Los Keneddy: Antorchas
Con la noche reinician la marcha.
Ya el enemigo sabe que viven! Abandonan el quebrachal. Inunda los campos. Hay orden de encontrar a los Kennedy. Los busca de día y de noche. Riega con cuarenta cajones de nafta los montes del pago. Corren antorchas por los esteros.
Si el pajonal faltó al bando: que muera.
Si la selva se declara contra la dictadura, que arda hasta la raíces.
Desde las lomas tibias aún, los tres parias ven crecer el incendio: al Oeste el fuego se traga un bosque. En esa hoguera debe retorcerse el “añanpindá”. Al frente, muy lejos, arden en varios puntos los pajonales del “Guayquiraró”. Las llamas corren hacia el río, alcanzan el espadañal que hunde en el agua su hoja enrojecida.
Otra vez el aire se llena de chistidos. Las lechuzas invisibles siguen a los Kennedy.
Aquella piedra caída en el lago traza círculos cada vez más grandes; el de fusiles, el de dinamita, el de fuego... Hacen dos leguas de “raleras” y pisan el establecimiento de Roberto. Tiene al alcance de una caricia a la esposa y a los hijos. Ha llovido mucho plomo desde que los dejó. Quisiera un minuto para correr a abrazarlos. No es posible. Desfilan. Ahora Roberto Kennedy se cansa. Va cinchando de su hogar.
Un cerco. Entran en campos de Mario. Cruzan junto a la tropilla de tordillos. Parece llorar un cencerro. Relinchan los fletes.
Porqué no saltan a caballo! No es posible. Angustia verles a pié. Paso a paso. Metro a metro. Mientras el fuego corre en la brisa y los camiones vuelan a ocupar todos los caminos.
Así recorren sus estancias. Ahí queda, oxidándose en el ocio, el largo esfuerzo: medallas de campeonatos ganaderos, tractores, equipos.
¡Cuándo volverán a la querencia! Quizás algún día lejano y lluvioso. Tal vez nunca más! Van a ser forasteros, a pagar en melancolía el delito de querer la Patria vieja . . .