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Los Keneddy: Rumbo al naciente

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Entonces, A mil metros de las tropas, empiezan a costear por retaguardia el cordón del Este. Son peligrosos sus vecinos. Sobre este terreno oscuro hay nidales de milicias. Duermen furrieles en torno a las cenizas del vivac. Por aquí posó la bandada de aviones. Cada pié que avanza en la sombra puede golpear al centinela silenciosos e inmóvil.
Los Kennedy suben el repecho. Llevan la intuición como una antena retráctil; tocan, se detienen. Buscan el resquicio. Avanzan.
Su salvación está en el Norte: rompieron el cuadro enemigo, con la marcha al Sur. Dieron cara al oriente. Ahora avanzan hasta rebasar el ángulo N.E. Luego enfilan el Norte, costean esa guardia y se van.
Qué puede impedirlo? La luz, cualquier error del guía, un golpe de tos, el grito del chajá, la imprudencia de ellos o la prudencia de algún recluta, el chofer militar que enciende los focos a tiempo, el vecino desvelado y conservador, la nube frente a la estrella de los Kennedy, una emboscada y el incendio y las bocas de quinientos fusiles y la cola del diablo; pero nada más...
Ondula el terreno. Eduardo ve una luz intermitente. Toca el hombro a Mario. Señala la dirección del río. Habla quedo.
- “Mirá”!
- “Sí”.
- “Qué es?”
- “Una luciérnaga” – responde el guía.
Reanudan la marcha entre el pastizal y lonjas de monte.
- “Fíjate bien en la luz!” – insiste Eduardo Kennedy.
- “Qué es?” – pregunta Mario ahora.
- “El reflector del aviso de guerra”.
Temen que los tres pumas, huyendo del fuego, crucen a nado el Parancito. Ya la correntada los conoce. Las islas se han parado a esperarlo. Por eso el buque encendió sus pupilas y buscan en el agua mansa y por los foscos matorrales costeños. Ese reflector enhebra algunos cabos en los resquicios del ramaje. Se corta en la espesura; vuelve a surgir y corre su raya interminable y azulina como un bicho de luz.
Sonríen.
Le saludan irónicamente y reanudan la marcha.