Los Ayacuchos/35

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Fluctuando entre risueñas ilusiones y angustiosos recelos, iba D. Santiago por el camino real que, bordeando la derecha margen del Ebro, enlaza la metrópoli de Aragón con la Ribera de Navarra y con la feraz Rioja. En la Venta de Pepe, a dos leguas de Alagón, donde la partida hizo alto para el necesario repuesto de piensos y comidas, la locuacidad del señor Coronel revelaba una grande expansión de su espíritu. Entre las peregrinas cosas que dijo a su compañero de caballería, la siguiente fue del orden más utilitario: «A ti y a mí se nos ha olvidado un detallito muy importante. Muy lejos ya de las austeridades de Papiol, paréceme que eso del voto de pobreza no reza conmigo. Dígolo, mi querido Fernando, porque ya no tengo idea de lo que es un duro, ni un real, ni un maravedí. Creo que debes completar tu obra de regeneración prestándome algún dinero, para que yo no vaya por estos caminos como un pelagatos de mucha facha y poca enjundia. Ten entendido que no pasaré más allá de Logroño sin hacerme toda la ropa de paisano que requiere mi posición social. Los trapitos de Papiol los dimos a un pobre; pero ahora resulto yo más pobre que San Francisco, y de nada me vale tener en Samaniego un lucido acopio de mis rentas. Yo lo destinaba, puedes suponerlo, al fomento de la Instrucción Cristiana; pero... están verdes. Lo dividiré en dos partes: una para mí, otra para la Virgen del Pilar... Con que, ten entrañas caritativas, hombre, y compadécete de este humillado caballero.

Soltando la risa, reconoció Calpena su descuido en materia tan importante, y le dijo que no necesitaba pedir dinero, sino tomarlo del bolsón de Sabas, que era el intendente y cajero de la partida. Todos los bienes de ésta eran comunes, comunes los peligros y venturas, y si el parné se les acababa, practicarían el latrocinio, como galanes bandoleros. Viéndose con tan amplias licencias, poco tardó Santiago en hacer abundante provisión de metálico: cambió en la primera parada onzas en duros y éstos en plata menuda y cuartos, y era una mano rota para dar limosnas a cuantos pobres le salían en el camino. Venían en enjambres, en cuadrillas, en invasoras tribus. El Luceni y Gallur, en Pedrola y Mallén, fue grande el remedio de necesidades y el socorro de gandules pedigüeños. A cuantos clérigos veía, daba Ibero ración de plata para los feligreses pobres de sus parroquias, o para monjas que padeciesen hambre y escaseces, y más habría repartido a no andar Sabas tras él echando recortes a su espléndida caridad... Por cierto que al paso por Tudela, Alfaro y Aldea Nueva, notó Santiago que no parecía por ninguna parte la mesnada de los Tacaños de Cintruénigo, que, según lo dicho por D. Fernando, les acechaba en aquellas encrucijadas para embestir con la bandera de Cristina al valiente escuadrón ayacucho. Las risas de Calpena confirmaron a Santiago en lo que ya sospechaba, esto es, que lo de los Tacaños era uno de tantos artificios ingeniosos para llevarle el genio y conducir más fácilmente su espíritu a la regeneración deseada. Insistió Ibero en que su amigo aclarara por completo sus planes, poniendo el asunto en los términos de la más severa verdad; mas no quiso el jefe de la partida correr todo el velo de golpe, y poquito a poco lo hacía, llegando al total descubrimiento en Logroño, donde se determinó que el descanso no sería muy breve.

Alojados en el mismo posadón donde estuvo D. Fernando en los días de sus visitas a Espartero, aprovechaban el tiempo en abastecerse de todo, entre sastres, zapateros y costureras de ropa blanca. La segunda noche que allí pasaron, no pudiendo ya el ángel negro contener sus ansias de poseer la verdad, pidió a su amigo el favor de la franqueza. «Por nuestras últimas conversaciones en Alfaro y en Calahorra, he comprendido que desde que me cogiste en Molins de Rey has venido usando diferentes caretas que traías para este viaje. En Lérida y Zaragoza arrojaste las que más disfrazaban tu rostro; pero todavía te pones alguna que, aunque de las más claras, quisiera ver desechada también. Ya con tu compañía de tal modo se me va despejando el caletre, que las cosas que me presentaste como verdades se me antojan grandes desatinos. Déjate, pues, de ficciones, y tenme al corriente de todo, sea lo que fuere. He dado en creer que la noticia del arrebato místico de Gracia y de su monjío es un embuste más, y que aquella divina mujer, agraviada por mí en un momento de ofuscación, es tan santa como yo y como mi abuela. A Gracia no le ha tirado nunca la Iglesia. Si he de decirte la verdad, cuando me contabas lo de su extremada perfección yo no acababa de creerlo, y para entre mí, muy para entre mí, decía: «ésta no cuela, Fernandito...». ¿Me equivoco?

-¿Qué has de equivocarte, si estás hablando como la misma razón? -replicó Calpena-. Ni Gracia es santa, ni beata, ni nada de eso, sino una mujercita excelente, delicada, enfermiza, tierna, piadosa de amor, sin más debilidad que quererte como una simple, ni otro deseo que ver entrar por la puerta de su casa al bruto de Santiago Ibero para decirle...

-¿Qué?... ¡Aclárate pronto, por los benditos ajos de Corella!

-Que todo aquel agravio no es más que una broma, que el perdonar es la mayor gloria del corazón de la mujer, y que si tú eres caballero, ella será tu señora, y os casaréis como unos benditos tontos...

Acometido Santiago de una emoción que empezó manifestándose con los tonos más vivos de su altivez, se cuadró delante de su tirano libertador, y le dijo: «Mira, Fernando, que si me engañas de nuevo, no tienes perdón de Dios... No puedo, no, resignarme más tiempo a que juegues conmigo, primero con mi voluntad, después con mi corazón... Pero no; tú no puedes ser un farsante... Dime toda la verdad: entre Demetria y tú os traéis alguna gran intriga contra mí, digo, contra mí no, sino en provecho mío y de toda la familia... ¿Acierto?

-Te mostraré todas las cartas de Demetria -dijo D. Fernando sacándolas de la maleta en que su tesoro guardaba-: lee y entérate... Verás los móviles de toda esta comedia que he tenido que representar para hacerte nuestro y restablecerte en tu primera condición; verás también el tristísimo estado de salud, de mortal desconsuelo, a que ha venido la pobre Gracia por tu culpa, y la obligación que te impuso Dios de devolverle la salud y la vida... Toma, hijo... ahí lo tienes todo: ya para ti no hay secretos. Te dejo, para que a tus anchas leas, sientas y medites».

Salió Calpena, dejando en sus manos el papelorio, y se fue a ultimar la compra de diferentes prendas de vestir para los dos caballeros, y principalmente para Santiago. Al regresar a la posada encontró a éste abrumado en un sillón ante la mesa, la cabeza en ambas manos sostenida. Las cartas estaban en dos montoncitos, uno de los cuales parecía intacto. «¿Has leído? -preguntó al Coronel.

-Todo no -replicó éste, encarando hacia el amigo su demudada faz-; pero sí lo bastante para conocer lo que ignoraba... También te digo que no es muy nuevo para mí lo que dicen las cartas; yo lo sospechaba... En Papiol, más de cuatro noches soñé todo esto.

-Y leído el protocolo, ¿qué piensas, qué sientes?

-Que Gracia es señora tan alta, tan hermosa por su constancia y su perdón, que ahora me entra a mí el furor de ser digno de tal dama. De tu Demetria no puedo decirte sino que mujer no me parece. Te casas con el Padre Eterno.

-Motivos tienes para estar contento, y te veo triste.

-Triste de puro alegre, y medroso de tanto bien. Ahora doy en pensar que llegaremos tarde... o que estoy soñando, que la felicidad para que sea cierta... No pueden trocarse tan fácilmente y por arte mágico los males en bienes... Dime tú: ¿no podríamos seguir nuestro viaje con el vuelo de las águilas? Salgamos ahora mismo; no perdamos una hora, ni un minuto... ¿Llegaremos tú y yo a La Guardia? ¿No se abrirá la tierra en el camino y nos tragará? ¿Veremos, tú a Demetria, yo a Gracia, los dos a las dos... vivas, gozosas de vernos, más gozosas aún de ser nuestras mujeres?»