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Los Césares de la Patagonia/VI

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Los Césares de la Patagonia (Leyenda áurea del Nuevo Mundo) (1913)
de Ciro Bayo
Capítulo VI


CAPÍTULO VI
La Cruzada de Hernandarias

Madre de Hernandarias fué María de Sanabria, una de las tres hijas que la viuda del Adelantado de este nombre trajo á la Asunción del Paraguay. María de Sanabria casó en primeras nupcias con el capitán Hernando de Trejo, hijo del correo mayor de Toledo, de quien tuvo al futuro obispo Trejo y Sanabria; y en segundas nupcias, con su cuñado Martín Suárez de Toledo, de cuya unión nació en 1561 Hernandarias de Saavedra.

En 1582, casó este Hernandarias con Jerónima Contreras, hija del conquistador Garay, el fundador de Santa Fé y Buenos Aires. Por su nacimiento y por su matrimonio estaba, pues, emparentado con las principales familias de la Asunción, que era por entonces cabeza del Río de la Plata.

Repoblada Buenos Aires en 1580, acompañó á Garay en su exploración al Sur de esta ciudad por cerca de 70 leguas, primera excursión que por tierra se hacía hacia este rumbo. En este paseo militar, el joven Hernandarias llegó hasta más allá del Tandil, y por los indios nómadas oiría de los fantásticos Césares de la tierra. A mayor abundamiento, de regreso á Buenos Aires (1582) se encontró con los restos de la armada de Sarmiento de Gamboa, cuyo almirante Valdés había subido hasta allí para desembarcar á Sotomayor, gobernador electo de Chile. Contaban estos chapetones que allá en el Estrecho quedaban abandonados sus compañeros, sin más socorro espiritual que el capellán de la armada fray Antonio Cuadramira.

Entendiendo Hernandarias que ir en auxilio de estos náufragos sería hacer un bien á españoles y cristianos, acarició desde este momento el designio de acometer la empresa.

Ello fué más tarde; cuando pasando por los cargos de justicia mayor de la Asunción y teniente de gobernador interino, llega á gobernador efectivo de las Provincias del Plata, en 1596, á la temprana edad de treinta y cinco años.

Entusiasmado con las noticias que tenía y con las que seguían llegándole de la existencia de una rica y populosa ciudad oculta en la Patagonia, eleva una exposición al rey, solicitando socorros para llevar á buen término el descubrimiento de los Césares, que califica "de lo más interesante y de mayor importancia que por ahora se ofrece en estos reinos."

En este énfasis se retrata el carácter piadoso del capitán paraguayo; el hombre que más adelante hace nueva catedral en la Asunción y va al monte á cortar madera para dar ejemplo á los vecinos; y que en la erección de la iglesia de la Compañía, en Santa Fé, ayuda personalmente con sus hijas á acarrear tierra, acabando por confiar á los jesuitas las misiones guaraníticas. Con tales antecedentes es de figurarse que "la conquista de los Césares" sería, en concepto de Hernandarias, una conquista espiritual.

Al fin salió como pudo de Buenos Aires en el mes de Octubre con una hueste de 200 hombres, con rumbo incierto, pues no se sabía á punto fijo el paradero de los Césares, si animados á la costa ó retirados en el interior. Como se habían de atravesar las pampas, el hato y comidas se llevaban en carretas, y los hombres iban á caballo; pero no se podía caminar más de lo que los bueyes sufren, que es á cinco leguas por día.

En saliendo de Buenos Aires afrontaron la pampa, la dehesa infinita que da la sensación de un mar de hierba. Toda la tierra es llana, y en partes tan rasa, que no se halla un arbolillo. Con todo, es la región de la "pampa fértil", abundante de hierba, como vega de pasto, y con innúmeras aguadas. Debido á esta circunstancia, ya en tiempo de Hernandarias, el ganado yeguarizo que los españoles del Adelantado Mendoza hubieron de abandonar cuando despoblaron la primera Buenos Aires, se había multiplicado tanto en aquellos llanos, que las manadas á lo lejos parecían chaparrales. "Con lo que han dado ocasión á los indios—añade un informe del mismo Hernandarias—andar á caballo, y están tan diestros que no les da cuidado de silla ni aparejo."

Los indios pampas proveíanse de estos animales tirándoles las boleadoras; tres bolas retobadas y sujetas á ramales de cuero trenzado, que arrojadas al caballo que va corriendo, le atan los pies con las vueltas que dan las bolas y dan con él en tierra. La gente de Hernandarias tenía que velar en las dormidas, porque estos indios ecuestres fácilmente se atrevían á ellos, husmeando el botín de la caravana.

Pertenecían esos naturales á una tribu pampa llamada puelche, que algunos hacen provenir de los araucanos, y otros los consideran parientes de los querandíes, pequeña parcialidad que merodeaba alrededor de Buenos Aires hasta la conquista de Garay. Lo positivo es que unos y otros iban desnudos en el verano, y en el invierno vestían pieles de nutria ó de venado; los hombres con el cabello recogido hacia arriba de la cabeza, sujeto con la vincha, especie de cachirulo; y la mujer partido en dos trenzas. Vagaban por la tierra como gitanos, sin morada fija, andando de noche hasta 30 leguas. Eran eximios cazadores; tan ligeros, que alzaban un venado por pies. Peleaban con arcos y flechas y con la "bola perdida", que á tiro de honda disparaban con gran maestría contra el enemigo, al que remataban con la macana ó maza de armas.

Con Hernandarias iban algunos pobladores de Buenos Aires que, como procedentes de Santa Fé y antes de la Asunción, estaban avezados á la guerra del Chaco, país cuya topografía es en algunas partes semejante á la de la pampasia argentina, y cuya indiada usaba artes de guerra análogas á los puelches. Iban, sobre todo, muchos mestizos o montañeses, como se les llamó en un principio en el Río de la Plata, que así manejaban las armas blancas y de fuego españolas, como las arrojadizas indias.

Estos mestizos eran los proveedores de la caravana en el viaje por las llanuras, que abundan en mucha caza de venados, avestruces y perdices, que es muy gustosa, "y las perdices tan bobas, que se dejan tomar desde el caballo con una caña y un lacillo'" Tal dice un informe de Hernandarias y tal acontece aún en los sitios de la pampa donde la inmigración no aventó la caza de estos animales.

Con las boleadoras cazaban avestruces y venados, mejor que con ballestas y galgos.

No vuela el avestruz, pero á volapié con una ala corre ligerísimo. Cuando el galgo viene cerca, levanta el ala caída y deja caer la levantada; vira como barco á la bolina á otro bordo, dejando al galgo burlado. No hay más remedio que bolear á la corredora. Los guaraníes de Hernandarias le llamaban ñandú en su lengua. La carne de esta ave no vale gran cosa, como no sea la "picana": la pechuga, que aunque muy grasienta, es de exquisito sabor, por lo que su matanza es inútil, como no sea para hacerse de las plumas, comercio en el que no entendían aún los colonos del Plata. Lo que sí aprovecharían y fruirían grandemente es de los huevos, ya que por el mes de noviembre empiezan á anidar los avestruces, y como se juntan tres ó cuatro hembras, ponen de 40 á 50 huevos entre todas; grandes cada uno como doce de gallina, y muy buenos de comer.

Del venado—ciervo pampeano—podían asimismo curar la piel, haciendo de ella cueras parecidas á las de ante para defenderse de las flechas de los indios.

Las armas de la hueste de Hernandarias serían las usuales entonces: ballestas, picas, espadas y pocos arcabuces. Según Vargas Machuca (Milicia indiana), en 1600 la experiencia tenía demostrado que la mejor arma era la escopeta, espada ancha y corta, sayo hecho de algodón, antiparra, morrión y rodela; y para los de á caballo, lanza. En algunas partes cotas y cueros de ante y sobrevesta de malla, defensas que se acomodaban al modo de ataque de los indios. Además falconetes y perros amaestrados que olían á distancia á los indios y los buscaban en los escondrijos. Teniendo en cuenta el coste excesivo del hierro y que si se descomponía un arma no había quien la compusiera, ya se entenderá el cuidado que se pondría en su manejo.

En cambio, en el Río de la Plata se abusaba del caballo, Cada soldado argentino llevaba una tropilla ó manada de cuatro, diez o más caballos, que iban en libertad al olor de la yegua madrina. Maneada ésta en los altos de la marcha, agrupa á su alrededor los demás caballos, permitiendo al jinete cambiar de animal. El cansancio, la muerte de un caballo al dejar á pie al viajero en la inmensidad de la pampa, lo reduce á la condición de un águila con las alas rotas; de ahí la necesidad de las caballadas en un viaje largo por la llanura.

La milicia de Hernandarias podemos figurarnos en que consistiría: pocos españoles soldados, como se llamaba en Indias á los solteros sin arraigo que no tenían casa puesta, gente corrompida y haragana que expedicionaba á la frontera las más de las veces para hacerse perdonar un delito; y "yanaconas" (indios de servicio) y mestizos, éstos enroladas al aliciente de la vida aventurera, y de cuatro reales, más el reparto de carne, tabaco y yerba, que constituían el pré de las milicias del Plata.

Cada grupo de veinte, treinta ó cuarenta soldados tenía un capitán elegido entre los vecinos principales de la ciudad. El que aceptaba este cargo debía tener armas propias, jurar el pendón real y suministrar pólvora y caballos á infantes y jinetes de su compañía. Los soldados le obedecían en cosas de guerra; en lo demás, su autoridad era nominal.

La milicia indiana era polígama, como el enemigo que iba á combatir. Las carretas, esos navíos de la pampa especie de camastrones ajustados sobre dos ruedas de un solo trozo de madera cada una, formaban con su toldo de cuero de vaca y paredes de lo mismo sujetas á los adrales, el hogar ambulante de dos, tres ó cuatro conmilitones.

Boyero á caballo, el soldado arreaba las yuntas, cuidando con amor á su rabona, su mujer en campaña, la abnegada compañera que le sigue á todas partes, que alegra sus noches de vivac y que el soldado de América prefiere casi siempre á su cuya legítima. La facilidad de la vida libre en la providente pampa, la poca fuerza de la justicia, provocaban á diario deserciones de más familias militares que, ora vagantes, ora buscando asilo en las tolderías indias, dieron origen á la raza de los gauderios de Concolorcorvo, los famosos gauchos del Plata.

A orillas de alguna limpia laguna ó la sombra de un gigantesco ombú—único árbol pampeano que á trechos se encuentra, y tan grande, que diez hombres con los brazos en cadena apenas lo pueden abrazar—, la militar caravana se detenía por uno ó más días para que descansara el ganado y para aprovisionarse de agua y leña. La vegetación esteparia de la pampa les reducía en ocasiones á aprovechar como combustible los huesos de las vacas que carneaban y hasta la boñiga que los bueyes carreteros iban derramando en el camino.

En estos descansos, á la hora del resistero, la llanura sin límites ofrecía á los viajeros raras visiones. Las menores ondulaciones de terreno cobraban á la vista proporciones extraordinarias, y las brillazones daban á los pajonales la apariencia de palmeras, sembrando de oasis fantásticos el océano pradial. Los más alucinados verían centellear en el horizonte, toda oro y esplendores, la imaginaria ciudad de los Césares, ó creería sorprender á alguno de éstos en galope vertiginoso por los aires, confundiéndolo con el indio que, á disiancia, perseguía á caballo el avestruz. El mangrullo, un palo alto á modo de cucaña, al que se encaramaban los vigías para explorar la campaña, era la improvisada atalaya del campamento. Una de las veces el bombero gritó que á ras del horizonte se divisaba una cosa extraña, algo así como una gigantesca esfinge, centinela, avanzada del desierto. Hernandarias destacó un escuadrón volante, y por los informes de los exploradores entendió que aquello era La Piedra del Tandil, ya conocida por él cuando su expedición con Garay.

Es un monolito de 115.000 kilogramos de peso, columpiándose á 80 metros de altura sobre un espigón cuyo diámetro sólo mide once pulgadas. Es necesario que la mente del espectador haga un esfuerzo para convencerse de que aquella mole inclinada se mueve realmemte, y una vez comprobado el fenómeno, contempla absorto la piedra movediza.

Los indios pampas la veneraban como cosa sagrada, y un cacique que recibió de paz á Hernandarias hubo de contarle esta extraña leyenda:

En tiempos remotos, el Sol y la Luna fueron dos esposos gigantes, creadores de la pampa. Luego que sembraron de pastos y flores la sabana, que hicieron brotar las lagunas y crearon los animales y los hombres, tornáronse al cielo, de donde habían bajado. Como prenda de alianza con sus hijos, el Sol siguió enviándoles su luz de día, y la Luna derramando la suya de noche sobre la tierra. Así pasaron años, siglos, edades; pero una mañana los hombres notaron algo anormal en el Sol: le vieron palidecer; casi extinguirse; era que un puma (león de la pampa), gigantesco y alado, le acusaba por la inmensidad de los cielos y había hecho presa en él. Con esto se reunieron los más hábiles guerreros de la pampa y decidieron atacar al puma con sus flechas. Una de éstas dió en el blanco, traspasando al puma, que cayó en la tierra con la barriga atravesada y la flecha saliendo por el espinazo. El monstruo, en su agonía, daba rugidos tan terribles, que ninguno era osado acercarse á rematarlo.El Sol, entre tanto, había recobrado su apariencia risueña, regalaba á sus hijos con su mejor luz, y á la hora de costumbre se ocultó. Salió la Luna, y como viese al puma aún con vida, le fué tirando piedras para ultimarlo; tantas en número, que se amontonaron formando sierra, la sierra del Tandil. La última piedra cayó sobre la punta de la flecha, y en ella quedó clavada tal como se la ve. Pero el puma, aunque enterrado, no está muerto. Al apuntar los primeros rayos de la aurora se estremece de rabia, se mueve, como si quisiese atacar de nuevo al Sol, y hace oscilar la piedra que corona la flecha, siguiendo la dirección del astro.

Pasada la sierra del Tandil, como por énfasis se llama á una barricada de peñones que por algunas leguas eriza la pampa, volvió ésta á aparecer ante los expedicionarios con su imponente vacuidad. La gente, desalentada, requirió de Hernandarias los llevara por el camino de ia costa. El capitán paraguayo avino á ello, y con inaudito esfuerzo hizo un recorrido de 200 leguas, llegando á la embocadura de un río que él llamó Claro y después se llamó Negro.

Aqui tuvo la mala suerte de caer en un avispero de indios.

Se habían corrido la voz y entre todos se conjuraran á combatir á Hernandarias; y pareciéndoles que lo más seguro era echarle una celada al paso de los rios, avisaron á un cacique ribereño para que atajara á los extranjeros, pero que usase de sus artes y buena industria para dejarles acercar y obrar sobre seguro.

Llegó efectivamente Hernandarias á la orilla de aquel río, y como no estaba en su ánimo pelear con los indígenas, antes por el contrario, tratarlos de paz para que no le estorbaran en el camino, destacó dos jinetes á que pasaran á la otra banda á saludar al cacique de una toldería que en la barranca se veía. Para que causasen admiración á los indios, escogió dos apuestos donceles armados de punta en blanco, guarnecidos de chapas de plata los frenos y cabezadas de los caballos, y en sus personas, de plata también las pretinas, cintas, guarniciones y pomos de las espadas; de suerte que cada uno, herido del sol, brillaba y resplandecía con el lustre de aquel metal.

Echáronse á nado los dos jinetes y, al llegar á la otra orilla, dieron el recado de su embajada. Recibiólos bien el jefe indio y ellos se volvieron con el permiso que daba para que pasara la tropa. Pero como el cacique estaba juramentado para perderlos, convocó á sus guerreros y despachó emisarios á las tribus vecinas para jugar una mala pasada á los extranjeros. Estando éstos en los preparativos para vadear el río, he aquí que vieron venir á nado una hermosa india que con varonil continente se acercó, preguntando por el gobernador.

Llevada á su presencia, le dijo sin turbarse:

—Bien me pareció en el talle y gallardía de tus heraldos que érais dioses ó gente venida del cielo y ahora me huelga de verte á ti, que eres su capitán. ¿Qué buscas en mi tierra? ¿Qué pretensión es la tuya? ¿Qué te trae de tan lejos á tierra tan pobre? Sabe que mis hermanos, temerosos de que gente extraña venga á enseñorearse de estas pampas, se van juntando para defenderlas y te darán batalla en cuanto pases este río.

Satisfizo Hernandarias por medio de intérprete á todas sus preguntas y ella, enterada del buen intento del gobernador, volvió á decir:

—Pues no paSes adelante, que yo iré á hablar á mis hermanos y haré que te ayuden á vadear el río.

Volvió á pasar á nado; pero como tardara el socorro, Hernandarias tanteó el vado. Estando en esta operación, como los indios vieran descuidados á los españoles, se asomaron á la barranca y, tomándoles las vueltas, los encerraron en un circulo de flecheros y honderos, poniéndolos en grave aprieto. Muchos caballos se ahogaron y los soldados, bregando con la corriente, no podían manejar las armas. Todos fueron hechos prisioneros por los indios y Hernandarias llevado ante los caciques, que estaban bebiendo y con su vista solemnizaron más el baile y la fiesta.

Los caciques, bebiendo y consultando lo que harían de él, vió el capitán paraguayo á uno de la reunión con una flauta que la tocaba muy mal, y tomándosela, la compuso y aderezo y tocó con ella con tanta habilidad que, admirados los caciques, callaron para oirle, y uno de ellos que parecía ser el principal de todos le cobró tan grande afición por verle tocar tan bien, que dijo á los demás que no había de consentir en la muerte de aquel español.

Oído esto, una hija suya, en la que Hernandarias reconoció la gentil nadadora, se acercó al prisionero y mandó lavarle y curarle las heridas y diéranle de beber.

Para mayor agasajo, bebió ella la primera, como lo acostumbran los indios, y en voz baja le dijo que no temiera, que nada malo le había de pasar donde ella estaba. Hernandarias se lo agradeció, declarándose por su esclavo voluntario, pues su gracia le amparaba.

Un mes duró este cautiverio y en todo este tiempo Hernandarias y sus compañeros aseguraron la vida con el amparo de la hermosa hija del cacique.

Dos hermanos tenía esta que, como mozos aficionados á ejercicios violentos, cobraron afición á los caballos de los españoles y querían aprender equitación. Hernandarias se ofreció á ser su maestro y, como era tan buen jinete, les daba lección. Gustaban grandemente los mancebos de este entretenimiento, llevando siempre una guardia de flecheros para que no se escapara su maestro; pero poco á poco fueron perdiendo la desconfianza y muchas veces campeaban soles con él. Con esto Hernandarias ideó su evasión. La traza que tomó fué llevar un cuchillo escondido en los borceguíes—que no pudiera sin recelo llevar otras armas—y huir á caballo á la ventura, fiado en Dios y en su valor, que á una buena determinación ayuda la osadía. Había conseguido que uno de sus capitanes le ayudara en las lecciones y le comunicó el plan.

Con un pretexto cualquiera hicieron que los dos jóvenes indios echaran sus caballos al río juntamente con ellos, y ya en la otra orilla, en un momento de descuido ataron á los mozos y, saltando en los mejores caballos, se pusieron en huida, y como no hubo quien siguiese el alcance, se escaparon.

En llegando á Buenos Aires, Hernandarias reunió nuevo contingente y volvió á rescatar á sus compañeros [1].

Ya no corrió más tierra. Si bien no encontró la ciudad que buscaba, entendió "haberla más arrimada á la cordillera que va de Chile para el Estrecho, y no á la costa del mar". En este sentido escribe desde la Asunción al virrey de Lima, recomendando para la nueva empresa á un caballero del Tucumán, que se ofrecía á ir al descubrimiento de los Césares por el camino al oriente de la Cordillera, hacia la Patagonia.

Hernandarias, después de haber gobernado por cerca de veinte años en tres diversos períodos, se retiró á Santa Fé, haciendo todo el bien que pudo á los indios, de los que, por el rey, tenia el titulo de "Protector". Murió en esa ciudad en 1634, pobre y calumniado por la persecución que hizo á los malos encomenderos y por la defensa de los naturales. Los reproches del P. Techo á Hernandarias son parvos defectos junto á las grandes obras que acometíó, no siendo la menor el haber acudido en defensa y exploración del Río de la Plata desde el norte del Guairá hasta las 200 leguas al Sur de Buenos Aires, por las que le hemos acompañado.


  1. Hernandarias, en una información al Rey, se limita á decir que para la conquista de los Césares «juntó 200 hombres y los proveyó de todo lo necesario, y caminó con ellos cuatro meses con grandísimos trabajos por la esterilidad de la tierra y ser inhabitable, por lo cual enfermaron todos y les fué necesario volverse"...