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Los Ayacuchos/16

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Prosigue la carta de D. Fernando


-Será mentira -dijo con gracia mi futura consorte-; pero el que tales papas inventó quiso representar con ello que los grandes fines no son alcanzados por el hombre sino a fuerza de penalidades y sacrificios...

-¿Y te parece que aún no he penado yo bastante para merecer la gloria terrestre, que eres tú?

-Cállate la boca y déjame acabar. Pasemos revista a tus trabajos, a ver cómo están tus cuentas con la gloria terrestre. El primer trabajo fue cuando te lanzaste al Norte, en plena guerra, con aquel pillo de Rapella, en busca de tu novia, la diamantista; tenemos Uno.

-Uno -repetí yo, que, viéndola contar por los dedos, abrí mi mano junto a la suya para llevar por duplicado la suma.

-Sigue ahora el trabajo de más mérito, el más difícil, el más heroico, el que te ha dado celebridad en todo el mundo, la grande hazaña de sacar del cautiverio de Oñate a las niñas de Castro y traerlas a su casa... Y van Dos. No es flojo el Tercero: la osadía de entrar en Bilbao y en la propia casa de los que te birlaron la novia, y acosarles y perseguirles exigiéndoles la confesión de su infamia... Sigue después otro magnífico trabajo: el de tu madre, sostenido para recobrar su independencia y poder llamarte hijo. Este trabajo te lo apunto a ti, porque si ella era quien aparentemente lo realizaba, de ti recibía la fuerza: el Hércules eras tú... No admito discusión. Van Cuatro. Después viene otro trabajito, que se lo doy yo al más pintado. ¡Vaya una campaña! Por ella debieras pasar a la Historia. Tus viajes disfrazado de trajinero para tratar con Maroto las condiciones de la paz, bastarían para darte fama de sagaz y valiente. Tenemos Cinco. Sigue la reconciliación con Zoilo, la busca de Aura hasta llegar a verla con el niño en brazos, manteniéndote en la increíble virtud de no dejarte ver de ella, y coronando luego esta brillante hazaña con la magnanimidad de mandar al marido a su casa para que hiciera las paces con su mujer. ¡Sublime acción! Van Seis. Y me parece que no hay más, mi Sr. D. Fernando. Falta, pues, el Séptimo trabajo, que debe ser el que dé quince y raya a los demás, y éste voy a imponértelo yo».

La miré sin decirle nada, pensando que aquella celestial mujer iba a volverme loco. Reconocíame yo incapaz de comprender la sublimidad de mi futura, si sublimidad era el matarme a trabajos antes de concederme su mano valiosa. Ardiendo en impaciencia por saber en qué pararían aquellas bromas, o tristísimas veras, le supliqué me dijese pronto cuál era el Séptimo. Me daba el corazón que no había de ser cosa fácil.

«Pues haciendo yo ahora de divinidad -me dijo muy seria-, sepa mi buen Hércules que obligada me veo a imponerle un trabajo de mediana dificultad, y no bien realice mi caballero este séptimo y último empeño, lo celebraremos casándonos como unos benditos. ¿Qué tienes que hacer para que ambos recibamos el premio de nuestra constancia? Pues ir adonde sea necesario para buscar y prender a Santiago Ibero y traérmele acá de grado o por fuerza, cualquiera que sea el estado en que se halle, cuerdo o loco, feliz o desgraciado, sano o enfermo...

-Aguarda un momento. ¿Estás segura de que Santiago vive?

-Me consta que vive.

-¿En dónde está?

-En Madrid estaba hace diez días. Pero no aseguro que allí permanezca. Tú, como buen Hércules, perseguidor de Aura, buscador de Zoilo, salvador mío en Oñate y en Aránzazu; tú, emisario de Espartero y confidente de Maroto, sabrás lo que tienes que hacer para descubrir a tu amigo y echarle la zarpa dondequiera que le encuentres.

-Tu idea -respondí-, es noble y atrevida, bastante seductora para tentar a un hombre como yo, adestrado ya en lances de igual naturaleza; la idea me agrada; pero permíteme que dude de su oportunidad. ¿Acaso crees que aún no he demostrado bastante que soy digno de poseerte? ¿Te hacen falta más pruebas del temple de mi voluntad y de la constancia de mis afectos? ¿O es que te diviertes haciéndome creer que quieres dar largas a nuestro casamiento para gozarte en mi martirio?

-Si yo te propusiera lo que te propongo por pura diversión, no sería quien soy, ni tampoco digna de ti. Bien probado tienes lo que vales, y mi corazón está satisfecho: con quererte como te quiere le basta para ver en ti el mejor de los hombres».

Estas manifestaciones, de cuya sinceridad no podía dudar, no disipaban mi confusión. Tan pronto creía yo que el imponer trabajos a un amante caballero obedecía ciertamente a un concepto moral muy elevado; tan pronto que no era más que un rasgo de mujer caprichosa, de imaginación exaltada y corazón frío; y aunque esto último pugnaba con la idea que yo tenía de Demetria, idea muy conforme con la opinión general, di en admitir el capricho como razón única de las heroicas pruebas. Produjo esta creencia efectos muy raros en mi espíritu, pues si al principio me turbó, no dejó de causarme un cierto regocijo: era la satisfacción crítica, el orgullo de haber encontrado un defecto en la misma perfección, que de este modo se alegran los astrónomos cuando descubren las manchas del Sol. ¡Demetria caprichosa!... ¡Qué monstruosidad! Para salir de dudas, pues aún no estaba seguro de mi crítica, explicaciones le pedí en esta forma:

«Bien veo que tu plan responde a la noble idea de catequizar a Ibero y traerle de nuevo al amor de tu hermana, para curar a ésta de su dolencia, que no es otra que un grande amor contrariado y sin esperanza. Hasta aquí vamos muy bien, Demetria; todo lo que piensas es de fácil comprensión para mí, y téngolo por natural dentro de la grandeza de tus ideas. Pero si veo bien claro el pensamiento, no se me alcanza su oportunidad. Lo natural y lógico es que habiendo yo venido aquí a casarme contigo, según el convenio que hicimos tú y yo por mediación de los Maltranas, cumplamos sin pérdida de tiempo lo que nos prometimos y por igual deseamos, porque, francamente, no veo yo incompatibilidad entre nuestra dicha y el proyecto de buscar y traer a Santiago. Habríala si el casarnos fuera operación larga; pero bien sabes que teniéndolo todo corriente, y el papelorio en regla, ese señor cura nos despachará en un cuarto de hora. Dime ahora tú si no hablo como la misma razón; dime si el plan más lógico no es éste: casarnos esta noche, o mañana, y luego partir los dos juntos, o los tres, en persecución del descarriado. Figúrate lo que voy a penar yo solo en este nuevo trabajo, sin apartar de ti mi pensamiento, temiendo que algo inesperado sobrevenga, que una desgracia tuya o mía para siempre nos separe; temblando por todo, ciego porque no te veo, triste porque no sé qué nuevas asechanzas te pondrán mañana los de Cintruénigo; lejos de ti y de mi madre, que sois mis luces y los únicos regocijos de mi alma.

-Cierto que esto es penoso, y para mí lo es tanto como para ti. Presentado el caso como tú lo presentas, no hay duda. Pero aún no hemos visto la cuestión más que por un lado, y ahora vamos a verla por el otro, que dos lados tienen siempre las cosas. Si yo te propusiera el Séptimo trabajo sin una poderosa razón; si fuera tal como tú lo has visto, como una prueba más sobre tantas, sería yo una mujer insoportable. ¿Cómo has podido creer eso?... Pero vamos a la explicación que necesita mi buen caballero, y ha de ser tal que no tendrás nada que decir contra ella.

-Razón tiene que haber, pues si no, no serías tú Demetria I.

-No tengo para qué ponderar -dijo ella con dulce confianza, posando su mano en mi rodilla-, cuánto quiero a mi hermana. ¿Pues ella a mí? Nuestro cariño es tal, que en ciertas ocasiones nuestras almas llegan a confundirse, y a pensar y sentir tan de acuerdo como si fuesen una sola. Juntas nos criamos; desde que quedamos huérfanas, yo la miraba como a una criatura, y ella a mí como si fuera yo la madre que perdimos. Llegó día en que, además de hermanas cariñosas, fuimos amigas y nos confiamos nuestros amores: los míos eran entonces muy tristes, alegres los suyos. Rebosaban de esperanzas los de ella; los míos... ¿qué tengo que decirte a ti sobre esto? Cambiáronse luego los papeles, y todas las felicidades de mi hermana se pasaron al lado mío, y al de ella se fueron mis desgracias, mucho más acerbas en ella que en mí. En la carta que te escribió, habrás visto el desconcierto que padece el espíritu de la pobre niña, y cuán honda es su tribulación. Te decía que aborrece a Santiago, y lo que hace es quererle con más delirio que antes. Gracia se muere de pena. Si la vieras, te daría mucha lástima, Fernando, y serías el primero en procurar su salvación. Todo lo que eres capaz de hacer por mí lo harás por ella, ¿verdad? Yo he contado contigo, sin dudar un momento. ¿Verdad que lo harás? ¿Verdad que la quieres porque yo la quiero, porque es nuestra hermana? Cien veces daría ella su vida por nosotros. Hagamos nosotros por ella lo que te propongo, que es menos que dar la vida.

Ya no necesitaba más Demetria para rendirme absolutamente a su voluntad. El acento, la expresión casi divina con que me hablaba, me cautivaron de tal modo, que hube de contenerme para no sellar nuestra concordia con un abrazo. Pero las explicaciones no eran completas, ni la razón suprema de anteponer al casamiento el trabajo hercúleo érame aún conocida. Esperé un momento para saberla, ¡oh qué mujer!, y tal como ella lo expresó, lo copio con ligeras variantes.

-Mi hermana y yo nos adoramos; pero no nos parecemos, y quizás nuestra desemejanza nos ha centuplicado el cariño. Su carácter es de un modo, el mío es de otro muy distinto. Yo soy una mujer fuerte; Gracia es una mujer delicada y toda nervios. A los veinte años continúa siendo niña; de mí cuentan que de chiquilla parecía mujer, y que cuando me ponía a jugar con las de mi edad, pronto las mandaba y todas me obedecían. Yo tengo una salud de hierro; la de ella es muy endeble; yo guardo mis penas sólo para mí, y con ellas me aguanto; Gracia no las oculta; yo soy muy seria, y ella muy jovial, hasta el punto de decir chistes en las mayores aflicciones... En el tiempo que aquí te tuvimos aprendiste a conocernos bien. Pero ignoras el estado en que hoy se encuentra Gracia, el desorden traído por el pícaro amor, y las pasiones nuevas que la pasión contrariada despierta en ella. ¿Conoces tú los rarísimos efectos de la envidia en los niños? No es esta envidia como la de las personas mayores, pasión fea: es un desconsuelo del alma, una consunción del cuerpo, como si una y otra quisieran aniquilarse para no ver el bien ajeno. Mi hermana me adora, y se muere si yo me caso y ella no. ¡Mira tú qué cosa tan rara! La envidia infantil no aborrece; es una enfermedad de amor propio, y se alimenta de la idea de no ser nada, de no valer nada, de estar de más en el mundo. Hazte cargo del padecer terrible de la pobre niña, de los estragos que tantas pesadumbres han debido de hacer en su naturaleza delicada: de algún tiempo acá, su vida es un verdadero milagro. He venido notando que cuando se presentaban bien las cosas para que nosotros, tú y yo, viéramos cumplidos nuestros deseos, la pobrecita se agravaba en sus desazones. Hacerse quería la valiente; luchaba con el gusanillo que la devoraba; pero no podía nada contra él. Estos días, desde que te supusimos en camino de Barcelona a La Bastida, el decaimiento de Gracia llegó a tal extremo, que yo temí que Dios me cobraba el precio de mi felicidad con una desgracia terrible. El sábado pasado tuvo un vómito de sangre, poquita cosa, pero bastante a ponérmela como una moribunda. Guardó cama y se pasaba el día llorando, la noche hablando conmigo, pues yo no he dormido en tantas noches por hacerle compañía. La mandé levantarse; paseábamos juntas; notaba yo que hacía grandes esfuerzos por alegrarse cuando yo le indicaba que te ibas acercando... pero, ¡ay!, qué poco le duraba el fingimiento: se caía, se agotaba de improviso como una flor cortada puesta al sol... «Mira tú, hermana -me decía-, yo sé que voy a ser para vosotros un estorbo muy grande. Pídele a Dios que me lleve consigo, y así no tendrás delante de los ojos esta tristeza que os ha de ennegrecer la vida». Ayer, sabiendo ya que estabas en La Bastida, se puso tan mal, que decidí acostarla. Llegaba el trance durísimo de decirle: «Gracia, tú no puedes venir a Samaniego; iré yo sola, y ya sabes a lo que voy». No me atreví a desplegar mis labios. Pero ella me adivinaba los pensamientos; sabía que esta tarde vendría yo acá; que, puesta de acuerdo contigo, nos iríamos a La Bastida, al amparo de Valvanera y Juan Antonio, y nos casaríamos, quedándome yo allá todo el tiempo que mis padrinos determinasen... «Ya sé lo que me espera -me dijo anoche Gracia cuando, después de cenar, me senté en la cama para charlar con ella-. Te vas, y la primera noticia que tendré de ti será la bomba que caerá en casa... La bomba será una cartita con estas razones: 'Ya no soy soltera, señores tíos, y para lo que ustedes gusten mandar, aquí estoy. He determinado casarme en esta forma, por mi libérrima voluntad, para evitar cuestiones con la familia, y para verme libre de importunos huéspedes y de la nube de clérigos y mitrados que han caído sobre mi casa'. Esto dirá tu carta, y oiré yo el estallido, y del susto me moriré, porque los corazones de las niñas de Castro no pueden separarse, y los dos han de tener la misma felicidad o la misma pena, y de no ser así, uno de los dos tiene que reventar». Yo la consolé como pude: le dije que aunque me casara no podía ser feliz mientras ella también no lo fuese...

Pasó tiempo; era ya media noche, y Gracia se iba quedando dormidita. De pronto, su rostro me pareció el de un cadáver. ¡Pobre hermana mía! La llamé, abrió los ojos, y nos abrazamos llorando, como si nos despidiéramos para la eternidad... Acosteme con ella, y arrullándola como a un niño, conseguí que conciliara el sueño. Yo velé hasta el día, y en aquellas horas de insomnio se me encendió el pensamiento, Fernando, ¡pero de qué modo!, y la voluntad se me puso... no acierto a decírtelo... se me puso como una columna muy grande y muy recia, capaz de aguantar el peso de todo el mundo. Ahí tienes cómo concebí este gran proyecto de juntar en una sola idea y en un solo plan la felicidad de mi hermana y la mía, y hacer con tu ayuda un colosal esfuerzo para que Gracia no se muera cuando yo vivo, sino para que vivamos las dos. Creo que Dios me ha iluminado... Esta mañana, ordenándole que se quedara en la cama, le dije, dándole muchos besos: «Estate tranquila: volveré soltera. No voy más que a saber si puedo contar con Fernando para una cosita, para una idea que se me ha ocurrido... Verás qué idea más preciosa. Si él quiere, se hará, Gracia: Fernando puede mucho. Verás cómo nos trae las dos felicidades, la mía y la tuya». No daba crédito a mis palabras cariñosas. Imposible infundirle alegría y confianza. Su cara cadavérica me causaba terror. ¡Pobre Gracia, pobre hermanita de mi alma...! Dios me dice...».

Le faltó el aliento, y las ganas de llorar pudieron más que su propósito de contarme lo que Dios le decía. Apretándose el pañuelo contra los ojos, lloró un buen rato, sin que a mí se me ocurriese ningún concepto, pues yo tenía mi corazón tan traspasado como el suyo, y más estaba para que me consolasen que para consolar.