Los Keneddy: Bombardeo
En efecto: la escuadrilla ha reconocido el terreno. Cae la primer bomba. Se hunde en el monte. Estalla. Por el aire tembloroso vuelan quebrachos y voltean perezosamente entre la nube de humo y astillas.
Hay una danza de árboles rotos. El artillero tira de los piolines; los fantoches se elevan grotescos con sus brazos rígidos, erizado el ramaje.
Bajan nuevas bombas. Unas tras otra zambullen en esa laguna de follaje. Levantan columnas de tierra. Rocían hierro. Las siete aves guerreras “pican”, hacen presa, clavan el “puón” acerado; vuelven a subir. Flotan vellones grises, como plumas sobre el reñidero. Truena.
A cada instante los picos se cierran. Arrancan un mechón de monte. Levantan esa tapa. Buscan a los Kennedy. No los ven. Entonces prenden antorchas. Arden los troncos. El soplo de dinamita los apaga.
Se mueve el suelo. Todo tiembla y cae. Excepto los Kennedy. Para estos varones, empieza a gotear; hay una tormenta de verano con muchos truenos.
A pocas varas del refugio, los goterones hunden “guaraninaes”. Los clavan hasta la armazón. Revientan. En el embudo asoman raigambres; manos crispadas resurgen de la tierra removida; se agarran al borde. Entonces descarga el aire su carrada de leña y corta los nudillos.
El quebrachal lleva una hora de castigo. Esa selva está herida en la entraña. La sembraron de sal negra. No podrá fecundar en muchos soles. Exhibe sus muñones roídos. Troncos afilados y duros. – Índices. Lo doloroso es que pájaros y árboles son del mismo suelo. Sobre tierra Argentina cayeron las primeras bombas de la cuarta armada. Iban contra cuatro patriotas. La dictadura!
Y los Kennedy sacan una mano para saber si aún garúa.
La dinamita aventa el quebrachal. Esos terrenos pertenecen a un hermano de los rebeldes, el doctor Miguel Angel Kennedy.
- “Qué suerte para Miguel Ángel!” – exclama Roberto – “Tendrá bastante leña picada en su cocina”.
Están en un lugar casi despejado. Se los indicó el criollismo. La maniobra acusa fina sagacidad. Es fruto dulce de su dominio del ambiente. Ahora son gauchos. Para despistar al forastero aplican astucias de ñandú; anidaron en el sitio más “sonso”, donde nadie les busca.
Los aviadores pasan y pasan sobre ese descampado. No lo ven, por apuntar al macizo de árboles donde clavan sus dardos. Cuando vuelan a poca altura, despeinando el pajonal, los Kennedy, muy despacio cierran el abanico de yuyos. Se cubren. Enseguida vuelven a curiosear.
Papaleo tiene los nervios rotos. Es heroico soldado; uno de los catorce vencedores de “La Paz”. Tiene derecho a la admiración de sus compatriotas. Yo me descubro ante él por su valor y sus virtudes; pero está hecho de carne. Hace horas que las bombas retumban en su cabeza fatigada ya. Son martillos de hierro que caen sobre el monte en ascuas. Y hace demasiado calor. El sol de Enero castiga las frentes; introduce su cuchillo entre los párpados; fuerza a mirar. Deslumbra. Las detonaciones golpean el tímpano. Aturden. Desgastan. Rayo y trueno se juntan en el cerebro. Le asaltan por tres lados. Y ese rondar constante de la muerte . . . y el zumbido de los motores que pinchan en la piedra, perfora, penetra...
Un avión hace jugar su ametralladora. Abanica el llano. Se acerca. Fumiga el bosque. Inunda de plomo las cuevas. Suspendido en el aire el mangangá de encontrones en los árboles que horada con el aguijón.
Por los tubos de la ametralladora sale silbando la muerte.
- “Oí, ché Papaleo – dice en broma Roberto Kennedy – esa es la carcajada del diablo”.
Quieren distraer al compañero. Aprecian su corazón amigo. Son contados los varones capaces de llegar tan a lo hondo del sacrificio. A Papaleo le flaquea la razón; no el coraje.