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Los Ayacuchos/9

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De D. Fernando Calpena a D. Mariano Díaz de Centurión


Sitges, Diciembre.

Señor mío y amigo: La delicada salud de mi madre, que en el presente invierno ha redoblado mi inquietud, es el único motivo de mi permanencia en Cataluña, motivo que basta y sobra para que aquí nos plantemos, ella porque se encuentra en la costa de Levante mejor que en parte alguna, yo porque no quiero ni debo separarme de su lado, y no estoy bien sino donde ella está. Buscando un retiro sosegado, ameno, de alegres horizontes por mar y por tierra, de ambiente puro, de vecindario sencillo y poco bullanguero, he creído encontrarlo en esta preciosa villa de Sitges, situada como a siete leguas al Sur de Barcelona, en la misma orillita del Mediterráneo. El mar es azul, la villa blanca, toda blanca; mirada de lejos, como un nido de palomas o de cualquier especie de aves cuya saliente cualidad sea la blancura; de cerca limpia, risueña, hospitalaria, amiga. Imposible ver este pueblo sin amarlo y querer ser suyo. No se ría usted: aquí es uno un poquillo poeta sin saberlo, sin intentarlo; sólo que en la expresión flaqueamos los que no hemos recibido del Cielo el sagrado numen. De los habitantes poco puedo decir aún, porque apenas los conozco; pero a la primera observación me han parecido sencillotes y honrados, de trato dulce, de carácter tímido, respetuoso con el forastero. Los ignorantes no llegan a zafios, y los más pobres parecen contentos de su estado, de la hermosa tierra que pisan y de la compañía de aquel mar placentero. Denme un pueblo que sepa los rudimentos de la cortesía, sin perder su rudeza, y no lo cambio por el señorío de ninguna ciudad grande.

Aquí nos instalamos hace seis días, alquilando una de las mejores casas del pueblo, asentada en una peña donde rompen las olas; hemos traído de Barcelona todo el mueblaje necesario, de lo mejor que había, y ya falta poco para que nuestra vivienda sea el non plus ultra de la comodidad. He comprado una falúa magnífica, la mejor que se ha podido encontrar por aquí, sólida, grande, gallarda, provista de cuanto ordena el arte de la navegación a la vela y al remo. Los más hábiles carpinteros de ribera, los mejores calafates y los más entendidos artífices en obras de mar se ocupan en componerla y decorarla; será el asombro de Sitges y de los cercanos pueblecitos costeros; quiero que tenga la majestad, la hermosura y elegancia de un galeón de príncipes, o del maravilloso barquito en que salía de pesca la señora Cleopatra, según narra Suetonio, y si no es Suetonio, otro será el que lo cuente. Mi madre gusta mucho de los paseos marítimos, y yo he querido proporcionarle este recreo, que para mí también lo es. Siempre que haya buen tiempo nos lanzaremos al mar, llevando un patrón que, por las trazas, llama de túa Neptuno, y ocho marineros que son la envidia de todo el personal de la costa, sólo por estar a nuestro servicio. Si queremos pescar, pescamos, y si no queremos más que deslizarnos mansamente sobre los hombros del Mediterráneo, sin otra ocupación que admirar los grandiosos espectáculos de la costa, así lo haremos. Hemos bautizado a la barca con el lindo nombre de Nuestra Señora del Pilar.

Porque mi madre está contenta lo estoy yo, y porque su salud es aquí mejor que en otra parte, amo a este país. Claro que la felicidad completa, la íntegra satisfacción de los ideales y de los deseos no la tengo, no, y soberbia loca sería pedir al destino lo que rara vez es concedido a los mortales. Poseo muchos bienes, ¿quién lo duda? Pero alguno me falta, y en el vacío de esta falta suele hacer su nido la tristeza... Pero dejemos este asunto, cuya oportunidad es muy dudosa, y vamos al que principalmente motiva la presente.

Me hará usted un señalado favor, amigo Centurión, averiguando con la mayor prontitud posible qué es de Santiago Ibero, dónde está, qué le ocurre y por qué no ha contestado a las cinco cartas que desde Octubre le llevo escritas. A mí han llegado noticias contradictorias acerca de ese para mí tan caro amigo, algunas tan absurdas que no me atrevo a darles crédito, otras bastante extrañas y oscuras para llenarme de inquietud. Ruego a usted encarecidamente que le busque por todo Madrid, que indague y escudriñe cuanto pueda, hasta dar con la extraviada persona del que familiarmente llamábamos el ángel negro por su morena tez y lo candoroso de su alma. Me permito incluir una carta cerrada para que tenga usted la bondad de entregársela en propia mano en cuanto pueda ponerle la suya encima. Yo he sabido, por conductos indirectos, que el sujeto a quien escribo la presente es visitante asiduo de una familia manchega, relacionada íntimamente con otra de Madrid. Alguien hay en ésta que puede dar razón de los laberintos en que se nos ha perdido Ibero. ¿Ve usted cómo todo se sabe, amigo Centurión? Por las damas manchegas introdúzcase en el sagrado de las madrileñas, que no son otras que las hijas de Milagro, mi compañero en la secretaría particular de Mendizábal, y hoy Gobernador de no sé que provincia. Fue muy amigo mío y me sirvió en juveniles amoríos de que no quiero acordarme; conocí también a las chicas. Y a propósito: ¿la hechicera de nuestro amigo es la que tocaba el arpa y traducía del francés, o la otra? Me acuerdo de sus caras como si las estuviera viendo; pero sus nombres han volado de mi memoria. Creo haber oído que una casó con un tenor y otra con un militarcillo. Ánimo y a ellas... Pero no: ahora caigo en que estoy actuando de diablillo tentador, y podría suceder que por buscar a un perdidizo se nos perdiera hombre tan sesudo como D. Mariano Centurión. No me meto a señalarle a usted caminos que tal vez estén erizados de malezas y obstruidos por zanjas peligrosas. Búsqueme a Ibero, y cácemele como pueda, procurando guardarse de todo mal en las trochas por donde le persiga.

No concluiré sin decir a usted, mi noble amigo, que sus cartas me agradan en extremo y que mi mayor ventura sería que usted no se cansase de escribirlas. Pero si la relación de los hechos, tal como usted la hace, no merece más que alabanzas, me permitiré indicarle que en el juicio de las personas y en las apreciaciones políticas se va un poco del seguro, llevado de sus resentimientos personales, y del apego, muy natural por cierto, a su flamante posición. Reconozco que es difícil juzgar con frialdad los hechos recientes, en los cuales todos los vivos tenemos alguna parte más o menos activa; la imparcialidad, virtud del espectador lejano, rara vez se encuentra en los que ven la función sobre la misma escena. No pido ciertamente una rectitud de juicio que no podría tener el que se entretuviera en describir un incendio situándose en medio de las llamas; pero sí mayor serenidad para calificar los móviles humanos de los actos políticos, pues hombres son los que politiquean, los que en la prensa o en las Cortes, a plumadas o a tiros, conducen por estos o los otros caminos al rebaño que llamamos Nación. Paréceme que no revela conocimiento de la humanidad el atribuir cualidades tan contradictorias a los que en uno y otro bando luchan por sus ideas, ni el suponer que éstos son ángeles y aquéllos demonios, que los de acá proceden por estímulos honrados y todo lo que piensan y hacen es la misma perfección, mientras los de allá no imaginan ni ejecutan nada que no sea perverso, criminal y desatinado. Con semejante criterio no lograremos fundar aquí sólidas instituciones, ni con tal manera de combatir se puede ir más que a la continua guerra civil, al desorden y a la barbarie.

Seamos menos exclusivos en nuestras apreciaciones, y no abramos un foso tan profundo entre las dos familias. Diré a usted que conozco a no pocos moderados que son personas excelentes, y todos conocemos a más de cuatro liberales sin ningún escrúpulo. Cosas muy buenas han legislado y dispuesto nuestros amigos, y otras que son evidentes disparates. No todo es oro acá, ni allá todo escoria, que en uno y otro montón abundan el precioso metal y las materias viles. No debemos despreciar, tratándose de política, las formas, amigo mío, las socorridas formas, necesarias en este arte más quizás que en ningún otro; formas pido a los hombres en lo que escriben, en lo que decretan, en lo que hacen; formas en el trato político como en el social, y sin formas, las ideas más bellas y fecundas resultan enormes tonterías. No desconocerá usted que nuestros amigos tienen mucho que aprender en cuestiones de etiqueta del pensamiento, de la palabra y de la acción, así como también digo que los moderados están igualmente necesitados de disciplina en este y en otros puntos...

Perdóneme el sermón, amigo mío, y siga escribiéndome con libertad, juzgando cosas y personas como usted las vea. Ahora caigo en que la mejor historia debe de ser la guisada en su propio jugo, la que habla el lenguaje de su tiempo... No haga usted caso del sermón: no he dicho nada. Lo que sí digo y repito, más impertinente yo cuanto más servicial usted y cariñoso, es que me busque a Ibero y le dé mi carta, que me escriba lo que acerca de él indague, dirigiendo la carta a esta encantadora villa de Sitges. Mil años de vida le desea su buen amigo. -Fernando.