Los Ayacuchos/31
Distraídos en vago coloquio, marchaban los dos caballeros a vanguardia de la escolta y coches, conservando distancia como de medio tiro de fusil, y de improviso, por fácil transición, D. Fernando fue a parar a lo siguiente: «No te valen tus artificios para desvirtuar tu historia en los últimos meses, Santiago. Es ridículo que con tantas reservas quieras tapar sucesos que casi son del dominio público. ¿Qué me das si te cuento todo el argumento del drama que te ha traído a esta situación, drama que tú creías desenlazado, y ahora resulta que vengo yo a ponerle un epílogo?... No me interrumpas, canastos, que no he de callar aunque me lo pidas de rodillas... A principios del 42, cuando volviste de Vitoria enfermo y medio trastornado de la impresión que te dejó el fusilamiento de tu amigo Montes de Oca, fuiste a caer de nuevo en la jurisdicción de la Milagro, a quien encontraste hecha una santa, deteriorada su belleza con el llorar continuo, y no pensando más que en soledades, amarguras y penitencias. No tardaste en hacerle el dúo, que nada es tan contagioso como estas enfermedades de la sanidad en las almas apasionadas y soñadoras. Pero el diablo, que con más diligencia se mete allí donde no le llaman, se metió entre vosotros, y tanto hizo el maldito, que de la noche a la mañana, atizando candela en vuestros corazones, convirtió vuestro misticismo en amor, y he aquí que mis dos santos, Santiago y Rafaela, ven más fácil, cómodo y seguro irse derechos al matrimonio que a la canonización. Rafaelita era ya viuda.
-Te diré... Es preciso que comprendas...
-Cállate y déjame acabar. De aquella fecha data tu gran delito de despreciar a Gracia, y manifestárselo en una carta que fue como un rayo para la pobre niña...
-Pero has de añadir que yo... Escucha.
-Ya... ya veo por dónde quieres salir. Puede que estés en lo cierto si sostienes ahora que no habías dejado de querer a Gracia con puro, con ideal cariño; que tu apego a la Milagro era una fascinación, una... Palabras mil hay para expresar esto; pero me las callo ahora por no atormentarte. Doy de barato que así fue. Si pudo en ti la fascinación de Rafaela más que el amor dulce y honesto de la niña de Castro, probaste que eras un hombre sin consistencia ni reflexión, de sentimientos volubles, a merced del primero que llegara y los quisiera coger.
-Todas las cosas tienen su doble fondo, Fernando; yo te aseguro...
-No asegures nada, y convéncete de que, con doble o con sencillo fondo, no hay acción mala que no tenga su escarmiento, y el tuyo fue de los más salados. Al volver de Valencia, adonde te mandó Espartero con una engorrosa comisión, hallaste una novedad terrorífica: la Perita en dulce había catequizado en toda regla, para convertirle a la religión del matrimonio, al pobrecito Federico Nieto y Angulo: los muchachos de mi tiempo le llamábamos Don Frenético, y nadie le conoce en Madrid por otro nombre. Es un cuitado ese joven, honradote, de buena posición, elegante, con un barniz parisiense que le hace parecer lo que no es. Su carácter se pinta con decir que se dejó cazar con liga por la Milagro... Que ésta no tiene un pelo de tonta, bien a la vista está. La niña se pierde de vista: sabe hacer santos y maridos. Total: que a la semana de llegar tú a Madrid de la comisión de Valencia se casaron en tus barbas...
-¿Acabarás de una vez? -dijo Ibero nervioso, apretando las quijadas y haciendo encabritar al caballo.
-Ya concluyo. Tu desesperación fue un furibundo pataleo romántico. Dos caminos tenías: matarlos a los dos o hacerte clérigo. A ellos les convenía más lo segundo, naturalmente, y tú hacías una obra de caridad quitándote de en medio... Ignoro si sabes que La Frenética (nadie le quitará ya este nombre) se porta bien, y cuantos la conocen hoy elogian su buena conducta... ¿Quieres más noticias?
-No quiero sino que te calles -dijo Ibero marchando al paso-. Ya me está cargando tu demasiado conocimiento de esas miserias...
-El casorio de la Perita fue para ti como el canto del gallo para San Pedro: la voz de tu delito y el aviso de tu conciencia. Entonces te acordaste de la divina Gracia, a quien habías ofendido y negado, y dijiste...
-Yo no dije nada, Fernando.
-Dijiste... «Señor, que me trague la tierra, pues soy el mayor imbécil que criaste... Desprecié la vida por la muerte, y ahora...».
-¡Que no dije eso, hombre!...
-Pero ya no podías volverte atrás. Conocedor de tu falta, y teniéndola por irreparable, te condenaste al presidio de la vida eclesiástica, único reparo posible... Tu dignidad no te permitía volver el rostro hacia las niñas de Castro, porque te exponías a que la ofendida y su hermana te lo escupieran.
-Y habrían hecho muy bien -afirmó Santiago, acometido de una hilaridad que parecía epiléptica y que terminó con formidable terno.
-Huido, muerto de vergüenza, menospreciado de ti mismo, te retiraste a la Instrucción Cristiana, digno cementerio de tus despojos, pobre Santiago... Pero Dios tuvo piedad de ti, y no queriendo darte ni el amor ni la felicidad, porque nada de esto merecías, te dio una firme vocación, y con ella te salvaste, y con ella te redimiste... ¿Verdad que tu vocación es intensísima, irrevocable, arrebato ardiente del alma?...
-Si sabes que lo es -dijo Santiago displicente, casi grosero-, ¿para qué me lo preguntas?...
-Creo en tu inquebrantable unión con la Santa Iglesia, y porque la creo me determino a confiarte una idea mía, que creo será de tu agrado...».
En esto vieron aparecer por una revuelta del camino un grupo de gente, que no distinguían bien por haberse venido encima la noche, arrojando pesadas sombras sobre la tierra. Por el ruido, más que por la vista, se percataron de que eran militares, y detuvieron el paso, hasta que, viéndoseles ya cerca, oyeron el quién vive.
-¡Ayacuchos! -contestó D. Fernando con firme voz. En este punto, el carruaje y coche con la escolta de almogávares avanzaban y detrás de los caballeros se detenían. Adelantose el jefe de la tropa, y dijo con sorna: ¿Con que ayacuchos? Ahora lo veremos. Eh... registrarme pronto ese coche y toda la carga del carro.
-Mi coche y equipaje no se registran -dijo D. Fernando con toda la serenidad del mundo.
-¿Que no se registran? ¿Y quién lo prohíbe?
-Yo... Lo más que puedo hacer en obsequio de usted es enseñarle el pasaporte y salvoconducto que llevo del general Van-Halen para viajar por estas tierras o por otras, en la forma que me dé la gana.
-Ya no es Van-Halen Capitán General de Cataluña: lo es el general Seoane.
-Eso no quita validez a mis papeles.
-Ni a mí la facultad de hacer el registro. No es la primera vez que los contrabandistas que detengo contestan como usted: ¡Ayacuchos!, creyendo que esa palabra es la bula de Meco.
-No traemos contrabando. Basta que yo lo diga -afirmó Calpena, parando el caballo al frente de los suyos, en actitud no muy tranquilizadora. Con rápida observación midió las fuerzas del adversario, que eran como de quince hombres; ávido de acometer algún lance peligroso que diera resonancia y honor a su trabajo; comparadas mentalmente sus fuerzas con las del enemigo, se determinó a sentarle la mano. Ya estaban en alto las armas, ya sonaban los primeros gritos de guerra, cuando con un fuerte bote de su caballo, se abalanzó Ibero, y encarándose con el oficial, le gritó: «Nicasio Pulpis, convenido de Vergara, hoy teniente de la primera división de Zurbano, mira lo que haces; respeta la dignidad de este caballero, pues de lo contrario yo, él y yo mejor dicho, con la gente que llevamos, os arrimaremos tan fuerte palizón, que de los hombres que mandas no quedará uno para contarlo».
Conociole el oficial por la voz, y acercándose más para verle el rostro, rompió en esta exclamación: «Por los ajos de Corella, que o yo estoy loco, o es usted el coronel Ibero... En su cara encuentro una novedad... ¿El que veo es D. Santiago, ri-Dios, o un cura que se le parece?
-¡Santiago soy, por los caños de Borja!
-Ahora recuerdo... Se dijo que entraba usted en el sacerdocio. ¿Es cura, ajo de Corella?
-No soy cura -contestó recordando un dicho baturro-, que soy hombre, tan hombre como mi abuela, y eso que era mujerona, ¡maño!»
Soltaron todos la risa, y ya nadie pensó en batirse. «Eche acá esos cinco, D. Santiago -dijo Pulpis-, y dispénsenme todos.
-Este caballero es de los más ilustres del Reino, y ha obrado como tal oponiéndose a que le registres... Ya entiendo: estás en las columnas que persiguen el contrabando.
-Sí, señor; y no hay vida más perra que esta del resguardo. D. Martín nos tiene dicho que registremos a todo el mundo, sin exceptuar a obispos y monjas... Y son tan mañeros los contrabandistas de verdad, que cuando les echo el alto, responden: ¡Ayacuchos! Han tomado ese tranquillo... ¡mañeros!
-Ya que somos amigos -declaró D. Fernando-, diré al Sr. Pulpis que me dispense si tomé tan a lo vivo lo del registro. No llevo ni una brizna de contrabando. Si quiere volver atrás, pues la noche viene fría y Lérida no debe de estar lejos, le convido a que allá refresquemos todos, su tropa y la mía, y charlemos un rato».
Agradeció Pulpis la fineza; mas no pudo aceptarla, pues tenía órdenes de pernoctar en Bel-lloc, que sólo distaba ya media legua. De nuevo apretó las manos de Santiago, diciendo: «Me alegro de que no sea usted cura, mi Coronel. Ya sus amigos le hacíamos obispo lo menos»; y con estas y otras expresiones de cordialidad se despidieron, y cada cual tomó su camino, siguiendo D. Fernando y su gente hacia Lérida, que sólo legua y media distaba ya.
El frío arreciaba espantosamente, anunciando nevada próxima, y los dos caballeros buscaron el abrigo del coche, donde continuaron la conversación que el encuentro con Pulpis habíales interrumpido en lo más interesante.
-Está de Dios -dijo Calpena-, que resulten fallidos mis deseos de armar camorra con alguien en estos caminos.
-A mí también me pide el cuerpo un poco de jarana. No sé qué tengo... Me pegaría con el primero que en algo me contradijese... Pero vamos a lo nuestro. Cuando apareció la fuerza de Pulpis decías que ibas a revelarme el porqué de esta situación mía, en conformidad de prisionero, de loco o de encantado...
-A eso voy. Convencido de que tu vocación es inquebrantable, no siendo ya posible que yo te pida la reparación consabida, porque sería someter a prueba muy dura tu conciencia, se me ocurre que debo llevarte conmigo a La Guardia, adonde yo voy...
-¡Fernando!... ¡Por los ajos de Cristo... o de Corella!... -exclamó Ibero desconcertado y casi furioso-. No me hables de que yo vaya a La Guardia, pues desde ahora te digo que sólo haciéndome picadillo podrías llevarme... ¡En La Guardia yo! ¿Crees que he perdido la vergüenza? ¿Crees que esta cara puede presentarse allí sin que se vuelva una máscara de fuego?... Tú estás demente o quieres martirizarme.
-Déjame seguir, hombre, y no te sulfures. Cierto que si las cosas estuvieran allá como tú supones, razón habría para que antes te arrancaras los ojos que mirar con ellos a las niñas de Castro. Pero verás lo que pasa: Gracia padeció grandes amarguras por tu desprecio; vino tras el dolor la resignación, luego el olvido de tu falta... Tanto ella como su hermana recibieron de Dios la facultad de ahogar los agravios en el perdón, que es gran virtud. Pero hay más: pasados meses desde el día terrible en que la heriste, la infeliz joven comenzó a sentir anhelos de vida religiosa, y esto fue ganando tal espacio en su espíritu, que rápidamente llegó a la más pura exaltación de la piedad. El mundo había concluido para ella. Dios la llamaba, ofreciéndole el consuelo único, que es la verdad eterna. Ya la tienes en brazos de Dios, o poco menos, porque todo lo ha dispuesto para entrar en las Huelgas de Burgos, y sólo espera mi llegada para despedirse de la familia y realizar su santo propósito. Su fe es tan ardiente y viva, que cuantos la oyen se quedan maravillados, y creo que si estuviéramos en otros tiempos, la canonización de Gracia sería segura. Hasta se ha dicho que hace milagros, y Navarridas lo asegura y da testimonio de ellos. Yo, la verdad, no los he visto; pero me inclino a creer que algo hay...
-Pues yo -dijo Ibero turbado, inquietísimo-, no los creería mientras no los viera... Por lo demás, siempre tuve a Gracia por criatura celestial, más digna de Dios que del hombre.
-A eso voy... Ha sido un gran bien que dejaras a Gracia, para que así luzca más espléndidamente su excelsa virtud. Yo me la figuro como otra mujer cualquiera, casada, cargada de chiquillos, y ya no es la hermosa figura de santa que ahora nos causa tanto asombro. Conviene, pues, que vengas conmigo, y así se cumplen dos elevados objetos: que tú admires su mística perfección, y que ella se extasíe en admirar la tuya. Sois tal para cual, dos nobles espíritus purificados por la adversidad, que derramarán uno sobre otro la luz que han recibido...
-Voy creyendo -dijo Santiago, descompuesto y nervioso-, que te burlas de mí, y esto no lo tolero, Fernando, no lo tolero... ¡Por los ajos de... por Dios, no abuses...». Me robaste, me traes aquí prisionero, y encima te chanceas...!
-Si no es burla, tonto... Te digo la verdad. ¿Y no sería el más bello complemento del cuadro que tú cantaras misa en Burgos el mismo día de la profesión de Gracia, y que...?
-¡Que te calles! -gritó Ibero furioso, abriendo la portezuela-. Que te calles, o me tiro al camino para que las ruedas me pasen por el cuerpo y me acaben de una vez... Yo no voy a La Guardia... Me llevarás muerto; vivo, no... Si profesa, buen provecho le haga... Suéltame, Fernando; suéltame, por Dios, y déjame volver con los mañeros Padres... Eso si no quieres matarme aquí mismo, que sería lo más cristiano, lo más humano...