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Los Ayacuchos/26

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De D. Fernando Calpena a D. Serafín de Socobio


Barcelona, Noviembre.

Señor mío: Antes que a mí llegara su carta pidiéndome noticia de estos trastornos gravísimos, nació en mí la intención de comunicárselos, recordando lo que le agrada el conocimiento exacto de las cosas de nuestro tiempo, a veces más oscuras que las remotas, y comúnmente desfiguradas por narradores ignorantes o de mala fe. Considero asimismo que, por el amor grande que tiene usted a esta ciudad, donde pasó su infancia y lo más florido de su juventud al lado de su tío el reverendo D. Lázaro de Socobio, arcediano de esta santa catedral, le interesará doblemente una información concienzuda de las desdichas de Barcelona en estos aciagos días, y aquí estoy yo para satisfacerle. Aunque no necesito hacer ante usted ningún alarde de mi honradez de narrador, debo manifestarle que me aferro a la más estricta imparcialidad, y usted así lo apreciará cuando lea conceptos y juicios desfavorables a mis amigos, y otros que no han de agradar a los del bando contrario, pues éste es un caso en que todos merecen igual vituperio.

No le contaré los pormenores de la espantosa jornada del 15, pues todo lo aparente de ella debe usted conocerlo ya. Aún le queda por conocer lo invisible, lo que estuvo en las conciencias, no en las manos que disparaban los fusiles, ni en las bocas que apostrofaban al Ejército y al Regente. Lo primero que tiene usted que hacer para penetrarse de la verdad es desechar la idea corriente de que esto ha sido una sublevación de republicanos. Desconfiemos siempre de las ideas de fácil adaptación al criterio vulgar; desconfiemos del amaneramiento de la opinión, que no es más que un remedio contra la incomodidad de pensar por cuenta propia. Cierto que el 15 se habló de república, y este nombre fue gritado por muchas bocas; cierto que algunos, más exaltados de palabra que de pensamiento, cantaban el ja la campana sona, lo canó ja retrona; anem, anem, republicans, anem. Pero también es cierto que esto decían porque así se les había mandado, y muchos lo repitieron como en broma, sin verdadero calor. No se trataba, pues, de asaltar la Bastilla y demoler aquel emblema del despotismo, sino de quitar de en medio a un triste Gobierno y con él a una situación política, la Regencia de Espartero.

Puedo asegurar a usted que ninguno de los que combatían en nombre del pobre invocó a la cesante Reina Gobernadora, ni a nadie se le ocurrió proclamarla; y, no obstante, por ella derramaron su sangre los muy locos, sin saberlo, que es lo más triste del caso. ¡Infeliz pueblo, criado en la inocencia y en la ignorancia de la ciencia política! Él ha sido y es instrumento de los que han estudiado las artes revolucionarias y el mecanismo de los motines. Con esta táctica, los que tiranizan al pueblo saben muy bien cómo han de componérselas para convertirlo en caballería que les arrastre el carro de sus triunfos, mientras que los defensores de la soberanía popular, los propagandistas de la libertad, ignoran hasta las más elementales reglas para utilizar la fuerza de las masas en defensa de sus ideas.

Hablaré primero del teatro. He recorrido toda la escena, y puedo apreciar por mí mismo los estragos de la lucha en los sitios de la ciudad donde fue más encarnizada. En ninguna parte se batió el cobre como en el baluarte del Mediodía. Allí, y en las barricadas que levantaron los insurrectos entre la Puerta del Mar y la Aduana, perecieron oficiales y soldados en gran número. Vi en los Encants los destrozos causados por las balas de cañón, lodo ensangrentado, objetos mil que habían servido para improvisados parapetos, todo en tal desorden, que ha de pasar mucho tiempo antes que recobre el desgraciado pueblo los modestos bienes que allí sacrificó al furor de una guerra que no entendía. Cerca de la Virgen del Mar y en el Borne, he visto también no pocos desastres: frágiles casas acribilladas a balazos, muertos que en la mañana del 16 no habían sido aún recogidos. En la calle de Assahonadors encuentro fúnebres escenas, mujeres y niños que tratan de reconocer mutilados cadáveres, y en la plaza deSan Agustí Vell veo una casa derrengada que amenaza caerse si no la derriban pronto. Colchones y trastos entorpecen la vía pública; las mujeres, convertidas en furias, maldicen a Espartero y a Van-Halen, a los algodoneros y a Zurbano, como autores de tantas desventuras. En la calle de San Pedro Más Baja hallo un reguero de sangre, y lo voy siguiendo hasta salir por la Riera de San Juan a Junqueras, donde se contaron los muertos y heridos casi en tanto número como los que había en Puerta del Mar. El claustro se ha convertido en hospital, y de allí salen imprecaciones y lamentos. Zurbano es el más malo de los infernales instrumentos del Gobierno de Madrid; Zurbano es el que quiere traer a Barcelona las odiosas quintas...Mes li ha de costá trevall posar á ratlla al poble catalá... ¡Qué torni per un altra!... Avans mori qu' ésser esclaus d' un castellá que no sab ahont te l' cap. Sigo, y en la Puerta del Ángel y calle de Santa Ana observo que no queda un solo canto de los empedrados. En los charcos nadan gorras de milicianos, y en los montones de piedras se ven fusiles rotos, restos de comidas, manchones de sangre, un brazo con manga de paño azul, y otros despojos repugnantes. No tengo ya ni alma ni piernas para seguir observando el teatro en sus bastidores de Estudios y Canaletas, del Carmen y Hospital. Hagamos alto, mi querido D. Serafín, en la Boquería, lugar donde antaño ajusticiaban a los reos de muerte, y óigame decirle que aquí hubiera yo hecho un escarmiento en los que han alborotado tan sin sustancia al pueblo barcelonés.

Sabrá usted, ¿quién no lo sabe?, que en esta revolución ha despuntado un héroe, un imitador de Massanielo. ¿Qué idea ha formado usted del que en las primeras horas del día 15 se constituyó en cabeza de motín, y fue por tantos infelices aclamado y obedecido? Juan Manuel Carsy, el alma de esta trapisonda, es un valenciano que hace poco vino aquí; comerciaba sin dinero ni mercancías, y se metió a periodista sin saber escribir. Ni posee el don de elocuencia para fascinar a las muchedumbres, ni la prodigiosa facultad del mando para conducirlas al combate. Es hombre vulgarísimo; y reconociéndolo así toda Barcelona, nadie se detiene a pensar en el enigma de su rápido encumbramiento. Yo encuentro la clave en la inocencia angelical de los hijos del pueblo, y en la ceguera de los pobres nacionales, que saben batirse sin que se les ocurra ahondar en los motivos y fines de su arrojo. Me consta que desde el 14 disponía ese oscuro y ridículo Carsy de grandes sumas de moneda corriente, en plata y oro, las cuales no debió ganar en el comercio ni en el periodismo... Y pregunto yo: ¿de dónde ha salido este dinero?... Un infalible axioma militar nos dice que el oro es el más eficaz elemento de guerra; no es menos axiomático que no se han hecho ni se harán revoluciones a palo seco. Ya le oigo a usted contestarme que el unto con que Carsy ha engrasado esta máquina es el oro inglés; yo lo niego, porque el oro inglés, móvil y nervio de la cuestión algodonera, no había de ser derramado en obsequio de la misma industria que el Gobierno británico pretende arruinar. Descartada esta versión absurda, dígame usted: lo que ha brillado en las manos puercas de este Carsy, ¿sería oro republicano? ¡Ay, D. Serafín de mis pecados! los sacerdotes de esta sonrosada religión que todavía no ha salido de las catacumbas de la inocencia, son pobres de solemnidad, y no acuñan otra moneda que la de sus generosas ilusiones. Convenzámonos de que el oro no era inglés ni republicano. Basta con lo dicho para que usted comprenda de qué arcas procedía, y si me lo niega, no tendría yo inconveniente en demostrárselo, sin otro argumento que el sencillísimo cui prodest.

¿Quién va ganando en este revuelto río más que su ídolo de usted, la Gobernadora cesante, no resignada con su papel de Majestad proscripta, harta de honores y riquezas? Desde que puso el pie en Francia no ha hecho más que conspirar por la conquista del perdido Reino. Por precipitación y desatino le salió fallida la tremenda conjura de Octubre, y fueron lastimosas víctimas de la ambición regia los infelices León y Montes de Oca, Quesada y Borso, y otras de menor talla... El Gobierno ayacucho, atento a privar de medios de acción a la Reina conspiradora, le corta los víveres, suprimiendo la renta que percibía como viuda de Fernando VII, y luego le disuelve la Guardia Real, que era el plantel o seminario de donde salían todos los adalides cristinos más o menos audaces. La ilustre señora se envalentona con esto. Firme en su inquina contra Espartero, y más encalabrinada cada día en su mujeril antojo de un pronto desquite, no se satisface con la guerra frente a frente, y mientras prepara un nuevo lanzamiento de los paladines (que ahora celebran en París diarios concilios), emprende, por si pega, el juego de carambolas, lucido juego de manos blancas... y negras. Crea usted, amigo Socobio, que cuanto le digo es el Evangelio, y no le pase por las mientras el rebatirlo con argumentos sentimentales, de los que ya están mandados recoger. Añado que la señora, resueltamente favorecida por Luis Felipe, se lanza intrépida a todas las aventuras con que suelen matar sus ocios los reyes destronados o dados de baja, descollando en estos manejos los que cuando eran reyes de alta no supieron hacerse amar de sus pueblos. Si quiere usted convencerse de la connivencia de Cristina y Felipete (así le llaman aquí los periódicos exaltados, ignorantes de que le sirven), léase la prensa francesa, y refresque la memoria de los acontecimientos de España en los últimos años. Me preguntará usted si me fundo en hechos positivos para sostener que el impulsor de este movimiento ha sido el bálsamo cristino, acrecentado con sumas respetables de la Farmacia francesa; y contesto, sí, contesto que en hechos positivos me fundo para sostenerlo; mas no puedo ni comunicarle los hechos, ni referirle cómo los he conocido, ni nombrar a persona alguna como parte activa en estas oscuras y nada limpias maniobras. Conténtese con saber el milagro, que del santo no hay que hacer mención.

Para ilustrar el criterio de usted, le mando dos fajos de periódicos de aquí. El uno es El Republicano, órgano de la gente más levantisca; el otro es El Papagayo, voz de los señores moderados, de los que se tienen por la viva encarnación del orden y de la justicia. Léalos detenidamente, y no una sola vez. Vea usted que el uno es la exaltación misma, el delirio y la procacidad en su mayor grado; el otro cruel, venenoso, feroz en el ataque, implacable en el aborrecimiento. Cuando usted los haya masticado con frecuentes lecturas, podrá saborear esas al parecer diversas opiniones con paladar seguro. Notará que en el fondo tienen tal semejanza y parentesco, que bien se puede asegurar que en el engendro de una y otra hay confusión de padres. Tanto la señora República como la señora Papagaya son un poquito y un muchito adúlteras, y cada una de ellas se deja enamorar del marido de la otra. Nada más digo de esto; entrego a su penetración los periódicos de los colores rojo y negro subidos, para que los lea y sobre sus páginas ardientes medite y quizás llore. Mándole también un número del Journal des Débats, llegado ayer aquí, para que en cuatro líneas de él oiga respirar al Gobierno de Luis Felipe, que no se cuida de disimular el júbilo que le causan los disturbios de esta ciudad. «Si el Regente -dice- reprime el movimiento de Barcelona, se acabó su popularidad; si no lo reprime, se acabó su poder». ¿Verdad que al pie de esta congratulación, de esta seguridad del éxito, se ve la elegante firma: Yo la Reina?

Hablando de otra cosa, mucho le agradezco, mi buen D. Serafín, las interesantes noticias de la Milagro, que amplían y completan las que pude yo adquirir en Madrid. Confirmo lo que escribí a usted acerca de Ibero, es decir, que está bajo el amparo de la Instrucción Cristiana. Los individuos que conozco de esta congregación sublime me han entrado por el ojo derecho, y no ceso de admirar su virtud, su modestia y el no común saber que a todos adorna. En buenas manos ha caído el pobre Santiago, y bien seguros estamos sus amigos de que con tales ejemplos será un buen sacerdote. Tiene usted razón, señor de Socobio: después de los errores cometidos, gravísimas transgresiones de la moral cristiana, el ángel negro no podía esperar la salud más que del arrepentimiento y de la penitencia, medicinas que en el grado que nuestro pecador las necesita no puede aplicarle el mundo falaz. Si en Madrid discordamos en esto, y me manifesté pesaroso de la vocación del Coronel, ya reconozco mi yerro, y estamos conformes en que dicha querencia del supremo bien y de la verídica salud no debe por nosotros ni por nadie ser combatida... Venga, pues, muy pronto la carta que me ha ofrecido para el prepósito de la Instrucción, padre Bohigas, pues me ha entrado el deseo de apadrinar a Santiago en el solemne acto de su primera misa, y con esto y una buena limosna que hará mi madre manifestaremos cuánta simpatía y admiración nos inspira el naciente instituto religioso.

Y concluyo, mi Sr. D. Serafín, sacándole a usted de un error, no grave ciertamente; pero error. Todavía no estoy casado; me casaré, Deo volente, en cuanto se me despeje la salida de esta ciudad, trocada en infierno por el furor político. Los respetos y afectuosos homenajes que usted, en su amable carta, a mi esposa tributa, guárdense para cuando sea efectivo lo que aún no lo es más que en nuestra decidida voluntad. Mi madre me recomienda con insistencia que a usted devuelva sus finas memorias. Despidiéndome hasta la próxima carta, que espero no se me pudrirá en el cuerpo, me repito de usted constante amigo - Calpena.