Los Ayacuchos/30
Agotado, con la carta que antecede, el precioso archivo epistolar que a la narración con indudable ventaja sustituía, continúa el relato de los hechos, los cuales rigurosamente se ajustarán a los informes que de palabra y en notas ha transmitido el propio D. Fernando a sus amigos, admiradores y paniaguados. Lo primero que debe decirse, tomando el hilo desde que salieron disparados por el camino real los salteadores y su presa, es que transcurrió más de un cuarto de hora sin que D. Santiago y el Sr. de Calpena se dijeran una palabra. Miraba el uno al campo por el vidrio de la derecha, y el otro por el de la izquierda, viendo cómo se oscurecían los amenos campos al avanzar la noche, y cómo se desleían los risueños colores en las sombras opacas. Ibero exhaló un gran suspiro, como los de D. Quijote cuando encantado le llevaban en el jaulón, y al oírle, arrancose D. Fernando con estas palabras:
«Lo primero que has de decirme es la calidad de tu persona. ¿Cómo he de mirarte, como sacerdote o como caballero?»
Desdeñoso contestó Santiago que le mirase como quisiera, y picado el otro, agregó lo siguiente: «¿Es que has perdido la condición de caballero sin haber adquirido la de sacerdote? Seas lo que fueres, yo no he de soltarte; pero quiero saber si puedo contar con que llevo al lado mío a un caballero.
-Dame armas -replicó el otro-, y podré responderte mejor.
-Pues para eso mismo te lo preguntaba, para darte armas. Tú y yo tenemos que ajustar una cuenta y poner en claro un grave punto de honor. ¿Estás dispuesto a ello?
-¿A romperme el alma contigo? Sí, hombre: ahora mismo. Manda parar el coche. ¡Si habrás creído tú que Santiago Ibero, porque aprende para cura, no tiene ya el corazón donde antes lo tenía! No confundamos, señor mío, cosas con cosas. La religión es la religión, y el honor es el honor, y ningún hombre, aunque sea Papa, debe quedar mal cuando quieren atropellarle...
-Me alegro de oírte hablar del honor. Yo creí que con tantos rezos lo habías olvidado.
-Y te demostraré que es acción vil arrancar a un hombre de sus obligaciones, de sus compromisos y de la vida que es su mayor gusto... Manda, manda parar el coche.
-No, hijo: la satisfacción que tienes que darme, y ello será con las armas si en otra forma no recibo yo tus descargos, ha de ser en lugar y ocasión más oportunos. Por el momento, veo en los dos una gran desigualdad. Tú vienes solo; yo con mis criados. Abusaría de mis ventajas si en este momento saliéramos del coche para ponernos el uno frente al otro, pistola o sable en mano. Comprende que esto no puede ser».
Ibero calló. Viéndole D. Fernando en sombría taciturnidad, que no sabía si era meditación o rezo, no quiso interrumpirle. Llegados a Esparraguera, donde ya tenían apercibido alojamiento, por aviso enviado la noche anterior, tomaron algún descanso; mas éste había de ser corto, porque temía Calpena que los padres de la Instrucción Cristiana instigaran al alcalde de Papiol a tocar a somatén, y mandaran vecinos armados en persecución de los cazadores sacrílegos. Sabas, que venía a ser como un jefe de Estado Mayor, puso centinelas en el camino con la consigna de avisar al menor ruido sospechoso, y esta previsión les permitió dedicar algunas horas a la cena y al sueño. Mientras todos juntos, caballeros y servidores, cenaban en una misma mesa, que tal confusión democrática era muy del gusto de D. Fernando, no pudo éste sacar una palabra del cuerpo a su cautivo; pero notando que comía con gana y que no despreciaba ningún plato, señal de que no le agitaban escrúpulos de penitencia, se alegró mucho, y vio en ello un agüero felicísimo. De rato en rato, Ibero miraba de soslayo a su secuestrador, sin que este pudiera discernir si aquellas ojeadas eran de rencor o de miedo, o significaban un afecto tímido, de esos que no aciertan con la forma de revelarse. El cambio que la falta del bigote determinaba en el rostro del ángel negro, desorientó a Calpena en los estudios de la expresión fisonómica del cautivo. Por momentos creía que era un reverendo cura el que a su lado tenía. Aquella cara no era la otra, la del aguerrido y noble militar: mirarla era como leer un libro mal traducido de nuestro idioma a un idioma extranjero. Poco después de la cena, Ibero reposaba en un camastro y cogía fácilmente el sueño; Calpena escribía... De madrugada salieron en dirección de Igualada.
Desapareció el temor de que los vecinos de Papiol fueran en somatén tras de los fugitivos, y si ello por una parte tranquilizó al Sr. de Calpena, por otra le produjo un vislumbre de desilusión, pues ya se regocijaba imaginando la paliza que los suyos habrían de dar a los payeses, si en efecto hubieran salido a perseguirles. «Más adelante -decía ya lejos del pueblo-, será fácil que nos salgan moscones, y no me alegraré poco, pues habiéndome traído todo este aparato de fuerza ofensiva y defensiva, me gustaría tener ocasión de emplearla». Cansado de la reclusión dentro del coche, dispuso que Sabas ocupara su puesto junto al cautivo, y él montó a caballo, marchando entre los jinetes hasta llegar a Igualada. Tampoco allí les ocurrió contratiempo alguno, fuera de los extremos de curiosidad de los vecinos, que al ver el lucido convoy y los coches, se agolpaban en calles y plazas para gozar de tan extraña y teatral caterva de viajantes. Mientras descansaban en la posada, presentose a D. Fernando el Alcalde con arrogancia de autoridad, y quiso saber qué significaban aquellos coches y aquellos bergantes armados. Mas el caballero, mostrándose altivo y sin ganas de explicaciones, exhibió pasaporte dado por el Capitán General y un refrendo del Cónsul de Francia, con lo cual se le bajó el copete al Alcalde, que se ofreció a prestar al caballero cuantos servicios necesitara.
Ya le iban cargando al Sr. de Calpena las facilidades que en el desarrollo de su aventura se le presentaban, pues él quería que no fueran las cosas tan mansamente, sino que le salieran al encuentro peligros y obstáculos que afrontar, para que quedase bien probado su ánimo valeroso. «Donde menos se piense -decía- saltará la liebre. Tengo por cierto que los padres de la Instrucción Cristiana no me perdonan este bromazo; habrán llevado sus quejas al Obispo, y éste, con perdón, habrá echado los pies por alto para que se me detenga. ¿Quién me asegura que por medio de las señas telegráficas de esas malditas torres no habrán avisado a Cervera o a Lérida, para que me corten el paso y me quiten el contrabando que llevo?» Díjole en esto Sabas que en la soledad y aburrimiento del coche había tirado de la lengua a D. Santiago, el cual le manifestó su curiosidad vivísima de saber adónde le llevaban. El escudero no había contestado en concreto, alegando que no lo sabía. Luego nombró el cautivo a las niñas de Castro, preguntando si estaba concertado el casamiento de las dos o de una sola; y como Sabas le dijese que la señorita Gracia no quería que le hablasen de novios ni de casorios, pues había tomado en aborrecimiento a los hombres, D. Santiago se puso a dar manotadas y a querer tirarse del coche, y afirmó que si el propósito de Calpena era llevarle a La Guardia, antes que consentir en ello se daría la muerte arrojándose en cualquier precipicio, o estrellándose la cabeza contra una piedra. Por la noche, haciendo alto en la Venta del Violín, Ibero dijo al capitán de la cuadrilla que bien podían en aquel lugar solitario solventar la cuestión de honra, internándose sin testigos en un bosque cercano, y rompiéndose tranquilamente la crisma, a la luz de la luna, ya con pistolas, ya con sables.
«De buena gana lo haría -replicó D. Fernando-, que se me hacen años los días que yo tarde en obligarte a confesar tu infamia. Pero es forzoso que esperemos a que te crezca el bigote, para que yo pueda verte en tu ser natural; que tal como estás apenas te reconozco, y si me bato contigo he de creer que me peleo con un cura, lo cual pugna con mis ideas religiosas y turba mi conciencia, como si cometiera un gran sacrilegio. No acabo de convencerme de que eres tú mi amigo Santiago, a quien tanto quise y estimé; ni he de darte la lección de honor mientras no pierdas ese aspecto de clerigacho, incompatible con toda virilidad y toda gallardía de hombre verdadero».
Tembloroso y echando por los ojos lumbre, desahogo de su tremenda ira, dijo Ibero que los pelos de su cara pronto le crecerían, y que si tirando de los cañones con tenacillas pudiera él hacerlos salir y medrar más a priesa, lo haría, aunque la cara se le pusiera como la de un Ecce homo. Pidió luego que se le proporcionara un barbero, pues tenía ya barba de seis días, y afeitado todo el rostro, menos el labio superior, se iría señalando lentamente el bigote. Vino el barbero, y el hombre fue rapado como quiso. Ya se transparentaba el antiguo rostro sobre las sombras desvanecidas del cariz eclesiástico, y en cada parada pedía Ibero espejos donde mirarse y hacer examen atento de la gradual resurrección de su mostacho. Un día después, metidos los dos caballeros en el coche, entre Cervera y Bellpuig, habló el cautivo con mayor desembarazo, y todo lo que dijo se resume en esta manifestación de sus dudas: «Puesto que hemos de esperar a que yo me componga la cara para sacudirnos el polvo, mientras eso llega, bueno será que me des a conocer el punto de honor por que nos batiremos, pues en conciencia no te he causado a ti la menor ofensa; y si es que vienes por delegación de otras personas, sepa yo qué personas son y en qué las ofendí.
En este terreno quería verle D. Fernando, y se agarró a la ocasión para sacar de ella todo el provecho posible. Díjole que no era propio de un caballero el acto de cortar sus honestas relaciones con la señorita de Castro, tan sin motivo ni oportunidad, constándole como le constaba el amor puro, la ardiente fe de la pobre niña. Se había conducido como un lacayo, como un hombre sin principios, como un rufián, y esto no podía quedar sin castigo. No tenían las señoritas de Castro en su familia un hombre a quien fiar el encargo de tomar reparación de tal agravio; pero concertada ya la unión de Demetria con D. Fernando, éste se consideraba ya como de la familia, y su presunta mujer le había dado la misión de castigar la villana burla.
Oído esto por Ibero, se le inmutó el rostro, y con grave acento dijo al que fue su amigo: «Podrá la religión haberme desfigurado el rostro, el habla, los ademanes, la ropa; pero me ha traído un bien muy grande, y es que ha fortalecido mi conciencia, y me ha dado el valor de confesar mis faltas, mis yerros, mis delitos, si así quieres llamarlos. Todo lo que has dicho de mi infamia en el caso de Gracia es verdad: lo reconozco. No es esto motivo de batirnos, pues lo que llaman Juicio de Dios, cualquiera que fuese su resultado, a ti no te daría más razón contra mí, ni a mí me aliviaría del peso de mi culpa. Ya ves si soy sincero: confesado por mí el mal que hice, no veo motivo de riña en duelo, sino de castigo... Venga el castigo: yo lo acepto de Dios por ser Dios, y de ti por pertenecer ya, como dices, a la familia de Castro-Amézaga».
Siguió a esto una pausa que bien podría llamarse solemne. Sintió D. Fernando impulsos muy vivos de abrazar a su amigo; mas aún faltaban no pocas explicaciones para llegar a los actos de ternura. El primero que rompió el silencio fue Santiago, con estas palabras: «De ti recibiré el escarmiento. Puedes tomar una de dos determinaciones: o quitarme la vida, tirándome por una barranquera, para que no quede rastro de mí en los caminos, o mandarme otra vez a mi refugio de la Instrucción Cristiana...Con que ya lo sabes... o muerte o religión... que casi viene a ser lo mismo...». Tan confuso estaba el otro caballero, que tardó un mediano rato en contestar: «Pues digo que ni religión ni muerte, que son en verdad cosas bien distintas. Un verdadero creyente debe decir: «Religión, vida». La muerte es el pecado, el deshonor... Por de pronto declárate mi esclavo, y yo haré de ti lo que crea más conveniente para tu alma, y para poder llevar a mi familia (por tal la tengo) las seguridades de que la injuria que le hiciste está ya desagraviada». Llevó luego D. Fernando la conversación a otros asuntos, queriendo asegurarse de la firmeza del juicio de su amigo, y oyéndole se confirmaba en que no padecía la menor alteración cerebral: el hombre deshecho se restauraba notoriamente en todo el esplendor de sus nobles cualidades.
Al salir de Bellpuig para Lérida, en una tarde serena y brumosa, dijo Ibero a su señor que le molestaba la inacción dentro del coche, y el entumecimiento producido por el frío. Desde que empezó la caminata, vivísimas ganas de montar a caballo le atormentaban. Si D. Fernando no veía en ello inconveniente, permitiérale echar una cana al aire, cabalgando un buen trecho. Como acogiese el caballero con finas reservas la proposición, picose la dignidad del otro: Qué, ¿temes que me escape? Yo te doy mi palabra de honor de que no me separaré de la partida. ¿Crees en ella, crees en mi palabra?
-Creo en ella como en el Evangelio, Santiago, -dijo D. Fernando con espontaneidad generosa; y al punto determinó que Ibero montara el caballo de Sabas, lo que fue tan grato para el cautivo, que se entretuvo un rato en hacer piruetas, maravillando a todos con sus destrezas en la equitación. Era un chiquillo a quien devuelven el juguete de que ha sido privado en castigo de sus travesuras. No cabía en su pellejo de orgullo y alegría, y se recreaba en ver cómo iban acentuándose los signos de su resurrección.