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Los Césares de la Patagonia/VII

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Los Césares de la Patagonia (Leyenda áurea del Nuevo Mundo) (1913)
de Ciro Bayo
Capítulo VII


CAPÍTULO VII
La Cruzada de Cabrera.

El personaje recomendado por Hernandarias era un deudo suyo, D. Jerónimo Luis de Cabrera, natural de la Córdoba argentina, ciudad recien fundada (1573) por su abuelo, de los mismos nombres y apellido, descendiente de los Moya de Sevilla.

Si á esta información se añade que el paraguayo fray Hernando de Trejo llegó á ser Obispo de Córdoba, tenemos que al cabo de una generación, los criollos, los hijos de españoles, ocupaban los principales cargos públicos conforme á los privilegios concedidos á los descendientes de conquistadores por varias cédulas reales; y que en lo tocante al Río de la Plata, los descendientes del adelantado Sanabria y de los capitanes Garay y Cabrera, emparentados entre sí, habían acaparado las mejores prebendas. Esto prueba que la colonización española en América hízose con libertades comunales, con amplio espíritu democrático, apenas sin más restricción que la autoridad del rey.

El parentesco del Cabrera de esta relación con Hernandarias, provenía de ser hijo de María de Garay y Mendoza, hermana de Jerónima Contreras, mujer de Hernandarias, hijas ambas del conquistador Garay. Padre de Cabrera fué un Gonzalo Martel, hijo segundo del fundador de Córdoba, el cual Gonzalo fué ajusticiado en La Plata en 1596.

Y como por otra parte el hijo de María y de Gonzalo estaba casado con Isabel Becerra, hija de Hernandarias, resulta que era sobrino y yerno de éste á un mismo tiempo; enrevesada genealogía que traigo á cuento, más que nada, por el bello desorden de apellidos entre padres, hijos y hermanos.

La noticia de los Césares del Estrecho había llegado hasta el Tucumán, donde gobernaba Cabrera.

Corría el rumor que el capellán de las malogradas colonias, fray Antonio, acompañado de los últimos sobrevivientes, había enfrentado la cordillera andina á la altura del Lago Nahuelhuapí. Mientras en Chile la fábula, cambiando los protagonistas, atribuía este éxodo á los osorneses; en el Río de la Plata seguían creyendo en la supervivencia de los marineros de Sarmiento, uniéndolos á los primitivos Césares, los legendarios náufragos de la armada del obispo de Plasencia. Como desde la expedición de Sarmiento habían pasado treinta y cinco años, Cabrera creyó en la posibilidad de encontrar vivo tal cual sobreviviente, y á este fin practico agregaba también la vaga idea de hallar á los Césares.

Con este doble propósito partió de Córdoba el año 1622, con 400 hombres bien armados, doscientas carretas y seis mil cabezas de ganado.

El P. Lizárraga, que conoció la Córdoba del tiempo de Cabrera, la describe en estos términos: "La ciudad es fértil de todas frutas nuestras; danse viñas junto al pueblo, á la ribera del río, del cual sacan acequias para los molinos." Cabe, pues, la presunción que entre el avío de viaje de los expedicionarios cordobeses hubiera abundante provisión de bizcocho, y que algunas de las carretas fueran bodegas ambulantes con pelleios hinchados del rico morapio, al que los varones de Indias eran grandes aficionados como buenos españoles. Balúmen llamaban á esas carguíos de provisiones.

Por entonces, fuera de tres ó cuatro ciudades estratégicas que enlazaban el Río de la Plata con el Perú, lo demás del territorio argentino era un desierto. En medio de aquellas soledades, la Córdoba colonial aparece, vista en el mapa, como el ombligo de la vasta pampasia que los modernos geógrafos argentinos dividen en cuatro zonas ó valles principales:

La parte Nordeste: que toca las provincias de Salta, Tucumán, Santiago, los bosques vírgenes del Chaco, la parte oriental de la provincia de Córdoba y la mitad de la de Santa Fé, del lado norte ó regíón del Paraná.

La del Noroeste: que comprende parte de Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza, Santiago, frente noroeste de Córdoba, y que, atravesando San Luis, se dirige al sur.

La del Sudeste: continuación del valle del Paraná, y se extiende al sur hacia la Sierra de Ventana y Bahía Blanca, ocupando la provincia de Buenos Aires, la parte meridional de Santa Fé y Córdoba y la septentrional de la Patagonia.

La del Sudoeste: que toma la provincia de la Rioja entre Famatina y las cordilleras, y continúa al sud por las provincias de San Juan y Mendoza, hasta juntarse con la zona anterior.

Hacia estos cuatro rumbos hubo en los comienzas de la colonización tres caminos cuyo crucero era Córdoba, punto de cita obligado de mercaderes, chasques ó correos y viajeros. Hacia el norte, el camino carretero por Santiago del Estero, Esteco (ciudad abandonada, á la vera de Tucumán), Salta y Jujuy á Potosí y La Plata; hacia Oriente, el camino, también de carretas, á Santa Fe, punto intermedio entre Buenos Aires y Asunción; hacia Poniente, el tercer camino al pie de la cordillera, á Mendoza y Santiago de Chile; caminos los tres, largos y de una duración abrumadora á causa delos medios de transporte; incomodísimos por la falla de poblados, y, á trechos, hasta de árboles y agua, y peligrosos por las guazabaras (asaltos) de los indios.

El camino de Córdoba á Mendoza lo cruzaban cinco ríos numerados correlativamente. Así: el río de la ciudad, Río Primero; el que sigue, Segundo; el otro, Tercero; el que viene, Cuarto, y el último, Quinto; los cinco de bonísimas aguas. El Tercero y Cuarto, poblados de indios comechingones, que servían á los españoles cuando querían, y cuando no, izquierdeaban. Como estaban recién escarmentados, dejaron pasar en paz á Cabrera.

Pasado el Río Quinto empezaba la ignota tierra.

Desde este río partía una línea imaginaria á las cabeceras del río Diamante, al pie de la cordillera, limitando la provincia de Córdoba de la de Cuyo; y en rumbo opuesto declinaba hasta la costa del Atlántico en la altura de la sierra del Tandil, formando el límite sur de la provincia de Buenos Aires, las tres provincias pobladas hasta entonces en el Río de la Plata.

Más abajo eran las tierras magallánicas, nombre con que se designaba á toda la Patagonia en cartas geográficas y relaciones oficiales de la época.

Más allá del río Quinto viene un trecho de pampa fértil como la de Buenos Aires, pero con menos aguadas. En tiempos de sequía, los venados beben de una vez, para ocho ó diez días, por la falta de pozas. Siguiendo la táctica de los indios, la gente de Cabrera abría hoyas á mano en los lugares que acampaban y al poco rato aparecía agua muy sabrosa y fría.

En una de estas excavaciones toparon con unos huesos, cabeza y muelas gigantescos. Llevaron la cabeza á Cabrera y en el cóncavo de ella cupo una espada, desde la guarnición á la punta, siendo la quijada, por lo menos, del grandor de una rodela. Muelas y dientes estaban de tal modo duros, que de ellos se sacaba lumbre como de pedernal. Eran restos de algún mastodonte, megaterio ú otro tipo de la fauna antediluviana, que la superstición popular atribuía á gigantes; así que Cabrera, enlazando este hallazgo con lo que se contaba de los patagones del Estrecho, se confirmó en la creencia de que ya que no diera con los Césares, tropezaría con una nación de gigantes.

Hasta aquí todo iba bien. La caravana cruzaba los llanos, levantando á su paso, como la de Hernandarias, avestruces, perdices y venados. Un ave corpulenta, centinela de la pampa, se cernía en los aires, y con chillidos roncos y destemplados parecía animar á la tropa gritando: ¡Chajá! ¡Chajá! (vamos, en guaraní). Pero á las pocas jornadas, á medida que la caravana avanzaba al suroeste, el aspecto del terreno cambió; de la pampa fértil pasó á la pampa estéril, región estrecha y baja que orillea las provincias de La Rioja, San Juan y Mendoza.

El viajero moderno que por necesidad tiene que atravesarla procura hacerlo escapado. El desierto ó travesía, como indistintamente se llama, es una inmensa llanada, llena de salitreras y salinas y médanos de arena, ora sin un árbol que interrumpa la aridez del terreno, ora con manchas de chañares que más adelante se truecan en bosques de caldenes y otros árboles, entre los que descuella el quebracho blanco (aspidosperma), delgado y esqueiético, en consonancia con la pobreza del suelo. Otros arbustos hay como la tola y el churqui, siendo un hecho muy significativo que todos dan espinas en lugar de hojas, como signo de ingratitud de aquellos eriales. Los únicos seres vivientes que turban el silencio de esas soledades son los guanacos, que corren en bandadas, y algún jote (cathartes fætens), que picotea la carroña de algún animal muerto. Para colmo de desdicha, un viento de fuego, impetuoso, el zonda, levanta torbellinos de polvo salitroso y de arenas que ciegan á los caminantes.

Así pues, Cabrera, por querer flanquear la cordillera, hubo de internarse en esta travesía que parece la cuenca de un mar enjuto.

Por estos arenales lo más del año se ha de caminar de noche, por los grandes calores del día. La tropa de carretas avanzaba tarda y perezosamente por la dilatada llanura, haciendo rechinar las formidables ruedas de los pesados armatostes.

La gente del Tucumán, desde un principio, fué sinrival en la construcción y manejo de estos vehiculos. Y aún sigue siéndolo. La pampa es tan grande que, á pesar del avance de la locomotora, ofrece en muchos parajes la visión de este primitivo sistema de transporte.

La célebre carreta tucumana mide próximamente una longitud de 15 metros, y lleva como carga máxima 1.800 kilogramos, Tiran de ella seis bueyes, y en los viajes largos van detrás más bueyes de repuesto. Del cóncavo del techo sale una larga pértiga horizontal ó llamador, á cuyo extremo va una red de la que cuelga una cola de buey. De noche se pone un farol en la punta de esta especie de bauprés, y en tal guisa, la carreta es como un navío de la pampa que lentamente va abriéndose camino por el mar de hierba. La tropa ó convoy de carretas va al mando de un capataz, con maestro y oficiales. El "maestro" es el carpintero, y recibe un sueldo fijo, haya ó no necesidad de su trabajo.

Hemos de representarnos, pues, la tropa de carretas de Cabrera como un regimiento moderno de pontoneros en el que parte de la gente hace de obreros y el resto son hombres de armas. Veremos después cómo efectivamente, Cabrera utilizó estas carretas como pontones para pasar un río.

Dándose prisa, la caravana desembocó el desierto y entró en tierra fértil de Cuyo, nombre que se daba á las provincias andinas de San Luis, San Juan y Mendoza, pertenecientes ahora á la Argentina, pero entonces dependencias chilenas, región fertilísima abundante en toda suerte de mantenimientos. Los españoles habían poblado esta provincia á principios del siglo xvi, plantaron viñas y negociaban el vino, llevándolo en carretas á Córdoba, á Buenos Aires y Santa Fé. Solía valer la botija de veinte á treinta pesos y los cosecheros traían de retorno ropa y otras mercaderías.

A unas quince leguas de Mendoza están las famosas lagunas de Guanacache, donde se producen unas famosas truchas. Los españoles de la provincia conservaban en la memoria este caso. Y es que estando exorcizando en Roma un sacerdote á un endemoniado y preguntandole:—¿Qué pescado era el mejor del mundo? Respondió:—Las truchas de Guanacache en el reino de Chile, en las Indias occidentales.

Hay también en estas lagunas muchos patos y ánades, y para cogerlos usan los indios de un singular artificio: echan calabazas en el agua, de modo que las aves no los extrañen, sino que se posan en ellos y entran los cazadores cubiertas las cabezas con otros calabazos. Como la volatería no los extraña, no huye, y sacando el cazador la mano, va cogiendo cuantos pájaros quiere, metiéndolos en el agua sin ahuyentar á los demás.

A su paso por esta tierra, llegaron á oídos de Cabrera extrañas informaciones. En un sitio que llamaban Las Peñas se veían estampadas las plantas de los pies de un hombre de buena estatura y unos jeroglíficos que nadie descifraba. Se tenía por cierto que eran las huellas de Santo Tomé, que hasta allí llegó predicando el Evangelio. Más adelante, en ocultas guaridas moraban unos indios que de las rodillas para arriba eran como los demás hombres y de las rodillas abajo tenían piernas y pies como avestruces; y otros que tenían cola de una tercia y peluda, y para sentarse la enroscaban, sentándose sobre ella; más cuando querían pelear con sus enemigos de otras naciones, les mostraban la cola y la meneaban muy aprisa provocándolos á la pelea.

Ninguno de estos indios encontró Cabrera, sino que en los confines de Mendoza orillando el flanco de la cordillera para salir á la planicie patagónica, tropezó con los picunches, rama de la nación pehuenche que se extendía desde los confines de la provincia de Mendoza al Río Limay.

Vivían en toldos que mudaban de un lugar á otro en sus excursiones cinegéticas. Vestían capa de pieles de guanaco y una especie de delantal de lo mismo. Para la caza y la guerra iban á caballo, seguidos de buenos galgos; y sus armas, flechas y boleadoras. Estos indios, por su contacto con los araucanos de Chile, participaban del odio de estos á los españoles; pero considerándose impotentes para rechazar la invasión de Cabrera, corrieron á dar la voz de alarma á las otras tribus.

Un fugitivo que apresaron los cordobeses dijo á Cabrera que, hacia donde salía el sol, había una "Ciudad de los Arboles, de los Césares". A la petición de Cabrera de que le guiara allá, el indio, asombrado de esta determinación, cogió muchos puñados de arena y los echaba al aire diciendo que él guiaría; pero que se supiera que allí había más indios que granos de arena tomaba él en la mano. A pesar de esta prevención, Cabrera persistió en su intento y el indio le llevó donde decía.

La "Ciudad de los Arboles" no era otra cosa que grupos extensos de árboles frutales de Europa, especialmente de manzanos, que empezaban á hacerse silvestres. Estas pomaredas, no menos que algunos fragmentos de ladrillos que se encontraron, alentó á Cabrera en su idea que estaba sobre la pista de los Césares. Exaltada su imaginación con este hallazgo, no podía figurarse que aquellos manzanales fueron plantados por los antiguos pobladores de Villarrica y Osorno, que habían extendido sus colonias más allá de la cordillera Quizás fueran restos de una etapa de los fugitivos osorneses en su éxodo por la pampa buscando salida á Buenos Aires. Los desventurados colonos hubieron de abandonar el asiento ante el asedio de la indiada, y los manzanos seguían allí como poético recuerdo de sus plantadores. Había manzanas de las clases más finas y, tan en sazón, que materialmente alfombraban el suelo. Hombres y bueyes de la tropa cordobesa se aprovecharon en grande de una fruta tan sana como agradable y se rehicieron de las privaciones de la jornada.

A todo esto se iban viendo grupos de indios, de los nómadas que todos los años acudían á esos parajes á la cosecha de manzanas. Por su indumentaria y sus armas demostraban pertenecer á diversas tribus.

La actitud de estos indios "manzaneros" era parecida á la de los grajos, que al acudir en bandada al esquilmo de un huerto frutal, lo encuentran intervenido por los recogedores. No atreviéndose á desalojar á los españoles, los insultaban á distancia con su característico japapeo ó batir de manos, acompañado del chivateo, con voces descompasadas en aquel su dialecto, que (al decir de Usauro) es comparable al graznido de pájaros.

Como la intención de Cabrera no era armar zambra con esa gente, sino seguir adelante á la descubierta de los Césares, parlamentó con un cacique al que dijo que sólo había venido allí á recoger manzanas, y puesto que éstas abundaban, podían cogerlas juntos en buena paz y armonía. El cacique aparentó creerlo y en señal de alianza ofertó al jefe español con una manzana escogida, según la rústica politiquería de estos salvajes para demostrar su aprecio á una persona. Cabrera, por su parte, le agasajó con aguardiente, tabaco y bizcochos.

En esta entrevista el capitán cordobés trató de informarse sobre las tierras vecinas y los españoles que hubiesen entrado en ellas.

El jefe indio no supo decirle más sino que, subiendo un río de allí cerca, y á las dos ó tres jornadas, tomando á mano izquierda, se veía el mar. Añadió que más al Sur, por algunos ríos de la cordillera, había visto bajar huincas (españoles) en barcos pequeños. Referíase, sin duda, al gran lago Nahuelhuapí y á los españoles de Chiloé; pero con las escasas noticias que Cabrera tenía de la tierra, entendió que esos huincas eran los Césares, y más esperanzado que nunca, determinó avanzar hasta encontrarlos.

La zona en que ahora se hallaba Cabrera podemos ubicarla en la hoya del Neuquén, valle ancho y feraz, considerado como el territorio mejor de la Patagonia, que riega el Neuquén (correntoso en indio), poderoso afluente norte del Río Negro.

Un hermoso paisaje rodea la confluencia de ambos ríos. En lontananza, los picos nevados de la sierra que alimentan las lagunas misteriosas, madres de estos ríos; y á vista de ojos, peñascos ciclópeos alineados simétricamente al pie de altas pirámides y entre mangas de cipreses, como sarcófagos de titanes. Laureles, canas y floridas enredaderas con su aromoso vaho, dan mayor realce á este grandioso cuadro de la naturaleza.

En este mismo lugar halló Caberera que las aguas del río principal, claras y limpias, contrastaban con las turbias del afluente y tardaban en mezclarse. Sin duda por esto y porque los indios decían á esta junta Cusu Leuvú (Río Negro), llamó así á esa arteria fluvial, enmendando la plana, sin saberlo, á Hernandarias, que puso al río el nombre de Claro al descubrirlo en su desembocadura en el Atlántico. Cabrera, más osado que su suegro, se determinó á pasar el gran río que se atravesaba en su camino, y al efecto hizo pontones de sus carretas.

Tanto esfuerzo fué infructuoso. Al llegar á la altura de la destruida Villarrica, los indios se coligaron en contra el invasor; se le huyeron los guías á Cabrera, faltóle el bastimento, y habiéndose pegado fuego á la campaña, se le quemaron carros y pertrechos.

Apurado Cabrera, no tuvo más remedio que emprender la retirada, perseguido siempre por los indios.

En una ocasión cercaron el campamento y con singular denuedo se lanzaron al asalto. Cabrera sacó al campo sus cordobeses y á lanzadas hizo retirar á la chusma enemiga; pero cansados los caballos y algunos soldados heridos, mandó Cabrera retirarse junto á las pocas carretas que quedaban, para curar los heridos y dar de comer á los caballos.

Estando así atrincherados, volvieron á cargar los indios en tanto número y con tanta osadía, que no hubo más remedio que salir á pelearlos otra vez. Como eran pocos los arcabuces, Cabrera imaginó hacer de un cuero de vaca una como trinchera y llevarle por delante para defensa de cada arcabucero. Al mismo tiempo hizo poner á algunos caballos los "guardamontes" tucumanos, ó sea unos faldones de cuero crudo puesto al pecho del animal para resguardar las piernas del jinete de la maleza del monte.

Salió, pues, la reducida manga de arcabuceros y el pequeño escuadrón, que por todos serían siete de á pie y ocho de á caballo, á contener la avalancha del enemigo, y acercándose, disparaban los arcabuces por las troneras del cuero de vaca. Hacía cada tiro grande estrago por ser grande el montón del enemigo. Los bárbaros, viendo tantos de los suyos heridos y muertos de las balas, empezaron á cejar, á cuyo tiempo los ocho jinetes de guardamonte y lanza dieron con gran furia, poniéndolos en huida.

El fracaso de esta expedición desanimó á la gente del Río de la Plata para la cruzada de los Césares de la Patagonia. "Las ocupaciones resfriaron los favores—escribe elegantemente el P. Rosales—y desde aquel tiempo no ha dado aquella tierra otro D. Jerónimo Luis de Cabrera que los encienda."

Esos fervores á que se refiere el jesuita chileno [1] fueron á anidarse en el corazón de Nicolas Mascardi, cuyas heroicas tentativas en busca de los Césares de la Patagonia constituye el episodio más culminante de la leyenda que desde ahora podemos llamar chilena.


  1. Chileno en el sentido de escribir de cosas de Chile. «Nació el ilustre historiador y misionero Diego de Rosales en la coronada villa de Madrid, á cuya circunstancia vinculó siempre cierta vanagloria de rancio castellano, porque le hizo como inherente de su nombre, estampándola en la portada de su libro. Por otra parte, es esa la única vanidad mundana que hemos desentrañado del corazón de aquel varón tan insigne como humilde.» (Benjamín Vicuña Mackenna: Prefacio á la Historia general del Reino de Chile del P. Rosales).