Los Ayacuchos/17

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(Continúa la misma carta)


Antes que ella me serené yo, y díjele lo que me parecía su plan: admirable como abstracción; oscuro en la práctica, como todo problema en que se cuenta con un factor desconocido. De la grandeza de alma de Demetria y de su poderosa iniciativa, no había duda; también podía contarse con mi leal colaboración para dar realidad a sus altos pensamientos; pero ¿qué adelantábamos si Santiago Ibero no parecía, o si, pareciendo, no quería de ningún modo prestarse a la combinación? ¿En qué se fundaba ella para creer que la huida del ángel negro no fuera irrevocable? ¿Estaba segura de que no había contraído nuevos compromisos, de que otros, más madrugadores, no le habían echado ya lazos imposibles de romper...? A estas dudas mías contestó de este modo la celestial mujer:

«Dios me dice que Santiago Ibero no está tan perdido como creemos. Es una idea que hace tiempo se me ha fijado aquí, y no hay manera de que yo la deseche. Y cuando las ideas se me clavan a mí en el pensamiento con tanta tenacidad, es que no son absurdas, Fernando. Todo lo que se ha metido en mi caletre con esa fijeza, ha resultado verdad. Yo di en creer un día y otro, y año tras año, que tú vendrías a mí, y has venido. Pues lo mismo pienso de Santiago; sólo que ése no vendrá por su pie: tiene que traerlo a cuestas o a rastras un hombre de firme voluntad... Te diré también, aunque tú debes saberlo, que Santiago Ibero es un alma de Dios, por más que otra cosa quiera decir su cara negra, su hermosura de militar terrible y su entrecejo airado. Santiago Ibero es un niño, un corazón blando, lleno de honradez; tímido en todo lo que no sea ganar batallas y meter la espada hasta el puño en cuerpos de enemigos; irresoluto, fácil a la influencia extraña, sobre todo si es buena; hombre que está deseando que le quieran para querer él con fuerza doble, y que por esta cualidad se habrá dejado coger en alguna red mala... Me dice el corazón que lo que hizo con Gracia fue obra de un arrebato, de una situación transitoria, y que si se le abre alguna veredita para volver, le faltará tiempo para entrar por ella... ¿Qué dices? ¿No opinas tú lo mismo? ¿Será esto un sueño? Dime todo lo que pienses. En último caso, ¿perdemos algo con intentar lo que te propongo? Algo perdemos, sí: un poco de tiempo; pero tú me dirás qué significa este tiempecillo en comparación de lo que ganaríamos si... Dime lo que se te ocurra, ¿Será mucho calcular en quince días, en un mes, el tiempo que tardes en buscarle y en cogerle y hacerle nuestro?

-¡Quince días, un mes...! -dije yo, engolfando mi pensamiento en las dificultades de la empresa-. Puede ser mucho más; también puede ser menos si Dios me dispone las cosas de un modo favorable.

-Si cuando Ibero nos jugó aquella mala pasada, Dios me hubiera hecho la merced de convertirme en hombre, no quedan las cosas en aquel triste estado, ni habrían sido de larga duración los padecimientos de mi hermanita. Yo voy, le cojo, le doy un par de gritos, le pongo como un cordero, restituyo en él la caballerosidad y la hombría de bien, y punto concluido... Creo que aún llegamos a tiempo, Fernando. No me preguntes por qué lo creo. Sólo te contestare que porque sí.

Tenga usted por cierto, querida madre, que de la esencia divina que Dios ha distribuido entre los humanos, le ha tocado a esta mujer mía un lote desproporcionado: es cosa segura que si algunos tan poco poseen de tal esencia es porque no ha sido equitativo el reparto, y mientras hay privilegiados, como mi Demetria, que se hartan de divinidad, otros quedan ayunos de ella. Perdóneseme esta figura extravagante. Asimismo declaro que el alma de esta mujer se me comunica, y no sólo sus afectos, sino sus ideas todas, vienen a ser mías en virtud de un trasiego que comprenderá usted cuando vea sus ojos y oiga su acento, que en ciertas ocasiones no parece humano. Como se me había comunicado el dolor por las desventuras de Gracia, se posesionó de mi espíritu la fe de Demetria en el remedio de tanto infortunio. Yo también creí que no era tarde para intentar la captura y catequización del buen Ibero, y sentía gozo íntimo en suponerme colaborador eficaz de los planes grandiosos de la mayorazga de Castro. Claro que el hacerla mi mujer era la suprema gloria, y a ello debían subordinarse todas las demás ilusiones y proyectos; pero ya me estaba trastornando el juicio la idea de lanzarme otra vez, como caballero andante, a pelear por el bien y la justicia. Dar la batalla a un destino adverso, matar al gigante opresor de la humanidad y recibir luego el premio más hermoso que pudo soñar mi ambición, era ya una dicha que por su grandeza esplendente no parecía de este mundo. En estas reflexiones me sorprendió mi mujer (decididamente así la llamo) con estas peregrinas ideas, que hizo más dulces el favor inefable de apoyar su mano sobre la mía:

«Ya sabes todo lo que pienso. La imposición del séptimo trabajo no es realmente imposición, sino más bien súplica. Yo no digo: 'Fernando, haz esto', sino: 'Fernando, mi gusto y mi alegría es que esto hagas'. No te pido obediencia, pues yo debo ser tu sierva; tú el señor mío. Propongo a mi dueño que no deje morir a mi hermana, que me allegue los medios de igualarla conmigo y de darle bienes semejantes a los que yo poseo. Yo era mayorazga, y partí con ella las tierras que la ley a mí me daba. Ahora me ha concedido Dios otro mayorazgo: me ha concedido el hombre que eligió mi corazón entre todos los que existen y pueden existir en el mundo... A punto de morir de pena veo a mi hermana. ¿Qué hacer, Dios mío? Un marido no puede partirse; un marido no se divide. ¿Pues cómo resuelvo yo este problema? Necesito dos maridos: uno para mí, otro para ella; para mí el mío, por fuero de amor; para ella el suyo, por la misma ley. Tengo fe en mi proyecto. ¿La tienes tú?»

¿Qué había yo de contestar a esto? La fe llenaba mi alma. Yo no podía querer sino lo que ella quisiese, por más que la tardanza del casorio me ocasionara un vivo desconsuelo. Mi deber como esposo presunto y como caballero era decirle: «Tengo fe, y haré lo que deseas. No soy tu señor, sino señores recíprocos tú y yo, dueño el uno del otro, y procedemos con un acuerdo que es nuestra gloria y nuestra paz. Duele el aplazamiento; pero alivia de este dolor la idea de redimir a esa pobre niña de la esclavitud de su pena, alzando para ella y para nosotros un trono de felicidad donde haya dos parejas de reyes, dos coronas, dos...».

Creerá usted, madre, que me he vuelto loco. Si es locura, mi excelsa mujer me la transmite: ella es la que disparando rayos de su divinidad me ha trastornado el juicio. En fin, miradme, Cielos, nuevamente lanzado a la andante caballería; miradme vestido de todas armas, pronto a combatir por altos ideales de justicia, ansioso de perseguir el mal y aniquilarlo, y de acometer toda obra de reparación en obsequio de la virtud; mirad en mí al infatigable soldado del bien... Va usted a creer, señora madre, que estoy delirando... Pues decía que me siento paladín, Hércules si se quiere, que emprenderé el séptimo trabajo bajo la protección y auspicios de mi excelsa maestra y dama.

Apareció en esto D. Matías por la misma senda que habíamos seguido nosotros, y cuando estuvo al habla, me acerqué y le dije: «Ya no hay casorio, señor cura... Sí; lo hay, lo habrá; pero dentro de unos días... cuando yo vuelva de cumplir un encargo que me hace Demetria».

Y en el rostro del cura se pintó viva satisfacción; se le encandilaron los ojos, se le humedecieron; su gruesa voz temblaba cuando me dijo, cogiéndome las manos y queriendo besarlas: «¿Con que usted se determina?... ¡Vaya un corazón, amiguito! Déjeme que le abrace, ¡caramelos!, pues virtud tan grande no creí yo que la tuviera ningún nacido... ¿Se decide a traernos a ese perdulario, a ese bruto, paloma sin hiel, a quien tienen cogido los gavilanes, o alguna gavilana indecente, caramelos?... La niña me habló de su pensamiento, y no creí que usted se prestara ¡caramelos! a realizarlo. Era mucha virtud, demasiada virtud... me parecía a mí... porque todos somos de barro, y... lo que digo... En fin, sea para mayor gloria de Dios y de la familia. Dispuesto a casarles estaba yo aquí o en La Bastida cuando el señor y la señora quisieran: en mi iglesia están los papeles y todo preparado...».

Al oír esto flaqueó un instante mi entusiasmo de aventuras, y las glorias de amor eclipsaron en mi espíritu las de la andante caballería. Pero me fortalecieron de nuevo estas palabritas de la sin par Dulcinea: «Fernando y yo sabemos lo que no saben todos, esperar. Virtud es la esperanza, y el que espera con fe, gran premio alcanzará». Mientras esto decía, su mirada inundaba mi alma de un gozo inefable. Sus ojos eran la admiración misma, el orgullo de tenerme por suyo, y la persuasión de que yo era digno de ella. «Me has de prometer -le dije- que has de llevar a tu familia el convencimiento de que si no eres aún mi mujer, lo serás en cuanto yo vuelva, con o sin lo que voy a buscar.

-Ten por seguro -replicó ella, en pie, estrechándome la mano frente al cura, en actitud semejante a la de los que se casan- que hoy mismo haré pública nuestra determinación sin ocultar nada... No me importa ya que sepan toda la verdad... que he venido a Samaniego, que en Samaniego nos hemos visto, que hemos hecho ante el señor cura D. Matías, buen fiador, juramento solemne de ser mujer y marido en la fecha y ocasión que nos convenga.

-Y yo respondo -declaró el cura rebosando júbilo-, que el amigo Navarridas vendrá con las orejas gachas, y querrá quitarme la gloria de casar y bendecir a la mejor pareja de la cristiandad; pero no se la cederé, ¡caramelos!, aunque me ofrezca todas las arrobas de vino blanco que tiene en sus cuevas.

Demetria dijo más: «Puedes ir tranquilo; pidamos a Dios que abrevie los días que has de tardar. Yo tengo fe. Tenla tú, Fernando. Que esto ha de salir bien y que salvaremos a nuestra hermana, es para mí como el Credo... No caben dudas... Anunciaré yo misma nuestro pacto de próximas bodas; Juan Antonio y Valvanera, bajo cuyo amparo me pongo, lo ratificarán del modo más solemne ante mi familia, y ellos se encargarán de evitar que mis tíos, y los que no son mis tíos, me causen nuevas desazones.

La fiebre caballeresca llegó en mí al grado superior, y mis pensamientos se espaciaron en el delirio. Creo que dije mil disparates, aunque de ello no respondo; lo que sí recuerdo bien es que hallándome en lo más remontado de mi navegación por el inmenso piélago, observé la disminución de la luz solar: el día no quiso esperar a que acabáramos nuestro coloquio, y se nos iba mansamente... Confieso que la cercanía de la noche turbó mis ideas, enfriándome los ardientes anhelos de dar batallas por el bien humano y por la divina justicia. Aproximábase el momento ¡ay! en que mi mujer y yo debíamos separarnos, y la idea de que ella se fuese por un lado y yo por otro empezó a parecerme absurda, tan absurda como lo sería el intento de atajar la noche. Miré a Demetria, y vi en su cara la perplejidad. Ni ella osaba decirme a mí que era hora de separarnos, ni yo a ella tampoco. El cura nos sacó a entrambos de tan duro compromiso: «Vaya, madama y caballero, ya es tarde: antes de que suene el toque de oración debe la señora emprender el camino para La Guardia.

Por sostenerme ¡qué tonto es uno! en mi grave papel, confirmé las sesudas palabras de Don Matías. Demetria fue más allá que yo, sosteniendo que se había entretenido más de la cuenta, y que con las glorias se le habían ido las memorias. Le besé las manos no sé cuántas veces; yo empalmaba besos con besos, y no tenía trazas de acabar nunca. Díjome ella que pusiera punto, ósculo final, y el cura, marchando delante, como la manga cruz en una procesión, nos guió hacia el bosquecillo próximo a la casa de labranza. Seguía el Serrano taciturno, dándonos a entender a su modo que no era partidario de la separación; tras él íbamos Demetria y yo cogiditos de las manos, silenciosos. ¿Éramos dos chiquillos inocentes que jugábamos a lo ideal, hasta que el tal juego nos enseñara su inconsistencia y vanidad? Yo no sé lo que éramos. Ya próximos al fin de la senda, mi celestial esposa me dijo gravemente: «Quedamos en que tienes tanta fe como yo. «Y le respondí que emprendería con intrépido corazón el séptimo trabajo y a su término lo llevaría sin flaquear un momento... Llegamos al grupo de árboles en que nos habíamos encontrado. Junto a la casa esperaba el coche, y las impacientes mulillas, haciendo sonar los cascabeles, contaban los segundos que aún me restaban de aquella fugaz dicha. Bajo los árboles, en el momento de esconderse el sol en el horizonte, Demetria se detuvo para darme la despedida; la vi pálida y llorosa, como si la gran virtud de su entereza en el momento de prueba se desmoronara como un castillito de naipes. Por efecto de aquella comunicación que en nuestras almas se establecía, vi que la mujer fuerte flaqueaba. Estas palabras suyas me lo confirmaron: «Si te parece que el sacrificio es demasiado penoso... si la idea de diferir nuestro casamiento por buscar a Santiago te parece absurda, aún estás a tiempo... No quiero que emprendas a disgusto este gran trabajo...

No puedo expresar a usted la lucha que al oír esto entablaron mi amor propio y... no sé qué otra fuerza de mi alma. Ello es que el amor propio, aun reconociéndose vencido, se las mantuvo tiesas y dijo: «No voy a disgusto: voy confiado en Dios y en ti, seguro de realizar un gran bien...». Un segundo más, una vacilación de Demetria, y me caigo redondo desde la ideal cima a las reales blanduras de un suelo cubierto de flores. Pero ella, con rápida acción, ella, la guía, la maestra, la doctora, acudió al remedio de tan gran desastre, rehaciéndose con brío, y volviendo a su ser poderoso, como divinidad gobernante. «Dios te bendecirá por tu buena obra -me dijo tocándome en el hombro-. Seremos felices, viviremos todos... ¡ay, los cuatro...! ¡Qué dicha! No hay que volver atrás de lo tratado. Seamos personas formales, no chiquillos sin fundamento... Marido mío, adiós, hasta luego, hasta muy luego. Date prisa...».

No me dio tiempo a contestarle porque echó a correr, apretándose el pañuelo contra la boca, y pocos segundos tardó en llegar al coche. Tras ella fui, y dándole la mano para subir, besé la suya otra vez, sin acertar a decirle más que: «Ya verás qué pronto me tienes aquí... Un ratito más... ¿qué prisa tienes...? Vaya, no hay más remedio, adiós, adiós. Volveré volando...».

El coche partió, y saludándonos seguimos mientras podíamos vernos. Me entraron ganas de correr detrás del coche, gritando: «Mujer, mujer mía, detente... vuelve atrás... Estamos borrachos de ideal, de ese insano bebedizo que me has dado... Desemborrachémonos... casémonos...».