Los Ayacuchos/10

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De la señora de Maltrana a Pilar de Loaysa


La Bastida, Diciembre.

Aún estamos aquí, mi adorada Pilar: ni Juan Antonio ni yo nos decidimos a volver a nuestra casa de Villarcayo, mientras no se amortigüe este dolor inmenso. Cuatro meses ha que perdí a mi hija, y aún me parece que fue ayer, y que la casa está llena del terror, de las angustias de aquella muerte; la idea sola de entrar en ella me hace temblar. Tú no sabes lo que es esto. A Dios gracias, los niños se defienden bien del crudo invierno. Esta casa de La Bastida, aunque de pocas anchuras, nos ofrece la ventaja de su abrigo seguro y de su situación risueña en medio del campo poblado de vides, poco húmedo, con llanadas sin fin donde pasear. Los alimentos son superiores, las aguas purísimas, el clima mucho más dulce que en Villarcayo, lo que nos mueve a permanecer aquí todo el invierno, y no me pesa, no sólo porque nos sentimos más distantes de nuestro dolor, sino porque veo a Juan Antonio muy entretenido en el cuidado y mejora de las tierras que poseemos en La Bastida y en San Vicente.

De mi padre sólo puedo decirte que se mantiene acartonadito; come y duerme, y no pierde ocasión de asegurar que ha decidido no morirse todavía; pero ya no es aquel D. Beltrán tan ameno y señoril, que fue el encanto de tres generaciones: su palabra tropieza cuando quiere usarla demasiado, y de su inteligencia, que rápidamente se amortigua, no brotan ya los destellos que nos causaban tanta admiración. Pásase largas horas sentadito en su poltrona, se hace leer alguno de los papeles públicos que llegan acá, dormita cuando los chicos le dejan solo, y en más de una ocasión le he sorprendido rezando quedamente, cosa nueva en él, pues nunca fue hombre de grandes ni pequeñas devociones; pero ello es hoy muy natural, y demuestra no sólo que Dios le llama, sino que él le oye y quiere acabar santamente sus trabajados años.

No necesito deciros cuánto se acuerda de vosotros; no cesa de nombraros; en la mesa, o jugando con los chicos, o de paseo, le oímos a cada instante: «¿Qué diría Pilar de esto? ¿Qué haría Fernando si tal viese?» Os quiere con delirio. Bien le conozco que tiene rabiosas ganas de irse con vosotros; pero su vejez le ha hecho tímido y ya no manifiesta sus deseos. Yo le proporcionaría este gusto, que es sin duda el último aliento de una vida caprichosa, ávida de los placeres sociales; pero no me atrevo a mandárosle allá, ni aun con buena escolta de criados. El pobrecito no está ya para tales trotes. Podría quedársenos en el camino.

Y voy al asunto magno, Pilarica de mi alma. Novedades muchas y gratas tengo que contarte. La primera visita de las niñas de Castro fue de pura etiqueta de duelo, y nada pudimos hablar. Como estamos tan cerca, fuimos a La Guardia Juan Antonio y yo a pagarles la visita, y tampoco pude meter baza, por estar las damiselas en plena cautividad de Doña María Tirgo y de las de Álava, que de ellas no se apartaban un momento. Dios dispuso luego las cosas para nuestra satisfacción y gusto: lo primero que hizo fue agravar los achaquillos reumáticos de la Tirgo para que no pudiera moverse ni acompañar a las niñas en sus viajatas por estas tierras; y hecho esto, inspiró a Demetria y a su hermana la feliz idea de llegarse acá una tarde, con lo que vi el cielo abierto.

Llegaron las niñas el viernes de la semana pasada en un lindo coche que tienen ahora para pasear, y como yo les manifestara mi sorpresa, no inferior al gusto que me daban, Demetria me dijo: «Me moría de ganas de hablar con usted, Valvanera, y si no me engaña el corazón, también usted tiene ganitas de hablarme...». Ganitas rabiosas -le contesté-: como que habíamos tramado ya Juan Antonio y yo tomaros por asalto el mejor día».

Encargada Pepilla de entretenerme a Gracia todo el tiempo que yo necesitara para explicarme con la hermana mayor, cogí a ésta por mi cuenta, nos encerramos, y allí fue el derroche de confidencias y sinceridades que voy a referirte. Ya era tiempo, ¿verdad?

Déjame que tome respiro, que no puedo escribir muy largo; me sofoco; paréceme que hablo todo lo que escribo, y me falta el aliento. Para contarte lo que hablamos Demetria y yo, parte aquel día, parte el lunes en Samaniego, punto concertado para pagarles la visita, tengo que emborronar lo menos seis pliegos. Empiezo por decirte que con tantas penas la joven sin par no ha perdido nada de su belleza grave, que crece y brilla más cuanto más se la mira. En el tiempo transcurrido desde la muerte de su padre, la entereza, don primero de esta singular niña, se ha fortalecido con los sinsabores de la terrible lucha con su familia y los Idiáquez... En broma, en broma, tu presunta nuera anda ya en los veintiséis años, cifra que nos induce a no perder más tiempo, y que nos da la explicación de que haya roto el papel que viene sosteniendo, harto enojoso y duro de representar a estas alturas. La pobrecilla oye dentro de sí las voces que le dan sus veintiséis años, juntamente con el bullicio de la naturaleza y los clamores revolucionarios de la juventud que reclama su fuero. Ha llegado el momento crítico de su voluntad, que ya no quiere ser esclava, sino señora, cosa muy natural, y darse el gobierno de sus propias acciones.

Sábado.

Mira, Pilarica, lo que se me ha ocurrido: en ello verás la explicación de haber tardado ocho días en referirte todas estas cosas, que parecerían un buen trozo de novela sentimental si no fueran la verdad misma. Escribilo de primera intención todo seguido, poniendo en forma narrativa los conceptos que Demetria y yo nos decíamos, mezclados con las observaciones que se me iban ocurriendo. Pero leído por Juan Antonio mi cartapacio, encontrolo pesado y oscuro, y no fue preciso más para que mi lastimado amor propio de historiadora me inspirara la idea de darle forma distinta, en lo que se me fueron los días con sus primas noches. He pensado que resultará mayor claridad para la lectora presentándole la copia de estas largas conferencias en disposición semejante a la de un catecismo, con preguntas y respuestas, que hacen imposible toda confusión. Verás lo que digo, metiéndole a la niña los dedos en la boca, y lo que ella con sereno juicio y corazón henchido de nobles sentimientos me responde. A su tiempo sabré si me he lucido con mi catecismo, o si ello es una extravagancia de que tú y Fernando os reiréis a costa mía. No me importa, con tal que te enteres bien. Allá voy.


PREGUNTA MÍA.- Lo primero que tienes que explicarme, querida, es lo que pasó entre vosotros, tú y Fernando, cuando éste, después del Convenio de Vergara, te escribió por sugestión de su madre una carta muy afectuosa, diciéndote que se acordaba mucho de ti, y otras cosillas dulces y discretas. Era natural que fuese él quien primero se insinuase. Esperábamos que de esta correspondencia saliera lo que nosotros deseábamos, y tú también, por lo que ahora me dices. No podía Fernando espetarte una declaración a boca de jarro: necesitaba explorar antes tus sentimientos... Tres cartas de él cruzáronse con dos tuyas. ¿Qué razón hubo para que este correo se suspendiese bruscamente, y para que tu carta postrera fuese la misma frialdad y como un delicado aviso de ruptura?


RESPUESTA DE ELLA.- ¡Ay! no fueron tres las cartas suyas, sino dos; si en efecto escribió esa tercera carta, y verdad debe de ser cuando usted lo afirma, yo no la recibí, puede creérmelo. No debe sorprendernos esta falta, porque precisamente en aquellos días los de Cintruénigo apretaban las clavijas, queriendo vencerme, ya con los halagos, ya con el miedo; mi tía, absolutamente a devoción de ellos, pretendía secuestrarme la voluntad, el pensamiento y hasta la respiración. No nos asombremos de que Doña María, en un arrebato de celo, retuviese en su poder la carta que para mí llegaba. La enfurecía mi correspondencia con D. Fernando, y siempre que me encontraba con la pluma en la mano, teníamos un disgusto. En cuanto a la frialdad de mi segunda carta, la explicaré por una de esas tonterías que hacemos las mujeres, engañadas del falso arte de amor que hemos aprendido en los libros. Se me puso entre ceja y ceja que debía emplear el jueguecito del desdén con el desdén, y ya ve usted qué mal me salió el meterme en tales dibujos. Escribí la carta fría, creyendo que él la contestaría con otra muy fogosa; la carta de él no pareció... creí que no quería más cuentas conmigo. Lo que padecí en largos meses, después de aquella fecha, sólo Dios puede saberlo... Aprendí entonces que en los casos graves de la vida, los disimulos y las comedias no traen nada bueno, y que siempre debemos proceder con rectitud, expresando lo que pensamos, y no desfigurando con artificios de mujeres vanas la verdad que sale de nuestro corazón.


PREGUNTO YO.- ¿Y cómo, hija mía, no se te ocurrió poner en práctica la sabia regla que acabas de exponer? ¿Por qué no expresaste en tu segunda carta la verdad de tus sentimientos?


RESPONDE ELLA.- Fíjese usted bien, Valvanera: era la situación mía muy distinta de la de D. Fernando. Yo no había querido a hombre ninguno antes de conocerle y tratarle, en el terrible tránsito de Oñate a mi tierra por los altos de Aránzazu... Para mí fue D. Fernando desde aquellos días, más que un hombre, un ángel, un caballero bajado de los cielos... Yo le quería... lo diré todo claro, pues usted así lo desea... yo le quería, y considerándome indigna de juntar para siempre mi existencia con la suya, me consolaba queriéndole a mi modo, sola conmigo y con las imágenes de él, que no me dejaban despierta ni en sueños... Pues bien: si yo no había tenido jamás ningún amor más que el de que estoy hablando, él amaba, bien lo sabe usted, a otra mujer... Y aunque es público y notorio que esta mujer le había dado unas grandes calabazas, él no renunció a ella, y el año 38, cuando fue a Miranda, revolvía la tierra por encontrarla, y ella por otro lado corría en busca suya, no sé si cuerda o loca... Después oí contar que el señor de Calpena anduvo por tierras de Vizcaya y Guipúzcoa disfrazado de trajinante, negociando secretamente con Maroto las condiciones del Convenio. Dijéronme que Zoilo Arratia, el maridillo de Aura, se había dejado los huesos en Peñacerrada... La noticia vino de Cintruénigo, con indicaciones de que los amantes de Madrid, los separados en Bilbao por inconstancia o traición, se encontraban de nuevo, y libres ambos, hacían paces duraderas... Verdad que todo esto fue desmentido por ustedes; pero cuando D. Fernando me escribió, después del abrazo de Vergara, no me constaba de una manera cierta que su pasión por la de Madrid fuese una hoguera totalmente apagada... Ha dicho usted que D. Fernando no podía empezar su correspondencia con una declaración, ni menos con propuesta de matrimonio. Pues menos podía yo hacerlo. Su carta era muy afectuosa, revelaba una gran estimación de mí; pero esto no me satisfacía. Digan ustedes lo que quieran, en mi primera respuesta le abrí camino para que se declarara. Él, la verdad, estuvo a dos deditos de la declaración. Tuve yo la ridícula idea de coquetear, como antes he dicho, y todo lo eché a perder. Crea usted que la falta de libertad, la horrorosa imposición de mis tíos son la causa de que todo ello no se decidiera en pocos días, pues si me dejan, yo habría traído a mis pies al caballero y le habría hecho confesar lo que ahora confiesa y reconoce, y es que si para Demetria no hay más hombres que él, para Don Fernando no hay otra mujer que yo. Las cosas claras.


HABLO YO.- Bien, niña mía. Así se expresa una mujer de corazón y de virtud inmaculada. Cuéntame ahora las peripecias de esas terribles luchas que has tenido que sostener con tus tíos. Durante el año 40 no cesaban de llegar a nosotros noticias de concordia entre las castellanas de Castro-Amézaga y el castellano de Idiáquez, y la insistencia de estos rumores les daba tal verosimilitud, que perdimos toda esperanza. A principios del 41, hallándose Rodrigo en Madrid, como diputado en las Cortes que eligieron Regente a Espartero (y él fue de los que dieron voto contrario), anunció a sus conocimientos que antes de primavera se casaba contigo. Luego vino el notición de que te metías monja. Explícame todo esto en breves palabras.


HABLA ELLA.- No tiene usted ni idea de mis padecimientos en esos dos años: fueron tales, que pienso que ellos solos me bastarían para ganar la gloria eterna. Los de Cintruénigo, después de abrumarme con cartas de amor, alambicadas y fastidiosas, me abrumaban con regalos. Admitirlos no quería yo; pero mis tíos me cortaban la voluntad. Vino Doña María Tirgo con una corte de clérigos y hasta con el Obispo de Calahorra... Por cierto que en aquellos días parecía mi casa el Vaticano: no se veían más que sacerdotes elegantes, que gastaban rapé oloroso y hablaban latín fino; Doña María echábame homilías semejantes a las de los misterios gozosos y dolorosos; me aseguraba en todas ellas que se moriría de pena si no le daba yo el gusto de ser su hija. Todo el clero que a la de Idiáquez acompañaba no tenía más que una voz para prometerme la bienaventuranza eterna si me casaba con D. Rodrigo, y ella ponía el remate a la tentación diciéndome que era muy poco lustre para mí el título de Marquesa, que Rodrigo se proponía obtenerlo de mayor resonancia, y que él y yo ceñiríamos corona ducal. Figúrese usted lo que me importan a mí títulos ni relumbrones. Dijo también que a Rodriguito le habían prometido los moderados hacerle ministro en cuanto los perros cambiaran de collar y echáramos al Regente, y qué sé yo qué más... ¡Dios mío, qué de cosas me han dicho, y qué valor y constancia he necesitado para mantenerme en mis trece!... Llegó después el Marquesito transformado de ropa, pues ya recordará usted que de sus primeros viajes a Madrid volvía siempre vestido con tres modas de atraso, revelando en su facha la miseria que no podía desechar de su alma. Alguien debió de advertirle que nada es tan necesario a un galán pretendiente como el revestirse de formas elegantes, según el estilo que viene de París. Traía muchos y variados levitones y levitines, y creía conquistarme mudándose de traje por la mañana, otra vez al mediodía, y luego por tarde y noche. Me daba fatiga ver a un hombre que no hace más que vestirse y desnudarse cuatro veces en la brevedad de un día... Bien comprende usted que con esto me convencieron menos que con las coronas ducales y marquesiles. Mi tía ponderaba la elegancia de Rodrigo, y yo, aburrida ya y deseando morirme, hacía lo propio, a ver si así lograba que el galán y su madre salieran con viento fresco y me dejasen tranquila. De aquí nació la falsa idea de que yo cedía, y empezaron a correr voces de avenencia... Como Doña María, reforzada con las de Álava, pretendiese un día arrancarme declaración de consentimiento, me planté, soltando los registros más fuertes de la entereza que Dios me ha dado, y les dije que en todo haría el gusto a mis amados tíos, menos en casarme con un hombre que no inspiraba ningún amor. Fuese del seguro mi tía, y acabamos la función ella y yo, no con voces airadas, que eso no está en nuestra condición, sino echándonos a llorar como Magdalenas. Mi tío también lloraba, y a Gracia le dio un síncope que nos puso en gran alarma.

Al fin pronuncié yo la sentencia que me dictaba mi voluntad. De una vez para siempre declaré que no me casaría con D. Rodrigo, aunque me le trajesen encasquillado en oro, con perlas y brillantes; que no queriendo contrariar a mi familia ni acceder tampoco a pretensiones que ofendían mis sentimientos, me consagraba al servicio de Dios; que no me casaba, vamos, ni ahora ni nunca... Vuelta a llorar mi tía; Gracia pierde otra vez el sentido, y mi tío cae a mis pies y me los besa diciéndome que soy un ángel...


YO.- Pero no un ángel cualquiera, sino un ángel heroico, de la mejor y más sublime casta. Déjame que te abrace y te dé mil besos, y aun así no expreso toda la admiración que me causa tu firmeza de voluntad.


ELLA.- (Besándome con efusión y derramando un llanto dulce entre risas patéticas, estallido de un corazón que ya no sabe ni puede contener el brote descompasado de sus afectos.) Lo que yo he padecido por mantenerme firme en esta guerra, y para no dejarme conquistar, no puede usted figurárselo... ni nadie lo entiende más que Dios. D. Fernando quizás lo comprenda si, como usted dice, de veras me ama. Bien puede agradecerme ese pillo la resistencia que he tenido que sacar de esta pobre alma mía y lo que me ha costado el guardarme para él... Yo me guardaba y esperaba... hasta el fin del mundo.