sangre andaluza, y la savia paterna, oscurecía y anonadaba en mí lo que yo había recibido del ser británico de mi madre.
Cuando me retiré, despedime de todos menos de Eloísa, que al verme en pie se marchó al cuarto de su hijo. Y me la llevaba conmigo a mi casa, in mente, la robaba, como hacía mi tío Serafín con las baratijas de su gusto; y me la guardaba en mi corazón, como en un bolsillo, reducida a impalpable esencia, cuando no la subía al entrecejo para darle allí vida febril, haciéndola compañera de mis soledades. Las noches de insomnio, las madrugadas de inquieto sueño, los días tristes alambicaban mi querencia poniéndome en estado de hacer tonterías de mozalbete si se hubiera presentado ocasión de ello. No las hice, porque Dios no quiso. Pero estaba dispuesto a todo, hasta a volverme romántico y wertheriano, a pesar de que los tiempos son tan poco propicios para que un hombre se ponga en semejante estado.
Una tarde del mes de Marzo nos encontramos casualmente en la calle. Ambos nos turbamos. Nos veíamos diariamente en la casa, sin experimentar turbación, y en la calle, solos, al darnos las manos, parecía que temblábamos por tal encuentro y que habríamos deseado evitarlo. Iba yo hacia el Banco de España, ella a casa de una amiga. Nos separamos. Sin darnos cuenta de ello, por medio de una sencilla pregunta semejante a esas que se hacen por decir algo, y de una respuesta más sencilla aún, nos dimos cita para aquella tarde en la casa de la calle del Olmo. Vinieron los sucesos impensada y tontamente, con ese canon fatal que equipara en el orden de la realidad las cosas más triviales a las más graves y de más peligrosa trascendencia. Las cuatro serían cuando entré en la casa. No había nadie de la familia más que Eloísa. No tuve que llamar. La puerta estaba abierta, y un operario arreglaba la entrada del gas. Sentí martilleo en las habitaciones interiores, y al pasar junto a una puerta, oí la conversación de unas mujeres que, sentadas en el suelo, estaban cosiendo alfombras. Pareciome que yo me introducía invisible, como el gas, pasando por escondidos, angostos y callados tubos.
Avancé. Bien sabía yo adónde iba. Tan seguro estaba de encontrarla como de la luz del día. Después de atravesar dos salones, vi a Eloísa de espaldas. Estaba repasando una colección de estampas puestas en voluminosa carpeta. Acerqueme a ella de puntillas; mas aún no estaba a dos pasos de su hermosa figura, cuando sin volverse dijo esto: «Sí, ya te siento; no creas que me asustas...».
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