Los Keneddy: La tormenta
En el Paranacito y frente a “Los Algarrobos”, se levantan las islas de “Curuzú-Chalí”, Cruz del misionero Chalí.
Los hermanos Kennedy y algunos peones están trabajando con ganado en las islas. Cae la tarde. Una gran tormenta amenaza echarse sobre el río.
Deciden ganar la costa en una embarcación. Pierden tiempo. La tempestad se apura y les toma el campo. Ya el Paranacito se levanta, crespo. Soporta las primeras cachetadas. Nunca fue muy paciente y aquellos zamarriones le indignan. Empieza a devolver los golpes. Viento y agua pelean. A poco el río hierve en espuma. Un zarpazo hunde la canoa. Regresan a nado. Hacen pié en la isla. Las turbonadas acuestan los árboles. El espectáculo es formidable. Al paso del viento, el río muestra los dientes. Salta, quedan jirones de espuma. Olas afiladas como dagas se hunden en el aire. Vuelven, retroceden. Ruedan mal heridas.
Las reemplazan otras que avanzan en escalones. Un pulverizador sahuma peligros.
Los Kennedy deciden pernoctar en la isla. Es prudente. Pero Mario no está de acuerdo. Quiere pechar contra esa doble puerta de viento y agua. Abrir camino y alcanzar la muerte o la costa.
-“Dejé mi Ropa en la orilla” – dice a los hermanos – “y voy a recogerla antes que se moje”
Llueve torrencialmente.
A Mario Kennedy se le apagó el pucho y va al infierno, en busca de un tizón.
Zambulle acompañado de su tordillo. Les sigue el perro. Los tres se pierden un instante. Reaparecen blancos de espuma. Bracean. Avanzan. Una ola les detiene. Planta la mano en sus pechos. Se parte. Avanza otra. Da el zarpazo. Es como una serranía que corre y golpea cerro tras cerro. La voluntad se clava. Vibra. Rompe y pasa. Ya han hecho una cuadra. Quedan apenas veinte más. El viento silba en las crestas, las engalla. Llena de polvo líquido los ojos. Aturde. El seno abre sus fauces. Traga al osado. Se cierra. Mario rompe esa mortaja, asoma un brazo, tira del cuerpo; sale para caer y torna a salir. El tordillo cierra contra la base de cada ola. Horada el muro. Alcanza la comba siguiente. Pecha, agujerea y sigue hilvanando marejadas. A su costado, Kennedy ofrece le pecho al mar. El perro, más liviano, juega como pelota de filo en filo.
Entonces la tormenta castiga. Cruza el chicote azul del relámpago. Hay un sordo gruñido de truenos y resacas...
Desde la isla, los hermanos sólo ven tres punto que boyan, se pierden; reasoman.
Pasan lerdos los minutos.
La neblina se cierra sobre el río, la angustia sobre los corazones . . . ya no ven más que un solo punto: el perro juguete de la rabia del río.
Mario no reaparece...
Esperan... Pasan varios minutos... vuelven a ver al perro. Nada más.
Eduardo Kennedy mira con odio al río. El Paranacito se ha portado mal con ellos. Eran sus amigos, sus alumnos, y el viejo gruñón se ha tragado a Mario.
Roberto cruza los brazos. Sus ojos se llenan de lágrimas.
-“No sufra Don Roberto” – le dice le indio Jerónimo, criado dela estancia – “un río y una tormenta son poco para el niño Mario”.
Apenas calma, ponen rumbo a tierra. Es de noche. Hay un silencio horrible. Ya nada esperan... Tocan la orilla... Allí está Mario Kennedy de pié. El tordillo frota la felpa del hocico en una mano del patrón. Y el perro, sentado frente a ellos, mueve la cola alegremente.