Los Templarios - I: 24
Capítulo XXIV - Conversación en la fuente
[editar]Don Guillén y su inseparable amigo llegaron a la casa de los Templarios en Sevilla sin otro contratiempo que la herida que Álvaro del Olmo había recibido en la frente. Cuando Gómez de Lara se hubo alejado de los moros y creyó que nada podía ya temer de ellos, se detuvo en la margen de un arroyuelo, examinó minuciosamente la herida de su amigo, y reconoció que no era peligrosa, por más que le hubiese causado un desvanecimiento que le duró largo rato; pero al fin el aire fresco y salutífero de la mañana le hizo recobrar fácilmente el uso de sus sentidos.
El señor de Alconetar lavó la herida a su amigo, y después se la vendó hábil y cariñosamente. Por fortuna, el caballo de Álvaro, que era muy querencioso, había seguido la rápida carrera del corcel de Gómez de Lara, de modo que, como el herido se hallaba en disposición de montar a caballo, pudieron continuar su marcha con mayor celeridad.
En la casa de la Encomienda de Sevilla descansaron dos días, hasta que Álvaro se halló completamente restablecido. Luego emprendieron su marcha hacia Castilla, y llegaron, por último, a Alcalá de Henares, en donde a la sazón se hallaba el rey don Sancho. El señor de Alconetar dio cuenta al rey muy por extenso de su embajada, así como también del estado en que a la sazón se encontraba el infeliz alcaide de Tarifa. Inmediatamente el rey trató de enviar socorro a los sitiados, y manifestó a los dos jóvenes caballeros que se daba por muy bien servido de ellos, aunque las noticias que le habían llevado fuesen para él en extremo dolorosas. También don Sancho mandó a los mancebos que se alojasen en su propio alcázar, dándoles inequívocas muestras de su afecto; pero entonces don Guillén Gómez de Lara pidió al rey muy encarecidamente que le permitiese abandonar la corte por algunos días para ir a visitar su castillo, habitado a la sazón por la hermosa Blanca y por el buen Gil Antúnez, a quien tanto Gómez de Lara como Álvaro profesaban un afecto verdaderamente filial. El rey no tuvo inconveniente alguno en conceder el permiso que le pedían los caballeros; antes por el contrario, manifestó que se holgaba mucho de esta circunstancia, que le ahorraba el trabajo de enviar un mensajero al comendador de Alconetar. En efecto, el rey entregó a Gómez de Lara una epístola para que la pusiese en manos de don Diego de Guzmán.
Los dos amigos despidiéronse del bondadoso monarca, y en seguida partieron para el castillo de Alconetar.
Pocos días después, a la hora en que aparece la primera estrella, caminaban por las inmediaciones de la bailía de Alconetar dos caballeros muy embebidos en sus pensamientos. Ambos contemplaban los lugares de su país natal, sitios consagrados por mil y mil recuerdos de la infancia.
-¡Pronto hará un año que salimos de aquí! -exclamó Gómez de Lara.
-¡Y en ese año, cuántas mudanzas pueden haber ocurrido! -exclamó Álvaro del Olmo.
¡Elvira mía! -murmuró el señor de Alconetar.
-¡Elvira quiere a mi amigo! -pensó Álvaro-. ¡Ah! ¿Quién sabe? Las mujeres...
Y ambos jóvenes suspiraron a la vez, el uno de amor y el otro de amargura.
En esto llegaron a la Encomienda, y desde luego se comprende el júbilo indecible que experimentaría el comendador Guzmán, al ver, cuando menos lo esperaba, al señor de Alconetar, al cual profesaba el afecto más entrañable.
Pero muy pronto el júbilo del buen comendador trocose en ira y pena, cuando supo la horrible alter nativa en que se hallaba su hermano al tiempo de partir los dos mancebos de Tarifa.
En la epístola que llevaba el señor de Alconetar manifestaba el rey a don Diego que, si le era posible, enviase al punto algunos caballeros a Sevilla, para que allí se reuniesen con las gentes de armas que mandaba Hernando de Olea, a fin de que todos juntos marchasen cuanto antes a socorrer a los sitiados.
Con la velocidad del rayo, don Diego de Guzmán aquella misma noche dio las órdenes necesarias para que todos los caballeros de su Encomienda se dispusiesen a la partida.
Gómez de Lara y Olmo despidiéronse con mucho amor y sentimiento del buen comendador, y en seguida se dirigieron al castillo pero no parecía sino que cada uno de los dos amigos se esforzaba por ocultar al otro el vehemente deseo de lanzar al galope su caballo, como si cada cual temiese ofender a su amigo, demostrando impaciencia por llegar a la aldea.
Nuestros caballeros a la sazón llevaban su mente fija en un mismo pensamiento, es decir, que ambos recordaban la aventura del rapto de Elvira, así como también la noche en que el señor de Alconetar estuvo a pique de ser asesinado. Igualmente ambos abrigaban la bien fundada esperanza de que, ya restablecido completamente el prisionero, se hallaría en estado de responder a las preguntas que se le dirigiesen.
-¿Y quién será el infante que intentó arrebatar a la hermosa Elvira? -dijo don Guillén, que no podía continuar más tiempo sin hablar de su amada.
-En vano he agotado todo mi discurso por dar en ello.
-Te aseguro que respecto a esto me devora la más viva curiosidad.
-Dentro de poco podremos satisfacerla.
-Estaba pensando en lo mismo.
-Ya estará completamente restablecido el esclavo.
-Cabalmente. En ese hombre se funda toda nuestra esperanza de descifrar el enigma.
-Pues acortemos la distancia, y así más pronto cesará nuestra impaciencia.
-Tienes mucha razón. ¡Al galope!
Pocos momentos después, nuestros caballeros se hallaban en el castillo de la aldea de Alconetar.
El señor Gil Antúnez, la encantadora Blanca y el Pedro Fernández salieron a recibir a los recién llegados con todas las muestras del más acendrado afecto.
La enamorada doncella sintió palpitar su casto seno al ver al gallardo Lara, cuya adorada imagen nunca se apartaba de su memoria. Dos lágrimas de gozo y de amor se agolparon a sus hermosos ojos, y una sonrisa de ángel, la sonrisa de la felicidad, entreabrió sus labios de clavel.
El viejo Antúnez estrechó en sus brazos a los dos jóvenes con la efusión de su cariño verdaderamente paternal.
Atentos nuestros galanes a satisfacer cuanto antes sus deseos más vehementes, apenas pasaron los primeros momentos de aquellas mutuas protestas de cariño, cuando don Guillén, dirigiéndose a su halconero, preguntó:
-Vamos, Pedro. ¿Y tu prisionero?
-Señor... -murmuró Fernández.
-¡Ay, don Guillén! -exclamó Gil Antúnez con triste acento.
-¿Qué ha sucedido?
-¡Una gran desgracia! -exclamó el halconero.
El anciano Antúnez tornó la actitud de un hombre que se dispone a hacer una larga narración.
-Habéis de saber, -dijo-, que después de vuestra partida...
-Perdonad, señor Antúnez; pero, si gustáis, luego podéis referirme la desgracia acaecida, porque ahora en verdad os aseguro que estoy impaciente por ver al prisionero.
El viejo Antúnez y el buen Fernández, al oír estas palabras, cambiaron una mirada de inexplicable angustia.
-Vamos, vamos a interrogar al preso -añadió Álvaro del Olmo, no menos impaciente que don Guillén.
-Pero, señor... ¡Sacad vuestra espada y atravesadme el corazón!
-¿Estás en ti?
-Yo he tenido la culpa de todo, -continuó el halconero con voz en extremo dolorida-. ¡Perdonadme, señor!
-¿Te han robado los gerifaltes? ¿Se han perdido mis sabuesos? ¿O por ventura has atravesado impensadamente con una flecha mi potro ruano?...
-No es nada de eso, señor.
-Pues bien, sea lo que fuere, estás perdonado... Pero aligera, y guíanos adonde está el prisionero... ¿Está ya mejor?... Ahora que me acuerdo, ¿qué es de Isaac?
-Como siempre, habita en su chiribitil, haciendo experimentos, examinando plantas y disecando animales, -respondió el señor Antúnez.
-Ahora estará durmiendo, porque no hace otra cosa desde que amanece hasta que anochece, -dijo el halconero-. Parece un murciélago, según le teme a la luz del día, y duerme como un lirón... Ya pronto se levantará, porque él de noche es cuando registra sus librotes o se entretiene en cavilar, estrujando hierbas o inventando jarabes.
El halconero, que le tenía alguna ojeriza, porque siempre que estaba enfermo le recetaba purgantes, se había complacido en hablar de las extravagancias de Estigio Momo.
-Habrá cuidado con mucho esmero a nuestro cautivo, ¿no es verdad?... Yo se lo encargué así muy eficazmente, porque la vida de ese hombre es para mí de un precio inestimable.
-Señor, -murmuró Fernández temblando-, el prisionero... ¡Válgame Dios!... Fue que...
-¡Rayos del cielo! Acaba, que ya estás en extremo pesado.
-Ya no le veréis más...
-¿Ha muerto por ventura?
-No, señor.
-¿Pues entonces?..
-¡Se ha escapado! -exclamó el rollizo Pedro Fernández, haciendo pucheros de la manera más trágica.
Nada podía darse más ridículo que el aspecto del halconero lloriqueando, y nadie hubiera podido contemplarlo sin desternillarse de risa.
Desde luego se supone que todo el que se hubiera reído habría debido ser indiferente a aquella fatal revelación. Por desgracia, nuestros caballeros no era posible que oyesen con indiferencia semejante noticia.
Así es que un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo de Alconetar, no los habría aterrado tanto como el ver desvanecida su esperanza de satisfacer la curiosidad que les devoraba.
Durante largo rato ambos jóvenes permanecieron mudos de furor.
El primer movimiento de don Guillén fue atravesar con su espada al desventurado halconero, y es seguro que por lo menos habría sufrido la más tremenda paliza que jamás señor feudal diera a su siervo, a no haber interpuesto sus canas y autoridad el respetable Gil Antúnez.
Y hasta el pacífico y bondadoso Álvaro del Olmo, a no temer disgustar a su buen tío, habría dado de la mejor gana del mundo una buena mano de torniscones al halconero para castigar su incuria imperdonable.
Cuando ya don Guillén logró tranquilizarse algún tanto, preguntó:
-¿Y cómo ha logrado ese hombre evadirse del castillo? ¿De qué sirven mis hombres de armas? ¿Para qué se han hecho los altos muros y los puentes levadizos? ¿Es esta la vigilancia que se usa en mi fortaleza? ¿Así se cumplen mis órdenes? ¿No te dije, villano y ruin perrero, que cuidases con toda eficacia y pusieses a buen recaudo al que intentó asesinarme? ¡Ira de Dios! Que merecías que los lobos te comiesen después que mis halcones te hubiesen sacado los ojos...
Toda esta retahíla, que a manera de torbellino salía por la boca del iracundo mancebo, produjo en el desdichado Pedro Fernández una confusión extraordinaria, un terror pánico que le obligó a guarecerse entre el señor Antúnez y su graciosa sobrina.
-Señor, procurad no afligiros por cosa que ya no tiene remedio, y tened en cuenta que vuestro enojo puede ser perjudicial a vuestra salud, que Dios conserve. Además, el buen Pedro ha sido engañado de la manera más inesperada, y harto castigado que da con el pesar que le ha causado su falta de precaución, debida, más bien que a descuido, a su índole sencilla y nada maliciosa. ¡Perdonadlo, señor!
Pronunció Blanca estas palabras con tan irresistible acento de dulce persuasión, que don Guillén no pudo menos de deponer sus iras en presencia de aquella intervención suplicante, cariñosa y razonable. ¡He aquí el efecto de la belleza y la ternura! La mujer es el placido céfiro ante cuyo apacible rumor se da por vencido el tronante huracán de la ira en el corazón del hombre.
Sin embargo, los dos mancebos se afligieron notablemente por la desaparición del prisionero, del cual esperaban obtener noticias acerca del encubierto amante de Elvira.
-¿Y cómo ha logrado ese hombre escaparse? -volvió a preguntar don Guillén después de un largo rato de silencio.
-Señor, -respondió Pedro Fernández-, la dueña que servía a doña Elvira tuvo la culpa de todo.
-¡De veras! -exclamó Álvaro lleno de admiración.
-¿Luego estaban en inteligencia? -preguntó Lara palideciendo espantosamente.
El halconero se detuvo algunos instantes, como si no hubiese comprendido la anterior pregunta.
-¿Qué decís, señor?
-¿Estaba la dueña de acuerdo con el prisionero? Responde pronto, Fernández.
-No, señor; si por poco no la mata...
Don Guillén respiró y sintiose resucitar. Había temido que la fuga se hubiese verificado por industria de Plácida, en cuyo caso ésta no podía menos de estar de acuerdo con Elvira, quien tal vez tendría empeño en que Lara no averiguase nada concerniente a su rival.
-Poco tiempo después de vuestra partida, -continuó el halconero-, se presentó aquí la señora Plácida, lamentándose de que no había podido venir en muchos días por estar enferma. Pues, señor, ya recordaréis que cuando estabais recién herido, todas las mañanas venía la dueña, y como era tan curiosa y amiga de saber y husmear, me hizo varias veces que la guiase adonde estaba el prisionero, porque decía que deseaba verle para darle a su señora las señas del que trató de asesinaros. Pues bien, como iba diciendo, una mañana vino muy temprano, después de oír misa, y me manifestó que acababa de saber grandes cosas relativas a doña Fidela y su hija, quienes se habían ausentado de la aldea sin darle aviso a Plácida, y por esto creo que estaba muy resentida...
-¡Qué estás diciendo! -exclamó fuera de sí el señor de Alconetar.
-La verdad, señor... ¡Virgen Santa de la Luz! ¿Por qué me miráis así?
-¿No están en la aldea doña Fidela y su hija?
-No, señor.
Los dos jóvenes cambiaron una mirada, y por último ambos fueron dueños de reprimir la explosión de su cólera y de su amargura, gracias a la presencia del señor Gil Antúnez y su sobrina.
-Continúa, Pedro, continúa tu narración, -dijo al fin el señor de Alconetar con voz reconcentrada por la ira, que procuraba ocultar en vano.
-Pues, señor, -continuó el halconero-, como iba diciendo, la dueña estaba o parecía estar muy enojada, porque la madre y la hija se habían marchado sin despedirse de ella...
-¿Pues no estaba Plácida en casa de doña Fidela? -interrumpió vivamente Álvaro.
-Sí, señor; pero la dueña había pedido licencia por tres o cuatro días a sus señoras para ir a Jaraicejo a ver una comadre suya que estaba muy malita y que la dejaba por heredera. La señora Plácida, llena de agradecimiento por esta obra de caridad, quería tener el gusto de asistir en los últimos momentos a su comadre para convencerse de que sin duda ninguna se quedaba muy bien muerta; pero Dios quiso que la comadre no se muriese, y que además Plácida no encontrara a sus señoras cuando volvió a la aldea...
-Vamos al caso, y suprime circunstancias inútiles.
-Ya se marchaba la dueña, después de haberme entretenido más de una hora con sus chinchorrerías, cuando me preguntó por nuestro cautivo. Yo le respondí que ya estaba mejor, y que había recobrado completamente el seso y el habla. ¡Ay! -exclamó la vieja-; pues entonces quisiera volver a verlo. ¡Sabe Dios quién será! ¡Vaya! ¡Vaya unos misterios que hay en todas estas cosas de los amores de doña Elvira! En fin, señor, Plácida comenzó a darle a la taravilla, y me dijo que deseaba mucho hablar al preso, para ver si podía rastrear algo acerca de la inesperada desaparición de su señora. Yo no tuve inconveniente en acceder a este deseo, curioso también por mi parte de oír lo que ella averiguaba. Pero ¡ay señor! todo en este mundo padece por donde más peca. Esta es una verdad como un Evangelio, y yo se la oí decir muchas veces a mi padre, que de Dios goce...
-Ahorra palabras, Pedro, que ya me cansas, -interrumpió don Guillén.
-Esto no tiene duda, -continuó el cachazudo halconero-. Y en prueba de que es tal como digo, hasta los animales nos lo demuestran. El neblí más atrevido, por la misma razón es también el más zahareño; y el caballo más voluntario y fogoso está por lo mismo más expuesto a ser víctima de su generosa índole. El otro día en la caballeriza estuvo en nada que no se lastimó de los pechos el potro ruano al saltar la valla que le separaba de la jaca pizarreña. ¿Y cuál fue la causa? La extraordinaria viveza del potro, que bufa, brinca, piafa y corvetea con sólo sentir un mosquito. Y el otro día por poco atravieso con una flecha a León, el mejor sabueso de toda la jauría; pero también el más inquieto y vivaz cuando descubre la pieza. Pues, señor, la vieja Plácida, por ser tan curiosa, pagó bien cara su curiosidad. Mientras que yo fui a dar de comer a los perros, que hacían un ruido infernal, ella se quedó hablando con el prisionero, que le puso malísima cara. El picaronazo abrigaba las más ruines intenciones...
-¡Ira de Dios! Acaba pronto tu cuento, si no quieres que te mande colgar de una almena.
-Amado señor, -repuso todo turbado el halconero-, yo no sé contar las cosas así de sopetón, porque me parece que de este modo nadie puede enterarse convenientemente; pero, en fin, voy a hacer un esfuerzo... He aquí en dos palabras lo que sucedió: cuando volví, me encontré atada a la vieja, que parecía un Lucifer...¡Ay señor! ¡Si la hubierais visto! De seguro os echáis a reír, ni más ni menos que le sucedió al hijo de mi padre... Plácida estaba desnuda y junto a ella estaban los vestidos del prisionero, el cual con el traje de la vieja atravesó el patio del castillo sin que nadie reparase en él. La vieja entonces me refirió cómo el villano asesino, apenas yo salí de la estancia, la había acometido y obligado a despojarse de sus vestidos, con los cuales disfrazose el esclavo, después de dejar a la señora Plácida maniatada y puesto un pañuelo a manera de mordaza para impedirle que gritase...
-¿Y por qué no perseguiste al prisionero?
-Inmediatamente, señor, salí acompañado de varios hombres de armas, tomamos todos los caminos y senderos; mas todo fue inútil, pues no parecía sino que la tierra se había tragado al infame asesino... En fin, señor...
-¡Calla! Tan malandrín eres tú como el fugitivo. ¡A quién se le ocurre abandonar al preso y dejarlo solo con una vieja, para que hiciese lo que al fin hizo!
-Como los perros ladraban tanto... y todavía no les había dado de almorzar... y me da una lástima cuando aúllan...
-Sólo eres bueno para tratar con animales.
-Señor, confieso que esa es la verdad. Todos tenemos una hora de tontos, y yo la tuve aquel día.
-Yo creo que eres un imbécil a todas horas.
-Me parece que no va vuesa merced muy descaminado. Eso mismo se me ha ocurrido ya, algunas veces. Los hombres se aturrullan a la mejor ocasión, y no dan pie con bolo.
En medio de su furor, ambos jóvenes tuvieron que hacer un esfuerzo heroico para no reírse de la simplicidad con sus puntas de socarronería del halconero.
Después de algunos momentos, don Guillén preguntó:
-¿Y Plácida está en la aldea?
-Yo no lo sé a punto fijo, porque ya hace muchos días que no la he visto.
-No sirves para nada.
-Pero, señor... ¡Por la Virgen de la Luz!... Yo no sé qué se ha hecho de la vieja... Si yo fuera profeta, lo adivinaría. ¡Es una calamidad!
-¡Retírate de mi presencia!
El halconero no aguardó a que le repitiesen esta indicación, y diose por muy contento de haber salido tan bien librado.
El señor Gil Antúnez y su sobrina dejaron solos a los dos jóvenes, conociendo que éstos deseaban departir con libertad acerca del funesto lance de la evasión del prisionero, evasión que había contrariado y desvanecido de la manera más dolorosa las bien fundadas esperanzas de nuestros caballeros.
Pocos momentos después, el señor de Alconetar y su inseparable amigo salían del castillo, y recorrieron inútilmente la aldea en busca de la cotarrera Plácida.
Cansados de sus pesquisas, que ningún resultado les prometían, encamináronse hacia la fuente rodeada de chopos, que en otra ocasión hemos dicho estaba a la salida de la aldea, poco distante de una cruz situada enfrente de la casa de los Vargas. Los dos amigos sentáronse detrás de unos setos, departiendo sin cesar acerca de las hablillas que corrían por la aldea respecto a la susodicha casa de los Vargas y a sus misteriosas habitantes. Igualmente se lamentaban de la fuga del prisionero y de la desaparición de Elvira.
No bien se hubieron colocado en aquel sitio, los dos jóvenes oyeron el ruido de pasos que se acercaban.
Pocos minutos después descubrieron dos zagalas que hicieron alto en la fuente para llenar sus cántaros.
Al principio miraron este incidente con bastante indiferencia; pero muy pronto se convencieron de que la conversación de las jóvenes podía interesarles demasiado.
-Oye, Menga, -decía una de las zagalas-, ¿sabes que me da temor venir tan tarde a la fuente?
-¿Y por qué, Maruja?
-¿No sabes lo que se cuenta por el lugar?
-Yo estoy todito el día en el cercado, y no vengo hasta la noche... ¡Qué buena vida te llevas! Tú pasas toda la tarde asomada a las bardas del corral haciendo señas a Antón... ¿Y cuándo te casas?
-A la otoñada, cuando engorda el ganado.
-Y Antón también engorda entonces, porque en los inviernos se pone como una nutra.
-En el verano se pone flacucho. ¡Como pasa tantas calores! Pero el Agosto que viene, ya lo cuidaré yo mejor.
-Y le va soplando la fortuna.
-Mucho que sí; ya tiene cuatro verracos, un tinado, un pajar, un cercado, y con el buey de su padre y la vaca de su tía, ya reúne una yunta, y otra que nos da mi padre, ya son dos, y poquito a poco se va lejos.
-Para estar del todo aviados, una borrica es lo que os hace falta.
-¿Para qué?
-Para acarrear el hato.
-¡Bah! La falta de la burra, yo la puedo suplir muy bien, que gracias a Dios no soy renga para llevarle todos los días la comida.
-No había yo caído en ello. A más que Catalna te puede prestar su rucha mohína.
-Hoy he visto a Catalna. ¡Qué amarilleja está! Tiene la cara pajiza como la flor de la gayomba.
-Dicen que le ha dado por comer yeso.
-Antón barrunta que está opilada.
-Pues si no se mejora, pronto las lía, y la pobreta jipa y se aperrea tanto, que la desazón se la come.
-Con eso se quita de penas, si Dios se la lleva cuanto más pronto al descansadero.
-¡Oiga! Parece que le tienes alguna ojeriza.
Todavía recuerdo las rabietas que con ella me hizo pasar Antón. La boquirrubia se quedaba mirándolo en misa, y no creo que se le antojaba ningún tiesto. ¡Y a mí me daban unos soponcios! Vamos, un día estuvo en un tris que no le arrancara las greñas.
-Pero vamos a tu decir: ¿Por qué temes llegar a la fuente de noche? ¿Qué cosas son las que se cuentan por el lugar? Me has abierto las ganas de saber. ¡Qué sólo está este sitio! No se ve un bicho viviente. Años pasados Bras Palomino me asombraba con decirme que había duendes en aquella casa frontera. ¿Sería verdad?
-¡Vaya! Desde pequeñuela he oído contarlo así.
-¿Y las señoras que el año pasado se vinieron a habitar en esa casa? Ya hace tiempo que no las veo.
-Pero ¿tú no sabes nada?
-¡Yo! Nada he oído.
-Pues cabalmente de esas señoras iba a hablarte.
-Cuenta, Maruja, cuenta.
-Mi cántaro ya está lleno; pon el tuyo, y mientras se llena, te contaré grandes cosas.
-Vamos, ya está. Desembucha pronto.
-Has de saber que ya hace algunos meses que se ausentaron de la aldea las señoras que habitaban en esa casa; pero, Menga de mi alma, son tan estupendas las cosas que de ellas se dicen... Vamos, si en este mundo no hay como vivir para ver. ¡Quién la creyera de unas señoras tan encopetadas!
-Pues oye, Maruja, a mí me parecían muy buenas, porque eran muy llanas. La madre y la hija vivían muy retiradas, y allí puedes ver una prueba de su cristiandad; mira cómo ahora no están encendidos los faroles de Nuestra Señora de la Luz. La niña era muy devota y muy bonita.
-Y también muy amiga de amoríos.
-Eso nada tiene de particular. Ahora recuerdo que decían que el señor del castillo se había enamorado de la niña...
-Es mucha verdad; pero yo creo que don Guillén es el que menos parte ha tenido en la torta. Yo no sé cómo un señor tan rico y tan galán se ha enamorado de una damisela de tan poco seso.
-No digas tal, que a mí me parecía muy bien. Es verdad que la vi muy pocas veces; pero un día, no lo olvidaré nunca, doña Elvira me dejó asombrada con su belleza. En aquel entonces iba todas las mañanas a misa de alba, y cuando ella entraba en la iglesia, parecía que la llenaba de claridad.
-Pero los domingos y días de fiesta se adornaba con muchas galas, y se ponía tan presumida, que no miraba a nadie.
-Como era tan niña...
-Pues para otras cosas sabía más que una vieja.
-¿Y por qué dices que ha engañado a don Guillén?
-No soy yo quien lo dice; pero así lo han asegurado varios mozos de la aldea, que han visto entrar a deshora un hombre por la puerta del jardín de doña Elvira.
-Sería el señor del castillo.
-Don Guillén estaba entonces herido muy malamente.
-¿Luego ella tenía otro amante?
-Sin duda alguna; y se dice que la señora Plácida hacía el oficio de echacuervos.
-¡Parece mentira! ¡Quién lo dijera!
-El diablo es muy sutil, y siempre está añascando que la estopa se ponga junto al fuego.
-¿Y cómo se sabe que doña Elvira haya sido tan liviana?
-Si me guardas el secreto, yo te lo contaré todo.
-¿No soy yo de fiar? ¡Pues me gusta!
-No te enfades, que esto es un decir. Has de saber que la señora Plácida fue a pedirle a la Majuelo, la tabernera, que le diese unas bayitas de laurel o de enebro, y ambas a dos estuvieron cuchicheando mucho rato, y a la postre le pidió también simiente de mastuerzo y otras cosas que yo no entendí; pero de todo ello, lo que pude sacar es que la señora Plácida se dio por muy bien servida de la Majuelo, a quien le entregó algunas monedas. Como la Majuelo es de la parentela de mi Antón, muchos días me voy a hacer calceta a su casa, y aquella tarde tuvo ocasión de ver y oír todo lo que acabo de contarte.
-¡Jesús, amiga, que me dejas lela!
-Si vieras, después de todo esto... yo me quedé con un reconcomio por saber a fondo lo que aquello quería decir, que mil veces estuve tentada por preguntarle a la tabernera para que me refiriese todo aquel lío; pero ella, sospechando que yo habría oído algo, por más que me hice la desentendida, me llamó aparte, sacó un jarro de moscatel, y cuando ya se puso contentilla, me lo dijo todo, todito, en confianza.
-¡Yo me hago cruces! ¿Quién había de pensar que tan jovencita y tan hermosa?... ¡Y una dama de tan alto copete!
-Ahí verás, hija mía. No es todo oro lo que reluce, que a veces la gente pobre sabe mejor guardarse.
-¡Y parecía tan inocente!
-Esas mosquitas muertas, así a la chita callando, son peores que las muy habladoras y rabisalseras. ¿Qué te parece? ¿Quién había de creer que tan niña como era y tan recatada como parecía, guardara ya en su seno el fruto?... Vamos, ni más ni menos que te lo digo, doña Elvira tendrá dentro de poco quien sea para ella lo mismo que ella es para su madre.
-¡Pobre señora!
-Anda, hija mía, que no merece tanta compasión... ¡Ay! ¡Ay! ¡Jesús! -exclamó de pronto la empedernida zagala-. ¡Jesús sea en mi ayuda!
-¿Qué sucede?
-¡Sígueme! ¡Sígueme!
Y la atortolada aldeana, que había puesto en el borde del pilón su cántaro, lo derribó en el suelo, haciéndose estrepitosamente menudos tiestos.
-¡Buena hacienda has hecho, Maruja!
-Corramos de aquí, Menga.
-¿Has perdido el seso?
-¿No has oído? ¡El duende! ¡El duende!
Súbito Menga exhaló un agudísimo grito, abandonó su cántaro, y también, como su amiga, pareció en extremo asustada.
El caso fue que el desdichado don Guillén no pudo contenerse por más tiempo, y lanzó una horrorosa blasfemia, después que el triste Álvaro había exhalado un doloroso y profundísimo gemido.
Las zagalas, creyendo que se les había aparecido el duende de la casa de los Vargas, huyeron despavoridas, sin comprender cuán cruelmente habían herido con su conversación dos amantes corazones.