Los Templarios - I: 14
Capítulo XIV - De la respuesta que secretamente dio el rey de Granada al embajador del rey de Castilla
[editar]El infante don Juan y don Nuño de Lara se encaminaron sin perder tiempo al kan donde había ido a hospedarse la hermosa doña María. Esta noble señora, como ya en otro lugar hemos indicado, había sido solicitada por el infante, cuya innoble pasión había rechazado ella con toda la dignidad de su carácter. Pero la discreta dama, tanto por no alarmar a su esposo cuanto por consideración a la alta cuna de su amante, había guardado el más profundo secreto, limitándose a evitar las ocasiones en que don Juan pudiese hablarle de sus amorosos devaneos.
La prudente señora, por otra parte, no tenía motivos del infante sino de gratitud y respeto, pues que hasta entonces don Juan siempre la había tratado con la más delicada cortesía, por más que sus pretensiones fuesen demasiado atrevidas en el mismo hecho de ser doña María, no sólo una dama recomendable por su hermosura y decoro, sino, a mayor abundamiento, la esposa de uno de los más cumplidos caballeros de Castilla.
Creyó doña María que con el tiempo el infante desistiría de aquel propósito, que nunca podía calificar sino como un antojo del príncipe, y así continuó invariable en el sistema de dulces repulsas con que una dama discreta sabe enfrenar aun a los más osados.
Una venerable dueña se presentó en el aposento de doña María, anunciando que dos caballeros moros demandaban el favor de hablarle.
No sin alguna sorpresa recibió la damna esta noticia; pero al fin, entre confusa y curiosa, concedió el permiso que se le demandaba.
Pocos momentos después aparecieron en la estancia los dos caballeros anunciados.
-¡Hermosa doña María! -exclamó el infante besando galantemente la mano de la dama, -¿quién me había de decir que en el penoso destierro en que me hallo había de tener la dicha de veros?
-Ciertamente, señor don Juan, que yo tampoco podía figurarme que me aguardaba semejante visita.
-Yo sentiré mucho que tal vez hayamos venido a interrumpir vuestras horas de reposo, -dijo don Nuño.
-Nada de eso, caballeros. Yo tengo particular complacencia en que os encontréis buenos y salvos de los peligros que os amenazaban en Castilla.
-¿Se sabe allí por ventura que nos hemos refugiado a Granada?
-Yo por lo menos lo ignoraba de todo punto.
-¿Acaso no habíais pensado en vuestros amigos? -preguntó el infante con tono de dulce reconvención.
-Sí, he sabido con satisfacción que lograsteis escaparos del castillo de Alcántara, que fue tomado por las tropas del rey.
-Gracias a vuestro cuñado don Diego de Guzmán, que nos atacó con un valor irresistible. Allí nos tocó perder.
-Esas son alternativas muy comunes en los tiempos de asonadas y revueltas.
-¿Y me permitiréis, señor, que os pregunte cuál es vuestro objeto al venir a Granada?
-Sabed, señor, que yo me dirijo a Tarifa a unirme con mi esposo, y he aprovechado la ocasión de venir escoltada hasta aquí por los hombres de armas del embajador de vuestro hermano.
-¿Y desde aquí hasta Tarifa vais sin acompañamiento?
-Iré solamente acompañada de toda mi servidumbre.
-Pues ¿y el embajador?
-Tal vez se vuelva al punto a Alconetar, en donde creo que el rey cristiano aguarda la respuesta de su mensaje al rey moro.
-¿Sabéis si en efecto el rey permanecerá en Extremadura hasta el regreso de su embajador?
-Es posible que don Sancho no abandone la raya de Portugal, con cuyo rey parece que iba a tener una conferencia en Valencia de Alcántara.
Don Juan pareció en extremo sorprendido de esta noticia.
-El rey de Castilla y el de Portugal tan unidos -exclamó al fin.
-Así es la verdad. Parece que entre ambos monarcas existe ahora la mejor armonía.
Mientras que el infante don Juan y don Nuño de Lara departían con la hermosa dama, el embajador salió de la estancia suntuosa en donde había sido recibido, y Mohamet le otorgó el favor de que visitase los principales departamentos de su maravilloso palacio.
El rey de Marruecos, como ya sabemos, aceptó la guerra que el rey de Castilla ni buscaba ni huía. El marroquí, pues, se retiró a un aposento, en donde se ocupó de sus proyectos, llenos de encono y de ambición.
Mohamet, por el contrario, quiso agasajar al cristiano de tal manera, que él mismo le acompañó algún tiempo en la excursión que el enviado hizo en los mágicos recintos de la Alhambra. Allí el gallardo cristiano se creía bajo el imperio de un sueño encantador. Nunca su imaginación, por más que con sus alas de oro y fuego había intentado más de una vez el traspasar los fuertes muros de la opulenta Granada y del famoso palacio, nunca, repetimos, su imaginación había llegado a soñar las maravillas que ahora veía palpablemente.
Era tanto más profunda la impresión que el cristiano recibía, cuanto era mayor el contraste que aquel espectáculo formaba con todo lo que hasta entonces había visto. La arquitectura gótica que hizo brotar el cristianismo, impregnada de una melancolía sublime y de una oscuridad misteriosa, parecía querer representar las selvas sombrías y sagradas de los germanos. En las majestuosas penumbras de los templos cristianos diríase que se ocultaban como entre místicas nubes de incienso todos los misterios sublimes de la ESENCIA DIVINA.
Estas formas severas y grandiosas, a que se hallaba habituado el mensajero, eran en extremo distintas, o por mejor decir, opuestas a las de la arquitectura morisca, y más principalmente cuando se trataba de una casa de recreo, de un palacio de filigrana, de una mansión de encantadoras, semejante a aquellas que la discreta Scheherazada, para prolongar su existencia, describía al sultán Schahriar.
Los palacios y castillos de los reyes cristianos nunca podían compararse con los de los moros. Había en aquellos, por más que alguna vez no careciesen de magnificencia, y hermosura, un cierto sello de grandeza y severidad al mismo tiempo que de belicosa rudeza, que el genio del feudalismo escribía en piedra bajo mil diversas formas, y sin abandonar nunca los escudos de armas, especie de rótulos guerreros que sólo el Blasón sabe explicar.
Muy embebido se hallaba el cristiano en la contemplación de aquella maravillosa morada, si bien permanecieron ocultas a sus ojos muchas de sus bellezas tan admirables como recónditas.
Las costumbres y pasiones exaltadas de los musulmanes, entre las que sobresalen más particularmente los celos y la desconfianza, no permitieron al cristiano que viese los retretes encantadores donde el rey moro tenía recatadas sus bellezas. Así, pues, no pudo examinar la sala denominada del Tocador de la reina, en la torre de Comares, desde donde se dominaba toda la Alhambra, el Generalife y la deliciosa vega. Allí, en las hermosas tardes de verano, acudían la reina y sus damas a respirar las frescas y perfumadas brisas de los vecinos cármenes y a recrear sus ojos con el magnífico espectáculo de la fértil vega y de los dos ríos que le prestan jugo y lozanía: allí las bellas moras se entregaban en las tranquilas horas del crepúsculo a los plácidos y amorosos devaneos de una imaginación juvenil y de un corazón apasionado: desde allí también solían contemplar a sus amantes cuando escaramuceaban en la vega con los campeones cristianos: allí el caballero moro ostentaba en su lanza el pendoncillo y las divisas que su amada le regalaba como un poderoso talismán que le infundía generoso aliento.
Aparte de las habitaciones interiores, el cristiano pudo recorrer anchurosos patios embaldosados de lucientes mármoles y acotados por galerías y columnatas que sostenían arcos prodigiosamente enriquecidos de menudas labores, sutiles como el pensamiento, y entre las que se leían inscripciones árabes.
También nuestro caballero recorrió los mágicos jardines de la Alhambra, donde los limoneros, los rosales y la albahaca y multitud de flores y arbustos odoríferos embriagaban el ambiente con sus perfumes, celestial ambrosía de la primavera.
Después que el embajador cristiano quedó atónito de ver tantas maravillas y riquezas, que no pueden caber en breve explicación, salió de los jardines, y lo condujeron a los más suntuosos aposentos, incrustados de azulejos de vivos colores, que rivalizaban con los de las ricas techumbres de cedro, escaqueadas de oro y azul. Entre todas estas magníficas estancias, llamaban más particularmente la atención la sala denominada de Justicia, la de las dos Hermanas, y la que después llamaron de los Abencerrajes, porque entonces estos caballeros, tan valientes como pundonorosos, estaban muy ajenos de pensar que, andando el tiempo, su sangre había de enturbiar la cristalina fuente que en medio de aquel aposento agradablemente murmuraba.
El joven caballero no pudo menos de admirar sobre todas las cosas que hasta entonces había visto el suntuoso recinto conocido aún con el nombre del Patio de los Leones. Llámase así por la fuente que hay en el centro, cuyas copas de alabastro están sostenidas por doce leones de mármol.
Dícese que el arquitecto árabe quiso imitar en esta fuente la piscina de Salomón, o el mar de bronce sostenido por doce bueyes y fabricado para que sirviese de lavatorio a los sacerdotes de la antigua ley.
Mohamet, que no sin orgullo había acompañado al embajador, y acaso se lisonjeaba con la idea de que el rey de Castilla envidiase sus riquezas y su Alhambra, cuando de ello le hablase el cristiano, dijo en este sitio a los servidores que le acompañaban:
Retiraos.
Obedecieron los suyos, y entonces se quedaron solos el rey de Granada y el embajador de Castilla.
-Nazareno, -dijo Mohamet-, aprovechemos los instantes, que son preciosos.
-Puedes decir lo que quieras.
Mientras que tú te ocupabas en ver mis jardines he tenido ocasión de leer la carta que me entregaste, sin que nadie me haya visto.
-Yo te sorprendí leyéndola.
-Quiero decir que ninguno me ha visto que pueda apercibirse de lo que se trata, ni mucho menos participárselo al rey de Marruecos.
-¿Y crees que él no sospeche nada?
-Estoy seguro de que está muy ajeno de lo que deseamos tu señor y yo. Sin embargo, es preciso guardar la más absoluta reserva, porque de lo contrario todo se habría perdido.
-Pero ¿acaso tú no tienes voluntad propia?
Sonrojose el rey moro.
Después de algunos minutos de profunda reflexión, dijo con cierto acento de altivez:
-Sabe, nazareno, que yo siempre obro por mi propio impulso; pero el tener una voluntad enérgica en nada se opone a que algunas veces (y esta es una de ellas) sea indispensable guardar el más profundo secreto.
-Convengo en ello; pero si el rey de Marruecos sospechase que tú estabas en inteligencia con el rey don Sancho, ¿qué harías?
Al dirigir esta pregunta, el cristiano clavó una mirada escrutadora en el rey.
Este respondió:
-Negaría absolutamente que yo estaba de acuerdo con el monarca cristiano.
-¿Y siendo cierto?...
-No lo es, nazareno, -repuso vivamente Mohamet-. No es cierto que yo esté en inteligencia con don Sancho: todo se reduce a que éste me ha enviado una carta, con cuyo contenido yo puedo no estar conforme.
El embajador conoció que no debía insistir más, pues que ya había conseguido su objeto principal, que era conocer la grande importancia que Mohamet daba al secreto en este asunto y en tales circunstancias.
Después de algunos momentos de reflexión, el cristiano preguntó:
-Y bien, ¿qué respuesta me das para el rey mi señor?
-Dile que estoy dispuesto a hacer alianza con él y a no romper jamás lo que pactemos. Por lo demás, asegúrale de que en todo favoreceré sus intentos, que no son otros que los míos, pues la presencia del rey de Marruecos me es también muy enojosa, y nada hay que yo desee con más anhelo que su partida.
-Convendrá, oh poderoso Mohamet, que me satisfagas a esta observación, que no deja de ser muy importante.
-Di cuanto quieras.
-Supuesto que el rey de Marruecos me ha dado una respuesta tan arrogante y ha aceptado la guerra, don Sancho de Castilla, mi rey y señor, no puede menos de considerar rotas las hostilidades. Ahora bien, ¿qué harán tus soldados si don Sancho acomete al rey de Marruecos?
-¿Qué quieres que hagan? ¡Permanecerán pasivos!
-¡Pasivos! -exclamó el embajador estupefacto.
-¿Qué te extraña?
-¿No temes que en ese caso el rey de Marruecos llegue a conocer el verdadero móvil de tu conducta? Si quieres guardar secreto, será imposible, pues que te verás obligado a pelear en compañía de las tropas marroquíes.
-Pues no lo haré
-Y si no lo haces así, ¿qué responderás a los musulmanes cuando te pregunte por el motivo de tu inacción? Todo al fin tendrá que descubrirse.
Mohamet pareció fuertemente impresionado por las poderosas razones emitidas por el embajador.
Caviloso y perplejo el rey de Granada, no sabía qué resolver en este lance, supuesto que cualquiera de los caminos que a su resolución se ofrecían, estaban muy erizados de inconvenientes.
El cristiano, viendo esta confusión, le dijo:
-¿A qué aguardas? ¿En qué te detienes? ¿No eres tú por ventura rey soberano de Granada? Abuz-Yusuf es un huésped incómodo y peligroso. Después que entró en España, ha vivido al parecer contigo en muy buena inteligencia; pero yo quiero arrancarte la venda de los ojos, para que veas con claridad los riesgos que te amenazan. Los que ven desapasionados tu conducta, comprenden hasta qué punto es tu índole generosa y buena; empero también lamentan tu excesiva confianza, que puede costarte el trono y aun la vida. Abuz-Yusuf es ambicioso, de carácter turbulento, amigo de la guerra, valiente y experimentado caudillo.
Al llegar aquí, el cristiano se detuvo y fijó una mirada investigadora en el monarca granadino, que estaba pálido de despecho, ya, porque creyese que debía recelar del rey de Marruecos, o ya (y esto es más probable) porque le mortificasen las alabanzas tributadas a aquel por el embajador, el cual continuó de esta manera:
-Pues bien, cuando los príncipes cristianos vieron que, después de terminada la anterior guerra, el rey de Marruecos se retiró a tu ciudad, y supieron que está habitando tu real palacio y compartiendo tus honores y riquezas, todos temieron con harta razón que sobreviniese en tu reino algún penoso incidente... No quiero insistir más; porque sin duda alguna a tu buen ingenio se le alcanzará mucho más de lo que yo pudiera decirte. ¿Es posible, Mohamet, que en la soledad de tu aposento haya ocurrido alguna vez todo cuanto muy por encima acabo de indicarte? Abre los ojos, rey de Granada, y comprende y mira que te encuentras al borde de un precipicio.
Quedose el monarca en extremo confuso y pensativo al escuchar semejante razonamiento.
-Bien conoció el cristiano el efecto de sus palabras, que no dejaban de ser sinceras y con harto fundamento pronunciadas. Así, pues, se esforzó por hacer que Mohamet tomase alguna enérgica resolución conveniente a la vez para el hijo de Ben-Alhamar y para el monarca cristiano.
-Supuesto que al fin ha de saberse, ¿por qué no tomas tu resolución para que el rey de Marruecos se ausente de Granada?
¡Ah! ¡Eso es imposible! -exclamó el moro con acento dolorido.
-¿Y por qué? ¿No puedes tú hasta ordenarle que inmediatamente salga de tu territorio? ¿Acaso sus soldados te lo impedirán? Conoce, Mohamet, conoce ahora que el rey de Marruecos es el verdadero rey de Granada. ¡Tú no eres más que su prisionero!
Efectivamente, nada exageraba el cristiano, pues que el rey de Marruecos, con su carácter dominante y arrebatado, había adquirido o pretendía adquirir grande ascendiente sobre el ánimo de Mohamet. Era éste un hombre de condición apacible, de educación muy esmerada, amigo y protector de las letras, cortés, agasajador y valeroso. Es cierto que su exquisita urbanidad le hacía parecer de ánimo descaecido y de voluntad poco enérgica; empero, como la experiencia acreditó, no convenía abusar de su bondad sin exponerse a la terrible explosión de los caracteres generalmente pacíficos, cuya ira es tanto más temible cuanto ha sido mayor su benevolencia.
Mohamet, después de algunos momentos de meditación, sacudió ligeramente la cabeza con un movimiento nervioso, y se limitó a decir con tono solemne:
-Yo no quiero la guerra, y no la liaré; pero tampoco quiero ser traidor, y no lo seré... En fin, retírate, y dile a tu señor que muy pronto recibirá, un mensajero con letras mías.
-Está, bien, rey de Granada. ¡Dios te guarde!
Disponíase el cristiano a partir, cuando Mohamet le detuvo, diciendo:
-Toma mi cimitarra en cambio de tu espada, que la conservaré como un recuerdo tuyo.
El cristiano aceptó con reconocimiento aquel arma refulgente y magnífica, cuya empuñadura, toda de oro y marfil, era de inestimable precio.
-Yo te prometo, Mohamet, que en todo tiempo, sabré servirme de este arma de una manera digna de ti, que me la das, y de mí, que la recibo. Si antes era de un rey, no por eso ahora dejará de pertenecer a un caballero.
-Con gusto escuchaba el moro la caballeresca arrogancia del cristiano.
-Te aconsejo, -dijo al fin el rey-, que al punto abandones la ciudad, porque muy en breve acaso esté convertida en un campo de batalla.
-Pero ¿qué piensas hacer? Convendría que mi rey lo supiese.
-Buen embajador ha elegido tu príncipe en tu persona.
-Yo me intereso por saber...
-Pues anda y no quieras saber más. Te repito que, si no estás mal con la vida, te ausentes al punto con los tuyos. ¡Alá te guarde!
Estas palabras fueron pronunciadas por Mohamet con un acento tan solemne, que el cristiano comprendió que no debía despreciar este aviso.