Los Templarios - I: 32

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Capítulo XXXII - Consejos paternales[editar]

En vano Gómez de Lara había intentado ayer averiguar el paradero de Elvira. La pasión que aquella hermosa joven lo había inspirado, pertenecía al número de esos afectos profundos como el primer amor, y como él, inmortales. Así, pues, la imagen de su amada se aparecía por todas partes al gallardo y afligido mancebo. La súbita desaparición de Elvira y de su madre habían herido vivamente la imaginación del señor de Alconetar. Pero lo que más le atormentaba era el recuerdo de aquella conversación mortífera, que había sorprendido en la fuente a las dos zagalas. Toda la aflicción que envenenaba su alma había tomado origen del funesto diálogo de las aldeanas, según el cual, Elvira, no sólo tenía otro amante, sino que también se hallaba encinta. ¡Cuán rudo golpe había sido éste para un amor tan puro, tan desinteresado, tan grande como el que ardía en el corazón del gallardo Lara!

El amor reviste siempre al objeto de su adoración con el espléndido manto de todas las perfecciones. El alma se esfuerza y se complace en prodigar estos dones de su propio tesoro, como si de esta manera quisiese justificar su adhesión sin límites hacia el objeto amado. Así es que don Guillén, después de haber apurado hasta la última gota de la ponzoña de sus horribles celos, había comenzado a dudar de la verdad de aquellas noticias, que como saetas envenenadas habían herido de muerte al cándido y refulgente coro de sus lozanas y bellas ilusiones. Y ciertamente que se necesitaba tener muy poco amor o mucha credulidad para dar asenso a aquellas hablillas, que podían no ser otra cosa que ruines malicias del vulgo. Don Guillén se aferró a este pensamiento con el mismo ardor que nos asimos siempre al último hilo de la esperanza.

Pero por más que estos pensamientos endulzasen en algún tanto la amargura de su corazón, don Guillén guardaba la más absoluta reserva para con sus amigos. Continuamente se hallaba combatido de los más encontrados sentimientos. Unas veces imaginaba que algún día tal vez pudiera encontrar a Elvira amante y pura, como soñara su deseo. Otras veces se afligía y se desesperaba al sospechar que sus celos podían no ser infundados; celos que, aun cuando no los creyese probables, le mortificaban horriblemente, que hay cosas que basta sólo el pensarlas para emponzoñar toda una existencia. En el estado en que se hallaba don Guillén, necesitaba de impresiones fuertes, de pensamientos profundos y de realizaciones magníficas. Sólo así aquel espíritu ambicioso y cruelmente contrariado podía soportar el triste privilegio de viviente. El señor de Alconetar era una organización maravillosa bajo muchos conceptos. Sus pasiones eran un torrente impetuoso; el atrevimiento, la sublimidad de sus ideas sorprendía, o mejor dicho, espantaba, aun a los más audaces, y como hombre de ciencia, en todos tiempos habría sido una maravilla; pero en aquella época era hasta un anacronismo. Ni su amigo Álvaro, ni el inspirado trovador, ni el mismo Gil Antúnez, con haber sido su maestro, ni el médico Isaac, dotado de astucia diabólica, nadie, nadie como el mismo don Guillén, había penetrado tan profundamente en los senos misteriosos de su alma fuerte, ansiosa, grande, pero con cierta grandeza de Luzbel. El señor de Alconetar se conocía, y con prodigioso instinto adivinaba que dentro de su pecho fermentaba una fuerza inmensa, un fuego sombrío, cuyas azules y sulfurosas llamas debía aclarar y consumir al aire libre de mil y mil acontecimientos, que gastasen algún tanto aquella vitalidad calenturienta.

Lara comprendía muy bien que, a la par que en su alma ardían aspiraciones las más sublimes, se ocultaba también el vigoroso germen de crímenes sin cuento, y por lo tanto deseaba que los viajes, las emociones placenteras, la actividad práctica de la vida, le sirviesen de solaz, de ocupación y aun de cansancio. Tales eran los pensamientos del joven, cuando se hubo quedado solo en su estancia, después de la importante conferencia que tuvieron los tres amigos, y que ya hemos relatado. Al día siguiente levantose Jimeno muy de mañana y despidiose de don Guillén y Álvaro, prometiendo volver muy en breve para emprender el proyectado viaje. El trovador encaminose a Jaraicejo, y fue introducido por el fiel Millán en la casa paterna. Don Gonzalo Pérez Sarmiento se hallaba ya completamente restablecido de su salud, si bien a la sazón aún estaba en el lecho. El amante de Amalia iba decidido a manifestar padre sus proyectos, que ciertamente no admitían dilación en ejecutarse; pero el triste Jimeno padecía muy cruelmente, combatido como se hallaba por los más encontrados sentimientos. De una parte el amor filial le impulsaba a permanecer en España, gozando de la compañía de su padre. Otras veces un afán vago, un instinto viajero, una inquietud irresistible y que suele ser muy frecuente en los años de la juventud, levantaban en su corazón vehementísimos deseos de visitar y recorrer otras regiones.

Pero la consideración que en su ánimo era decisiva y que le movía a partir sin dilación alguna y a desear tener las alas del céfiro, era el amor ardiente que le había inspirado la encantadora Amalia Molay. Jimeno se encontraba ahora en un estado de excitación tan difícil de explicar como fácil de comprender. Al mismo tiempo que había conocido a la mujer que se había enseñoreado de su alma, había encontrado a su anciano padre; es decir, que los más poderosos resortes de la vida le habían salido al encuentro en un instante mismo. No obstante, Jimeno se creía afortunado. La noche en que la encantadora Amalia llegó a la Encomienda, el triste trovador se lamentaba de su suerte, porque, oscuro y pobre, comprendía que nunca podía llegar a ser digno de que en él fijase los ojos la hermosa y opulenta sobrina del maestre general de la poderosa orden de los Templarios. Afortunadamente Jimeno había resucitado a la esperanza, como que ahora podía presentarse como hijo de tina de las casas más ilustres de España. Ahora bien, fácilmente se comprenderá el vivo anhelo del trovador por encontrar a la hermosísima francesa. Y como Jimeno sabía que Amalia y su padre se encaminaban a Tierra Santa con el objeto de visitar a Mr. Jacques Molay, deseaba ansiosamente poner en práctica el viaje proyectado por don Guillén Gómez de Lara.

Largo tiempo permaneció el trovador completamente indeciso, sin atreverse a manifestar a su padre los deseos que allí le habían conducido. Al fin la esperanza de alcanzar cuanto antes a la señora de sus pensamientos se sobrepuso a todas las demás consideraciones.

-¡Oh! -decía para sí-, ¡qué felicidad! ¡Si pudiera encontrarla en el camino! ¡Si la fortuna quisiese hacer que juntos, en una misma nave, atravesásemos el mar y llegásemos a Jerusalén!... Sí, sí. ¿Hay cosa más fácil? Toda la dificultad consiste en que nosotros apresuremos, sin perder un minuto, nuestra partida.

Entretanto el viejo don Gonzalo Pérez Sarmiento contemplaba a su hijo con una expresión melancólica y dulce y a la vez gozosa. Diríase que el buen anciano se complacía mirando la varonil belleza de su amado Jimeno. ¿Quién podrá pintar la expresión casi divina y sublimemente cariñosa de un anciano, que se recrea en contemplar a un joven virtuoso, valiente, discreto y gallardo, y al cual con efusión inexplicable puede prodigar el dulce nombre de hijo? Ya se disponía el trovador a romper el silencio, cuando don Gonzalo se adelantó a decir:

-Y el comendador Guzmán, ¿ha vuelto ya a la bailía?

-No, señor.

-¿Y no se ha sabido nada de los caballeros que marcharon a Tarifa? Según me dijiste días pasados, parece que en Alconetar quedaron muy pocos Templarios.

-Todo lo que hemos sabido es que los pocos que han quedado saldrán un día de estos en compañía de los caballeros que han de venir de las casas de Jerez y Nertobriga. Según se susurra van a reunirse con el comendador Guzmán, que se encuentra en Alcalá de Henares.

-¿Tal vez el rey intentará alguna expedición?

-Es muy posible; aunque, según las noticias que corren, parece que el rey está enfermo.

-¿Y dejarán desamparada la bailía de Alconetar?

-Dícese que se quedará don Lope de Haro con algunos armigueros.

-Supongo que tú serás del número de los que se quedan.

Jimeno suspiró.

Efectivamente, el armiguero se afligía al pensar que era muy fácil que don Lope de Haro le mandase marchar a reunirse con su señor en Alcalá de Henares, y precisamente esta consideración era la que más lo estimulaba a procurar cuanto antes sustraerse a la dependencia en que le colocaba su condición de armigazo.

-¿Crees, -preguntó don Gonzalo-, que te obligarán a partir a Alcalá de Henares?

-Lo creo muy posible, o por mejor decir, estoy seguro de ello.

-Ciertamente, hijo mío, que me sería muy doloroso que tuvieses necesidad de ausentarte.

Jimeno creyó que había llegado la hora de manifestar a su padre con franqueza todos sus proyectos; pero al fin se detuvo, porque temblaba a la idea de afligir al buen anciano con la noticia de un tan prolongado viaje, como el que deseaba emprender. Afortunadamente el joven salió de este apuro cuando menos lo esperaba, supuesto que don Gonzalo, después de algunos momentos de reflexión profunda, añadió:

-Se me ocurre que, en atención a que de todas maneras es necesario que te ausentes, sería lo mejor que abandonases el servicio de la orden y partieses al punto a buscar el tesoro de que ya te he hablado en diversas ocasiones.

El trovador no pudo contener un movimiento de júbilo.

-Señor, -dijo-, estoy dispuesto a seguir en todo vuestros mandatos.

-Sí, Jimeno, eso es lo mejor. Estoy ya impaciente por saber si son ciertas las riquezas prometidas en los tales manuscritos.

Y así diciendo, don Gonzalo señalaba al sitio en que el lector sabe estaban ocultos los importantes papeles, que con tanto empeño había pretendido poseer Castiglione.

En seguida padre e hijo tuvieron una larga conferencia, en la cual trataron de muchas cosas asaz importantes para el porvenir de nuestro joven armiguero. Igualmente convinieron ambos en que sin dilación alguna Jimeno se encaminase al reino de Granada, en cuyas sierras estaba o debía estar oculto el tantas veces referido tesoro. Por su parte, Jimeno se hallaba a la sazón tan confuso como gozoso. Alegre, porque se imaginaba que acaso ya le sería muy fácil verificar su viaje sin oposición alguna. Confuso, porque no sabía qué hacer, si manifestar a su padre explícitamente y en aquella misma hora todos los pensamientos que abrigaba, o si aguardar otra más favorable ocasión, ya al volver de Granada, o ya escribiéndole su resolución desde allí mismo. En cualquiera de estos casos contaba siempre con que pudiera servirlo de mucho para decidir a su padre la mediación del misterioso Templario, y aun, si necesario fuese, la intervención del poderoso señor don Guillén Gómez de Lara.

Embebido en tales reflexiones, Jimeno resolvió por último guardar por entonces silencio, fiando al tiempo y a las circunstancias que le aconsejasen definitivamente. El trovador, ya por respeto, ya por no afligirle, experimentaba cierta repugnancia en mostrar a don Gonzalo la amorosa herida que en su corazón abriera la gentil Amalia. En resolución diremos que, aprobada por don Gonzalo la partida de su hijo, tuvo lugar una escena muy tierna o interesante, y que a fuer de narradores concienzudos no nos atreveremos a pasarla por alto, por más que nos estén llamando a toda prisa los muchos y graves acaecimientos de esta verídica historia. Antes de partir Jimeno, el buen padre le asió por la mano y le hizo sentarse junto a la cabecera de su lecho.

Luego, fijando en el mancebo una tiernísima mirada, con apacible gesto y reposada voz, le dijo:

-Oye, hijo mío, los consejos que voy a darte, y guárdalos en tu corazón como el fundamento sólido de una vida inocente. Todos los días de tu vida piensa en Dios y tiembla de faltar a sus preceptos.

Da limosna, según tu haber, y nunca vuelvas la espalda al desvalido y pobre, para que Dios tampoco te rechace. Si tienes mucha hacienda, da con liberalidad; si poca, también muéstrate compasivo y generoso. Nunca seas mezquino.

Huye de las malas compañías, que el que con lobos anda, a aullar se enseña. Odia al crimen y compadece al criminal. Consuela al triste y enseña al ignorante, y así Dios bendecirá tu entendimiento.

Jamás des cabida en tu ánimo a la soberbia. Procura ser digno sin orgullo y afable sin bajeza. Ama en cada hombre a un hermano, y respeta en ti y en los demás la imagen de Dios. Estima la honra y la buena fama, mientras que no estén reñidas con la virtud. Nunca por temor humano dejes de hacer el bien, y aun cuando te murmuren fíate más de la aprobación de tu conciencia que de las alabanzas de los hombres.

Sé fiel a tu palabra, y cumple tus contratos sin necesidad de escritura ni firma.

Dobla la rodilla delante del virtuoso y del sabio; pero nunca te humilles ante el soberbio y el poderoso.

Se ha dicho: «Piensa mal y acertarás». Esto es de ánimos viles. Nunca pienses mal de nadie sin graves indicios, que también es virtud la prudencia.

En las grandes adversidades pon toda tu confianza en Dios, que nunca desampara al que de veras le invoca.

Jamás pierdas la fe y la esperanza, áncoras del alma y hermanas cariñosas de la caridad. Ruégale a Dios que siempre tu corazón crea y espere, porque el día en que nada esperes ni creas, será para ti día de luto.

Sé cauto como la serpiente y sencillo como la paloma; pero inclínate más al candor, que un corazón sencillo tiene más quilates de verdadera sabiduría, que las cavilaciones del astuto que peca de malicioso.

No seas perezoso ni indolente, porque Dios ha encerrado un gran tesoro en el trabajo. No desperdicies el tiempo, porque después de la virtud, nada poseen los hombres que más valga.

Procura aprender cuanto más pudieres, que las ciencias son las alas del entendimiento y el reclamo de las acciones ilustres; y si te guiare una intención recta, cuanto más supieres, tanto más serás modesto y virtuoso. Solamente los ignorantes se hinchan con un poco de ciencia.

Huye de las vanas disputas que, como el vino, perturban el ánimo y, como la calumnia, atraen enemistades.

Débante los ancianos consideración y respeto, y hallen en ti los jóvenes candor, cortesía, agrado, y sobre todo, buen ejemplo.

Elige tus amigos con discreción y consérvalos con la buena correspondencia. Alábalos cuando estén ausentes, y cuando hablares con ellos muéstrales sinceridad y franqueza. Más vale que alguna vez cedas en tu dictamen o en tu derecho, antes que, por ligera ocasión, pierdas un buen amigo.

Al llegar aquí, don Gonzalo suspiró profundamente. Sin duda recordó que muchas veces toda la sabiduría humana es impotente para conocer a los malvados y librarse de sus maquinaciones.

El buen anciano continuó:

-Usa templanza en la comida, y en la bebida, y gozarás salud robusta. No te entregues a la gula, madre de las enfermedades y de otros muchos vicios feos y escandalosos. El hombre debe comer para vivir, no vivir para comer.

Sean tus vestidos limpios, honestos y conformes al cargo que tuvieres. Nunca te singularices en las ropas ni en vanos adornos, pues los que en esto buscan el señalarse, además de ánimo trivial y mujeril, muestran que no son aptos para hacerse notables por otros motivos más nobles y elevados. Desecha de tus vestidos el oro y la plata. En cumpliendo con el decoro, todo lo superfluo se le roba a los pobres.

Y ya que Dios te ha concedido ingenio para hacer trovas, canta enhorabuena tus amores, tus penas, tus alegrías; pinta los prados, los mares, el sol, las estrellas, los misterios del corazón humano, las ansiedades del entendimiento, el triunfo de la virtud, la vergüenza del crimen, las hazañas de los héroes; pero nunca adules a nadie. Apolo y las Musas se sonrojan de la bajeza y retiran sus sonrisas de los pechos viles. Cuando pulses el laúd, mira más alto que el cielo, pues la poesía es como un águila, que sólo ostenta la majestad de su plumaje y de su vuelo en las alturas. No por esto digo que estés enojado con las risas y las gracias, que son galas de la discreción, pues los chistes y donaires nunca asientan sobre ingenios torpes. Ensáñate contra los vicios y nunca satirices a las personas, que el oficio de murmurador es infame y peligroso.

Si estos consejos guardas, yo te aseguro, hijo mío, que vivirás honrado y de todos querido, que tus palabras serán acatadas como un oráculo, y que en torno tuyo se respirará una atmósfera de veneración, de pureza y de sabiduría. Te respetarán tu esposa y tus hijos, y cuando atravieses las calles, dirán las gentes señalándote con el dedo: «Ved ahí un hombre virtuoso y sabio. ¡Ojalá que algún día le imiten nuestros hijos!»

Y si por acaso la envidia y la injusticia de los hombres te disparan sus ponzoñosos dardos, no por eso desmayes, querido Jimeno, que la virtud y la verdad no han menester más que a sí mismas para que sean estimadas sobre todas las cosas, porque sería vileza aguardar de ellas la reputación por paga. Semejantes a los que sirven a los príncipes por la esperanza de premios y honores son los que obran el bien llevados de miras mundanas. Ellos no sirven sino al demonio del interés, origen de la falsa virtud, de la sabiduría falsa y verdadera fuente de todos los crímenes.

Atentamente estuvo escuchando el joven las discretas razones del anciano, y no pudo menos de admirar la bella índole y la profunda ciencia del que le había dado el ser.

-Querido padre, -dijo-; yo os prometo guardar en mi memoria todos vuestros sabios consejos y esforzarme por practicarlos.

En seguida Jimeno, por orden de su padre, sacó los manuscritos del lugar en que se hallaban ocultos.

-¡Cuánto siento, -dijo el trovador-, no despedirme del misterioso caballero, que tantos beneficios nos ha dispensado!

-Efectivamente que es sensible; pero no sabemos a punto fijo cuándo volverá.

-¿Y quién es? ¡Tengo tantos deseos de saberlo!

-Es un secreto que no me pertenece. Algún día lo sabrás, hijo mío.

Jimeno suspiró e hizo un gesto de resignación.

-Abrázame, hijo de mi alma, y nunca te olvides de tu amoroso padre, que por momentos queda aguardando tu vuelta. ¿No es verdad que volverás pronto?

-Os juro volver todo lo más pronto que me sea posible, -dijo el joven poniéndose encendido y bajando los ojos.

El mancebo y el anciano se dieron un estrecho abrazo, y ambos lloraban.

Al fin don Gonzalo dijo:

-Llueva sobre ti, amado hijo mío, el rocío saludable que esparce el Señor sobre sus escogidos.

Y en seguida el venerable anciano echó su bendición al joven, que partió sin pérdida de tiempo.