Los Césares de la Patagonia/V

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Los Césares de la Patagonia (Leyenda áurea del Nuevo Mundo) (1913)
de Ciro Bayo
Capítulo V


CAPITULO V
Fábulas artificiosas y verdades probables, orígenes de la leyenda de los Césares del Estrecho.

A raíz de la dispersión de la Armada del Obispo era creencia general que el comendador Rivera, con los ciento cincuenta hombres salvados, quedaron vivos en el Estrecho con elementos bastantes de subsistencia, por ser muchas las provisiones que venían en la nave capitana que quedó varada. Tan firme era aquella convicción, que la hermana y sobrina del Comendador Rivera, desde el convento de damas nobles donde estaban asiladas, pidieron en 1541 la prórroga de esta merced, fundándose en que habían sido "informadas que el navío en que iba frey don Francisco de la Rivera había naufragado con la gente que llevaba, junto á una isla que está frente al Estrecho", y agregaban: donde al presente queda.

De todo lo ocurrido á su armada estaba informado, como es natural, su habilitador el Obispo Gutierre Vargas de Carvajal, quien instaba constantemente al Consejo de Indias porque se inquiriese la verdad de lo ocurrido, y, en último caso, se recobrase lo que fuese posible de su hacienda; que se hicieran las diligencias necesarias para averiguar el paradero de los sobrevivientes de la expedición y justificaran la causa por que le habían abandonado...

El Rey expidió reales cédulas en este sentido; pero por el momento nada pudo aclararse, por la dificultad de encontrar á los declarantes. No por esto se dió carpetazo al asunto, pues muchos años después, en 1589, se reproduce el expediente con el siguiente titulo:

"Probanza de la gente española que vino en la Armada del Obispo de Plasencia habrá sesenta años al rescate de las islas Molucas por el estrecho de Magallanes, que parece está en las costas de la Mar del Norte, entre el gran Río de la Plata y el Estrecho de Magallanes, fecha por mandado del señor gobernador Don Juan Ramírez de Velasco, capitán general y justicia mayor del Tucumán."

Este documento contiene una larga información hecha en Santiago del Estero y en Tucumán, en 1589, y reproduce las declaraciones de muchos personajes, todos ellos de edad avanzada y antiguos en aquella tierra, entre los cuales algunos eran de los primeros conquistadores de Chile y del Tucumán. "Las noticias colectadas en esta ocasión—escribe Carlos Vicuña Morla, cuya es la información de este capítulo—son una curiosa madeja de fábulas artificiosas y de verdades probables, que necesita ser desenmarañada con prudencia y criterio."

Jerónimo de Vallejo, escribano del cabildo de Santiago del Estero, Alonso de Tula Cerbín, escribano mayor del Tucumán, y el capitán Pedro Sotelo de Narváez, declaran que cuando Jerónimo Alderete, antes de ir á España por el año 1541, pasó de orden de Pedro de Valdivia á la Patagonia, tuvo noticia de la existencia de españoles procedentes de la armada del Obispo, que se hallaban aliados con los indios, habiendo tomado mujeres de entre ellos. El primero de estos testigos lo oyó de labios del mismo Alderete volviendo con él de España en 1555, y Sotelo Narváez lo supo por soldados de los que entraron con el.

Fray Reginaldo de Lizárraga, provincial entonces de la Orden de predicadores en Chile, depuso que había oído á soldados de Chile que fueron con el general Lorenzo Bernal al descubrimiento de unas minas de plata tras de la cordillera nevada, que habían hallado al Oriente unos indios algarroberos y que uno de ellos les dijo que á treinta jornadas de allí estaban poblados á la ribera de un río otros hombres como ellos, y que él sabía el camino. Bernal le propuso que les llevase una carta, y el indio aceptó la comisión, con cargo de llevar la contestación á Angol. La carta de Bernal decía, en suma, lo que había declarado el indio, y que por eso y por entender que eran españoles y cristianos, les avisaba que en la silla apostólica residía Gregorio XIII y en España reinaba Don Felipe, hijo del Emperador Carlos V, y en el Perú era Virrey Don Martín Enríquez y en Chile gobernador Don Alonso de Sotomayor, y que ellos eran de Arauco; y les mandó una mano de papel para que, si quisiesen responder, tuviesen en qué.

El mismo P. Lizárraga, citando á juan de Espinosa, que corroboró en todo la declaración, expuso que el mencionado Espinosa, hallándose en Chile en 1557, en tiempos de Don García Hurtado de Mendoza, había oído decir á muchas personas principales, como eran el Capitán Peñaloza y Diego Pérez, que habiendo ido de la otra parte de la Cordillera hacia la mar del Norte, se habían tomado indios que decían por nueva cierta que habían venido cristianos en demanda de los cristianos de Chile, pero que la muchedumbre de indios que se les había opuesto no los habla dejado pasar, y tuvieron que volverse dejando señales de cruces en los árboles y hasta una carta en una olla al pie de un árbol, que los que pasaron la cordillera hallaron después.

Agregaba Espinosa que en tiempos del Gobernador Rodrigo de Quiroga había oído en casa de Alonso de Escobar, en Santiago de Chile, que algunos de sus indios puelches referían que los misteriosos españoles residían en medio de dos brazos que hacía un río, que traían espadas de metal y perros bravos y tenían muchos hijos y obedecían á un español ya muy de días, á quien llevaban en andas y se llamaba Juan de Quirós. Por aquel mismo tiempo Espinosa fué al Perú y conoció allí á un tal Juan Enríquez, que había pertenecido á la armada del Obispo de Placencía y había llegado á la ciudad de los Reyes por ser del barco de esa armada que llegó á Quilca, y éste le confirmó como era verdad lo que se decía en Chile acerca de aquel fulano Quirós, porque había sido su Capitán y se había quedado en aquella tierra; que dos de los navíos del Obispo de Plasencia se habían quedado en un río antes de llegar al Estrecho, y con ellos todos los españoles que en ellos venían, por estar los navíos, haciendo mucha agua, y el dicho Juan Enríquez se embarcó juntamente con una mujer, y otros en uno de los navíos que estaban para navegar, y que su barco pasó adelante. Como dato curioso le agregó que de las tablas del navío que había llegado al Perú se hicieron las puertas de las Casas Reales de Lima, cosa que Espinosa tuvo por cierta, porque lo oyó también decir á personas á quienes podía dar crédito.

Otra testigo, Juanes de Artaza, declaró que, estando en Santiago de Chile en 1566, en la posada de Juan Jofré, en presencia de Alonso de Córdoba, del Capitán Alonso Reynoso, del Capitán Don Miguel de Velazco y de otras personas, mostraron una espada que decían ser de las "del Perrillo", que los indios puelches la habían rescatado y había venido de mano en mano, que era de donde estaban los cristianos de la armada del Obispo de Placencia, y asimismo mostraban un clavo grueso de navío que habían traído.

El Capitán Blas Ponce declaró que, hallándose de Gobernador en el Tucumán Don Jerónimo de Cabrera en 1583, lo acompañaba un soldado extranjero que decían ser francés y se llamaba Ibaceta, y el testigo lo vió. Éste decía que, viniendo por la mar del Norte en un navío de extranjeros que iba en demanda del Estrecho de Magallanes para pasar á Molucas al rescate de la especería, como á cien leguas del río de la Plata hacia el Estrecho habían topado un navío de españoles, que decían era uno de los que el Obispo de Placencia mandaba al Estrecho, perdido y desvalijado, que había tenido gran tormenta y se murió la gente de hambre. La necesidad los había obligado á desembarcar cerca de allí cincuenta hombres para que fuesen tierra adentro en busca de comida y naturales, y que, no hahiéndola hallado, volvían con designio de apoderarse del navío, y porque no pereciesen todos, los habían dejado y se iban en busca de la tierra más cercana poblada de españoles para no perecer de hambre, porque en la tormenta que tuvieron habían echado al mar cuanto tenían.

Contaba, ademas este Ibaceta, que habiendo tocado su buque en otro punto de la misma costa para hacer aguada y rescatar pescado, los indios les hicieron comprender por señas que tierra adentro había otros hombres como ellos, pero que llevaban arcabuces y peleaban, y les quitaban por fuerza sus comidas y mujeres. Dos años después volvió este francés en otro buque que invernó en otro puerto más hacia el Río de la Plata, adonde los naturales les llevaban pescado y caza y maíz en cambio de cuchillos, hierro y cuentería, y volvieron á repetirles que á ocho jornadas de allí había gentes pobladas, y les preguntaban por qué no se iban á juntar con ellos; y habiendo los indios visto un perro á bordo, les dijeron que los de tierra adentro los tenían también como aquéllos, y que se vestían de mantas y hacían sacar oro á los indios...

Sin embargo, todo esto es muy vago.

Los datos procedentes de Juan Enríquez y de Ibaceta son, sin duda, los más importantes, porque fueron testigos y autores, el primero dentro de la armada. Lo declarado por Enríquez concuerda con las relaciones históricas que poseemos en lo tocante á los dos buques que quedaron en el Estrecho [1]. También concuerdan en lo de que las cuatro naves surgieron ó echaron anclas antes de embocar en el Estrecho. Sin embargo, hay detalles en que el testigo se halla en contradicción con hechos averiguados. Los capitanes Don Juan y Don Martín de Quirós no fueron en la armada del Obispo de Plasencia en 1539, sino en la de Don Pedro Sarmiento de Gamboa, en 1581. Esto induce á suponer que se hacía una extraña confusión en 1589 entre los sobrevivientes de la primera y los fundadores de las poblaciones de San Felipe y Nombre de Jesús.

Como se ve, las probanzas e informaciones sobre la Armada del Obispo seguían dando mucho que hacer, aun después de muerto su habilitador, el ilustrísimo D. Gutierre Vargas de Carvajal.

De este prelado se sabe que asistió al Concilio de Trento desde 1552 á 1555, y que murió á la edad de cincuenta y dos años en Jaraicejo, á 27 de Abril de 1559, lugar de Extremadura no muy distante de Yuste, donde muriera un año antes el César Carlos V. Descansa este prelado, notable por tantos conceptos, en la parroquia de San Andrés, en Madrid, en la llamada "Capilla del Obispo".


CAPÍTULO V
Los Césares osorneses.

Desde 1554 la gobernación de Nueva Extremadura, así llamaba por haber sido extremeños los principales soldados de su conquista, ó de Chile, por el nombre que las incas dieron á la tierra; comprendía desde el desierto de Atacama hasta el Estrecho de Magallanes; y al Oriente y Poniente de la Cordillera de los Andes, en una faja de cien leguas de ancho, de á 17 y medio el grado. Abarcaba, por consiguiente, las provincias de Chile propiamente dicho, de Tucumán, de Cuyo y la Patagonia oriental, hasta el Estrecho inclusive. Es curiosa la causa, porque Chile se llamó siempre Reino de Chile, á diferencia del Perú y el Río de la Plata, que siendo comarcas mucho más vastas, no tuvieron sino el nombre de virreinatos; y es que cuando Carlos V intentó casar á su hijo D. Felipe, que era á la sazón príncipe, con la reina María de Inglaterra, observóle esta que no era bien dar su mano á nadie que, como ella, no fuera rey:—Pues hagamos reino á Chile, dijo el Emperador; y como regalo de boda se lo dió al príncipe.

Por este tiempo empezaban también á denominarse las tierras patágonicas con los nombres de Conlara, Linlin, Trapalanda á y "provincia de los Césares".

La leyenda había ensanchado sus límites. Empeñada en poblar los desiertos patagónicos con una ciudad encantada de españoles perdidos en sus atrevidas peregrinaciones, y en vista que los náufragos del Estrecho no parecían por esta parte, los trasladó á la región entre Nahuelhuapí y Mendoza, asociados á los antiguos colonos de Villarrica y Osorno que, huyendo de la invasión india, fueron á asilarse á las pampas del Este. Explicaré cómo fué este éxodo.

Al morir el conquistador Valdivia, tenía descubiertas y allanadas ochenta de las ciento setenta leguas que hasta el Estrecho quedaban por reconocer. Valdivia, tan gran capitán como hábil gobernante, se dió cuenta que Chile, si bien muy largo, estaba limitado al Este por la Cordillera, y que su única, salida para comunicarse con la metrópoli era el Estrecho. Sus capitanes y cosmógrafos enviados á la descubierta de las tierras magallánicas, le informarían que el territorio, como una inmensa boa, seguía rumbo constante al Sur.

Asombroso país es, en verdad, Chile, que se extiende longitudinalmente en dirección al Polo Sur, con un espinazo en toda su extensión formado por la más grandiosa cordillera del mundo. De ahí los magnos contrastes que ofrece el país: de las calientes y áridas regiones solitarias del Norte se pasa á lugar templado, en cuyos valles á lo largo de la costa se dan espléndidos arboles, frutas y flores semitropicales, grandes viñas y extensas praderas que traen á la imaginación los Campos Elíseos de los antiguos. Continuando hacia el Sur, vuelven á encontrarse tierras desoladas, pero no por el calor de los trópicos, sino por el frío antártico: playas lóbregas, continuamente visitadas por tempestades, nieves y vientos que penetran hasta la médula de los que no están acostumbrados á semejantes rigores. Y navegando á lo largo de la costa se ven encumbrarse hasta las nubes, como rasgándolas, los majestuosos picos de los Andes: Entre mar y cordillera, la angosta faja chilena era en tiempo de los españoles una larga calle ó plaza de armas donde era continuo el guerrear.

En los límites australes dejó fundadas Valdivia las ciudades de La Imperial, Valdivia y Villarrica, con ese tino especial que tenía para elegir las poblaciones.

Su sucesor, García Hurtado de Mendoza pobló Angol y Osorno, la postrera ciudad hacia esta parte, por entonces. Tanto prosperó esta última, que sus colonos llegaron á reunir hasta 400.000 ovejas, más de 50.000 vacas, más de 50.000 caballos y mucha cantidad de ganado porcuno; y vecinos hubo que tuvieron encomendados 25.000 indios y más. Sus moradores cultivaban viñas y tierras de pan donde cogían trigo, maíz, garbanzos, lentejas y las demás legumbres. Lo que mejor se daba eran las camuesas y las manzanas; con ellas se engordaban los cebones. El que no las tenía, con enviar una carreta á casa del vecino, se las daban de balde. Cuadras enteras estaban plantadas de manzanos "que al tiempo de la fruta, entrar en ellas es entrar en una casa de olores, y no sirven más que perderse y darlas á carretadas", escribe Lizárraga [2].

En los campos, hatos de yeguas cimarronas, de donde sacaban caballos para la guerra. Los osorneses, lo mismo que los vecinos de Villarrica, llegaron á intentar el comercio con Buenos Aires, abriéndose camino ultra cordillera á través de las pampas. Extendieron asimismo sus dependencias por los valles orientales de los Andes, lo cual se comprueba por el hecho de haber dado el gobernador Valdivia á Cristóbal y Alonso de Escobar, vecinos de Villarrica, encomiendas de puelches y poyas en aquellas regiones. Hasta para el gobierno de Conlara, zona situada en lo que es hoy gobernación argentina de "Las Pampas", se extendió nombramiento á favor de Pedro de Aranda Valdivia, deudo del conquistador, y vecino también de Villarrica, el cual Aranda murió antes de posesionarse de su empleo.

Pero los colonos australes de Chile tenían mala vecindad, los indios de la tierra, valientes y animosos en acometer y batallar, y tan diestros en la guerra, que peleaban en escuadrón cerrado, como en Italia [3]. Tan engreídos estaban desde la muerte del gobernador Valdivia, y tan desvergonzados contra los españoles, que decían que los habían de matar á todos, "é ir á Castilla á ello"; pero el valor y el buen gobierno de D. García los tenía sujetos y encomendados á los colonos conquistadores. Así siguieron hasta el año de 1593. Era á la sazón gobernador de Chile D. Martín García de Loyola, capitán perulero, casado con una princesa india del Cuzco. Sin duda por esta circunstancia usó de más clemencia que convenía á gente traidora, y enmedio del camino de La Imperial á Angol fué muerto con otros cuarenta españoles, de cuya lucha la indiada volvió á alzarse poniendo en gran estrecho de hambre á las ciudades. El año de 1599 saquearon Valdivia, La Imperial, Concepción, Angol y, poco después, Villarrica y Osorno, obligando á los colonos á que las evacuaran todas. Muchos de los indios rebelados estaban bautizados y ricos de muchos ganados, y vestidos como los españoles, que fué dar más vuelo á su soberbia.

Los desventurados osorneses, viéndose sin fuerzas para resistir á la indiada, despoblaron el pueblo, y en caravana, quién á pie, quién á caballo, siempre acosados por el enemigo, llegaron al archipiélago de Chiloé, cuarenta leguas de camino, la mitad por tierra y la otra mitad por freos y ensenadas. Al divisar el mar, que era su salvación, diz que los fugitivos exclamaron, transportados de alegría, Calbucó (agua azul). Con este nombre fundaron el fuerte que les sirvió de refugio, origen de la actual ciudad de Calbuco.

El éxodo había sido terrible. En la huida padecieron muchos trabajos de hambre, ciénagas, rios y emboscadas de indios´.

Pedro Usauro Martínez de Bernabé, vecino de Valdivia, escribiendo en 1782 sobre el caso, asevera que, según la tradición, una parte de los vecinos de Osorno se salvó en Chiloé y otra se retiró á la cordillera, donde se fortificaron é hicieron fundación.

La circunstancia de no repoblarse la primitiva Osorno hasta 1790, casi un siglo después de su destrucción, pudo contribuir á idealizar la retirada de los antiguos osorneses, convirtiéndolos en héroes legendarios, como una expansión de la fantasía popular que poblaba de maravillas las soledades patagónicas. Así, el éxodo de los españoles de Osorno, que fundan nuevo imperio entre los salvajes de Patagonia, forma el argumento de los Césares osornenses, distintos pero similares á los Césares del Estrecho,

Resulta de ahí, que el mito de los Césares pertenece por igual al folklore chileno y al folklore argentino.

Del lado de la Argentina tenemos las cruzadas de Hernandarias de Saavedra y de Jerónimo Luis de Cabrera; del lado de Chile, el paseo militar del maestre de Campo Diego Flores de León y los viajes del P. Nicolás Mascardi.

Los grandes sacrificios, no menos que la fe ardiente con que se acometieron esas expediciones para el rescate de una ciudad encantada de cristianos perdidos, son de lo más singular que ofrece la historia de esos países. Son las cruzadas de la Edad Media; es la búsqueda del místico castillo de Monsalvat, transfiguradas y redivivas en Indias.


  1. Relación del viaje de las naves del Obispo de Plasencia, de Andrés García de Céspedes, cosmógrafo mayor de las Indias en 1599, conservada en el Archivo de las Indias y reproducida en varias colecciones modernas (Muñoz y Torres de Mendoza, y la incompleta relación del cronista Herrera).
  2. Fray Reginaldo Lizárraga, natural de Medellín, de Extremadura. A la edad de diez años vino con sus padres al Perú; entró en la orden de Predicadores y llegó á obispo de La Imperial, en Chile. Aquí escribió, en 1605, su Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile, para el Excmo. Señor Conde de Lemus y Andrada, presidente del Consejo de Indias. Trasladado Lizárraga á la diócesis de la Asunción del Paraguay, aquí murió.
    Es autor que me complazco en citar á menudo, porque aparte de ser poco consultado, da pormenores interesantísimos sobre los países de que trata. El itinerario de su Descripción, es digno de parangonarse con el famoso Lazarillo de Concolorcorvo, con la ventaja que los viajes de Lizárraga son un siglo anteriores á los del incar Bustamante.
  3. Información de D. García Hurtado de Mendoza á la Audiencia de Lima.