Los Templarios - I: 27

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Capítulo XXVII - Quid pro quo[editar]

¿Quién no ha sentido alguna vez y recordado más tarde el indecible encanto de los primeros días en que un amor puro llena toda nuestra alma? ¡Qué gratas emociones experimenta el corazón juvenil al vislumbrar como en perspectiva los bellos ojos y las dulces sonrisas de una mujer adorada! Y cuando el joven, en su ilusión primera, mira reflejarse en los ojos de su amada el mismo fuego que le devora; cuando conoce que su amor es correspondido, aunque ambos hayan permanecido en esa pudorosa reserva que caracteriza los afectos verdaderos y profundos, entonces no hay sobre la tierra felicidad comparable a la del enamorado mancebo, el cual nunca da al olvido los primeros días de la primera conquista.

En esta felicidad incomparable, vivió algunos meses el trovador Jimeno. Su buena estrella había hecho que monsieur Federico Molay prolongase en Alconetar su permanencia por más tiempo de lo que al principio creyera el armiguero y aun el mismo padre de Amalia.

Una dolencia, que hubo momentos en que se creyó mortal, atacó repentinamente a madama de Sanancourt, cuñada de monsieur Federico y tía de la joven Amalia, a quien siempre acompañaba, desempeñando para con ella los oficios de madre, y no pocas veces de madrastra, supuesto que su carácter no estaba exento de impertinencias y preocupaciones.

Sucedió, pues, que gracias a este incidente, el trovador tuvo la dicha de estar contemplando todos los días y casi a todas horas la bella imagen de la gentil Amalia. Y Jimeno creía, dado que tal vez se engañase, que también la hermosa doncella había reparado en su agraciada persona, en sus dulces cántigas y en su amor inextinguible.

Diríase que el destino ahora se complacía en prodigar felicidades a manos llenas sobre el trovador, que tan infortunado había sido en los primeros años de su vida. Jimeno a la sazón estaba gozoso y poseído de dos sentimientos profundos y santos: el afecto que profesaba a su padre y el amor que le había inspirado la sobrina del gran maestre del Templo. Sólo faltaba que don Guillén regresase a su castillo para que la dicha del trovador fuese completa. Ya hemos indicado en otro lugar que Jimeno era muy amigo del señor de Alconetar y de Álvaro del Olmo, los cuales se complacían sobremanera oyendo al armiguero departir acerca de filosofía escolástica unas veces, y otras escuchando sus melancólicas endechas.

Y en efecto, si a la sazón los tres amigos hubiesen estado juntos celebrando en el castillo sus antiguas conferencias, frecuentemente favorecidas con la presencia del respetable Gil Antúnez, entonces nada habría faltado al corazón de Jimeno, henchido con las dulces emociones de la amistad, del amor y del santo afecto filial. Sin embargo, durante la ausencia de sus amigos, no dejaba el trovador de tener algunos días felices, días marcados o por una sonrisa halagüeña de Amalia, o por una visita hecha a su anciano padre.

El mismo día en que Gómez de Lara y Olmo llegaron a la Encomienda, tuvo ocasión Jimeno de hacer una visita a don Gonzalo, por cuya razón no pudo ver a sus amigos. Estos precisamente, sin quererlo, fueron la causa de que el comendador advirtiese que el armiguero no se hallaba en la Encomienda. Aquella noche no le tocaba estar de servicio al trovador, y por lo tanto le era fácil, sobre todo favorecido por sus compañeros, ausentarse del convento sin que el comendador lo advirtiese. Jimeno aprovechaba siempre estos turnos para ir a Jaraicejo, y hasta entonces no había llegado a descubrirse que había pasado muchas noches fuera de la Encomienda.

Pero en la ocasión a que nos referimos, el señor de Alconetar y Álvaro del Olmo preguntaron por Jimeno al comendador, y éste mando inmediatamente que le llamasen; pero el trovador no parecía, y sus compañeros no encontraron medio hábil de disculpar o encubrir su desaparición.

No lejos de la Encomienda, en una cabaña de pastores, donde se había criado Jimeno, tenía éste siempre dispuesto un caballo para hacer sus rápidas excursiones a Jaraicejo, de modo que ni aun necesitaba sacar su caballo de guerra de la bailía, operación no poco ruidosa.

El trovador pasó aquella noche en compañía de su amado padre, que era además para él un sabio maestro. Don Gonzalo y su hijo departían frecuentemente acerca de astronomía y de trovas, dos materias tan importantes como diversas.

También aquella noche, aunque ya muy tarde, presentose en casa de don Gonzalo Pérez Sarmiento el misterioso Templario hacia el cual experimentaba el trovador tanta gratitud como respeto. El fantasma blanco manifestó al joven que importantes sucesos, recientemente acaecidos, le obligaban a estar más que nunca avizorando todos los pasos del calabrés, y que por lo tanto él, es decir, Jimeno, tampoco debería perderle de vista ni un solo momento. El joven prometió que así lo haría, y a la mañana siguiente, después de haberse despedido con la mayor ternura de su padre y del misterioso Templario, partió para la bailía de Alconetar.

¡Cuán feliz era el trovador en aquella época! Su existencia y su dicha se encerraban entonces desde la casa de la Encomienda hasta la misteriosa casa de Jaraicejo. Aquí estaba su padre, allí vivía su amada. Lleno el corazón del joven de tan dulces sentimientos, experimentaba con extraordinaria energía las venturas del vivir, y hasta su inteligencia parecía tomar otro vuelo más atrevido y otras galas más poéticas.

Rápido como una exhalación volaba en su caballo el venturoso Jimeno. El horizonte de su vida se dilataba, el campo de la esperanza le ofrecía perfumadas flores, y acariciaban su mente dorados sueños de amor.

El día estaba nebuloso, bramaba el huracán, la lluvia caía a torrentes, toda la naturaleza parecía cubierta con un velo fúnebre.

Pero el alma del trovador estaba radiante como el lacero de la mañana. Todo hombre enamorado es poeta, pero un poeta que ama es un semidiós. ¿Qué le importaban las negras nubes que encapotaban el cielo, ni que la naturaleza se desquiciase? Jimeno, con su imaginación ardiente y con la vívida llama de su amor, habría sido capaz de esparcir océanos luminosos e imágenes brillantes sobre la noche del caos. El recuerdo de Amalia no le dejaba un momento, le seguía a todas partes, y se imaginaba que el ángel de los santos amores batía sin cesar en torno de su frente sus alas de oro y armiño.

Y los ojos del poeta brillaban con un fuego divino, y fijaba sus miradas en el cielo surcado por rápidos relámpagos, más perezosos, no obstante, que el pensamiento del hombre. El ronco fragor de la tempestad sublimaba el espíritu de Jimeno hasta el Dios del Sinaí.

Jamás había tenido una conciencia más enérgica del numen sagrado que le agitaba. En aquellos momentos, fuertemente impresionado por el espectáculo sublime que la naturaleza le presentaba, a la vez que por el sentimiento de un amor purísimo, su espíritu se remontaba a otras regiones. La naturaleza en sus momentos trágicos inspira un terror sublimemente religioso. El amor es para el alma como el rocío para las flores.

Y el alma del poeta se derretía en algunas magníficas estrofas que rebosaban religión y amor.

Entregándose al frenético galopar de su caballo, caminaba Jimeno, veloz como un espíritu de las nubes.

Por último divisó a la derecha el castillo de Alconetar y a la izquierda las torres de la bailía, veladas por la niebla. Al mismo tiempo llegaron a su oído los ecos, ya fuertemente sonoros, ya vagos y espirantes, de las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz. Era la hora de vísperas, y las vírgenes del Señor entornaban en el coro no solamente sus oraciones vespertinas, sino que también habían añadido el Magnificat a causa de la furiosa tormenta.

Ocurriole una idea a Jimeno. Bajo la mística impresión en que se hallaba su espíritu, no pudo permanecer insensible al aspecto del monasterio y al melancólico tañido de las campanas, que se perdía en la llanura como una voz del cielo que convidaba a la oración a los hijos de la tierra. Un amor inocente y puro acrisola el alma que le recibe. Los sentimientos religiosos no son más que amor limpio de las fragilidades terrenas. El que sea capaz de sentir una pasión noble y profunda, de seguro que no podrá ser nunca un impío. Alma candorosa y apasionada, el buen Jimeno era todo amor, y en la situación en que se encontraba, no podía menos de tributar adoración y gratitud al constante dispensador de todos los beneficios, al que había libertado a su padre, casi milagrosamente, de su horrible emparedamiento.

Jimeno, pues, dirigiose rápidamente hacia la aldea, con intento de orar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz; pero a los pocos pasos se detuvo, mirando atentamente a un caballero que le salía al encuentro.

-¡Pardiez!... ¿Eres tú, o eres alma del otro mundo? -exclamó con grande asombro el desconocido, deteniendo su caballo.

-Yo soy. ¿No me ves?

-Deja que me convenza de que no eres una sombra.

Y así diciendo, el desconocido se aproximó a Jimeno y comenzó a palparle, como si aún temiera que fuese una visión.

-Apuesto, -dijo el trovador-, a que vienes de casa de la Majuelo, amigo Fortún.

-No será el hijo de mi padre quien te apueste, en contrario. Con ese talento que Dios te ha dado, todo lo adivinas.

-Para adivinarlo no se necesita talento, pues basta y sobra con tener narices.

-Vamos. ¿Querrás tal vez convencerme de que estoy... contento? Pues mira, ha sido un compromiso... Ya sabes que la Majuelo es aragonesa y se imagina que es parienta de un medio pariente de mi padre, y con este motivo siempre que me ve se empeña en convidarme... ¡Verás!... Hoy, cuando caía el chubasco más grande, quiso el cielo que me encontrase en su casa, y de allí vengo, verdaderamente... Pues, señor, figúrate que comienza a relampaguear y a tronar como si fuera acabamiento de mundo... ¡Jesús! La tía Majuelo comenzó a persignarse muy de prisa, muy de prisa... y luego comenzó a rezar muy despacio, muy despacio... Mira, vamos allá, que lo vas a catar, hombre.

Y así diciendo, el armiguero Fortún hizo un movimiento para volver hacia la aldea, instando a Jimeno para que hiciese lo mismo.

-Precisamente voy a la aldea, -respondió el poeta, visiblemente disgustado de este encuentro que le había contrariado su proyecto. La oración, como el dolor y como el amor, anhelan la soledad y el misterio.

-¿Y adónde... es decir, qué pensabas hacer en la aldea?

-Te lo voy a decir francamente, Fortún. Pienso ir a la iglesia de Nuestra Señora de la Luz a rezar una salve.

-¡Muy bien! A mí con mucha frecuencia se me ocurre hacer otro tanto, y cuando a uno le coge en medio del campo una tormenta, no le queda otro remedio sino rezar... ¡Voto a bríos!

-¿Y quién te ha enviado hoy a la aldea? -preguntó a su vez Jimeno.

-Tú has sido la causa.

-¿Cómo?

-Ya te lo explicaré... Lo menos pensabas que había venido no más que por visitar a la Majuelo... lo estoy leyendo en tus ojos; pero ya te convencerás que la amistad que te profeso ha sido la causa de todo...

-Vamos, acaba.

-Te voy a parecer pesado; pero el orden de los hechos exige que te lo cuente todo como te lo iba contando... Estábamos... ¡eso es! estábamos en que la Majuelo rezaba durante la tormenta. Afortunadamente tenía a mis pies un gigantesco jarro de lo más añejo. Pues bien, mientras que la vieja rezaba, yo no me iba a estar ocioso. Ella hilaba rezando, en voz alta; yo bebía rezando, en voz baja. La ociosidad es madre de todos los vicios. Así, cada cual estaba ocupado honradamente en su quehacer. ¿No te ha venido nunca a las mientes beber en un día de tormenta? Pues es un verdadero placer, un pasatiempo muy delicioso. ¿Hay cosa más grata que oír tronar y llover, y mientras, todo el mundo se moja, estar al abrigo del agua humedeciéndose el tragadero con vino? Una cosa hay algo semejante a ésta, y es dormirse en buena cama al ruido de la tempestad...

-Pero ¿acabarás de contarme por qué hoy has venido a la aldea?

-Voy al caso. Aún no había concluido de trasegar mi jarro entre pecho y espalda, cuando llama a la puerta de la tía Majuelo. En seguida oí una voz que decía: «Tened cuenta con este caballo...» Aquella voz me hizo temblar como un azogado, el sobrino de la Majuelo tomó las riendas del corcel, y en seguida oí el ruido de las espuelas del caballero que se alejaba. Salto ligero como un corzo, me asomo a la puerta, y vi a nuestro hombre que entraba muy rebozado en su capa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Aunque él iba disfrazado, le había conocido por el metal de la voz.

-¡Disfrazado!

-Sí, no llevaba el manto...

-Pero ¿quién era él?

-Según todas las apariencias, un caballero cualquiera; pero yo reconocí en él al señor procurador de la bailía.

-¡A Castiglione!

-Al mismo que viste y calza.

-¿Y qué iría a hacer en el convento?

-Eso es lo que yo no puedo adivinar.

Jimeno se quedó muy pensativo. Luego su deseo de ir a la iglesia se hizo más vehemente todavía que antes. El poeta se fiaba mucho de sus presentimientos; así es que no podía menos de mirar como un aviso del cielo aquel deseo vehementísimo que de pronto había experimentado por ir al convento. Resolvió, pues, partir al punto, supuesto que el fantasma blanco le había recomendado con mucha eficacia que no perdiese de vista ni un solo instante al italiano.

Y como para Jimeno el misterioso Templario era una especie de semidiós, un ser casi sobrenatural, comprendió que muy poderosas razones debían existir para que se le hubiese dado aquella orden tan terminante.

-Apenas se ausentó don Matías, -continuó Fortún-, determiné salir de casa de la Majuelo; pues ya sabes que nos está prohibido muy rigorosamente entrar en donde se vende vino, y que más de una vez me ha producido serios disgustos este parentesco que dice la Majuelo tener con mi padre; mas cuando ya pensaba salir de la taberna, temiendo que por arte del diablo llegasen a verme, hete aquí que otra vez sonaron las espuelas de nuestro caballero, alargo unas monedas al sobrino de la tabernera por el servicio que le había prestado, montó a caballo desapareció como un torbellino.

-Pues oye, Fortún, yo voy a la aldea; luego nos veremos y hablaremos más despacio.

-En efecto, conviene cuanto antes quitarnos del camino, porque va a descargar muy pronto un gran nublado. Pero quiere decir que te acompañaré, haces tu oración, que es lo primero, después descansaremos un rato en casa de mi parienta, y en seguida nos volveremos juntos. Así como así, en la Encomienda no hago gran falta.

-Pues en marcha.

-¡Hola! ¡Qué magnifico caballo te has echado! ¿No digo yo? Tú eres un príncipe disfrazado por lo menos... Tu caballo de guerra está en la bailía; por cierto que yo lo he cuidado durante tu ausencia...

¡Y ahora te vienes con un corcel que vale media ciudad!... Tu desaparición ha dado mucho que decir, y por eso al verte ha sido tanta mi sorpresa... Yo creo verdaderamente que te ha hechizado el fantasma.

-¿Estás en ti?

-¡Vaya si lo estoy! ¿Te acuerdas de aquella noche que comenzó a hablarte el duende? Cuando luego fuimos por los subterráneos de la armería a buscarte, y después te apareciste a nuestras espaldas, manifestaste con la mayor sangre fría que todo había sido ilusión de nuestros sentidos...

-¿Y no fue así? -preguntó Jimeno impasible.

Fortún clavó una mirada inexplicable en su compañero. Parecía como si creyese que Jimeno había perdido el juicio. Después que le estuvo contemplando atentamente, Fortún dijo al fin:

-¿Tu te has imaginado quizás que somos algunos bolos?... Aquella noche nos dejaste por embusteros o supersticiosos delante del comendador don Diego, y nosotros callamos; pero he aquí lo que tú no nos agradeces.

-¿Por qué os debo yo gratitud?

-¡Por qué! ¿Y lo preguntas? Ha llegado el caso de que hoy hablemos con franqueza... ¿Acaso no has conocido que si nosotros hemos guardado profundo silencio, ha sido sólo porque hemos comprendido que tú tenías grande interés en que no se hablase más acerca de tu aventura? Yo bien sé que tú tienes mucho más magín que todos nosotros juntos, y que alguna cosa traes entre manos con el fantasma... ¿Quién sabe? Lo que te suplico es que no te dejes seducir, y que por si acaso en todo este entruchado hay algo de maleficio, procures llevar siempre contigo una cruz y un escapulario.

Sonriose Jimeno.

-Ahora bien, -continuó Fortún-, como anoche no parecías, se habló mucho de ti en la Encomienda. Ayer sucedieron grandes cosas, y el comendador echó pestes contra ti, manifestando que de sus tres armigueros, tú, que antes eras el más servicial, te habías tornado ahora el más flojo y menos asistente. Si llegas a entrar anoche en la bailía, te ganas un magnífico sermón. Por supuesto que hoy tampoco te escaparás de llevar tu consiguiente reprimenda; pero al fin no será tan sensible, porque es mi señor don Lope de Haro quien está encargado de reñirte.

-¡Don Lope!

-Como ya va entrado en años, y a más de eso le atormentan unas tenaces cuartanas, no ha permitido don Diego que le siga.

-¡Se ha ausentado el comendador!

-Esta mañana al romper el día.

-¡Es posible!

-Como lo estás oyendo.

-¿Y adónde ha ido?

-Ayer tarde llegaron a la Encomienda el señor de Alconetar y su amigo Álvaro, y, según oí decir, parece que don Guillén entregó unas letras del rey al comendador. Pocos momentos después todos los caballeros estaban ya listos aguardando las órdenes de don Diego. Según he podido traslucir por algunas palabras que he oído a mi señor, los cincuenta caballeros que han salido de Alconetar van a reunirse con otros doscientos y cincuenta que saldrán de las bailías de Córdoba y Sevilla, en donde además aguardan mayor refuerzo de tropas del rey don Sancho. En la Encomienda sólo han quedado doce caballeros y don Lope de Haro, como lugarteniente del comendador.

-¿Y no ha quedado nadie más? -preguntó Jimeno con voz trémula y pálido semblante.

-Toda la guarnición ha quedado reducida a veintiséis hombres, es decir, trece caballeros y otros tantos armigueros.

-¿Y los caballeros franceses?

-Monsieur Federico Molay partió ayer seguido de su comitiva.

Un rayo que se hubiese desplomado sobre su cabeza no habría aterrado tanto al infeliz Jimeno como aquella funesta noticia. Su desesperación fue tanta, su amargura tan cruel, que entonces comprendió el inapreciable tesoro que había perdido, su sosiego.

Disimuló, sin embargo, su pena, y sólo se limitó a preguntar:

-¿Y adónde han ido?

-¿Quiénes? ¿Los franceses o los españoles?

-Unos y otros.

-Los españoles van a socorrer a Tarifa, que dicen se halla apretadamente cercada por los moros. En cuanto a los franceses, dicen que van a Italia y después a Jerusalén.

Durante algún tiempo el trovador guardó silencio profundo.

-¿Y qué dijo don Diego de Guzmán respecto a mi desaparición? -preguntó al fin.

-Hizo mil comentarios y conjeturas, y hasta llegó a sospechar si te habría sucedido alguna desgracia, después que a todos, uno por uno, nos preguntó por ti.

-¿Y qué le respondisteis?

-Nos guardamos muy bien de decirle nuestras sospechas de que algún negocio con el fantasma te había hecho ausentarte, y que... no era la primera noche que te quedabas fuera de la bailía.

-Pero eso...

-Descuida, querido Jimeno, los amigos son para las ocasiones. Nada le revelamos de nuestras sospechas, y nos limitamos a decirle lisa y llanamente que ignorábamos tu paradero.

El poeta estrechó la mano de Fortún con cariñosa efusión.

-Como aquella noche de marras oímos ciertas cosas... y nosotros te queremos tanto... en fin, respetamos y respetaremos siempre tu secreto.

-Francamente, confieso mi delito, Fortún. Tanto a ti como a los demás compañeros los había creído menos discretos y más curiosos...

-Ahora te convencerás de que no es así.

-También ahora me complazco en atestiguaros mi gratitud sin límites, y mi estimación a toda prueba.

En esto llegaron a la aldea.

-¡Oh! Lo que es hoy se va a ganar la Majuelo dos magníficas visitas... ¡Ah! ¡Se me olvidaba!

-¿El qué?

-Decirte por qué había emprendido este viaje. Como yo sabía la buena amistad que te profesa don Guillén de Lara, dije para mi capote: Jimeno quizás se haya ido a pasar la noche en compañía de sus amigos, para echar buenos párrafos sobre trovas y libros; tal vez lo encuentre en el castillo de don Guillén. He aquí la idea que me hizo salir esta mañana en tu busca. Llegué al castillo, pregunté por ti y me dijeron que no te habían visto. Entonces comencé a creer que te habías perdido como un muchacho de tres años. ¡Si vieras qué pena me causó el no encontrarte!... Al fin, como llovía a cántaros, como ahora, dije: «Pues vamos a ver a la Majuelo».

-Créeme, Fortún, que te agradezco en el alma el interés que por mí te tomas.

-¡Bah! Eso no merece la pena. Lo mismo harías tú por mí.

-Sin duda alguna.

-Y ahora, ¿qué vamos a hacer?

-Yo voy a entrar un rato en la iglesia. Necesito orar. ¿Quieres acompañarme?

-Que te haga buen provecho.

-Después voy a visitar a don Guillén. ¡Cuántos deseos tenía de verlo!... ¡Unos se van y otros vienen! -añadió el trovador recordando la ausencia de su amada.

-Pues en casa de la Majuelo te aguardo.

-Hasta luego.

-Mira, -dijo Fortún-, los caballos podemos entrarlos en casa de mi parienta.

-Tienes razón.

Jimeno echó pie a tierra y abandonó las riendas de su caballo a su compañero, quien se dirigió al templo de Baco, de cuya alegre deidad era ardientemente devoto.

El trovador, rebozado en su manto, penetró en el templo, en cuyo centro ardía una lámpara que chisporroteaba a causa de la humedad del ambiente. Ni un alma se veía en el sombrío y majestuoso recinto de la iglesia. Solamente se escuchaba el rezo de las monjas en el coro, junto al cual fue a colocarse el mancebo.

Allí, apoyado contra la reja, inmóvil y ardiendo el alma en religión y amor, fijaba el hermoso Jimeno sus ojos en la imagen de la Virgen. Un momento antes se había creído el más dichoso de los hombres, pensando en que el cielo le había devuelto a su padre y había presentado en su camino una doncella encantadora que había herido su alma de amores.

Y el triste poeta, al pensar en la desaparición de Amalia, lloró.

Era, a la verdad, muy cruel mirar tan pronto desvanecido su hermoso sueño. Como la amorosa tortolilla que vuelve al caro nido, y en lugar de sus polluelos encuentra escamosa serpiente que los ha devorado, y en el dolor que la atormenta exhala roncos y tristes arrullos, como si demandara al cielo su tesoro perdido, así también desolado y triste el mancebo no sabía sino suspirar, exhalando la angustia de su alma en una fervorosa plegaria. Ligera tinta de carmín velaba la dulce palidez de su bello semblante, y en las tinieblas de su destino imploraba auxilio a Nuestra Señora de la Luz.

Arrebatado en un éxtasis divino, que participaba de esa santa tristeza que tanto ennoblece al corazón del hombre, el religioso Jimeno se elevaba hasta el místico y aéreo dosel de la Reina de los Ángeles.

Pero de pronto le sacó de su arrobamiento un incidente no pensado, que le hizo descender desde la altura como piedra arrojada con fuerza.

Sonaron las pisadas y el ruido de las espuelas de un caballero que atravesó lentamente la silenciosa nave.

Jimeno exhaló un ligero grito. El recién llegado era Castiglione, que fue a colocarse junto a un confesonario enfrente de la lámpara, cuyos rojizos y trémulos rayos herían crudamente el rostro disforme del italiano. Este, de vez en cuando, lanzaba una mirada ansiosa hacia la puerta.

El joven, oculto en la oscuridad, no perdió un solo movimiento de Castiglione, quien, al parecer, se hallaba muy impaciente.

Al cabo de largo tiempo de espera, hizo un ademán de ira e inquietud, y volvió a salir precipitadamente. Grande fue la sorpresa del armiguero al ver en el templo a Castiglione. Ya le había dado mucho en qué pensar la noticia que le comunicara Fortún, y con lo que ahora había visto, se confirmó en su primera idea de que allí sin duda aguardaba una cita.

Apenas había formado su plan de espiar todos los pasos de Castiglione, y cuando para llevar a cabo su proyecto se disponía a salir de la iglesia, llamó su atención un bulto negro que con silencioso pie, como la muerte, entraba en el sagrado recinto.

La negra figura paseó una mirada escrutadora en torno suyo, y durante algunos momentos permaneció inmóvil como suspensa o vacilante en la resolución que debiera adoptar. Súbito se dirigió con paso firme hacia donde se hallaba el mancebo. Sin duda acababa de divisarlo entre las tinieblas.

Jimeno entonces distinguió que era una beata la que se le acercaba, y procuró cubrirse el rostro todo lo más que pudo con el manto.

La beata se le aproximó, y le dijo:

-Dispensad, señor; no he venido antes porque la lluvia me lo ha impedido, y porque además he creído conveniente aguardar a que oscurezca un poco para que no me conozcan en la aldea.

Y con notable disimulo la vieja entregó un papel a Jimeno.

La beata, sin decir más palabra, se alejó rápidamente.

El trovador guardó cuidadosamente aquel billete, muy convencido de que en él se encerraba la solución del enigma que antes había llamado su atención y despertado su curiosidad.

En un minuto se agolpó a su mente todo un mundo de pensamientos, y la fiebre de la impaciencia le devoraba.

Su primer movimiento fue lanzarse fuera de la iglesia; pero luego reflexionó que debía dar tiempo a que la vieja se alejase.

Cuando le pareció que ya había trascurrido el tiempo necesario, salió del templo y se encaminó adonde le aguardaba su compañero. Apenas presentose en la puerta el trovador, cuando apareció Fortún, diciendo atropelladamente:

-El procurador ha vuelto a venir, y se ha repetido exactamente la misma escena que denantes te he referido.

-Ya lo sé todo.

-¿Le has visto quizás?

-¿En dónde?

-En la iglesia.

-¿Y qué piensas tú de todos estos misterios?

-Que son tales, y que, por lo tanto, no debemos empeñarnos en averiguar lo que no está a nuestro alcance. Lo único que me parece prudente es que al instante marchemos de aquí.

-Creo que tienes razón.

-Pues saca los caballos.

Fortún siguió el consejo de su amigo; éste por su parte no se atrevió a abrir el billete, temeroso de que por acaso Castiglione apareciese y pudiera apercibirse del quid pro quo que acababa de cometer la beata.

Los dos jóvenes cabalgaron y se dirigieron hacia la Encomienda. Cuando ya estaban muy próximos, Jimeno, que hasta entonces había guardado un tenaz silencio, dijo:

-¡Voto a Santiago! Con ese maldito encuentro nos hemos atortolado, y no he visitado al señor de Alconetar, a quien tengo muchos deseos y aun necesidad de ver.

-Mira, Jimeno, yo en tu lugar haría una cosa.

-¿El qué?

-¿Tienes ganas de sermón?

-¿Qué quieres decir?

-Que en cuanto entres en la bailía, don Lope de Haro te va a echar una severísima reprimenda.

-Maldita la gana que tengo de oír reconvenciones.

-Pues en ese caso, como ya va anocheciendo, puedes volverte y hablar con tu amigo sin gran riesgo de que te vean ni te conozcan.

Jimeno apenas pudo contener su alegría al ver cómo Fortún sencillamente secundaba sus intentos.

-Pues voy a seguir tu consejo, -dijo.

-Es lo mejor que puedes hacer.

-Lo malo es que tengo que regresar muy tarde.

-Repasata más o menos. De todas maneras no te has de escapar; conque así...

-Es cosa decidida, -interrumpió Jimeno-. ¡Me voy!

-El cielo te acompañe.

-Pues hasta luego, querido Fortún.

-Hasta después, Jimeno.

El poeta volvió riendas y partió al galope hacia la aldea.

Cuando se hubo alejado un buen trecho, volvió la cara y se convenció de que Fortún había ya entrado en la bailía.

Seguro de no ser visto, y dando un pequeño rodeo, clavó los acicates al noble bruto, que se lanzó a una frenética carrera por el camino de Jaraicejo.