Los Ayacuchos/29

De Wikisource, la biblioteca libre.

De D. Fernando a Demetria


Molins de Rey, Diciembre.

Maestra: ¿Cómo escribe un hombre a su mujer cuando de un lado le tiran el deseo y la obligación de la carta, y de otro los graves quehaceres que impiden coger la pluma? Pues garabatea lo sustancial en cuatro términos rapidísimos, y si la señora se amosca, que se amosque. El tiempo me apremia; las horas se me escapan... atajo unos minutos para decirte que, apenas franqueadas las puertas de la ciudad, fui a Barcelona con mi madre, a quien dejé instalada en nuestra casa, gozando de cabal salud. Dios se la conserve. Digo también, con la debida celeridad, que sin perder horas me vine a Esplugas, donde vi a Espartero, y hablamos... naturalmente, de política, declarándome yo el más férvido de los ayacuchos; de Esplugas víneme a Molins de Rey, donde estoy... ¡Ah!, se me olvidaba decirte que me traje a Sabas y a Urrea, y a seis hombres más, a quienes tengo por descendientes de los almogávares que fueron a Constantinopla; tan decididos y arrogantes son, ávidos de gloria, de... Toda mi gente es de a caballo, y como material caballeresco me traigo un coche, un carro, un arsenal de magníficas armas... ¿y qué más?

¿Qué más?... Trae un formidable caudal de esperanzas tu caballero -F.

Del mismo a la misma

Esparraguera, Diciembre.

Mujer: Tampoco en ésta puedo escribirte largo. Con palabra concisa, ¡aleluya mil veces!, te referiré los hechos grandes.

Recibieron hoy los benditos padres de San Quirico una orden del comandante de la fuerza estacionada en Molins de Rey, reclamando, de parte del coronel de Zamora, al coronel retirado D. Santiago Ibero para que prestara declaración en una causa militar... ¿Te interesa saber qué causa era ésta, y de qué formas se había revestido la donosa impostura? No te interesa... ni a mí tampoco. Naturalmente, el portero de San Quirico despidió con cara de palo al mensajero de la Orden, y tres horas después vimos llegar al mismo portón un piquete de soldados con instrucciones tan fieramente ejecutivas, que toda la Congregación anduvo de coronilla, como si ardiera la santa casa por los cuatro costados. Salió el Rector echando venablos; más gordos los echó el Teniente; protestó el primero de que la Congregación no era facciosa, ni allí se había conspirado nunca contra el Progreso ni contra nada; formuló el militar el tercer apercibimiento, declarando que no valían excusas, y que, o se le entregaba por la buena la persona del señor Coronel retirado, o él entre bayonetas la sacaría... y todo esto pronto, pronto, que no iba el hombre dispuesto a gastar tiempo y saliva en ociosas discusiones.

Vieras una hora después al amigo Ibero, entre dos padres, avanzar hacia Molins de Rey a buen paso, conducidos por el piquete como criminales, y viérasme a mí y a Navascués salirles al encuentro en una arboleda situada entre el canal y el río. Se les mandó hacer alto para que tomaran un refrigerio que apercibido tenían mis almogávares; mas no quisieron los curas refrescar, expresando su enojo con displicentes excusas. Llevome Navascués a lo más umbroso de la olmeda, y con donaire socarrón, que no olvidaré nunca, me dijo: «He visto en mi vida, no corta, todas las clases de raptos que a mi entender podían existir. Yo mismo robé a una doncella esquiva el año 32, cuando fuimos a la persecución de bandoleros en la serranía de Ronda; vi en Navarra el hurto de una casada tierna que quería cambiar de dueño, y presencié el rapto de una viuda entrada en años, allá por las Cinco Villas de Aragón; he visto robar niños, por piques entre padres y abuelos; he visto afanar ganado y gallinas; pero no he visto jamás robar un cura, y esto lo veré ahora, que es caso de grande novedad e interés». Respondile que no era sacerdote el caballero sacado de los claustros de Papiol, pues si lo fuera no osara yo cometer pecado tan feo como es el de poner mis manos en persona sagrada. No hacía más que llevármele conmigo lejos de la influencia de los padres, para examinarle a mis anchas el espíritu y la conciencia, y ver si en efecto... No me dejó acabar, y echándose a reír me dijo que le parecía de perlas mi determinación, y que ansioso estaba de ver cómo me desenvolvía yo de aquel delicado negocio. Su mayor gusto sería ponerse a mi lado hasta el fin de la empresa, proporcionándome un rapto sacrílego de los más leves, con ayuda de tropa. Pero esto no podía ser, ni sus deseos de servirme le permitían mayor transgresión de sus deberes. Ya el Ejército me había dado todo el apoyo que podía: en lo restante arreglárame yo como Dios me diese a entender, y él esperaba la función para verla y gozarla desde la barrera. A esto respondí que con lo hecho en favor de mi causa me bastaba, y ya no quería más. Dándole las gracias, le indiqué que podía mandar que se retirase la tropa si era su gusto.

Pasado un rato, y cuando los soldados se perdieron de vista, llegáronse a mí los dos padres que acompañaban a Ibero, y he aquí que me dicen: «¿Se servirá usted explicarnos, caballero, si esta farsa ha concluido y podemos retirarnos?...». Respondí que podían regresar a Papiol, si gustaban; y agarrando a Ibero por un brazo y haciéndole dar un violento paso hacia mí, dije en alta voz, para que los tres se enteraran bien: «Los señores curas se vuelven a su casa, y este caballero seglar se vendrá conmigo». Desprendiéndose de mi mano, Santiago puso el rostro fiero, y con voz turbada declaró que no me seguiría como no le llevaran a rastras. «No te llevaré a rastras, sino en un buen coche que para el caso traigo. Y no te valen protestas, Santiago, ni has de pensar en una resistencia que habría de ser inútil. Tú me conoces: he dicho que te llevaré conmigo, y con decirlo dos veces basta para que no dudes de que conmigo irás». Como ni aun con esto cediera, tuve que subir un poquito el tono: «Teniendo yo la fuerza necesaria para cargar contigo, quiéraslo o no lo quieras, no necesitaré usar de mi superioridad; que no es de caballeros amenazar con el rigor de las armas a hombres indefensos. Pero si necesario fuese apelar a este recurso, por mí no queda... Los señores sacerdotes, que merecen todo mi respeto, pueden irse cuando gusten o quedarse aquí. Tú, Santiago, eres mío, y si no puedo llevarte vivo, entiende que muerto te llevaré.

-¿Y quién te ha dado esa comisión? -dijo el ángel negro con más estupor que furia.

Por un momento no supe qué contestarle. Salí del paso con esta respuesta, que luego tuve por inspirada: «¿Quién me ha dado esa comisión? Pues el juez que ha de juzgarte, Santiago...».

Meternos en disputas habría sido quitar a la acción toda su fuerza. «Ahí tienes el coche -dije a Santiago-. Entra en él sin chistar, y entiende que al menor asomo de resistencia, entrarás atado de pies y manos. Escoge lo que más te agrade».

Miró Santiago en derredor suyo, y viendo que había gente sobrada para realizar mi amenaza, se metió en el coche con rápido impulso, gruñendo: «Contra la fuerza bruta, ¿qué puedo yo? Hazaña es ésta, Sr. D. Fernando, sin maldita gracia, y más propia de bandidos que de caballeros». Los sacerdotes apoyaron con timidez esta airosa protesta. «Júzguenme como quieran», -repliqué yo, más atento al fin que a los medios, y entré en el coche. Desde la ventanilla me despedí de los padres, diciéndoles que a pesar de aquel desafuero no les quería mal, y que la Congregación tendría siempre en mí un diligente protector y amigo. Di la voz de arrear de firme, y con bullanga partieron coche y galera, y los almogávares de a caballo. Alejándonos a toda carrera camino del puente, vi a los dos pobres clérigos como estatuas, no recobrados aún de su estupor medroso.

Pasado el Llobregat al caer de la tarde, seguimos por el camino real sin ningún obstáculo, llamando excesivamente la atención de los payeses de aquellas aldeas, que, picados de curiosidad, nos seguían con los ojos. Parecíamos viajeros de otra edad, señores que caminaban con séquito por país infestado de ladrones, o cuadrilleros que conducían un preso de alta categoría. No tengo espacio para contarte lo que hablamos Santiago y yo desde la captura hasta que llegamos a este pueblo. Ello ha sido como los primeros saludos de arañazos y golpes entre la fiera y el hombre, cuando en la jaula se ven juntos y alargan la una su garra, el otro su mano. Ya lo sabrás cuando a la conversación de hoy pueda añadir otras de más sustanciosa miga.

Diera yo, cara esposa mía, mi mejor caballo por saber ahora qué te ha parecido la forma y los accidentes del rapto cuasi sacrílego que acabas de leer. Pensarás quizás que mi hazaña carece de mérito y no debe ser anotada en los anales de la caballería. Disponiendo yo de la fuerza con exceso, vine a ser un atropellador vulgar, un señorito pudiente de los que con dinero y buenas amistades imponen su capricho a los que de aquellos resortes están privados. No me alabo del lance ni de él abomino, reservándome la crítica para cuando se haga el integral juicio de mi séptimo trabajo, y puedan verse con claridad los afanes y atrevimientos, las sutilezas diplomáticas y los guerreros lances que han de componerlo. Si es hazaña o no es hazaña lo del robo de cura, luego lo veremos, pues se han de juzgar los hechos por los beneficios que producen, y no es justo que maldigamos los medios cuando bendecimos los fines. Doctrina corriente es ésta en nuestra edad, y ya sabemos la fuerza que traen las doctrinas que por lo extendidas debiéramos llamar atmosféricas. La caballería misma, con ser un organismo tan libre y autonómico, en cada época se acomoda al suelo, al ambiente y a la reinante constitución moral.

A ti, que eres mi conciencia y la luz de mi alma, te digo que el acto de arrancar a Santiago de la Instrucción Cristiana no fue un producto espontáneo de esta pobre cabeza mía: me lo inspiró la misma sociedad en que vivimos, y el espectáculo de las violencias a mansalva y de los procederes autoritarios que aquí emplean los hombres para conseguir sus fines. No habría hecho yo lo que hice si la revolución de Barcelona no me hubiese dado ejemplos y enseñanzas de persuasión irresistible. He visto a los poderosos, que ambicionan recobrar el mando que perdieron, emplear la corrupción para ganar a los venales, y la brutalidad para sojuzgar a los incorruptibles; he visto que la ley no es nada, que de ella se burlan los institutos armados como los magnates del orden civil, y que sólo la fuerza y el compadrazgo hacen el papel tutelar que a las leyes corresponde. El que dispone de un poco de fuerza y de la firme adhesión de unos cuantos amigos a quienes halaga y sostiene con obsequios o favores, lo tiene todo, y puede burlarse del derecho ajeno. He visto también a los poderosos que mandan permitir mil atropellos por sostenerse en el puesto de sus satisfechas ambiciones, y consentir la insolencia de los fuertes y el vejamen de los tímidos. Aquí tienes explicado el rapto de Ibero con la filosofía que aprendí en los nefandos motines de Barcelona. Y yo digo: si mis fines son honrados y nobles, ¿qué importa que me haya valido del engaño y la barbarie para realizarlos? ¡Qué sofisterías, dirás tú, se trae ahora mi caballero! Yo respondo, dulce mujer mía, que los que debemos al cielo una buena posición y un apoyo de amistades poderosas, resucitamos, sin quererlo, en nuestra edad de pólvora, las gracias y desgracias de la edad feudal; y naturalmente, al trasplantar la caballería, le imprimimos el carácter de la vida presente, de donde resulta que, teniendo los modernos adalides más afinidad y parentesco con los caciques de salvajes que con los Cides y Bernardos, la Orden que profesamos debe llamarse del Caciquismo antes que de la Caballería. En fin, ¡oh gran Demetria!, que de tejas abajo lo podremos todo, y si no somos felices, será porque de arriba nos venga la contraria.

Que me caigo de sueño... que no puedo más... que las letras que escribo me pinchan los ojos, como lluvia de alfileres... No suelto la pluma sin decirte que vamos bien, que puedes administrar una dosis prudente de esperanzas; y a ti propia ¡oh dulzura y paz de mi vida! te administrarás los veinte mil abrazos, ni uno menos, que en esta carta te manda tu marido -Fernando.