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Los Keneddy: Por montes crudos

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Mucho Después alcanzan un molino. Sacian la sed.
Son las dos de la madrugada. En las tinieblas cantan algunos gallos.
- “Qué rancho será ese?”
- “Es La Amalia” – responde el guía.
Sabe que es el único punto del pago donde hay un criaderos de orpingtons. El canto que acaba de oír es de aves de dicha raza. Distinción apreciable para un observador entendido. Cualquier puestero podría tener un orpington, mas no muchos. Y ese era precisamente, un coro de anunciadores del día.
Es “La Amalia” en efecto, estancia del señor Florencio Crespo, casado con doña Amalia Kennedy. A pesar de ello, siguen andando. Y una legua después, se guarecen en las grandes manchas del monte. Allí pasan el día. Duermen tranquilos en esas islas quietas...
Habla de Dios el silencio. No cruza un alma. A nadie ven. Nada turba esa paz caliente y honda. Es el último halago del terruño...
Ahora marcharán por una región casi desconocida.
Atardece. Saben a qué distancia se encuentran del Paraná. Toman este río como base. Trazan una recta de Sur a Norte y así calculan la altura a que deben alcanzar el “Guayquiraró”. Es preciso estar atentos a la entrada del sol. Marcar el Norte. Esperan inmóviles la salida de las primeras estrellas y, fijado el rumbo seguir la guía. Una hora después, esa “madrina” luminosa, busca su querencia del poniente. Hay que “ensillar” otra y cansarla!
Toda la noche así.
Y la cuña de carne se hunde en montes inmensos tupidos de pajonal. Tierras bajas. Pantanos en invierno; cangrejales en estío. El tránsito del vacuno durante las lluvias, labra el barro. Los soles resecan esas huellas. El moho la tapiza. Los pies resbalan y se tuercen sobre estos campos con viruelas. Las lianas y mimbres enroscan sus maneas en las rodillas. Es un chicoteo, constante, despiadado. Al unísono tira garfadas el ramaje. Y aunque todo resiste y lastima, la cuña de carne se hunde igual.
Deben conservar la línea recta. Así lo exige el rumbo. No pueden buscar sendas ni alivio. Han de embestir contra todo, siempre. Bajan la cabeza. Rompen. Pasan. En la oscuridad vislumbran ramas fuertes. Se agachan. Entonces el maletín con los proyectiles se tumba. Eduardo Kennedy vuelve a echárselo a hombros, una y diez mil veces. Se acalambra el brazo. Lo galvaniza y sigue hombreando plomo.
Llevan las armas en la diestra firma. Cada rama espinosa, o por lo menos áspera, corre por el fusil, araña la mano y al pasar roza todo el brazo. Esta irrita a otra llaga, la otra hiere. Y al ver sangre, todas se ensañan.
La cuña de carne se hunde todavía. Van sudorosos. Casi desnudos de ropa y de epidermis. Sucios. Les siguen los insectos. A cada instante, Roberto y Mario, corren su pregunta:
- “Qué tal te sientes, Eduardo, ¿soportarás la marcha?”
Eduardo Kennedy clava en el cangrejal su pié deforme. El maletín se empecina en caer. Y el dolor pugna por subir. Los mantiene a raya. Lleva tres noches de tormento. Ha crecido mucho. Toca el umbral del grito. Pero no pasará!
- “Voy bien” – responde naturalmente – “voy bien . . . adelante!”