Los Ayacuchos/36

De Wikisource, la biblioteca libre.

Antes de salir de Logroño, fue asaltado D. Fernando de ideas tétricas. Recapitulando en su memoria los incidentes de la captura de Ibero y el largo viaje, se decía: «Este séptimo trabajo que mi mujer me impuso ha resultado tan fácil, que debemos dudar de su desenlace lisonjero. No he tenido que afrontar peligros, ni que dar batallas, ni que vencer obstáculos serios de la Naturaleza y de los demás hombres. Si después de tantas felicidades, llegáramos al fin del trabajo viendo realizado todo lo que apetecíamos, se alteraría el orden natural de las cosas humanas. Me apoderé de Santiago con la más tonta y rudimentaria de las maniobras; nadie me persiguió; ningún impedimento me ocasionó molestias; fácilmente también vi al pobre enfermo del alma renacer a la vida y a la razón, declarándome sus errores y disponiéndose a enmendarlos. En fin, que el hombre fue mío, y pude modelarlo entre mis dedos y hacer de él lo que a los planes de Demetria y míos conviene. La protección del Cielo ha sido bien manifiesta desde que emprendí el trabajo hasta la presente hora. En lo que falta, es forzoso que algo adverso sobrevenga, pues no hay ejemplo de que las empresas humanas sean en su totalidad tan a gusto del que las acomete. En esta mi aventura, que no merece tal nombre, todo ha sido caminos llanos, todo claridad, y tienen que venir veredas tortuosas y sombras tristes... Es inevitable, de todo punto inevitable, pues así está escrito en los libros del Destino, y la religión también nos lo enseña... Me causa miedo el cúmulo de chiripas que han marcado uno tras otro los días de mi expedición. A remachar tanta ventura vienen las cartas aquí recibidas: informada Gracia de que su hombre ha resurgido y es el mismo de los buenos días de sus amores, de que le llevo conmigo y vamos tan contentos a casarnos, cada uno con la suya, se ha curado de todos sus males, y no tiene ya más enfermedad que la manía de contar las horas que faltan para nuestra llegada... No, no; tanta dicha es imposible. Vería yo más lógica en el destino de los cuatro si al aproximarnos a Samaniego (adonde Demetria nos manda ir), supiéramos que Gracia había caído con calenturas, o que había ocurrido un incendio en la casa de La Guardia... salvándose todos, por supuesto. También sería lógico que mi cautivo, próximo al fin de nuestras ansias, se cayera del caballo y se descalabrara... Con estos contrapesos de las facilidades y dulzuras del viaje, podría yo esperar un éxito dudoso, agridulce; con tantas venturas y todo tan ordenadito, no puedo creer sino que algún golpe nos espera, y alguna desazón muy gorda nos prepara la Providencia, el Acaso, Dios, en fin; pues si no, habría que suponer alteradas, en provecho nuestro, las leyes de la vida, que ordenan la contraposición y enclavijado de males y bienes. Tiene que ocurrir algo malo: lo que será, no lo sé. Tal vez que al vadear el Ebro nos ahoguemos Santiago y yo... que a Gracia la muerda un perro rabioso... o que... vamos, que Demetria se dé un pinchazo en un ojo con las agujas de hacer media, y se me quede tuerta... o que a mí me salga un grano en la nariz que me ponga como un adefesio...».

Semejantes eran en pesimismo y sombrío recelo los pensamientos de Santiago, a quien la contemplación de tantas dichas inspiraba la angustiosa sospecha de terribles desastres. En la posada de Fuenmayor dormían los dos, en sendos camastros, distantes uno de otro como dos varas, cuando despertó Ibero con fuertes voces: «Fernando, Fernando, ¿duermes? Despierta, y dime si lo que veo es realidad o sueño... Me muero de congoja... Escucha: he soñado lo más horrible, lo más espantoso que puedes figurarte. ¡Se ha muerto Demetria!

-¿Cuándo?... ¿De qué muerte? -dijo Calpena saltando en el lecho y poniéndose de rodillas.

-Esta noche... de muerte repentina... un ataque al corazón... lo mismo, Fernando, lo mismo de que murió su mamá... lo he visto, lo he visto... No es la primera vez que un sueño me ha revelado sucesos reales... tristísimos, ¡ay!

-Pues yo -dijo el otro con voz cavernosa-, cuando me despertaste con tus gritos, soñaba que se había muerto Gracia.

-¡Las dos muertas! Eso no puede ser; sería demasiado... ¡Pero quién sabe!... Quizás la una muriese del dolor de ver expirar a la otra... Es lógico.

-Serenémonos -dijo Calpena-. Cierto que podrá ser. ¿Sabes lo que se me ocurre?

-Lo que a mí: levantarnos, pasar el Ebro. Al amanecer estaremos en La Guardia.

-Eso no: Demetria y Gracia nos mandan ir a Samaniego.

-¡Pero si se han muerto!...

-En este caso, si Dios ha llamado a sí a nuestras mujeres, vamos al Ebro, no para pasarlo, sino para ahogarnos en él... Lo que se me ha ocurrido es mandar un propio...

-Sí, que vaya un propio... Me levantaré; no puedo dormir. Que salga Sabas inmediatamente. Imposible vivir en esta inquietud. Queremos saber si viven y están buenas.

-Irá Urrea. A Sabas le necesitamos al lado nuestro. Si he de decirte la verdad, buen Santiago, aunque estoy persuadido de que no llegaremos al término de nuestro viaje sin que nos ocurra una desgracia, no pienso que ésta sea tan grande como el fallecimiento repentino de nuestras esposas.

-Dios te oiga. Y dime: en tu sueño, ¿de qué muerte moría mi adorada Gracia?

-De la mordedura de un perro rabioso.

-¡Por los ajos de Corella! -exclamó Ibero, sentado ya en el camastro, dándose un puñetazo en la rodilla-. Eso mismo pensaba yo ayer tarde, y a todo perro que veía le arreaba un fuerte latigazo... Pues tú dirás lo que quieras, pero yo no estoy tranquilo.

-Ea, tengamos juicio: el mal que ha de venir... porque, eso sí, tiene que venir... no puede ser tan extraordinario... Y puesto que el dormir es imposible, y no hay descanso para nosotros, salgamos a pasearnos por el pueblo en la deliciosa oscuridad... Pero no, ¡demonio!: hace un frío horroroso, y no tendría maldita gracia que cogiéramos una pulmonía.

-Lo que yo haré será aguardar un poco, y al toque de alba me salgo, me meto en la iglesia mayor... Algo tengo que hacer allí. Miremos al cielo, Fernando, en esta ocasión crítica. Si los sueños que hemos tenido no son verdad, pueden serlo, o tal vez se nos preparen sorpresas menos terroríficas... Déjame a mí. Seamos buenos cristianos.

Bajó Fernando a poner en planta a su gente, y antes de que apuntara el día dirigiose Santiago a la parroquia, palpando paredes, que no era posible de otro modo recorrer las empinadas, tenebrosas y retorcidas calles de Fuenmayor, hasta dar con la plaza. Sin su conocimiento de la topografía del pueblo, fácil habría sido que a la mitad del camino quedara el Coronel perniquebrado y maltrecho; y fue lo peor que llegando por fin al término de su atrevido viaje, encontrara cerrada la puerta de la iglesia. Requiriendo su capote, arrimose al muro y esperó; a poco llegaron dos beatas pobres, de las que acuden a la primera misa, y se maravillaron de verle, y aun se persignaron creyendo que era el diablo en traje de cristiano militar. Dioles él limosna, que tomaron agradecidas, y en esto sintió voces que desde lo profundo de un callejón frontero le llamaban. Claramente oyó: «Santiago, Santiago, ¿dónde demonios estás?» Gran susto le causaron aquellas voces; mas luego conoció que era Calpena quien las daba, y viéndole aparecer en compañía de Urrea, avanzó a su encuentro.

-¿Qué haces aquí? -le dijo su amigo-. Déjate ahora de rezos; no importunes a las potencias celestiales, que sin duda están descuidadas... y por ese descuido nos van saliendo tan bien nuestros asuntos... No lo dudes: la máquina del bien y del mal anda descompuesta. Vente conmigo.

-¿Partimos ya? ¿No podré entrar un rato en la iglesia, oír una misa?

-Tiempo tenemos de oír misas... Ahora no, hijo; no pidamos nada... Me da el corazón que ni Dios ni la Virgen del Pilar se han fijado en nosotros... Podría ser que nuestras peticiones despertaran a esta o la otra potencia celestial que duerme, y que alguien de allá arriba cayera en la cuenta de que, trastornado el mecanismo de los acontecimientos felices y desgraciados, tú y yo nos aprovechamos de ese trastorno para robar la felicidad eterna... No pidamos... pueden oírnos... notar el desconcierto, repararlo a escape... y, en este caso, figúrate la catástrofe que nos espera.

-¡Ay, ay, querido Fernando! Estás más loco que yo, que es cuanto hay que decir.

-Más loco que tú... Yo digo que estamos a la puerta del Paraíso, en un momento en que por descuido la han dejado abierta, y que debemos colarnos callandito, muy callandito, sin llamar, sin hacer el menor ruido... chist...».