Los Templarios - I: 23

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Capítulo XXIII - La madre[editar]

Encerrado en su aposento el triste alcaide se entregaba a su dolor, y como varón esforzado procuraba ocultar su angustia a la esposa y a los servidores.

De pronto llamaron a la puerta.

Don Alonso, con semblante casi risueño, salió a abrir, imaginando que acaso sería alguno de sus capitanes.

Al ver a su esposa, el valeroso alcaide frunció el ceño; pero fue para disimular mejor la grande tristeza que rodeaba su alma como una noche de tempestad en el desierto.

-¡Infeliz! -pensó-. ¡Suframos en paciencia sus lloros!

Y volviéndose hacia la desolada esposa, preguntó:

-¿Qué queréis, doña María?

-¡Y me lo preguntáis, señor!

Reinó un prolongado silencio.

-Amado esposo y señor, -dijo al fin la triste madre-, ¿no me permitiréis que os pregunte lo que pensáis hacer?

-¿Y no pudierais excusar esa pregunta?

-¡Ah! Tenéis mucha razón... Debía acordarme que vuestra alma es de hierro, y que en vuestro feroz orgullo seréis capaz de sacrificar bárbaramente a vuestro tierno hijo... ¿No es así, señor?

-No es así, señora; y sin embargo, será así.

-¿Cómo?

-No es el orgullo, es el deber lo que me hace sacrificar a mi hijo.

-¡Qué horror! ¿Y tenéis entrañas?

-Tengo patria y tengo honor.

-Considerad... ¿En qué peligra la patria? ¿No podéis entregar la villa, salvar a vuestro hijo y conquistar después cien ciudades? ¿Quién, amado esposo y señor, quién se atreverá a echaros en cara vuestra conducta? El más noble, el más valiente, el más cumplido caballero, en semejante caso no vacilaría un momento en salvar a su hijo. ¡Ah! ¿Seréis capaz de permitir que a nuestra vista degüellen ¡ay! a nuestro hijo esos infames sayones?

-¿Y queréis que yo me iguale con ellos, transigiendo con su infamia?... Decidme, doña María, apelo a vuestra misma sentencia, vos misma vais a dar el fallo en esta causa; en esta ocasión conoceré si verdaderamente me amáis, porque supongo que no podréis estimar a vuestro esposo, si llega a deshonrarse por un acto de culpable debilidad. Mi religión, mi patria, mi rey me imponen la obligación, tal vez dura y terrible, lo confieso, pero obligación al fin, de tratar como enemigos a los moros y defender la villa encomendada a mi custodia.

-Pero esa obligación no se entiende sacrificando a vuestro hijo.

-Eso, señora, es decir que las obligaciones cesan desde el punto en que su cumplimiento comienza a ser penoso.

-Vuestro deber como padre es defender a vuestro hijo, a un niño inocente y abandonado de todos.

-¡Ay, señora! Antes que padre soy hombre...

-¡Hombre! -interrumpió indignada la afligida madre-. ¡Hombre! ¡Cuán hinchados de orgullo estáis con la prerrogativa de hombres! Mejor diríais que sois fieras, y aun peores; pues a lo menos las fieras defienden a sus pequeñuelos.

-Ellas no conocen a Dios ni tienen patria.

-¿Y manda Dios que los padres asesinen a sus hijos?

-¡Señora! Pero os perdono vuestras palabras... ¿Es posible que no comprendáis que demasiado comprendo vuestro dolor?

El valiente don Alonso dirigiose a la puerta, la cerró cuidadosamente, y en el camino se enjugó dos lágrimas que abrasaron sus mejillas.

Luego se volvió y dijo:

-Esposa mía, no seas injusta, no vengas a desgarrar mi pecho con tus quejas importunas... ¿Piensas acaso que yo también no padezco? ¡Has llegado a imaginar que mis entrañas no se parten con tamaña desventura? ¿Qué piensas que hacía yo retirado en lo más oculto de mi aposento? ¡Ay, esposa mía! Delante de mis guerreros no me es permitido derramar una lágrima siquiera, don Alonso de Guzmán no dará motivo a ningún viviente para que lo tache de flaqueza, cuando se trata de cumplir el más sagrado de los deberes... Aquí estaba, te lo digo ahora que nadie puede oírnos, amada esposa, aquí estaba llorando, llorando mi desdicha. ¡Si tú pudieras comprender cuántas angustias han destrozado mi corazón de padre! ¡Si tú supieras cuán terrible cosa es tener el alma inundada de dolor y no poder siquiera exhalar una queja ni un gemido!... ¡Ah! Entonces, yo estoy seguro de que me tendrías compasión y llorarías sobre mi seno, siempre que no fueras la más cruel y egoísta de las mujeres.

-¡Esposo mío! -murmuró doña María exhalando sollozos profundos.

Y la desolada madre extendió los brazos al esposo, y reclinó la cabeza sobre el hombro del afligido padre, y lloró sobre su seno.

Y así permanecieron largo rato unidos en su dolor y confundiendo sus lágrimas, como otras veces habían confundido sus sonrisas al recrearse gozosos en el tierno y hermoso niño, que en torno de ellos jugueteaba.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó al fin doña María-. ¡Grande ha sido nuestra desventura! La adversidad nos ha asaltado de repente como ladrón oculto en la orilla del camino...

En este instante llamaron a la puerta.

-Señora, -dijo don Alonso con voz rápida-, os ruego que procuréis ocultar vuestra pena delante de mis soldados.

Segunda vez llamaron con tal precipitación, que los esposos cambiaron una mirada imposible de describir.

-¡Ah! -exclamó doña María-, tal vez nos traigan alguna buena noticia.

-Tal vez.

Don Alonso, después de dar a su rostro una expresión de completa calma, se dirigió a abrir la puerta.

-¡Amados señores míos! -exclamó una voz doliente y entrecortada por sollozos.

-¡Constanza!

-¿De dónde vienes?

-Del campo de los moros.

-¿Qué nuevas traes?

-¿Y mi hijo?

La anciana venía pálida como la muerte, y ostentando todavía en su rostro y en sus brazos las señales del cruel tratamiento que le habían dado los moros.

Constanza, pues, refirió a sus amos la dolorosa escena de que había sido testigo en la tienda de Aben-Jacob.

Doña María prorrumpió en tristísimo llanto.

El alcaide permanecía impasible, al parecer, pero no fue dueño de ocultar la palidez mortuaria que se difundió por su semblante.

La fiel nodriza había ocultado a su señora el atrevido, el insensato proyecto que había concebido de ir al campo de los enemigos para libertar o ver al menos a su joven señor; pero doña María adivinó al punto el origen de la desaparición de Constanza.

-Ahora sólo me resta deciros,-añadió la anciana-, que me han dado libertad para que os anuncie este mensaje.

-Habla, di pronto.

-Si al salir el sol no habéis resuelto entregar la villa, don Pedro infaliblemente será degollado.

Doña María lanzó un grito desgarrador.

Don Alonso ahogó un rugido de rabia.

Y la nodriza permaneció silenciosa y como aterrada por las palabras que ella misma acababa de pronunciar.

Antes de que doña María saliese de su estupor, el alcaide salió de la estancia. Tal vez quiso evitarse la amargura de oír las quejas de su esposa; tal vez salió a dar alguna orden importante a sus soldados.

Cuando hubo salido el alcaide, la fiel Constanza se aproximo a su señora, y con acento dulce y dolorido le dijo:

-Aún no os lo he manifestado todo.

-¡Hay más!

-Parece que vos habéis hablado esta noche con el infante.

-Sí.

-Pues en seguida don Juan fue a buscarme y me dio un recado para que a vos sola os lo manifestase.

El rostro de doña María se encendió de ira y de vergüenza.

-¿Qué te dijo?

-Que aún es tiempo de que se salve don Pedro, si queréis ir a ver a don Juan esta noche... Dice que se le olvidó manifestaros una cosa...

-Bastante me ha dicho ya el infame.

-¿Por qué no vais?

-¡Infeliz! ¿Tú no adivinas un crimen horrendo oculto detrás de esas palabras?

-¡Es posible!

-Estoy segura de ello. He ahí la causa por qué me alejé tan repentinamente de su presencia. Si me detengo algunos instantes más, no sólo nos arrebataría a nuestro hijo, sino que también habría intentado mancillar mi honor y el de mi esposo.

-Me parece que tenéis razón, señora, -respondió Constanza meneando tristemente la cabeza.

Y luego preguntó:

-¿No os acompañaba nadie?

-¿Querías que hubiera ido sola? Llevé en mí compañía a don Guillén Gómez de Lara y a su amigo Álvaro del Olmo.

-¡Ah! ¡Si hubieseis llevado una buena escolta!... Tal vez... Estoy segura de que sí... ¡No hay duda!

-¿Qué estás ahí murmurando?

-Si hubieseis llevado con vos algunos valientes, habríais salvado a vuestro hijo.

-¿Estás en ti?

-Digo la verdad. Bastaba que algunos de los vuestros se hubieran precipitado sobre el infante y le hubiesen aprisionado mientras que hablaba con vos, y... era asunto concluido. No había sino haberle traído prisionero a Tarifa, y después decirle: «Señor mío, ahora se han vuelto las tornas: os mandaremos poner maniatado sobre el adarve, y si los moros quieren matar a don Pedro, los cristianos darán muerte a don Juan». ¡Oh! ¡Si esto aún pudiera hacerse!... La cabeza del uno habría guardado la del otro.

Calló Constanza.

Es indecible el efecto que estas palabras causaron en el ánimo de la desolada doña María.

Experimentó una cosa parecida a lo que experimentaría un hijo a quien se le convenciese de que su padre había sido enterrado sin haber fallecido realmente, sino a consecuencia de haberse creído así por hallarse en un estado cataléptico.

Durante largo rato doña María continuó silenciosa e inmóvil, pero con una expresión espantosa de fría desesperación. Diríase que se maldecía a sí misma por no habérsele ocurrido aquella idea, tan practicable a juicio de Constanza.

-¡Oh! ¡no es posible! -exclamó por último-; no era posible haber realizado semejante proyecto... Estábamos a muy corta distancia del campo, y el infame don Juan ni siquiera se apeó de su caballo... Al menor movimiento que hubiese advertido, le habría sido muy fácil el escaparse, y entonces era cerrar completamente las puertas de la esperanza, y... ¡triste de mí! cuando yo fui a hablarle, aún esperaba todavía.

-¿Dudáis de la posibilidad de mi proyecto?

-¡Ay, Constanza! No me hables de ese plan, que juzgo imposible, y quiero creerlo así... Me asesina el pensar lo contrario. Además, aun cuando fuese una cosa segura y hacedera, él es un infante de Castilla, hermano del rey... Él es dueño de ser la ignominia de su sangre real; pero ¡nosotros! Para intentar semejante infamia era preciso ser tan villanos como él... En fin, no hablemos más de eso, Constanza, porque me vuelvo loca.

De repente doña María advirtió que su amada nodriza, de pálida que estaba, se había puesto lívida, y acudió en su socorro. Ya era tiempo. La infeliz anciana, a no ser por el auxilio de su señora, se habría desplomado en el suelo. Constanza, fatigada de cansancio, desfallecida de hambre y atormentada por el mal tratamiento de los moros y por el desconsuelo que helaba su corazón, se hallaba a punto de sucumbir víctima de sus padecimientos físicos y morales.

Doña María llamó a sus gentes y se apresuraron a prestar socorro a aquella pobre mujer, modelo de adhesión y fidelidad para con sus señores.

La triste madre no pudo gustar en toda la noche las delicias del sueño, y no podía resolverse a creer que fuese cierta e irremediable su desgracia. ¡Oh prodigios de la esperanza, cuyo encanto mágico sólo puede extinguirse con la vida!

Imaginábase que todas aquellas amenazas las hacían con el intento sólo de intimidar a su esposo, a fin de que cediese ante exigencias tan crueles, entregando la villa a sus enemigos.

Y se aferró a este pensamiento con la misma tenacidad que el náufrago se aferra a la combatida tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación.

Entretanto el mísero alcaide, en la torre más alta que daba al campo de los agarenos, contemplaba el cielo azul tachonado de estrellas, testigos de su dolor. Y fijaba sus ojos tristes en el recinto donde se encontraba el hijo de sus entrañas, único vástago de su linaje, es decir, que don Alonso no había tenido hasta entonces más hijo que al infeliz don Pedro.

Y el triste padre lloraba recatándose de los suyos y depositando sus lágrimas en el oscuro seno de la melancólica noche.

Y rendido de fatiga y de tristeza, el inexorable sueño, que pudo ser bienhechor en aquel instante, cerró sus llorosos párpados.

Pero su sueño fue interrumpido por negras visiones. Le parecía ver a su amado hijo delante de los muros de Tarifa, y que su tronco palpitaba sobre la tierra inundada con su sangre, y que su cabeza, separada de los hombros, fijaba en él una mirada de reconvención por su inexorable dureza.

Ya comenzaba a sonreírse el alba en el Oriente, cuando el triste alcaide despertó despavorido y lanzando gritos horrendos.

Y habiéndose tranquilizado algún tanto, asomose al adarve para mirar al campamento de los moros, y allá a lo lejos divisó un jinete que a todo el galopar de su caballo dirigíase a Tarifa.

Detúvose el jinete delante de los muros, y detrás venían las huestes agarenas, levantando hasta el cielo polvorosa nube. Era el intento de los moros dar el asalto que había de decidir de la suerte de la ciudad sitiada.

Don Alonso reconoció fácilmente al jinete, quien, poniéndose a distancia en que pudiera ser oído, le saludó respetuosamente y le dijo:

-Alcaide de Tarifa, el alto y poderoso rey Aben-Jacob, mi señor, me envía a ti para que te anuncie su soberana voluntad, y es que, deseoso de usar contigo de misericordia, te repite por última vez que aún estás a tiempo de salvar a tu hijo, si te resuelves a entregar la villa. De lo contrario, te advierte que ahora sin remedio será ejecutada la sentencia a vista de los muros de Tarifa. Hecha esta notificación, nada me resta por decirte sino que aun después de yo haberme alejado estarás a tiempo de resolverte, hasta tanto que oigas el tercer toque de los atabales y clarines. A esta señal verás correr la sangre de tu hijo. Ahora, -añadió Abenzayde-, aguardo tu respuesta.

Al oír tal mensaje, las lágrimas vinieron a los ojos del triste padre, en cuyo corazón trabaron horrorosa lucha el deber y la naturaleza; empero con ánimo esforzado el alcaide procuró dominar su dolor, mostrándose entero contra la iniquidad de los hombres y el rigor de la fortuna.

-No engendré yo hijo, -prorrumpió-, para que fuese contra mi patria, sino contra todos los enemigos de ella. Si don Juan y Aben-Jacob le diesen muerte, a mí darán gloria, a mi hijo verdadera vida, y ellos se mancharán con eterna infamia en el mundo y condenación eterna en el infierno. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo, si acaso le falta arma para completar, su atrocidad y cobardía.

Y diciendo esto, sacó el cuchillo que llevaba a la cintura, le arrojó al campo y se retiró al castillo.

Apenas el triste don Alonso había entrado en su aposento, después de haber hecho un esfuerzo tan sobrehumano, cuando se abrió la puerta y apareció la pálida figura de la desolada esposa.

Largo rato permanecieron ambos inmóviles y lúgubres como estatuas sepulcrales.

Súbito levantaron la cabeza y se estremecieron.

Acababa de sonar el segando toque en el campo moro.

Cuando otra vez sonasen los atabales y clarines, la última esperanza habría desaparecido como nave que se pierde en los dilatados horizontes del anchuroso mar.

-¡Señor! Señor! -exclamó la dama retorciendo de dolor sus manos-. ¿Qué pensáis hacer? Mirad que dentro de poco ya no nos quedará ningún remedio. ¡Es un pobre niño!

-Haceos cuenta, señora, que era un gallardo mancebo, y que conforme a su linaje ha muerto en la batalla, peleando como bueno.

-¡Ha muerto asesinado!

-Esa muerte es honrosa para él y para mí.

-¡Es vuestro hijo!

-¿Y por ventura los padres no están en la obligación de dar sus hijos a su patria? Recordad, señora, cuántas madres habrán perdido sus hijos en los asaltos que nos han dado los moros. ¿Queréis que digan que exijo de los demás lo que no soy capaz de hacer yo mismo?

Doña María no dejó de reconocer la eficacia de esta razón poderosa; así es que durante algunos minutos guardó silencio.

Pero al cabo su cabeza se agitó con un ligero estremecimiento, como si una voz más poderosa que todas las razones del mundo hablase muy alto dentro de su corazón.

-¡Mi hijo! -exclamó al fin-; yo no tengo nada que ver con eso; todas vuestras razones no sirven sino para matar al hijo de mis entrañas. Os lo repito, señor, yo nada tengo que ver con eso; que mueran los guerreros, que se entregue la plaza; pero que me entreguen a mi hijo.

Don Alonso fijó una mirada severa en su esposa; pero al ver la expresión de dolor y amargura que nublaba su semblante, el esforzado guerrero no pudo menos de murmurar:

-¡Infeliz! ¡Cuánto más no le hubiese valido ser estéril, que no concebir un hijo para verle morir tan desastrosamente!

-¿Qué decís, señor? ¿Qué resolvéis?

-Cumplir con mi honor.

-¡El honor!... Ese honor es una blasfemia.

-¡Señora! ¿Qué haríais si un caballero os propusiese faltar a vuestro deber de esposa?

-Mi honor...

-Permitidme, señora, que dude de vuestro honor; creo que seríais digna de mí, en tanto que no se tratase de vuestro hijo, pues por él seríais capaz de sacrificar vuestra honra y la mía.

-¡Caballero! ¿Habéis podido creer?...

-Nada creo, señora, sino que reflexionéis en lo que haríais en semejante caso.

La dama comprendió hasta qué punto era justa la observación de su esposo, quien parecía haber adivinado la escena que el día anterior había tenido lugar entre el infante y doña María. Ésta permaneció largo rato sumida en la más honda aflicción y murmurando entre sollozos:

-¡Hijo mío, Pedro! ¡Pedro, hijo mío! ¡Ojalá me fuese dado morir en tu lugar! ¡Pedro, hijo mío! ¡Hijo mío, Pedro!

Súbito la triste madre lanzó un grito desgarrador.

La señal se había repetido por la tercera vez. Los dos esposos en aquel momento se abrazaron estrechamente, y el uno lloraba sobre el seno del otro. La carne se despegaba de sus huesos, y sus lenguas atadas por el dolor, no encontraron ni una palabra siquiera. La angustia de su alma era tan inexplicable, que no cabía en palabras. Sólo prolongados gemidos, como un eco lejano, podían dar una idea, aunque pálida de su angustia terrible. En esto oyose aunque fuera del aposento grande algazara. Don Alonso se desprendió rápidamente de los brazos de su esposa, y al punto encaminose al adarve. Informado el caballero de la causa de aquel alboroto, supo que era producido por la indignación de los cristianos que desde los muros de Tarifa habían sido testigos de la muerte cruel dada al niño Guzmán.

El alcaide dijo a los suyos con notable entereza:

-Creí que los enemigos entraban en la ciudad.

Don Alonso volviose a acompañar a su esposa, y acaso también para desahogar algún tanto su pena, que con gran trabajo podía disimularla en aquellos momentos delante de los suyos, a los cuales no quería dar muestras de flaqueza. Viendo el noble alcaide el abatimiento de doña María, que casi desfallecida se hallaba reclinada en un sitial, con el rostro cubierto con ambas manos, como si temiese que la luz del día insultase su dolor, dijo:

-Amada esposa mía, no te aflijas fuera de término; la vida no es más que el camino de la muerte...

-¡Mi hijo! -sollozó la madre.

-Ya que Dios ha querido probarnos en el crisol de la adversidad, suframos con paciencia y resignación este doloroso golpe. Abraham no vaciló un instante en sacrificar a su hijo...

-Sí, -interrumpió vivamente doña María con acento de desesperación-, sí; pero a Abraham le envió Dios un ángel que le detuviera el brazo.

-Pero al fin, el triste padre obedeció... Yo también he cumplido con lo que debo a mi Dios y a mi patria.

-¡Ojalá que no existiesen deberes ni patria! ¡Ojalá no hubieseis admitido este cargo de alcaide, que tan funesto ha venido a sernos! ¡Ojalá que nunca vuestra ambición de gloria, de esa gloria cruel y sanguinaria del guerrero, os hubiera hecho salir de nuestro castillo, en donde vivíamos tan felices!

-No me atravieses el corazón con tus palabras, esposa mía; procura consolarte respetando la voluntad de Dios, y no quieras aumentar la cicuta de mi aflicción. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, y como días de jornalero son sus días. Como el ave ha nacido para volar, así el hombre ha nacido para las penalidades. Partamos la carga y será menos pesada, que los esposos que han partido sus alegrías deben también compartir su congoja en la hora de la tribulación.

A estas palabras, la esposa procuró reprimir el llanto de la madre.