Ir al contenido

Los Ayacuchos/27

De Wikisource, la biblioteca libre.

Del mismo al mismo


Barcelona, Noviembre.

Que el primer acto de Carsy, cuando por artes diabólicas se vio dueño de esta gran ciudad, fue constituir la indispensable Junta, ya lo sabe usted; mas ignora que la componen personas de escasa o nula representación social y comercial. Presididos por el valenciano dictador, gobiernan a Barcelona un confitero de la Plaza Nueva, un hojalatero de la calle de Tantarantana, fabricantes de fideos, de fósforos, de velas... No les nombro porque no quiero dar malos ejemplos a la Historia sugiriendo al público nombres de mosquitos.

Las tropas que aun resistían en el fuerte de Estudios y en Atarazanas nos dieron el espectáculo ignominioso de capitular con esta Junta, y en ello fueron mediadores personas influyentes de la ciudad, que obraban por miedo, y el cónsul de Francia, que no ha sabido disimular su parcialidad en favor de los insurrectos, ni las ganas que tiene de ver humillado a Van-Halen como General de la Regencia. Apunte usted este dato, Sr. de Socobio. A propósito del Cónsul, diré a usted que es mi amigo, que le debemos mi madre y yo mil atenciones, y que le apreciamos y distinguimos por su exquisito trato y afabilidad. A pesar de esto, no hemos querido aceptar el ofrecimiento que nos hizo de darnos asilo en el bergantín Meleagre, fondeado en este puerto. He puesto en delicado entredicho mi amistad con Lesseps, reduciéndola a las meras relaciones entre caballeros, y encerrando con cien llaves la política siempre que hablamos; de otro modo sería difícil evitar un rompimiento desagradable, pues el juego tapado que viene haciendo el representante de Francia, contra lo que previene su obligación de neutralidad, merece todas mis antipatías. El día en que concertamos nuestro entredicho, conviniendo en ser amigos extramuros de la política, se me escaparon de la boca conceptos un tanto duros, a los que contestó con otros que pudieran reducirse al mensajero soy, amigo; non merezco culpa, non. Vaya usted apuntando.

Nuestro Capitán General no está, como diría cualquier periódico, a la altura de las circunstancias. Es Van-Halen gran soldado y caballero intachable; pero no parece haberse hecho cargo aún de la humillación que han sufrido sus tropas. Más que el restablecimiento de la normalidad, le inquieta el deseo de no producir mayores estragos, y sueña con que las componendas y los tratos honrosos entre Gobierno y sublevados den solución al conflicto. No ha muchos días subió a Montjuich, desde donde truena con timidez e inoportunidad: tronando antes con fuerza, se habrían evitado tantos desastres. Cada vez que el fiero Montjuich dice alguna cuchufleta a la ciudad que a sus plantas mora, me acuerdo de usted, Sr. D. Serafín, porque al disparo responde acá con su grave son la señora Tomasa, en la torre de la Catedral, y al oírla me viene a la memoria lo que usted me ha contado de su infantil diversión con otros chicuelos, también sobrinos de canónigo, y me parece que les veo asaltando la torre de la Catedral y sobornando al campanero para que les dejara tocar, y a usted, más travieso que los demás, imponiendo su predilección por tirar del badajo de la Tomasa.

El barrio en que vivimos parece, hasta hoy, protegido por una deidad benéfica, y en él no se han visto escenas de sangre y duelo. Mi gusto de la arqueología y los honores que hago a esta ciencia, más como aficionado devoto que como conocedor inteligente, me ligan a este rincón histórico, que es mi encanto y el único solaz de mis horas tristes: por un lado tengo a la Catedral, de imponente y severa hermosura; a esta otra parte, la plaza del Rey, con el Palacio Mayor y la capilla, donde duermen tantas grandezas. Lo que hablan estas piedras pardas y el silencioso ambiente que las circunda, mejor lo sabe usted que yo, investigador de las edades gloriosas de esta ciudad y de los culminantes hechos de Condes y Reyes.

Pero no es ésta la mejor ocasión para los éxtasis arqueológicos, amigo mío; que la Tomasa sona, y al oírla vuelvo a mis cuidados de cronista. El miedo a un bombardeo de Van-Halen y a otro del propio D. Baldomero, que se da por seguro, ha traído la deserción de todo el vecindario rico. Los caminos que parten de Barcelona por el Norte y por el Sur no tienen espacio para tanta familia fugitiva. Nosotros, si ello no se arregla antes de la venida del Regente, nos iremos a San Feliú de Llobregat, donde nos brinda con espléndido hospedaje nuestro amigo el beato D. Magín Cornellá.

Jueves.

Ya tenemos nueva Junta, en sustitución del areópago de Carsy, quien se ha visto obligado a ceder el puesto a lo mejorcito de la ciudad. Ya ésta respira; en la Junta nueva tiene usted a los Xifré y a los Güell, a los Maluquer y Badía, a los Codina y Arola, personas de fuste, entre las cuales hay no pocos amigos de usted, y alguno que en sus mocedades le acompañó a tocar la Tomasa. Renuévanse las negociaciones, y con ellas la esperanza de que este inmenso lío se arregle por buenas. De muchos sé que si pudieran desbaratar lo hecho, de buen grado volverían al estado anterior al día 15. Muchos liberales, ricos de origen plebeyo, ayudaron a los milicianos y a Carsy por miedo a la solución arancelaria en sentido de favorecer los intereses británicos; pero ya están convencidos de su error, y deploran haber caído en la red que la sagacidad moderada les tendió, presentando en su prensa el problema algodonero con evidente perfidia. Pero estos pobres ricos son la mayor calamidad presente, pues la fe en el sistema liberal se les va mermando en proporción del crecimiento de su peculio, y cuando llegan a poseer millones, ya están en plena desconfianza de la idea, temerosos de que los revolucionarios vengan a quitarles el dinero. Los menos peligrosos de estos señores son los que se cruzan de brazos, entregándose a una neutralidad estéril, sin conservar de liberales más que el vano formulismo y un retrato de Espartero en cualquier aposento de sus casas; los verdaderamente dañosos son los que, en el retroceso que su miedo les impone, no paran hasta tropezar con los arrimados a la Iglesia, y ya les tenemos de manos a boca con la hermandad carlista. El clero, bien lo sabe usted mejor que nadie, recibe con toda clase de carantoñas a estos asustadicos de la idea liberal, que reculan con las talegas a la espalda, y congregándoles junto a sí, les ofrecen cuantos remedios espirituales creen necesarios para la tranquilidad de sus conciencias.

Pues bien: estos liberales de poca fe han contribuido también al enaltecimiento de Carsy, aunque no tanto como los carlistas: aquéllos lo hacían por inocencia, éstos por remover el país, a ver si en una de las vueltas salía otra vez del montón la cara de Carlos V. Unos y otros, incluidos por los beatos, han venido a concordar en un orden de pensamientos que me apresuro a manifestar a usted para su satisfacción. Lo primero: quitar de en medio al Regente ayacucho, pues bien se ha visto que no sirve para nada; lo segundo: creación de nueva Regencia, que ha de ser triple; lo tercero y principal, para en su día: casamiento de Isabel II con el hijo de D. Carlos, y ya tenemos paz duradera. Luis Felipe prestaría su apoyo a la reconciliación de las dos ramas, siempre que a él le dieran la princesita Luisa Fernanda para uno de sus hijos. Siga usted apuntando...

Lunes.

¿Pero no sabe usted, Sr. D. Serafín, con lo que salimos ahora? La Junta de respetables, de que hablábamos ayer, digo, la semana pasada, no ha tenido valor para hacer frente a la situación. ¿Ve usted lo que le he dicho de la timidez y egoísmo de estos ricachos? ¡Qué idea tendrán de la ciudadanía que pretenden ilustrar con sus nombres, y qué casta de amor será el suyo al pueblo en que han labrado su riqueza!

Continuadas las tentativas de arreglo con Van-Halen, ni éste cedía un ápice de sus exigencias, ni los otros aumentaban el canto de un duro en sus concesiones. La Milicia no quería desarmarse, cosa muy natural, y a mayor abundamiento, el bueno de Carsy y sus compinches formaban tres batallones más, con lo peor de cada casa. A esta nueva fuerza dieron sus fundadores el nombre de Tiradores de la Patria; el vulgo la llamó Patulea, y por patuleos respondían los nuevos nacionales, sin ofenderse del tratamiento ni pretender que se lo apearan. Pues aun con esta gentuza anduvo el Capitán General en dimes y diretes, sin decidirse a pegar de firme. En fin, mi querido Socobio, por no cansar a usted con esta menguada historia, que parece el cuento del paso de las cabras, le diré que en pocos días han sucedido Juntas a Juntas. Primero tuvimos la llamada de los Veinticinco, que fue un relámpago; luego, la de los Veintiuno, que también pasó como las rosas; y vino al fin la de los Diez, que hubo de cuajar, ¡gracias a Dios!, y si no hizo todo lo que debía para llegar a la inteligencia con Van-Halen, consiguió matar en flor las glorias de la Patulea. Desarmada ésta, el amigo Carsy se vio solo y sin defensa; y rota en sus manos la estaca de la vil dictadura, fue a esconderse a bordo del bergantín francés Meleagro, donde como a buen amigo le acogieron. Apunte usted, señor escribano.

Miércoles.

Se aproxima el momento supremo, mi señor D. Serafín. Tenemos a Espartero en puerta, decidido a que no se rían de él las Juntas ricas, ni las Juntas pobres, ni la caterva de jamancios, tiradores y patuleas. La Junta de los Diez, ahora de los Once por habérseles agregado Laureano Figuerola como secretario, vuelve del Cuartel general, donde Rodil les ha dicho que no cede sino ante el desarme total. Al notificarlo así a las Comisiones de nacionales, éstos ponen el grito en el Cielo, y declaran que antes que soltar las gloriosas armas, nos darán un nuevo tableau de Numancia, al mágico grito de ¡Honor catalán! ¡Patria y Libertad!

¡Por Cristo, que nos vamos enmendando! Creíamos que expiraba la revolución, y hela aquí renaciendo con mayor vida y pujanza. Aún falta la situación culminante en estas populares tragedias: el manoteo y las coces de los más desalmados, sin ningún freno, grillete ni bozal. Sintetizo las ideas de mi crónica con este juicio, que no ha de ser grato al amigo Socobio: «Los descontentos de Septiembre del 40, los vencidos de Octubre del 41, la emigrada Majestad, inconsolable por su cesantía del poder, son los empresarios de este carnaval. El pueblo crédulo y sencillote, grotescamente engalanado con trapos y caretas republicanas, baila al son que le vienen cantando moderados y carlistas». Ésta es la verdad, que sostengo sin temor a que ningún cristiano pueda rebatirla. El amigo Socobio dirá: «¿Y qué papel hacen en este sangriento carnaval los caballeros del Progreso, sus amigos de usted, Sr. D. Fernando?» Sobreponiendo mi sinceridad y rectitud a todo sentimiento de compañerismo, contesto sin rebozo que si los señores de la moderación se han conducido desde que terminó la guerra como una cuadrilla de hipócritas y tunantes, los caballeros del Progreso están demostrando que son un hato de imbéciles.