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Los Templarios - I: 26

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Capítulo XXVI - La rueda de la fortuna

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Retrocedamos un poco en nuestra historia.

Cuando el terrible Castiglione, arrebatado de cólera y terror, arrojó el retrato del conde Arnaldo por la ventana, oyose al pie del muro un doloroso gemido. El misterioso Templario había colocado en el aposento de Castiglione la caja que en las ruinas de la ermita le había entregado el caballero de la Muerte. El blanco fantasma conocía perfectamente todas las entradas y salidas de la torre, a la vez que sabía muy a fondo las costumbres de sus habitantes; por lo cual le fue muy fácil introducirse en la estancia del italiano a hora en que nadie lo advirtiese. El Templario y Jimeno sacaron en sus brazos al triste emparedado, cruelmente herido, habiendo buscado una oculta salida que desembocaba no muy lejos de la torre. Luego sentáronse en una peña para descansar y vendar la herida de don Gonzalo, que por instantes se desangraba, perdiendo el aliento vital. En este tiempo fue cuando Castiglione arrojó la caja, que casualmente fue a herir el rostro del moribundo anciano, que exhaló un prolongado gemido.

El Templario se arrojó sobre aquel objeto, y examinándolo, reconoció la caja que contenía el retrato del conde Arnaldo; y explicándose todo lo que podía haber sucedido, guardó cuidadosamente aquella prenda, como si presintiese que tiempo adelante había de servirle de mucho el conservarla.

No sin algún trabajo condujeron el Templario y el trovador a don Gonzalo hasta unas chozas de pastores, desde donde, provistos de bagajes, se encaminaron a la villa de Jaraicejo, en cuyas inmediaciones aguardaron al día siguiente que se hiciese de noche. Ya las tinieblas envolvían al mundo sumergido en sueño, cuando nuestros tres personajes penetraron en la villa. Detúvose la cabalgata delante de una casa cuya fachada, algún tanto suntuosa, atendido el lugar, era de piedra berroqueña, y sobre cuya puerta se divisaba un escudo de armas. El Templario sacó un silbato, y aplicándolo a su boca, hizo salir tres puntos agudos, prolongados y en diverso tono.

Inmediatamente y como por encanto abriose la puerta.

El Templario exhaló un profundísimo suspiro... Diríase que el aspecto de aquella casa despertaba en su alma tristes recuerdos de mejores días.

Un anciano de barba y cabellos blancos como la nieve, pero cuyos miembros aún conservaban agilidad y robustez, fue el que salió a abrir, saludando al Templario con cariño y respeto.

-Querido Millán, -dijo el Templario-, mucho me huelgo de hallarte bueno y salvo.

-Yo también, señor.

El llamado Millán se detuvo, como un hombre que se reporta a tiempo para no cometer una indiscreción revelando un nombre que, por lo visto, el Templario tenía interés en recatar. El fantasma blanco, pues, hizo una seña que al punto fue comprendida por el buen viejo.

Apenas entraron en el patio, el trovador y el Templario descendieron de sus cabalgaduras y se aproximaron a don Gonzalo, a quien bajaron de su caballería, en donde había venido colocado entro dos haldas de paja, y se dispusieron a conducirlo al interior de la misteriosa casa.

-Cierra la puerta, Millán.

Obedeció el anciano, y en seguida fue a llevar las cabalgaduras a la caballeriza; mas impidióselo el Templario, diciendo:

-Luego puedes cuidar de las caballerías; ahora lo que importa es que vayas delante y alumbres, porque este buen caballero se encuentra en muy mal estado, y ante todas cosas necesita descansar.

Provisto de su linterna, Millán comenzó a caminar delante, y subiendo la escalera principal, condujeron a don Gonzalo a un aposento ricamente amueblado y en el cual se veía un suntuoso lecho.

Millán encendió otra luz que dejó sobre una mesa, y al punto volvió a salir para aderezar la cena a los recién llegados.

Entretanto Jimeno y el Templario colocaron a don Gonzalo en el lecho. Tales eran el cansancio y la debilidad del infeliz caballero, que al punto quedose dormido, no sin fijar antes una mirada sublime de gratitud y contento sobre el armiguero y el Templario.

Volvió a entrar Millán y preguntó:

-¿En dónde queréis que os sirva la cena?

-En la cocina. ¿Tienes buena lumbre?

-Media encina arde en el hogar.

-La noche está muy fría.

-Y a fe, señor, que habéis llegado a muy buena hora... ¡Oíd!

Un ronco trueno retumbó en aquel instante.

-Os habéis escapado, -añadió Millán-, de una furiosa tormenta.

-¡El bálsamo! -exclamó el Templario.

Millán le miró con extrañeza.

Entonces el caballero se dirigió al lecho, destapó a don Gonzalo y mostró a Millán los andrajosos vestidos de aquel, todos empapados en sangre.

El viejo servidor desapareció rápidamente, haciendo un gesto que quería decir:

-Entiendo.

Pocos instantes después volvió Millán con una vasija llena de un bálsamo oloroso y con una buena porción de hilas.

Inmediatamente entre los tres curaron a don Gonzalo, quien durante esta operación apenas dio señales de sentirla.

Cuando Millán se aproximó con la luz y pudo examinar de cerca el rostro de don Gonzalo Pérez Sarmiento, es imposible describir la expresión de asombro que se pintó en el semblante del anciano escudero. No parecía sino que un espectro del otro mundo se había presentado ante sus ojos.

-¡Dios mío! -exclamó con extraordinaria energía.

-¿Es él?

-Sí, Millán.

-¡Es posible!

-¿No lo estás viendo?

-¡Infeliz! ¡Cuán demudado está! ¡Cuánto estrago hacen los años!

-Más estragos hacen las desdichas.

-¡Amado señor de mi alma!

Y Millán hizo un movimiento como para precipitarse sobre don Gonzalo y estrecharle contra su corazón.

-Detente, Millán, -dijo el Templario-. Está herido y cansado, y necesita reposo. Cualquiera recuerdo de lo pasado pudiera asesinarlo en este momento. Se halla muy débil, hasta el extremo de que no ha conocido la casa en que se encuentra.

-¡Pobre señor!

-Mañana le hablarás.

-Sí, sí, tenéis razón. ¡Dios quiera aliviarlo!... Dejémosle que duerma, y vamos a disponer la cena.

-Eso es lo que más importa.

Poco tiempo después el Templario y Jimeno se hallaban en la cocina delante de una mesa cubierta con sencillez, aunque con limpieza. Formaban el cuerpo principal de ataque tres platos, esto es, una soberbia perdiz, un rollizo pollo y una dilatada cazuela que contenía adorable porción de delicadas truchas. Todo esto exhala a un olorcillo asaz lisonjero para los caminantes. El inteligente Millán tampoco había olvidado poner sobre la mesa dos panzudas botellas de rico clarete de Cazalla. Escanciábales el viejo servidor con actitud respetuosa, mientras que Jimeno y el Templario despachaban su cena con tanto apetito como silencio.

Terminada su refacción, ambos caminantes se retiraron a sus respectivos aposentos.

El trovador aquella noche se entregó a las más extrañas reflexiones, y ciertamente que su situación era tan complicada como extraordinaria. Un tumulto de ideas y sentimientos encontrados se agitaba en su corazón y en su mente. A la vez que había conseguido la dicha de encontrar a su padre, por quien tanto tiempo había suspirado, el triste poeta había recibido también una herida que deja en el corazón calma dichosa a la par que inquietud inexplicable. Experimentaba ese fuego glacial, ese placer doloroso, esa risueña tristeza que se llama amor, caos monstruoso de ilusiones encantadoras, flor de matices espléndidos que encierra en su cáliz mortal ponzoña.

Jimeno en vano procuraba apartar de su mente el recuerdo y la imagen de la bella Amalia Molay, que, acompañada de su padre, se había quedado en la Encomienda de Alconetar. El amor y la ternura filial habían brotado en un mismo instante dentro del pecho del trovador. Perdido se hallaba en estos pensamientos, cuando se abrió la puerta de su estancia y apareció el Templario.

-Apenas es de día. ¡Cuánto madrugáis! -exclamó Jimeno.

-Es necesario, hijo mío.

-Yo no he dormido nada en toda la noche.

-Poco más o menos me ha sucedido lo mismo.

-¿Habéis visto a mi padre?

-Duerme tranquilamente.

-¡Padre de mi alma! Ya que Dios ha querido que conozca y estreche entre mis brazos al que me dio el ser, juro no separarme ni un momento de su lado.

Al decir esto, el trovador pareció inmutarse. Diríase que se apresuraba a hacer aquel juramento para obligarse a sí mismo a permanecer en aquella misteriosa casa. Esta resolución no dejaba de serle costosa, supuesto que así renunciaba a ver a la encantadora Amalia, que se había enseñoreado de su corazón.

-No es posible por ahora, Jimeno, que permanezcas al lado de tu padre. En este mismo momento debes disponerte a partir a la Encomienda, a fin de que no te echen de menos. Si Castiglione comprendiese lo que ha sucedido, en ninguna parte estaríamos seguros.

-¿Y cómo lo ha de comprender? Es de todo punto imposible ni aun que sospeche que mi padre vive.

-¿Estás en ti? En el momento en que baje al subterráneo, verá que ha desaparecido el cadáver...

-¡Ira de Dios! Cuando pienso en la infamia de ese maldito italiano... ¡Oh! Pero lo que es ahora no quedará útil para cometer más villanías.

Y los ojos del poeta lanzaron un brillo siniestro.

El Templario clavó una mirada severa en el joven, como si le desagradasen en demasía aquellas disposiciones hostiles.

-¿Es así como un hombre de honor cumple sus palabras?

-¿Qué queréis decir? -preguntó con altivez Jimeno, que comenzaba a impacientarse de aquel aire de superioridad que se tomaba el Templario.

-Digo que has empeñado tu palabra de no atentar contra la vida de Castiglione.

-¿Y pensáis que yo puedo vivir sin pensar en matarlo?

-Solo pienso que estás en la obligación de cumplir tu palabra empeñada con juramento.

-Mas yo no puedo menos de recordar sus innumerables infamias, y la última de todas, la de asesinar a un pobre anciano, desvalido, prisionero...

-Y que además, -interrumpió el Templario-, ha estado sufriendo durante muchos años un suplicio horrible, el suplicio de la gota de agua...

-¡Oh! Nunca, nunca seré tan villano, que deje a mi padre sin venganza de sus afrentas.

-¿Y digo yo lo contrario?

-¿Pues entonces?...

-Te has olvidado completamente de lo que me prometiste...

-Señor, -interrumpió el poeta algo amostazado-; yo no sé quién sois; pero por lo que os habéis dignado hacer, tengo motivos para deducir que sois amigo de mi familia.

-Y no te has equivocado.

-Pues bien; en ese caso, no comprendo cómo ahora deseáis que el infame Castiglione continúe impunemente en sus maldades. Es verdad que yo os prometí no atentar contra su vida; pero entonces yo ignoraba hasta qué punto de inaudita crueldad había llevado su encarnizamiento contra mi padre, a quien encuentro por la primera vez anciano, moribundo y revolcándose en su sangre, vertida por la mano de ese odioso Castiglione...

-¡Y bien! ¿Te contentarás con atravesarle el corazón?

Jimeno clavó una profunda mirada sobre el Templario.

-Ahora, -dijo-, me parece que os comprendo. Efectivamente, conozco que para él la muerte debería ser un beneficio, y sobre todo... ¡Es tan rápido el morir! Yo necesito que Castiglione, como mi padre, saboree gota a gota la hiel de todas las angustias de la muerte sin abandonar la vida... ¡Venganza, y venganza cruel, lenta como la suya!

-¡Muy bien! Ahora nos entendemos perfectamente, -dijo el Templario estrechando la mano del trovador. Este comprendió que en materias de odio y de venganza era un pobre diablo en comparación de aquel personaje singular, cuya conducta era tan extraña como misteriosa.

¿Quién podía ser aquel Templario? ¿Pertenecería realmente a la orden del Templo de Salomón? ¿Tal vez se cubría con aquel hábito para ocultar mejor sus intentos o disfrazar su persona? Ciertamente que no era fácil atinar con una respuesta satisfactoria a ninguna de estas preguntas, que a sí mismo se dirigía sin cesar Jimeno. Su curiosidad era vehementísima; pero, por más que aguzaba su ingenio, nada podía sacar en limpio. Por otra parte, el misterioso caballero era tan reservado y ejercía un influjo tan poderoso sobre el joven armiguero, que éste con frecuencia bajaba los ojos delante del Templario, que también poseía a las mil maravillas el arte de permanecer inaccesible, por más que fuesen sumamente diplomáticos los rodeos que usaba el poeta para averiguar el origen y condición del fantasma blanco, según habían convenido en llamarle los armigueros de la bailía de Alconetar.

Pero el buen Jimeno de plegaba en vano toda su diplomacia.

-¿Sabes en dónde te encuentras? -preguntó el Templario.

-En una casa de Jaraicejo.

-Esta casa es tuya.

-¡De veras!

-En ese mismo sitio que ahora ocupas fue en donde tu padre hirió a su esposa creyéndola infiel: mira el balcón por donde penetraron Castiglione y tu padre el anciano Millán, que anoche nos sirvió la cena, es un antiguo servidor de tu familia...

-¿Pues no me habéis dicho que todos los bienes de mi familia pertenecen a los Templarios?

-Así es la verdad, gracias a la felonía de Castiglione; pero esta casa fue algunos años después vendida por los Templarios y comprada por Millán, el cual desde entonces habita constantemente en ella. Ahora bien; desde hoy ya eres un noble caballero; mas debes tener en cuenta que, para recuperar tus bienes de que te han despojado, es indispensable conservar la vida de Castiglione, el cual tendrá que responder ante los tribunales...

-¡Ah, noble caballero! ¿Con qué podré yo pagar la tierna solicitud que me dispensáis?

-Por ahora sólo quiero que guardes la más absoluta reserva, pues todos mis planes serían desbaratados a la menor indiscreción que cometieses. ¿Te convences por fin de cuánto nos conviene el prolongar la vida de ese infame calabrés? Y eso que no te digo otras mil razones que tengo, aparte de mi venganza, para desear que viva.

-Os prometo seguir fielmente todas vuestras instrucciones.

-Inmediatamente debes partir a la Encomienda de Alconetar.

Jimeno se ruborizó como una doncella al pensar en la hermosa Amalia. Nada hay más tímido que el amor primero, sentimiento purísimo que guarda el alma como un precioso tesoro, que nos acompaña en la vida como un ángel protector, y que hasta en la hora de la muerte nos sonríe con dulzura como una deidad cariñosa.

-¿Y he de abandonar a mi padre? -preguntó tímidamente Jimeno.

-Es indispensable; pero podrás visitarlo a menudo, supuesto que Jaraicejo no está muy distante de la Encomienda.

El Templario dejó al trovador y encaminose a la estancia de don Gonzalo Pérez Sarmiento. Este se hallaba en muy buen estado. Diríase que la luz, el aire y el mullido lecho en que a la sazón descansaba, le habían hecho rejuvenecer súbitamente. Tal era la expresión vivida de sus ojos y de su semblante, en el cual, sin embargo, no era difícil leer un sentimiento de profunda tristeza que le había inspirado el aposento en que se encontraba. Al despertar don Gonzalo había reconocido los muebles, el lecho, la figura de la habitación en que tantas veces su alma se había derretido en celestial ternura en el seno de la amistad, del amor, de la felicidad que en este valle de lágrimas está al alcance de los míseros mortales. Don Gonzalo había tenido necesidad de hacer un grande esfuerzo para volver al sentimiento de la realidad. Cuando despertó, en esos primeros instantes en que ni se duerme ni se vela, creyó que vivía como siempre y que dormía y se despertaba como en otro tiempo y en el mismo sitio. Todas las negras y espantosas imágenes de su horrible cautiverio, de su cruel suplicio, desaparecieron durante algunos minutos, no conservando otro recuerdo sino el que deja una horrorosa pesadilla. Ese estado inexplicable de confusión, tinta media entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, caos informe de ideas y sentimientos, conduce al espíritu a una especie de limbo intelectual en que nada se define, en que todo se confunde, en que no hay luz ni tinieblas; fantasmagoría indecisa de recuerdos que cruzan revoloteando, imágenes sin contornos, contornos sin imágenes, sombras del pasado, tinieblas del presente, crepúsculo, en fin, de sensación y de vida.

Tal fue la situación en que por algunos momentos se encontró don Gonzalo. Imaginábase que aquel era el día siguiente a la última noche feliz que había pasado en compañía de su amante esposa, y que aquel paréntesis de dieciocho años se había deslizado en una noche durante la fascinación de un ensueño.

Cuando apareció el Templario en la estancia del caballero, acababa éste de sacudir el mágico influjo de aquel aéreo misterioso velo de alucinaciones que había hecho oscilar la luz de su espíritu, como la vahosa nube oscurece y hace que tiemblen alterados y desfallecidos los rayos del sol.

Largo rato estuvieron hablando el Templario y don Gonzalo.

Y a la verdad que fue misteriosa y recatada la conferencia que tuvieron, pues que el Templario había cerrado muy cuidadosamente la puerta.

Entretanto Jimeno ya se había levantado y se hallaba dispuesto a partir de Jaraicejo. Solamente aguardaba que el Templario saliese del aposento de don Gonzalo, porque Jimeno juzgaba con fundamento que no se le había de imponer la dura condición de marcharse sin despedirse de su padre amado.

Por fin, el caballero del Templo salió de la estancia y fue a dar aviso al trovador de que su padre le aguardaba.

Jimeno no entró, sino se precipitó en el aposento.

El anciano comenzó a sonreírse extendiendo los brazos a su hijo. Este, con los ojos bañados en lágrimas, abrazó a su padre.

-¿Cómo estáis, señor? -preguntó Jimeno.

-¡Oh! Muy bien, hijo mío, muy bien.

Durante algunos minutos ambos guardaron silencio.

Al fin don Gonzalo exhaló un profundo suspiro.

-¡Cuánto siento, hijo mío, que tengas necesidad de ausentarte!

-Yo desearía permanecer aquí.

-No es posible, por desgracia.

-En ese caso yo vendré a visitaros frecuentemente.

-Pero con precaución, hijo mío.

-Descuidad, señor.

-No temo por mí, sino por el peligro que tú pudieras correr. Ahora bien, hijo mío, es necesario que yo te comunique un secreto importantísimo, y, por lo que pueda suceder, no quiero dilatarlo. Ya he sabido las penalidades que han afligido tu existencia; pero felizmente hoy ya se ha aclarado para ti el misterio de tu origen. Eres un noble caballero, y la gloria y la fortuna te aguardan.

-Puedo aseguraros, padre mío y señor, que yo procuraré hacerme digno de vuestro nombre.

-No lo dudo, querido Jimeno. El cielo, además, ha querido concederte las más brillantes cualidades; algún día tu nombre resonará en el mundo con gloria... ¡Ah! Yo no te veré entonces, hijo mío, porque mi vida se acerca a su fin...

-Querido padre, os ruego que desechéis de vos tan lúgubres pensamientos. Es verdad que habéis padecido mucho, y que vuestra salud se encuentra muy quebrantada; pero ahora podéis gozar larga serie de días bonancibles, y el cielo os concederá la dicha que para siempre creísteis haber perdido.

-¡Cuán feliz sería yo si el cielo escuchase tus votos!... De cualquier manera que sea, no puedo prescindir de hacerte una importante revelación, y te ruego que me escuches muy atentamente.

-Ya escucho, padre.

-He sabido que no ignoras la triste historia de tu familia. También recordarás que en gran parte el origen de mis desgracias ha sido la noticia que yo mismo comuniqué a Castiglione acerca de ciertos papeles que me dejó en depósito un amigo mío al partir para Jerusalén.

-De todo eso tengo noticia.

-A este amigo, que ciertamente fue uno de los hombres más sabios de su tiempo, había yo tenido la dicha de prestarle un gran servicio, libertándole en cierta ocasión de la muerte que le amenazaba a consecuencia de que algunos enemigos suyos habían logrado malquistarle con el rey don Alonso. Yo deshice la calumnia, y desde entonces estrechose más todavía nuestra antigua amistad. Ahora bien; mi amigo, al partir para la Palestina, empeñose en que yo fuese depositario de los papeles referidos, en los cuales se contenía la relación del sitio en que había sido ocultada una gran suma de dinero. Yo no tuve inconveniente en aceptar el depósito de aquellos papeles que mi amigo me confiaba, atendiendo a que era muy fácil se le extraviasen durante la penosa y larga peregrinación que iba a emprender. Por lo demás, quedamos convenidos en que, si pasados diez años no volvía a demandarme su depósito, era señal infalible de que la muerte le había impedido regresar a España. Ya han pasado veinte años y por consiguiente, me asiste el derecho de disponer de la inmensa riqueza oculta en un monte de la sierra de Granada.

-¿Y cómo habéis salvado el manuscrito?

-Una inspiración del cielo hizo que no cayese en manos del pérfido Castiglione. Cuando en mal hora pensé retirarme al Templo en calidad de hermano casado, según la costumbre de la orden, hice mi testamento, dejando la mitad de mi hacienda a los caballeros Templarios; pero como no me era lícito disponer de un tesoro que no me pertenecía, traté de ocultar los papeles, poniéndolos a buen recaudo, a fin de entregárselos a su dueño cuando me los demandase. A no haber sido por esta circunstancia, estas riquezas habrían ido a parar a manos de los Templarios, del mismo modo que consiguieron la posesión de mi hacienda.

-¿Y en dónde ocultasteis esos papeles?

-En esta misma habitación.

-¡Aquí! -exclamó admirado Jimeno.

-Precisamente detrás del respaldo de mi lecho.

-¿Y estáis seguro de que no habrán desaparecido?

-Creo que no habrá sido fácil que hayan atinado con el escondite.

-Me parece que tal vez...

-Pronto hemos de saberlo, -interrumpió, don Gonzalo haciendo un esfuerzo para incorporarse en la cama; pero encontrose tan débil, que se vio obligado a tomar la misma posición en que antes estaba.

-No es preciso que os levantéis, -dijo el trovador.

-En efecto, hijo mío, aun cuando el espíritu está fuerte y despejado, el cuerpo está débil y enfermo... Puedes hacer una cosa: aparta el lecho y saldremos de dudas.

-Comprendo perfectamente.

El vigoroso mancebo retiró el lecho de manera que entre éste y la pared quedó un espacio como de una vara.

Jimeno púsose a examinar muy cuidadosamente todo aquel lienzo del muro de la habitación; empero la pared presentaba una superficie tan lisa e igual por todas partes, que en ningún punto aparecían vestigios de que allí se hubiese practicado hueco alguno. -En verdad, señor, -dijo el joven-, que es imposible atinar con el sitio que decís, a juzgar por la apariencia.

Sonriose el anciano.

-Saca la espada.

Jimeno miró a su padre con extrañeza.

-¿Qué vais a hacer?

-Saca la espada y lo verás.

El joven obedeció.

Don Gonzalo tomó la espada que le presentó Jimeno con cierta timidez. En seguida el anciano comenzó a medir el acero con la mano extendida desde el pólice hasta la extremidad del dedo meñique.

-Muy bien, -dijo-, esta espada es exactamente del mismo tamaño que la que me sirvió de medida. Tiene cinco palmos... Ahora desde el rincón mide horizontalmente dos espadas.

Jimeno hizo lo que se le había mandado.

-Haz una señal.

-Ya está.

-Pues bien, en la misma línea de esa señal mide ahora diez palmos desde el pavimento.

El trovador colocó la punta de la espada en el suelo y rozando contra la pared. En seguida midió perpendicularmente la misma distancia que antes había medido en sentido horizontal. Con la extremidad de la empuñadura hizo una raya en la pared.

-Da algunos golpes en ese punto, -dijo don Gonzalo.

Jimeno con el pomo de la espada comenzó a golpear en la pared, pero inútilmente. Todos los golpes despedían ese sonido sordo que produce siempre la percusión sobre cuerpos sólidos y macizos.

-Golpea exactamente en el mismo punto en que has hecho la raya. El recinto del hueco es muy pequeño.

-Suena siempre lo mismo.

-Es porque el hueco está macizado.

Por último, Jimeno dio con grande fuerza algunos golpes, y entonces comenzó a desquebrajarse la pared en un recinto pequeñísimo, un círculo no mayor que una cobertera. A los reiterados golpes descubriose un ladrillo redondo que tapaba un agujero como el corcho tapa la boca de la botella. En seguida con la punta de la espada fue separando la juntura hasta que el ladrillo se desprendió completamente.

Jimeno halló el hueco ocupado por un grueso canuto de lata que entregó a don Gonzalo, el cual, después de haberle examinado, halló dentro el precioso manuscrito.

-¿Ves cómo se ha conservado? -exclamó gozoso el anciano.

-Efectivamente, no ha sido poca fortuna.

-Ahora ya estoy tranquilo, hijo mío; cualquiera que sea la suerte que Dios nos depare, me consuela la idea de que serás inmensamente rico. ¡Cuán grato es para un padre pensar que su hijo queda a cubierto de la pobreza, y que al brillo de sus cualidades personales reúne el esplendor de la fortuna!... Pero cuidado, hijo mío, que te ruego encarecidamente que guardes secreto... ¡Oh! Si llegasen a descubrir que tú poseías ese manuscrito, ¡cuántos peligros te amenazarían! Castiglione sería capaz de asesinarte por arrebatártelo... ¡No te fíes de nadie!...

-¡Me parece que llaman a la puerta! -exclamó Jimeno-. ¿Quién será?

-Probablemente nuestro protector.

No bien hubo don Gonzalo terminado estas palabras, cuando apareció el Templario.

El trovador hizo un movimiento como para ocultar el precioso depósito que le había sido entregado. Empero ya era tarde.

Sin embargo, el anciano no pareció inquietarse lo más mínimo por la llegada del caballero. Este advirtió la inquietud del joven, y cambió una sonrisa con don Gonzalo.

-Hijo mío, todos mis consejos acerca de que guardes las más exquisitas precauciones no se entienden con este caballero.

-Yo no digo... -murmuró Jimeno algo cortado.

-Está bien, -dijo el Templario-; me gusta que seas prudente sin excepción alguna.

Y volviéndose al anciano, añadió:

-He venido a interrumpiros, porque se hace muy tarde y es preciso que Jimeno vuelva al punto a la Encomienda.

-Sí, sí, tenéis razón... ¡Cuánto siento el que nos separemos tan pronto! ¿Cómo ha de ser?

-¡Padre mío!

-Me parece, -dijo el Templario-, que es muy peligroso para Jimeno el que se lleve esos papeles.

-He creído oportuno revelarle...

-Está bien, señor, -repuso el caballero-; mas no olvidéis que en la Encomienda no le será fácil hallar oportunidad de guardar, como conviene, su tesoro... ¿Por qué no lo habéis dejado en donde estaba?

-¿Y si yo muero.

-¡No lo permita Dios! ¿Pero no quedaba yo aquí?

-¿Y si por algún incidente no podíais revelárselo? Tened en cuenta que ha estado en muy poco que este secreto no se haya sepultado conmigo en la tumba. Vos mismo, si bien sabíais la historia del manuscrito, ignorabais hasta hace pocas horas el sitio en que estaba oculto. Además, ha sido necesario convencernos de que no había desaparecido el depósito que hace veinte años confié a esa pared.

-Más seguro es fiarse de las paredes que de los hombres.

El anciano suspiró.

Y Jimeno clavó una mirada de extrañeza en el Templario, cuyas escépticas palabras hicieron una impresión tan profunda como dolorosa en el alma cándida y pura del mancebo.

Después de algunos momentos de silencio, el Templario dijo:

-Lo mejor que puede hacerse es colocar otra vez ese manuscrito en donde estaba.

Y volviéndose a Jimeno, añadió:

-Ya lo sabes; cualesquiera que sean los acontecimientos que sobrevengan, puedes estar seguro de encontrar aquí tu fortuna. Yo cuidaré de que todo vuelva a quedar como antes.

Por espacio de algunos minutos, Jimeno miró alternativamente a su padre y al Templario. ¿Había tal vez brotado en su mente alguna sospecha? Sólo Dios podía saberlo; mas lo que sí era fácil de adivinar es que contemplaba con admiración y extrañeza al misterioso caballero. Hasta entonces no había tenido tiempo de preguntar a su padre quién fuese aquel extraño personaje. Es seguro que si el trovador en aquel instante se hubiese encontrado a solas con don Gonzalo, no habría dejado de importunarle hasta que no hubiese satisfecho su curiosidad.

-No pierdas tiempo; tu presencia es muy necesaria en la bailía, -dijo el Templario.

-Supuesto que es preciso partir, no quiero dilatarlo; mas yo prometo venir muy frecuentemente.

-Sí, sí, hijo mío.

El bello joven y el venerable anciano se estrecharon cariñosamente, formando un tierno grupo y mezclando sus lágrimas, a la manera que se mezcla un límpido arroyuelo con un caudaloso río.

Los sollozos ahogaban sus palabras; pero en sus ojos brillaba el alma de ambos confundida en el santo fuego del amor filial y del paternal cariño.

El Templario salió a despedir a Jimeno acompañándole hasta el patio donde aguardaba Millán con un caballo del diestro.

-¿Y cuándo nos veremos? -preguntó el trovador después de haber cabalgado.

-Siempre que tengas la seguridad de que nadie podrá advertir ni el lugar adonde te diriges, ni la persona a quien vienes a visitar. Entretanto no pierdas de vista a Castiglione.

-Descuidad, señor.

El joven partió al galope. Durante su camino iba pensando en su padre, a quien jamás creyó conocer, y en su amada, a quien debería encontrar en Alconetar.

-Ayer, -murmuraba-, era pobre, oscuro y sin nombre. Hoy tengo padre, amor y riquezas. ¡Nunca se detiene la rueda de la fortuna!