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Los Keneddy: Atardece

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Sin embargo el peligro no disminuye: crece. En la orilla del monte la columna de ataque está lista para avanzar. Ya la artillería aérea abrió el camino. A saltos sobre troncos caídos, bordeando embudos de granadas, la infantería entrará en acción. Es cuestión de segundos...
Hay sol aún. Tarda en declinar. Querrá ver como mueren los Kennedy.
Nada se mueve en el quebrachal lleno de muertos; los árboles caídos... La quietud presta audacia a los pájaros. Pasan como flechas de oro y se hunden en el follaje.
Los tres hermanos se impacientan. Ganas tienen de ir hacia sus enemigos; y, como los galantes caballeros de Francia, en dueños de casa en estancieros de “Los Algarrobos”, decirles:
- A vosotros toca tirar primero soldados, sois nuestros huéspedes.
Se preguntan qué ocurriría en el otro campo. No han descubierto la posición?.
Estarán sorteando los treinta hombres que deben morir en vanguardia?.
Dada la extensión del pajonal y la rapidez del ataque, los Kennedy presumen disponer de tiempo para efectuar treinta disparos. Segarán la primera ola y después...
Caen nuevas arenillas. Se hace rogar la muerte. Ya están violetas los macizos. Pero las abras no tienen sueño. La infantería aún dispone de luz para el ataque. Todo se reduce a una carrera con obstáculos; las tenazas se cierran. Dos bayonetas se tocan. Un oficial consulta su reloj; no ha pasado un minuto.
Se alargan las sombras. Tienen sueño. El relente cuelga tules entre los ramajes.
Llegará a tiempo la noche? Brilla una esperanza. Permanecen mudos. Sin respirar. Les parece que con el aliento detienen el avance de las sombras. El cielo se va llenando de estrellas silenciosas también.
Ya es difícil que vengan los soldados. Han perdido el tiempo. Ahora tendrán que correr a ciegas, contra tres hombres que ven en la noche.
Y mientras los Capitanes enemigos resuelven mantener el sitio y esperar el día, los hermanos Kennedy deciden romper el cerco. Saltarán la línea de bayonetas. Van a poner a dura prueba carne y voluntad; a llevarse el vaso lleno de vino generoso; a salvar con tres rebeldes, la rebeldía. Tendrán que pasar junto al agua y no han de beberla. Junto a los fusiles y no han de “probarlos”. En el monte les espera el cansancio. En el arroyo, la correntada. En la otra margen, el escalofrío. Darán diente con diente, hundidos en lodazales fétidos, bajo nubes de jejenes, mientras los yacarés, barro con ojos, se arrastran hacia ellos. Cada hora tendrán que encender una estrella fija: el rumbo. Y seguir esa luz. Si se opone el tembladeral pasarán por debajo. Si no quiere el macizo de espinas, pasarán por el medio. Cualquier desviación puede llevarles a la muerte. Y no deben morir. Han de caminar con el mensaje de la juventud. Han de afirmar claramente y como ejemplo, que una vez en la Argentina tres soldados de la democracia, vencieron el formidable poder de un dictador, pelearon con centurias de enemigos, rompieron el triple cerco por aire, mar y tierra y abrieron a estoicismo un camino a los nobles rebeldes del mañana.
No ignoran que les está negado el día, que en todas las calles hay patrullas; que no disponen de un “paso”, una picada, un solo potrillo. Todo está contra ellos. Habrán de ir rompiendo montes, desflorando esteros, abriendo ríos de aguas desconocidas y negras.
Es mucho más fácil esperar y caer. Pero no es tan útil. Es glorioso morir por el honor. Arrastrarse en la sombra como lo hacía Mario Kennedy, desafiando las guardias, beber un trago de agua sucia, hidratar la máquina reseca y seguir adelante; eso es más glorioso.
Dar el primer paso cargando quinientos tiros, sufrir la torcedura de un pie y con cincuenta kilos al hombro, andar y andar noches y noches . . . El pié se hincha, arde, pesa. No importa! Se agranda, golpea contra todo; la inflamación quiere romper el grillete a cada paso. Caminan sobre cangrejales. Los socavones duros emboscados bajo el musgo, esperan al estoico Eduardo Kennedy, le retuercen los tendones afiebrados. Cuando la carne no puede más, el espíritu asoma, callado, empieza a cinchar y salen juntos. Eso es más glorioso!
Consumir las reservas; necesitar calor para quemarlo; no comer y no detenerse por eso. Faltar el agua, andar bajo soles implacables, recalentado el corazón y andar aún como Roberto Kennedy hasta la orilla extrema del esfuerzo y allí caer como herido por el rayo. Eso es más glorioso!
En el pajonal, frente al monte dormido, los Kennedy se reconcentran; es fácil la muerte; es dura la vida. Por eso la eligen.
Entonces Mario se incorpora.
- “Bueno – dice – ahora ya no nos agarran. Nos vamos”.