Los Templarios - I: 15

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Capítulo XV - El milano y la paloma[editar]

Al llegar a la puerta del palacio, el embajador encontró a su compañero, que ya le aguardaba impaciente y receloso.

Ambos se dirigieron al kan donde habitaba la hermosa doña María, que a la sazón se hallaba departiendo con el infante don Juan y con don Nuño de Lara.

La sorpresa de este último fue inexplicable al reconocer al mensajero, que se hallaba muy ajeno de encontrar en Granada a don Nuño, que era su deudo muy cercano.

-¿No lo decía yo? Cuando Ordoño me dio las señas del embajador, que era un caballero de las inmediaciones de la bailía de Alconetar, dije para mi sayo: ¿si será mi sobrino don Guillén? ¡Válgame Dios, y qué hermoso mancebo te has hecho en pocos años!... Solamente te encuentro un poco pálido... Antes tenías muy buenos colores. ¿Estás enamorado?

Y así diciendo, don Nuño tendió cariñosamente los brazos a su sobrino.

Mucho se holgó el bizarro mancebo de encontrar sano y salvo a su tío, cuya suerte ignoraba después del completo triunfo que habían obtenido las armas de don Sancho sobre los rebeldes, capitaneados por el infante don Juan. En breves razones don Guillén informó a don Nuño de cómo la casualidad de haber ido el rey a morar algunos días a la Encomienda de Alconetar había sido la causa de que don Sancho lo eligiese de mensajero para hacer saber su voluntad a los monarcas musulmanes.

-Señora, -añadió el joven, dirigiéndose a doña María-, con harto pesar mío os anuncio que no podéis tomar aquí ningún descanso.

-¿Pues qué sucede?

-Acaso a vosotros pueda importaros lo que voy a deciros, -añadió don Guillén, volviéndose hacia don Nuño y el infante.

-Decid, decid.

-Yo he dispuesto, partir al punto de Granada sin la menor dilación, porque es muy posible que dentro de breves instantes se halle convertida esta ciudad en un campo de batalla.

-¡Es posible!

-Así me lo ha asegurado quien tiene muchos motivos para saberlo.

-¡Hijo mío! -exclamó la dama estremeciéndose de terror.

-No hay tiempo que perder, señora.

-Al punto voy a dar mis órdenes para partir.

Grande sorpresa causó esta alarmante noticia en todos los presentes; pero con más particularidad en la desdichada madre, que en todas partes veía peligros para su amado hijo.

Inmediatamente doña María salió de la estancia para dar las órdenes a las gentes de su servidumbre, a fin de que dispusiesen todo lo necesario para su pronta partida.

-¿Y adónde te diriges con tu escolta? -preguntó don Nuño.

-A Tarifa, señor, -repuso don Guillén.

-El cielo os libre de algún mal tropiezo.

-Yo pienso acompañar a doña María por las sendas más extraviadas, porque mi gente es poca, y ya desde este momento deben considerarse rotas las hostilidades entre moros y cristianos.

-¿Y crees que efectivamente haya peligro en esta ciudad?

-Para vosotros tal vez no. Ese hábito que vestís acaso os ponga a cubierto de toda agresión, al menos entre los musulmanes.

Don Guillén pronunció estas palabras con un cierto acento en que pudo leerse una reconvención. En efecto, ni para don Nuño era muy decoroso, ni menos para el infante, el usar el traje de los enemigos más implacables, no sólo de su patria, sino también de su Dios.

El joven embajador hizo una profunda reverencia al infante, y volviéndose a don Nuño, le abrazó tiernamente, y se despidió seguido de su inseparable y cariñoso amigo Álvaro del Olmo.

Pocos momentos después la pequeña partida de los cristianos con su capitán al frente se hallaba formada en la puerta del kan donde habitaba doña María.

Entretanto el infante y don Nuño no dejaban de comentar la terrible noticia que les había dado don Guillén.

-¿Y qué resolución pensáis tomar? -preguntó la dama.

El infante se detuvo algunos minutos, pero al fin respondió:

-Señora, vacilo entre varios intentos, y a la verdad que no sé qué partido adoptar en tan críticas circunstancias.

-Tal vez convendría, -dijo don Nuño-, que nos marchásemos a Aragón o a Portugal; siempre es mejor vivir entre cristianos que no entre estos perros.

-No me parece mal consejo; yo, por mi parte, preferiría mejor a Portugal.

-¿Y si por ventura nos sucede allí algún percance? ¿No habéis oído que ambos monarcas, el de Portugal y el de Castilla, están muy unidos?

-También Mohamet trata de ser aliado de mi hermano. En todas partes es fácil que haya espías y traidores; pero el rey don Dionís es amigo particular mío, es además un cumplido caballero, y nada importa que esté en buena inteligencia con don Sancho para que también se muestre con nosotros atento y hospitalario.

-Efectivamente, señor, yo así lo creo, -dijo doña María-. Don Dionís es un dechado de nobleza, y jamás puede abrigar en su pecho una traición.

-Señora, -repuso galantemente don Nuño-, desde luego me doy por vencido al escuchar vuestra opinión, y mucho más recordando que don Dionís de Portugal es pariente de vuestro esposo, mi noble amigo don Alonso Pérez; y a fe que si el monarca portugués se asemeja algo, por poco que sea, a vuestro esposo, que debe de ser un espejo de caballería.

-Mucho os agradezco, señor don Nuño, la alta opinión que de mi amado esposo y señor tenéis; opinión que yo creo bien merecida, y que es una de las cosas que causan mi felicidad, porque una dama participa en cierta manera del mérito y la gloria de su esposo.

Y así diciendo, los ojos de la hermosa y noble matrona brillaban de entusiasmo y de ternura.

El infante se esforzaba por aparecer tranquilo y ocultar su sonrojo, porque en su interior no podía menos de reconocer la incontestable superioridad del esposo de la mujer a quien amaba, pero con un amor rastrero.

Afectaba no tomar parte en esta conversación, ocupándose en acariciar al travieso niño, que, lleno de la vivacidad y gracia de sus infantiles años, jugueteaba con don Juan y examinaba con cierta familiaridad su traje morisco y la rica empuñadura de su cimitarra damasquina.

Ya se disponía la noble señora a partir, y se hallaba despidiéndose del infante y de don Nuño, cuando súbito presentose un paje, diciendo:

-Señora, mucho siento interrumpiros, pero ha llegado un escudero de don Diego de Guzmán, que con mucha urgencia desea hablaros.

-Que entre al punto.

El escudero entró todo cubierto de polvo y en traje de camino.

-¡Señora mía! permitidme que bese vuestras manos, -dijo el recién llegado inclinándose respetuosamente.

-¡Alfonso! ¿Qué traes de bueno por aquí?

-Señora, en vano he procurado alcanzaros en el camino, por más que he espoleado sin compasión a mi cuartago morcillo y corredor más que un galgo. Mi señor don Diego de Guzmán me envía a vos para que os entregue esta carta.

Y así diciendo, el llamado Alfonso sacó de una bolsita de cuero la epístola, que puso en manos de doña María.

-Si vuesa merced me lo permite, yo desearía partir al punto, señora.

-¿No aguardas la contestación?

-Parece que no tenéis nada que contestar, según me dijo mi señor don Diego de Guzmán.

-¿Y adónde caminas con tanta diligencia?

-A Córdoba, señora, y después a Montalbán, a Palma y a Sevilla, adonde necesito ir a toda priesa para entregar ciertos pliegos a los comendadores y alcaides de las bailías y castillos.

-Supuesto que tanta es la presura con que vienes, parte cuando quieras, y Dios te lleve con bien al término de tu viaje.

-Mil gracias, señora, y os deseo la misma buena suerte.

Rápido como un relámpago despidiose el armiguero, dejando a todos confusos y cavilosos, y haciendo mil suposiciones y comentarios acerca de aquella carta y de aquellos pliegos que con tanta urgencia debían comunicarse a los Templarios de Andalucía.

Desde luego se comprende que era un absurdo el darle el mismo origen y causa a la epístola que a los pliegos, pues naturalmente debían tratar de cosas harto diversas.

La discreta señora, conociendo de cuánta importancia puede ser algunas veces la lectura de un papel, contúvose en presencia de aquellos caballeros, por más que su impaciencia fuese grandísima e irresistible su curiosidad. Al fin la dama demostró que lo era, no siendo dueña de aguardar por más tiempo a leer la carta de su cuñado.

Pedida la venia de los circunstantes, púsose a leer, resuelta a no demostrar por su semblante ni por ningún otro signo exterior nada que pudiese dar luz a los presentes acerca del contenido de la epístola, en el caso de que tratase de asuntos reservados.

A medida que doña María adelantaba en su lectura, la más espantosa palidez íbase difundiendo por su bello semblante, hasta que, por último, dejó caer la carta y un prolongado sollozo agitó su delicado seno.

Todos los presentes se miraron confusos y aterrados, imaginando que muy crueles nuevas debía contener aquella malaventurada epístola.

El infante don Juan, mas que ningún otro, anhelaba vivamente profundizar aquel enigma, no tanto por la ternura y compasión que le inspirase la dama, cuanto por el interés que tenía en averiguar los sucesos de Castilla, sucesos que sabía utilizar maravillosamente, relacionándolos con sus intereses propios y con sus cortesanas intrigas.

-Señora, -preguntó afectando un tono patético-, ¿no os dignaréis manifestarnos el motivo del súbito pesar que os aqueja, trasmitido sin duda por esa carta, en hora menguada venida?

Doña María sólo podía responder con sollozos.

Cuando la hermosa dama comenzó a dar tales muestras de desconsuelo, el agraciado niño precipitose en brazos de su madre, besándola con sin igual ternura, como si el rapaz quisiese enjugar con sus rosados labios las lágrimas maternales.

-¡Madre mía! ¿Por qué lloras? ¡Ah! ¿No me escuchas? ¿Qué pena te aflige, estando yo contigo? Vamos, no llores, porque si no... me vas a hacer llorar a mí también.

Y esto diciendo, el amable niño mimaba y acariciaba a su tierna madre, a la vez sonriéndose y llorando.

-¡Hijo de mi alma! -exclamó la dama estrechando a su hijo con un arrebato tan tierno y apasionado, que casi rayaba en religioso. Los ojos de la triste madre en aquel momento revelaban a la vez una ternura infinita, un dolor inmenso y una ferviente plegaria. ¡Oh emoción divina del augusto carácter maternal! Sólo el santo fuego de este amor purísimo puede comunicar a una mirada una expresión tan múltiple como inefable.

Todos contemplaban enternecidos esta escena tan patética como sencilla y frecuente.

El infante, sin embargo, no olvidaba su negocio, pues para aquel corazón corrompido y abyecto nada significaban los sentimientos nobles y delicados.

Así es que, aguijado por la curiosidad más bien que por ninguna otra causa, volvió a preguntar:

-Pero ¿qué mala nueva habéis recibido? ¿Acaso... no puede saberse?

-¡Ah señor! -exclamó la dolorida dama-. Bien mirado, no es la que me aqueja ninguna tan grande y espantosa desgracia, que sea del todo irremediable; pero sin duda alguna, para el corazón de una madre es la más cruel de todas.

-¿Pues qué sucede?

-¿Tiene algo que ver con vuestro hijo esa noticia fatal?

-¡Ay, señores! Conozco, no que es una debilidad, sino que de tal la reputaréis vosotros, cuando os diga el motivo de mi aflicción. Ya ha tenido lugar la entrevista de que os he hablado entre el rey de Castilla y el de Portugal; y como el comendador don Diego de Guzmán es deudo muy cercano de don Dionís, éste, muy prendado de las gracias de mi hijo, al cual tiene mucho afecto, porque nos dispensó la honra de ser su padrino, ha manifestado los más vivos deseos de llevarse a su ahijado para educarle en la corte de Portugal. No es esta la primera vez que el monarca ha tenido la bondad de mostrarse tan en extremo propicio para con nosotros, habiéndole escrito a mi esposo en varias ocasiones acerca de este mismo asunto pero se había ido dilatando de día en día el enviar a mi hijo, a causa de sus pocos años. Ya comprenderéis, señores, que por una parte esta exigencia de don Dionís nos es sumamente lisonjera y honorífica; pero por otra es también en extremo dolorosa. Nunca hasta hoy he conocido lo cruel de esta separación, pues debéis saber que lo que la carta me anuncia es que mi hijo debe partir al punto para Portugal; y no hay remedio, porque don Diego de Guzmán ha ofrecido a su ilustre pariente que su ahijado esta vez no dejará de ser enviado a su corte.

-¡Madre mía! -exclamó el adolescente-. Mucho siento dejarte; pero los hombres deben acostumbrarse a vivir lejos de las personas que bien quieren, cuando su honor se lo manda. ¿No ha vivido mi padre mucho tiempo ausente de nosotros en Tarifa? Pues bien: del mismo modo, madre mía, yo tendré valor bastante para soportar esta separación cruel; pero ya que así lo quiere mi padrino, a quien yo mucho deseo servir, aceptemos con resignación esta ausencia, que ahora parece un contratiempo, pero que algún día podrá sernos útil a todos. Vos, no te aflijas, querida madre: yo deseo ardientemente hacerme digno del favor del rey de Portugal, y ser armado caballero, para que mi espada brille en los combates siempre vencedora y leal, como es costumbre entre los Guzmanes... Aunque niño, me encuentro ya en los umbrales de la adolescencia, y muchos de mi edad ya han acompañado a sus padres en las batallas... No te rías de mis fieros... No parece sino que ignoras cuán bien sé manejar un caballo y una espada. ¿No es verdad que ya soy un hombre? ¡Como que pronto, en el mes que viene, voy a cumplir trece años! Ya levanto a pulso una lanza cogida por el cuento, y estoy más crecido que todos mis compañeros... ¿No te acuerdas que a mi primo Manrique le aventajo en estatura más de medio palmo?¡Y eso que él es dos años mayor que yo!

Y así diciendo, el tierno joven se ponía de puntillas y tomaba una actitud guerrera, pero con una gracia y sencillez encantadoras.

La noble matrona escuchaba con una complacencia que sólo las madres pueden comprender el generoso ardimiento y los gérmenes de virtud y de heroísmo que encerraba en su seno aquella flor lozana que tan sazonados frutos prometía.

De repente un brillo siniestro iluminó los ojos del infante. Acababa en aquel momento de concebir un proyecto horrible.

El mismo Satanás con su inmunda boca sopló en torno de la frente del malvado e infundió en su espíritu un pensamiento infernal. El pérfido y cobarde disimulo prestó a los pálidos labios del infante su sonrisa más seductora, haciéndole decir con meloso acento:

-Señora, supuesto que, como hemos dicho hace poco, estamos resueltos a salir al punto de Granada y buscar un asilo en la corte de Portugal, desde ahora nos ofrecemos a conducir allá bueno y salvo a vuestro hijo, cuyas gracias tanto interés me inspiran, y...

-Y yo os digo que iré muy contento en vuestra compañía, señor don Juan, -interrumpió batiendo palmas de gozo el joven don Pedro de Guzmán.

-Efectivamente, es una casualidad providencial que nos hayamos encontrado en esta ciudad, -dijo doña María.

-Si os parece que podéis contar con nuestra sincera adhesión, -dijo don Nuño-, desde luego estamos dispuestos a partir para Portugal hoy mismo; y yo, señora, os juro por lo más sagrado que nunca tendréis que arrepentiros de haber puesto en nosotros toda vuestra confianza.

La infeliz señora dio crédito a las protestas que también le hizo el infante don Juan acerca de la seguridad de su hijo, por la cual decía estaba dispuesto a sacrificar su vida.

En brevísimos instantes doña María salió de Granada para Tarifa, después de haberse despedido muy tiernamente de su amado hijo, a quien había encomendado a la nobleza y lealtad de aquellos dos caballeros.

La desdichada madre no podía soñar siquiera que un infante de Castilla procediese para con ella con la misma crueldad que el carnívoro milano persigue a la cándida paloma.