Los Templarios - I: 31

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Capítulo XXXI - Que trata de muchas y grandes cosas[editar]

La noche estaba tempestuosa. El huracán bramaba en la selva y la lluvia caía a torrentes. Al pálido fulgor de los relámpagos podían distinguirse los ennegrecidos muros de una alquería situada entre un bosque de encinas. De repente se oyeron las pisadas de un caballo, y casi al mismo tiempo apareció una luz en una ventana baja. Aproximose el recién llegado y cambió estas palabras:

-¿Fidela?

-¡Señor!

-Abre.

-Voy al punto.

Entretanto el caballero echó pie a tierra.

Algunos minutos después se abrió la puerta de la alquería y apareció una mujer con el índice sobre los labios, como recomendando la precaución y el silencio. Iba el caballero vestido de modo que parecía un espectro envuelto en un sudario. Llevaba el manto blanco que usaban los caballeros del Templo.

El recién llegado entró su caballo en el portal, o para ponerlo a cubierto de aquella deshecha tormenta, o para evitar que a ningún peón le diesen tentaciones de convertirse en jinete.

Luego que la mujer hubo cerrado la puerta, condujo al caballero, que la siguió andando de puntillas. Ambos penetraron en la estancia del piso bajo, que hemos dicho tenía una ventana que daba al campo. El aposento estaba amueblado con extremada sencillez, si bien se echaba de ver cierto lujo que, aun cuando rigorosamente no pudiera llamarse tal, conocíase, sin embargo, que en la alquería habitaban gentes que de seguro no eran pobres o modestos arrendadores. A lo largo de las paredes había suntuosos escaños forrados con ricas telas. Veíase igualmente una chimenea con encajes góticos, y en medio de la cual ardía media encina. En el testero de enfrente veíase una cuna de madera preciosa con embutidos de marfil y oro. La cuna estaba cubierta con una especie de colcha de seda negra.

Nuestros personajes tomaron asiento el uno enfrente del otro, en dos sitiales que estaban a los lados de la chimenea. El caballero, fijó en su interlocutora los ojos con expresión a la vez triste e iracunda.

-¿Y a qué circunstancias, señor, se debe el que hayáis anticipado vuestra venida? -preguntó doña Fidela.

-¿No sabes nada?

-Hace dos días os envié una carta con Mendo en que os anunciaba, que Matilde estaba muy malita. Supongo que recibisteis mi aviso, porque el mensajero me dio señas nada equívocas, anunciándome además vuestra venida para mañana. Y al ver que esta noche habéis venido, aun cuando hubiese tenido alguna desconfianza, ya no me sería permitido dudar de Mendo, a quien juzgo muy digno de nuestra estimación.

-¡Oh! No te fíes de nadie, -dijo el caballero levantándose y cerrando la ventana.

-¿Acaso creéis que Mendo?...

-Si he de hablarte con franqueza, no me gusta mucho.

-Como es vuestro arrendador...

-Su padre era un excelente hombre, y más de una vez prestó importantes servicios a mi familia; pero respecto a su hijo, no tengo datos para juzgarle ni bien ni mal... En fin, vamos a otra cosa.

-Decid, señor.

-¿Tú crees que ellos no se ven con frecuencia?

-Me atrevería a jurar que desde que estamos aquí no se han visto.

-Pues yo me atrevo a jurar lo contrario.

-Señor, me parece que os equivocáis.

-Fidela, te engañan miserablemente.

-Yo no adivino cómo ni por dónde puedan verse. Constantemente estoy alerta, ya lo habéis visto esta noche; apenas sonaron las pisadas de vuestro caballo, os reconocí y salí a abriros. Ni de día ni de noche dejo de espiar todos, sus pasos; en fin, señor, perdonadme, pero me parece un imposible, una locura, lo que decís.

-Y sin embargo, nada hay más cierto.

Doña Fidela miró con grande extrañeza al caballero.

-Señor, -dijo-, me parece imposible de todo punto.

-Yo lo creo de todo punto cierto. Por más que la vigiles, al fin tú no eres de bronce, por fuerza algunas horas tienes que dedicarlas al descanso y al sueño, y entretanto... Nada hay más verdadero que aquello de «no puede ser guardar una mujer».

-Pero ¿por dónde es posible que se vean, por dónde? La llave de la puerta la guardo yo debajo de mi almohada; por el balcón es más imposible todavía, porque yo duermo junto a él...

-Tal vez Mendo les ayude.

-¡Imposible! ¡Imposible!

-Es inútil que nos cansemos en averiguar por dónde se ven; nos basta y sobra con saber que es verdad.

-Pero ¿insistís?..

-Toma y lee.

El caballero sacó un papel que entregó a doña Fidela.

En seguida el Templario levantose, y aproximándose a la puerta se asomó con precaución a las galerías y al patio de la quinta, y después de pasear por todas partes una mirada escrutadora, muy satisfecho de su examen, se volvió al aposento.

La anciana leyó:

«Inolvidable Rafael: Cada día se me hace más pesada la esclavitud en que vivo, y por último estoy resuelta a seguir tus consejos. Adonde tú me lleves, te seguiré con alegría, y allí viviré llena de júbilo, supuesto que jamás encontraremos obstáculos para nuestro amor. -Te aguarda impaciente la que jamás te olvida».

Doña Fidela se quedó más pálida que la muerte cuando hubo leído la epístola interceptada. El Templario miraba a la triste señora con aire de reconvención, a la vez que con aflicción profunda.

-Y ahora, ¿qué dices?

-Señor... Me parece un sueño.

-¿No reconoces su letra?

-Efectivamente es suya... ¡Oh! Pero yo no comprendo cómo su naturaleza se ha cambiado en tales términos... ¡Qué afrenta, Dios mío! ¡Un amor tan impuro hacia un hombre tan odioso!... Y además señor, vos lo sabéis. ¡Qué crimen tan nefario!

La triste señora comenzó a llorar amargamente.

El misterioso personaje, es decir, el Templario, a pesar de su incomprensible energía de carácter, no pudo menos de acompañar con sus lágrimas el dolor inmenso de la desolada Fidela.

-¡Oh! -exclamó al fin la triste madre-. Tal vez no sea cierto; quiero creerlo así... ¿Cómo ha podido ella enviarle esta carta? ¿Cómo este papel ha llegado a vuestras manos?... Creeré primero que han falsificado su letra...

Esta reflexión pareció impresionar bastante al Templario. Conociolo doña Fidela, y se aferró a este pensamiento, como el náufrago se aferra a la tabla que le ofrece alguna esperanza de salvación.

-No, no, -dijo el Templario por último-. Ni ese consuelo nos queda. ¿Para qué engañarnos?...

-¡Pero aquí no viene nadie!... Y Mendo, estoy segura de que no ha sido el portador de esa carta. ¡Decid! ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?

-Por una casualidad.

El Templario refirió a Fidela cómo el trovador le había llevado aquella carta a Jaraicejo.

-Desgraciadamente, -añadió-, no estaba yo allí cuando llegó el armiguero, por lo que éste entregó la carta al fiel Millán, encargándole mucho que al dármela no dejase de decirme que aquel billete se lo habían entregado a él, tomándolo por Rafael Matías Castiglione. Millán me dijo también que esta feliz equivocación había tenido lugar en la iglesia de Nuestra Señora de la Luz.

-¡En Alconetar! -interrumpió vivamente la madre de Elvira.

-Justamente.

-¿Y no sabéis quién fue la persona que le entregó la carta al armiguero?

-Lo ignoro.

Y así era la verdad, por más que la anciana lo dudase o lo sintiese, que duda y pena a la vez se leía en la mirada investigadora que clavó en el Templario. Cuando el trovador llegó a Jaraicejo, después de ser reconocido por el viejo Millán, fuele franqueada la puerta de la misteriosa casa, y no hallándose en ella el Templario, se afligió sobremanera no sabiendo en dónde encontrarlo. Millán le aseguró que había prometido volver al día siguiente, en vista de lo cual, Jimeno, deseoso de volverse cuanto antes a la Encomienda, dio su encargo al viejo servidor, y sin más ausentose después de haber sabido que su padre se hallaba muy aliviado, y que a la sazón dormía profundamente. De este cúmulo de circunstancias resultó que, no habiendo el Templario hablado con Jimeno, por creer bastantes para su intento las noticias que le diera Millán, en el caso presente el caballero ignoraba muchos pormenores respecto a la manera cómo había sido interceptada la carta.

-Sí, sí... ¡Ella ha sido! -exclamó Fidela-. ¡No ha podido ser otra! ¡Ahora se abren mis ojos!

-¿De quién hablas?

-De una infame vieja que indudablemente ha sido la que ha convertido el ángel en demonio, la que ha infundido en el pecho de Elvira el soplo infecto de la corrupción. ¡Maldita Plácida!

-¡Ah! ¿Esa es la sirvienta que tomasteis en la villa de Alconetar?

-Sí, señor. Esa endiablada mujer logró seducirme, porque tiene todas las apariencias de una santa.

El Templario permaneció algún tiempo sumido en la más honda meditación y con la cabeza inclinada sobre el pecho. Cuando levantó el rostro, las lágrimas corrían por sus mejillas.

-¡Oh, querida Fidela! -exclamó con voz tristísima-. El cielo no se ha cansado todavía de perseguirnos. Tú eres una criatura celestial, caritativa, y fiel hasta el extremo de que tu nombre es la expresión verdadera de tu alma generosa. Y sin embargo, ¡cuántas aflicciones han caído sobre ti! Has visto a una de tus hijas esposa de un ladrón; por complacerme te has separado de tu esposo; por serme fiel has sido capaz de los más heroicos sacrificios... ¡Ah! Mil reinos que tuviera no bastarían a recompensar tu adhesión y tus virtudes.

-Señor, no me destrocéis el corazón con vuestras bondadosas palabras, cuando merezco las más severas reconvenciones... ¡No me habléis así!

-No, Fidela, no. ¿Qué culpa tienes tú de las desgracias que nos han sobrevenido? ¿Qué fuerzas tienes tú, pobre mujer, contra lo que el hado o la Providencia dispone? Tú sabes que un destino cruel me ha empujado a un abismo, del cual ¡ay! no me es ya posible salir. Tú sabes que mis desgracias han sido tan espantosas, que han trasformado mi naturaleza hasta el extremo en que me ves, cubriéndome con un hábito tan ajeno de mi decoro; mis infortunios han sido tan inmensos, que han levantado en mi espíritu fuerzas que largo tiempo estuvieron adormecidas; mi índole y mi condición se han trocado hasta un punto que jamás hubiera creído... ¡Ay! La timidez se cambió en valor, la virtud en crimen, la alegría en desesperación, la caridad en deseo ardiente de venganza... Y tú también, Fidela, tú también sabes que no ha sido todo por mi culpa... ¡Hubo un tiempo tan dichoso para mí! ¡Vivía tan inocente!... ¡Ah! ¿Qué crimen, Dios mío, qué crimen había yo cometido para caer tan bajo, para sufrir tamañas desventuras?

El rostro del Templario en aquel momento expresaba tan amarga tristeza, desesperación tan grande, tan intenso dolor, que hubiera conmovido a un corazón de diamante. El Templario y doña Fidela continuaron largo rato sumergidos en un doloroso silencio.

-Ahora, -dijo súbitamente el caballero-, ahora es preciso pensar en poner un dique a tantos desórdenes. A todo trance es necesario evitar que esa mala hembra satisfaga sus caprichos vergonzosos, sus deseos criminales.

-¿Y qué haremos en este caso?

-Partir inmediatamente de esta alquería.

-¿Y adónde iremos?

El Templario reflexionó profundamente.

-Si los Estados de mi hermano estuviesen menos distantes, exigiríamos de él auxilio; pero...

-¿No posee también algunos pueblos y castillos en esta comarca?

-Sí; pero sería imposible hacerse obedecer sin que precediesen órdenes de mi hermano.

-Pudierais...

-Jamás, Fidela, jamás, -repuso vivamente el Templario, que sin duda había adivinado el pensamiento de la dama-. Nunca, -continuó-, nunca me descubriré... sobre todo a los vasallos de mi hermano.

-¿Pues él no sabe?...

-Únicamente que vivo; lo demás lo ignora, y puede que acaso jamás llegue a saberlo.

-En ese caso, -dijo doña Fidela-, ¿qué haremos?

-Tu esposo puede sacarnos del apuro.

-¡Mi esposo! ¿He oído bien?

-Es el único que puede salvarnos, supuesto que para ello se necesita extremada celeridad.

¿Y cómo?

-Yo lo arreglaré todo.

-Tened en cuenta, señor, que pueden arrebatarla, que ese hombre es valiente y poderoso, y que para contrarrestar sus planes acaso necesitaremos valernos de algunos hombres de armas.

-Esa es la gran dificultad y la razón por que siento no estar cerca de mi hermano; pero en fin, ya te he dicho que todo se arreglará. La cuestión aquí es no perder tiempo, pues que ya a estas horas Castiglione puede haber descubierto que su carta ha sido interceptada, y es muy probable que intente arrebatar a Elvira, ¿quién sabe? acaso esta misma noche.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

-No te aflijas; yo estaré aquí mañana a estas mismas horas, y me seguirá una escolta capaz de resistir a un ejército. Mi designio al venir esta noche ha sido únicamente avisarte de lo que se trama, para que vivas alerta y prepares a Elvira, a fin de que mañana estéis dispuestas a abandonar esta alquería.

-¿Y si entretanto ese hombre odioso?... ¡Ah! ¿Quién había de creer que Elvira había de cambiar de esta manera?

El Templario suspiró.

-Si te parece, Fidela, puedes hacerle una revelación. Dile todo el horrible misterio que hace que la llama de ese amor sea una llama del infierno.

-¡De veras, señor! ¿Os parece bien que se lo descubra todo?

-¡Todo!

-¿Y qué adelantaremos?

-Mira, Fidela, si después de saber ella una verdad tan terrible continúa en su ceguedad, diré que Elvira no es una mujer, sino un demonio que ha tomado una figura encantadora e inocente, como ella era, o por mejor decir, como ella parecía en sus primeros años.

-Mucho me temo...

-No, no, Fidela. No la ultrajes hasta ese punto. Yo no puedo creer que su alma esté tan corrompida. Estoy seguro de que ella se horrorizará, no de su crimen, sino de su desgracia.

-¡Oh, señor! Elvira es una mujer singular. Toma todas las formas, y aparece a mis ojos con tantos colores como el arco iris, como una serpiente que a los rayos del sol se desliza rápida entre la verde hierba. Ella es un arpa que despide todos los tonos, mil encontradas melodías; es un instrumento misterioso, una voz del infierno y maravillosamente flexible, que ora entona melancólicas y dulces endechas, ora un canto de alegría, ya un himno triunfal, ya los salmos de los muertos. Os aseguro, señor, que me aterra, que me espanta, que me confunde esta mujer. Algunas veces me sonríe tan dulcemente, me dice «madre» con una voz tan cariñosa, que, os lo digo con franqueza, me hace derramar lágrimas de ternura, y me conmueve de tal manera, que sería capaz de perdonarle los crímenes más atroces, las injurias más crueles. ¡Yo la quiero tanto!

-¡Cuán desgraciados hemos sido! ¿Por qué ha querido Dios castigarnos tan cruelmente? Elvira desde pequeña ha sido un ser incomprensible.

-Verdaderamente incomprensible. Después de sus efusiones cariñosas y dignas del más acendrado amor filial, pasa de pronto a los más extraños accesos de furor, de ingratitud y hasta desprecio hacia esta pobre anciana, que daría por ella mil vidas que tuviera, y que por alimentarla, vestirla y satisfacer todos sus deseos razonables, sería capaz de recorrer el mundo del uno al otro confín, pidiendo una limosna por amor de Dios, para probarle mi amor a ella. Y sin embargo, Elvira no me ha querido nunca, porque la creo incapaz de amar a nadie de corazón. Pero de algún tiempo a esta parte, su indiferencia se ha trocado en aborrecimiento. ¡Oh! ¡Estoy segura de que me aborrece!

Y esto diciendo, la afligida señora comenzó a llorar con el más amargo desconsuelo.

Después añadió:

-Y lo que más me mortifica es la desigualdad de su carácter. Yo no puedo concebir cómo, en un instante, de la dulzura más angelical pasa a los arrebatos más frenéticos de ira y desesperación. ¡Oh, señor! Si yo continúo mucho tiempo a su lado, estoy segura de que voy a volverme loca.

Y doña Fidela, con ademán a la vez extraviado y dolorido, se golpeaba la frente, diciendo:

-¿Quién me lo había de decir? Ella ha burlado toda mi vigilancia y se ha echado a cierraojos en brazos de la deshonra. ¡Qué horror! ¡Qué horror? ¡Qué horror!

Triste espectáculo en verdad presentaba la infeliz anciana.

El Templario la miraba con aire triste y sombrío a la par que con profunda compasión.

Súbito oyose un ligero rumor hacia la puerta.

El caballero y la dama se miraron sorprendidos.

-¿En dónde está Elvira? -preguntó el caballero poniéndose en pie de un salto.

-Cuando vos llegasteis estaba durmiendo.

-¿Me habrá oído tal vez?

-¿Quién sabe?

El Templario se dirigió a la puerta, salió a la galería y examinó cuidadosamente aquel recinto, un olvidar el patio; pero nada oyó, a nadie vio. Sólo observó que el cielo permanecía encapotado con negras nubes que cada vez más se iban condensando. La lluvia se había disminuido, el viento había aflojado algún tanto; pero nuevas ráfagas comenzaban a empujar las nubes que volaban antecogidas por el huracán, como los pueblos huían despavoridos del látigo de Atila. Los truenos sonaban lejanos, los relámpagos lucían débilmente, la tempestad se había detenido; pero no había pasado. El caballero tornose al aposento, muy convencido de que nadie había podido escuchar su conversación con doña Fidela, y que el viento había sido la causa del ruido que habían hecho las hojas de la puerta.

-¿No habéis visto a nadie?

-No.

-Es posible que Elvira continúe durmiendo.

-Sin embargo, los truenos han podido despertarla. ¿No hay nadie más en la quinta?

-Esta noche estamos solas.

-¿Cómo así?

-Mendo ha ido a Cáceres a comprar provisiones.

-¡Hum! ¡Hum! -murmuró el Templario-. Te aseguro que ese maldito Mendo me da muy mala espina... Afortunadamente mañana dejáis esta vivienda... Tenlo todo preparado...

-¡Oh! Elvira me va a querer sacar los ojos cuando le dé esa noticia.

-Arréglate como mejor puedas, y redobla tu vigilancia, por si acaso proyectasen alguna intentona durante el breve plazo que nos queda.

-Ved, señor, ved qué madre tan desnaturalizada. En la carta que ha escrito a su odioso amante ni le dice una palabra siquiera respecto a su hija... Venid, señor, y estremeceos, porque es horrible lo que vais a ver.

Esto diciendo, doña Fidela tomó la lamparilla que había dejado sobre la mesa, y condujo al caballero al extremo de la estancia en que hemos dicho había una cuna.

Fidela levantó la negra tela, y aproximando la luz, dijo al Templario:

-¡Mirad!

La cuna era más bien un sepulcro.

-Ni una lágrima, señor, ha derramado Elvira. Ella duerme tranquilamente, mientras que su hija reposa por la última vez en esta cuna, en que yo tantas noches he arrullado el sueño de la inocencia. ¡Pobre Matilde!

El Templario permaneció largo rato con los ojos fijos sobre la encantadora criatura, que parecía dormida. La muerte, que había segado sin temblar aquella flor delicada, no había podido grabar su asqueroso sello en aquellas facciones infantiles. ¡Pobre niña! Su rubia y rizada cabellera caía como un vellocino de oro sobre su cuello de cisne, y su boca entreabierta parecía sonreír a los ángeles que le brindaban su eterna compañía en las alturas del cielo.

Los ojos del Templario estaban inmóviles y vidriosos, su tez lívida y su rostro desfigurado con horribles visajes.

-Sí, -exclamó de pronto con voz de trueno-. ¡Sí! Dios la ha aniquilado, porque ella era un crimen viviente, fruto podrido de un horroroso incesto. Desde el vientre de tu madre, ¡oh desdichada criatura! habían lanzado los cielos su maldición sobre ti.

No bien había pronunciado estas terribles palabras, cuando pareció que la casa se conmovía hasta en sus cimientos, y que la bóveda estelante con horrísono estruendo se desplomaba sobre la tierra estremecida. La anciana lanzó un grito desgarrador y la lamparilla cayó de su mano. Un trueno espantoso y prolongadísimo había recorrido la región del aire, como si la voz de la cólera divina hubiese querido contradecir o confirmar las palabras del Templario. La habitación había quedado siniestramente iluminada por el vacilante y rojizo fulgor del fuego del hogar. Durante largo espacio reinó en la estancia profundo silencio. La anciana, cubierto el rostro con ambas manos, la cuna, el cadáver, el Templario con su hábito blanco, que se destacaba crudamente en el raedizo fondo de aquella semioscuridad, el lucir de los relámpagos que penetraba por la mal entornada puerta, el eco retumbante de los truenos, los aquilones desplegando toda su rabia, y la lluvia que con estrépito se desgajaba del seno de las nubes, semejantes a otros tantos ríos suspendidos en el cielo, todo esto, dentro y fuera de la habitación, formaba un cuadro horroroso; fantástico, repugnante y a la vez magnífico y sublime.

-¡Adiós, Fidela! -gritó de repente el Templario.

-El señor os acompañe.

-Que no olvides mi encargo. Revélaselo todo, caso de que haya peligro, y que los áspides del remordimiento emponzoñen su corazón y turben su espíritu y le hagan retroceder espantada ante el abismo de sus hediondos crímenes.

-Está bien, señor.

-Hasta mañana.

-Aguardad un poco. ¿No teméis a la tempestad?

-Yo desafío sus furores.

-¡Jesús, María y José! -exclamó Fidela santiguándose toda llena de pavor al ver un gran relámpago.

Un momento después se oyó el galope de un caballo. El Templario desapareció rápidamente. Al ver entre las tinieblas de la noche aquella blanca figura cruzar por desconocidos senderos sobre su volador caballo, diríase que era el genio de las tempestades. Apenas hubo salido el caballero de la alquería, cuando Fidela, sin detenerse a encender la lamparilla, salió de la estancia del piso bajo y se dirigió a su aposento. La triste señora, después de las diversas y dolorosas emociones que habían fatigado su espíritu, experimentaba imperiosa necesidad de reposo. Como era natural, antes de irse a recoger, cerró y atrancó cuidadosamente la puerta de la alquería. En seguida encaminose al piso alto por un estrecho corredor y tan lóbrego, que le hubiera sido imposible ver ni los dedos de sus manos. No obstante, como conocía perfectamente la localidad, y persuadida por otra parte de que nada tenía que temer, continuó su camino con la mayor confianza.

Súbito lanzó un grito agudísimo.

-¡Oh!.. ¡Soltadme!... ¿Quién sois?

-¿Conque hasta mañana, eh? -dijo una voz en la oscuridad, una voz cuya entonación siniestramente irónica heló de espanto a la aturdida doña Fidela.

-¿Me queréis asesinar?... ¿Quién sois?... ¡Elvira! No, no. ¡Imposible!

-¿Por qué ha de ser imposible, señora? Elvira en persona es la que os habla. ¡Gracias a Dios que ya sabemos el objeto de las relaciones que conserváis con ese misterioso personaje! Ya sabemos que sólo tratáis de contrariarme. ¿Sabéis vos lo que es una mujer enamorada?... ¡Mañana partiremos de esta alquería!... Por mi vida, os juro que no será así. Aunque siempre es una prueba de que me profesáis poco afecto el que os opongáis a mis amores, no me irrita tanto, porque, al fin, vos podéis hacerlo, vos sois mi madre... pero el que ese hombre misterioso quiera mezclarse en nuestros asuntos y contrariar mi pasión incontrastable, eso no se puede soportar, y yo no lo sufriré.

Estas palabras fueron pronunciadas con un acento que revelaba una resolución irrevocable. Doña Fidela comprendió que gran parte de su conferencia con el Templario había sido escuchada por Elvira, y que, por consiguiente, era ya casi imposible reducirla a que dejase aquella mansión, si ya no es que antes del plazo prefijado no procuraba ella ponerse de acuerdo con su amante, en cuyo caso, cuando el Templario volviese a la siguiente noche, ya Elvira y Castiglione habrían podido ausentarse de la solitaria vivienda.

-¿Quién es ese demonio de hombre? ¿Con qué derecho pretende mortificarme? ¡Sabe Dios quién será!... Unas veces lo he visto aparecer con el traje de mendigo, otras fingiendo que estaba leproso; algunas veces en traje de soldado, y otras muchas cubierto con el manto de los caballeros del Templo. ¡Siempre con disfraces y ficciones! ¡Siempre con misterio s y exigencias! Ni una sola vez os ha visitado sin que haya traído alguna calamidad. Ahora que la venda ha caído de mis ojos, comprendo muy bien que el variar constantemente de morada, nuestra vida misteriosa y errante, ha sido a causa de los consejos o las intrigas de ese hombre infernal... ¡Y ya es tiempo de que esto concluya! ¿Quién es ese misterioso personaje? Quiero saberlo.

Doña Fidela, ya recobrada de la sorpresa que le había causado aquel súbito encuentro, respondió:

-Ese misterioso personaje tiene razones muy poderosas, tanto para vivir continuamente disfrazado, cuanto para mezclarse en nuestros asuntos y exigir nuestra obediencia con una autoridad soberana.

-Esa obediencia podrá exigirla de vos, que le conocéis; pero por mi parte, yo os digo que en ninguna manera me prestaré a ser el juguete de los caprichos de su voluntad. Si él quiere que dejemos esta mansión, yo quiero lo contrario, y en cuanto a voluntad tengo yo tanta como pueda tener ese caballero, ese miserable, porque no puede menos de ser un gran criminal, supuesto que así se oculta eternamente bajo innobles disfraces.

-¡Calla! -gritó indignada doña Fidela-. Ante ese hombre deberías humillarte de rodillas y besar sus pies y la tierra que pisara. Él te ha colmado de beneficios, a él le debes, ingrata huérfana, tu educación, tu subsistencia y seguridad, y hasta la vida que te salvó con riesgo de perder la suya... En cuanto a lo que dices de no obedecerle, nada me importa, con tal que me obedezcas a mí, a tu madre, a tu madre.

-¡Vaya! -exclamó la joven con sacrílega sonrisa-. ¡Qué llena estáis de autoridad maternal!

-Hija vil e indigna. ¿Te atreves a oponerte a mis mandatos? ¡Oh! Yo no sé cómo Dios no te aniquila con el rayo y el trueno que ahora mismo estremecen al firmamento. ¡Oh, Dios! -exclamó la afligida madre con voz solemne, extendiendo sus brazos hacia el cielo ceñudo-. ¡Oh, Dios que te reclinas tranquilo sobre las alas de fuego de la tempestad; tú, que en la sagrada cumbre del Sinaí dijiste a los hijos «honrad a vuestros padres y a vuestras madres, para que viváis largo tiempo en la tierra prometida»; tú, Señor, que ves todas las cosas y miras desde el cielo la satánica soberbia de esta hija de la tierra, de esta hija rebelde que insulta y escarnece a su pobre madre, porque intenta sacarla del inmundo pozo de la voluptuosidad que la devora; tú, Señor, que conoces que Elvira es más criminal aún de lo que ella se figura, haz que la muerte ponga término a su existencia, si ha de continuar un solo día más sumergida en el lodazal hediondo de esa pasión vergonzosa!

Elvira guardó silencio, al escuchar las terribles palabras de su madre.

-Oídme, Señor, oídme, porque os lo ruego de todo corazón. ¡Oídme!

Y esto diciendo, doña Fidela cayó de rodillas, y con los brazos extendidos, elevados los ojos al cielo, la faz encendida en santa indignación, repetía:

-¡Oídme, Señor, oídme!

Elvira prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

-¡Qué patética os ponéis!... ¡Me habéis convencido, señora! Me habéis convencido de que poseéis una habilidad admirable para representar autos sacramentales... Vamos, señora, entonad otra plegaria... ¡Sabéis rezar maravillosamente bien!

Doña Fidela se levantó exhalando un gemido de lo más profundo de sus entrañas.

-Ya os he dicho, querida madre de mi corazón, que nada ni nadie podrá moverme a seguir ese antojo de que abandonemos esta alquería. De lo contrario, ya veréis lo que yo hago... ¡Ya veréis de lo que yo soy capaz!

Y al decir esto se animaron sus ojos con un brillo más siniestro aún que el relámpago que iluminó en aquel instante el lívido rostro de Elvira.

Luego volvió a preguntar:

-¿Quién es ese hombre? ¿Por qué se opone a mi amor?

-Yo te lo diré... ¡Sígueme!

La anciana se encaminó hacia la escalera, y llegando al piso alto de la quinta, atravesó una galería y penetró en el aposento que servía de dormitorio a ambas. Aquella habitación se dilataba a lo ancho de la fachada o frente de la quinta, y estaba dividida en tres separaciones. En la primera dormía doña Fidela, quien tenía el lecho junto al balcón que caía precisamente sobre la puerta del campo. En la habitación del centro dormía Elvira. Doña Fidela habíale designado aquella estancia, atendiendo a que era imposible por allí toda comunicación, supuesto que ni balcón ni ventana había. En el aposento último tenían nuestras damas un guardarropa, una papelera y un gran cofre, muebles que pertenecían a doña Fidela y que ésta llevaba consigo siempre en todos sus viajes o traslaciones de domicilio. En aquella estancia había una ventana enrejada con fuertes barrotes de hierro. La anciana, por evitar que Elvira se comunicase con Castiglione, llevaba siempre consigo la llave de aquella habitación. Y con tales precauciones, doña Fidela se imaginaba que nada tenía que temer respecto a la seguridad de Elvira. Muy pronto la infeliz madre conoció que muy frecuentemente era engañada. Doña Fidela penetró en la primera pieza, y tomando asiento en un sitial que estaba junto a su lecho, hizo una seña a Elvira para que también se sentase.

Obedeció la joven.

Después de algunos momentos de profunda reflexión, durante los cuales doña Fidela pareció evocar mil confusos recuerdos, tomando una actitud a la vez dolorida y solemne, dijo:

-Hija mía, voy a referirte cosas que harán se te ericen los cabellos; pero, por más terribles que sean, tales son las circunstancias en que respectivamente nos encontramos, que no es posible ya por más tiempo guardar silencio sobre este punto.

-Os escucho, -respondió con desdeñoso acento la altiva joven.

-Hace muchos años que una dama de muy distinguido linaje, por una serie de extraños sucesos que ahora no es del caso referirte, vino a caer bajo el dominio de un hombre tan disforme como astuto y orgulloso. La dama aborrecía de muerte al tal caballero; pero éste en cambio adoraba a la señora tanto como se lo permitía su índole diabólica. Desde luego comprenderás que el amor de un hombre semejante no merecía que se le diese este nombre, sino más bien el de apetito brutal. Me he propuesto, hija mía, no fatigar tu atención narrándote, mil y mil pormenores a cual más repugnantes y dolorosos...

-Como gustéis, -dijo con indiferencia Elvira.

Doña Fidela clavó los ojos en su hija, e hizo un ademán que significaba:

-Ya verás cómo al fin no estarás tan impasible.

La dama continuó:

-Así, pues, me limitaré a decirte lisa y llanamente que el caballero consiguió seducir a la dama, habiendo dado por fruto estos amores misteriosos a una niña encantadora, una niña ¡ay! que algún día había de cambiar su naturaleza de ángel en demonio, y había de convertir en espantosas torturas todas las lozanas esperanzas que su madre al darla a luz había concebido.

Doña Fidela se detuvo algunos instantes en su narración.

Luego la anudó, diciendo:

-¿Y sabes, Elvira amada, quién era el infame caballero? Le llamo infame, porque después de haber abusado de la sinceridad y cariño de la dama, trató, no de abandonarla a su dolor, sino de asesinarla vilmente, hallándose en cinta.

Elvira ni pestañeó siquiera oyendo este relato.

-Por una casualidad inexplicable, por un milagro, logró la dama salvarse del puñal del infame asesino, y... ¡admírate! andando el tiempo, aquel caballero, que sólo tiene de hombre la figura, vino a inspirar a su propia hija una pasión tan enérgica como vergonzosa.

Los labios de Elvira se dilataron con una sonrisa diabólica.

-Eso prueba, -dijo-, que el tal caballero nada había perdido de su mérito.

-Precisamente es un hombre disforme.

-Eso no importa; hay personas que sin estar dotadas de hermosura, poseen un prestigio tan inexplicable como irresistible.

Doña Fidela miró fijamente a su hija, y exhaló un profundo suspiro.

-Lo que eso prueba, -dijo dolorosamente la dama-, es que las almas viles se comprenden maravillosamente. Los demonios tienen entre sí la misma simpatía que los ángeles. El crimen busca al crimen, así como la virtud busca a la virtud.

-Muy bien, madre mía; continuad, si os place.

-Ahora nada más tengo que añadir, sino que la niña eres tú y el caballero era Castiglione.

-¡Castiglione!

-Mejor dirías tu padre.

-Y la dama, ¿quién era?

Doña Fidela se detuvo algunos instantes.

Al fin respondió, no sin alguna timidez:

-Claro está que era yo.

-¿De veras? ¡Oh! Me parece que estáis muy equivocada, -dijo una voz con acento de burla, a la vez que en la puerta que comunicaba con la habitación del centro apareció un hombre vestido en traje de caza.

Doña Fidela clavó sus ojos atónitos en el personaje aparecido, y quedó muda, extática, fascinada como el pajarillo en presencia de la serpiente. Ni aun siquiera tuvo fuerzas para lanzar un grito. Pálida e inmóvil, hubiérase dicho que era una estatua, a no ser por la intensidad de su mirada, que a la vez revelaba ira, temor, angustia y asombro.

-Vamos, -dijo Elvira sonriéndose-; me alegro mucho de que os hayáis presentado en tan buena ocasión para sacarnos de dudas. Según todas las señas, parece que habéis oído la peregrina historia que acaban de referirme. Ahora bien, mi querido Castiglione, yo os pregunto: ¿Sois por ventura mi padre?

-Desde luego, hermosa Elvira, puedo asegurarte que no hay tal cosa.

-¡Qué habéis dicho! -exclamó con desentonado acento doña Fidela.

-Señora, o vos sois su madre, o no. Si no sois, ningún parentesco me une a Elvira, ningún lazo más que el de mi amor inmenso.

-Sí, sí, ella es mi hija; yo soy su madre.

-Pues bien, Elvira, yo no soy más que tu amante respondió Castiglione.

-Pero entonces esa historia...

-Esa historia es una impostura.

-¡Una impostura! -exclamó doña Fidela retorciendo de dolor sus manos.

-Sí, señora, -dijo Castiglione-; habéis mentido villanamente.

-¡Oh! Sobre los cuatro Evangelios juraría yo que lo que he dicho es verdad.

Castiglione sonriose malignamente.

Luego se dirigió a la mesa, sobre la cual había un Crucifijo. Castiglione lo tomó, y presentándoselo a doña Fidela, dirigiole estas palabras:

-Si es verdad lo que decís, señora, jurad por esta sagrada imagen, para que Elvira se convenza de que vos decís verdad, de que yo soy un impostor.

-Sí, sí, juraré una y mil veces.

Castiglione, señalando al Crucifijo con una actitud verdaderamente pontifical, preguntó:

-¿Juráis por el nombre de Cristo crucificado que vos sois la madre de Elvira?

Al hacer esta pregunta el calabrés, doña Fidela retiró rápidamente su mano, que había extendido sobre la sagrada imagen.

-¡Oh! -pensó-. No me es posible revelar todo el secreto. El mismo Castiglione, aunque sabe quién es Elvira, ignora si vive su madre... Si yo la descubro, todos sus planes serán destruidos. No, no, seamos fieles; yo no la descubriré nunca... ¡Qué situación tan cruel!

-Vamos, ¿qué decís ahora? -preguntó Castiglione con irónica sonrisa.

La triste dama guardó profundo silencio.

-¿No queréis jurar? -insistió el italiano.

-No, no, -repuso doña Fidela haciendo un esfuerzo sobrehumano. -Basta que yo lo diga; no es preciso tomar el nombre de Dios para que sea cierto lo que he dicho.

-¡Vaya una salida! -exclamó el italiano prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada y volviendo a colocar el Crucifijo sobre la mesa.

-¿No decíais que erais capaz de jurar una y mil veces? -preguntó Elvira con incisivo acento.

Doña Fidela miró a Elvira con terror, y una maldición espiró en sus labios. No obstante, fue dueña de contenerse, y dulcificando su acento de una manera extraordinaria, dijo con una actitud suplicante y capaz de enternecer a un mármol:

-Hija de mis entrañas, este hombre es un demonio que te abre las puertas del infierno. No le sigas, hija mía, porque tarde o temprano tendrás que arrepentirte. La pasión en que ardes es una llama criminal y vergonzosa, un amor impuro y repugnante como el incesto... Créeme, hija de mi corazón... ¡Este hombre es tu padre!

-¡Pues me gusta la idea! ¿Habéis inventado esa fábula para retraerme de mis amores?

-¡Hija indigna!

-Si hubiéramos estado solas, acaso me hubierais hecho creer vuestra peregrina historia; pero afortunadamente la presencia de este caballero no ha podido ser más oportuna para desmentiros.

-¡Oh desesperación!

-Hasta he llegado a creer que acaso no sois mi madre.

-Y si no, que lo jure, -dijo Castiglione.

La anciana inclinó la cabeza, como si el golpe hubiese sido demasiado para ella. Tantas y tan violentas emociones habían fatigado su espíritu, que durante mucho tiempo permaneció en su sitial, inmóvil como un tronco. La única señal de vida que daba consistía en un estremecimiento nervioso que de vez en cuando agitaba convulsivamente su cuerpo. Entretanto Elvira y Castiglione cambiaron algunas palabras, y en seguida se ocuparon de hacer un envoltorio que contenía todos los vestidos y alhajas de la joven. Luego el italiano se dirigió al balcón, abrió la puerta, y con un silbato dio tres puntos agudos, que repitió con algún intervalo. Pocos momentos después se oyó el galope de algunos caballos que se detuvieron en la puerta de la alquería. El italiano invitó a Elvira para que sin dilación le siguiese. Doña Fidela, saliendo de su estupor, se dirigió a la joven, y con acento de suprema angustia exclamó:

-¡Hija de mi alma! ¿Serás capaz de abandonarme? ¿Adónde vas, Elvira?

Castiglione asió de la mano a la joven, la cual le siguió sin resistencia. Sin embargo, tal era la aflicción de la pobre madre en vista de tan cruel abandono, que Elvira, a pesar de la diabólica adhesión que la impulsaba hacia el Templario, no pudo menos de volverse a doña Fidela, y decirle:

-Perdonad, madre mía, si os dejo; pero no me es posible obrar de otro modo.

-¡Hija mía! ¿No te mueve a compasión el dolor en que me dejas? ¡Hija mía!

Castiglione, cansado ya, de los lamentos de la vieja, con irónica sonrisa dijo:

-¡A fe que sois mala cristiana! Está escrito que el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Ahora bien, lo que se dice del hombre, dícese igualmente de la mujer. ¿Por qué no aplicáis esto a vuestra hija?

-¡Sacrílego! -gritó indignada la madre-. ¿Sois por ventura su esposo? ¿Podéis serlo? La antorcha de vuestro himeneo está encendida en el infierno... Elvira, te lo repito, ese hombre es tu padre.

-Vamos, amada mía, sígueme, -dijo el italiano.

-En nombre de tu hija, que yace muerta en su cuna, y a la cual olvidas sin consagrarle ni una mirada, ni una lágrima, yo te suplico, amada Elvira, yo te suplico que obedezcas mis mandatos.

-No nos detengamos, que es tarde.

Y esto diciendo, Castiglione comenzó a andar, arrastrando en pos de sí a Elvira, que había palidecido espantosamente.

-¿No temes a la ira de Dios, hija mía? ¿No crees en la gloria ni en el infierno?

-Dejaos de esas cosas, señora, -respondió Castiglione clavando una mirada furibunda en doña Fidela, que, haciendo un esfuerzo sobrehumano sobre sí misma, consiguió dominar su indignación, y cayendo de rodillas a los pies de aquel hombre infernal, comenzó a suplicarle con tanta aflicción y ternura, que partía el corazón.

-Señor Castiglione, -decía la pobre madre-, ¡tened piedad de mí! Vos no sois tan cruel, que vayáis a arrebatarme mi única dicha. Anciana desvalida y triste, si Elvira me abandona, ¿a quién volveré los ojos? Me quedaré sola, sola en este mundo, y entonces... ¡ay! ¿Para qué quiero vivir? ¡Oh, señor, dejadme a Elvira; yo la amo, soy su madre, y no quiero que se vaya! ¡Abandonarme Elvira! ¡Vivir sola! ¿Sabéis, señor, el eco doloroso que este pensamiento deja en el corazón de una madre? No, no, yo no puedo resistir una suerte tan funesta, una sentencia tan cruel, una resolución tan bárbara, que emponzoña mi vida, que me arrebata toda esperanza y que me llena de amargura sin fin. ¡Mil muertes me serían más llevaderas que esta separación cruel!... ¡Ah, señor Castiglione! Yo bien sé que sois un noble caballero, generoso, magnánimo y compasivo, y que no sois capaz de mirar mi aflicción con ojos enjutos. ¡Estoy segura de ello! Si acaso me habéis tratado con alguna dureza, lo comprendo perfectamente, es porque tal vez mis palabras han sido un poco ásperas o indiscretas. ¡Perdonadme, señor, yo no supe lo que me decía!

Y esto diciendo, doña Fidela abrazaba las rodillas del Templario, y a la par que sus ojos eran dos fuentes de lágrimas, sus labios sonreían dulcemente, se esforzaba por dar a su rostro una expresión lisonjera y suplicante, a fin de ablandar aquel corazón de hiena.

Elvira estaba pálida, silenciosa y con los ojos bajos, Castiglione estaba azul de ira, y su disforme rostro, horriblemente contraído y ceñudo, parecía el de un condenado.

Doña Fidela continuó:

-¡Tened compasión de mí! Y si queréis arrebatarme a Elvira, yo me tenderé atravesada en el dintel de la puerta, y tendréis que saltar por encima de mi cadáver, o me atravesaré en vuestro camino para que los cascos de vuestros caballos hieran mi frente, rompan mi cráneo, y que mi sombra os persiga en medio de vuestros placeres, como la voz lenta, sorda implacable del remordimiento.

-¡Ira de Dios! -exclamó furioso Castiglione-. ¡A fe que estáis importuna! ¡Apartaos!

Y aquel hombre brutal dio un fuerte empellón a la desolada Fidela, y salió de la estancia seguido de Elvira.

Cual tigre hircana que sintiendo el arpón lanzado por mano insegura, se precipita sobre el cazador que intenta arrebatarle sus cachorros, así, y aun más furiosa, levantose doña Fidela, y con la rapidez del pensamiento corrió hacia los amantes que ya comenzaban a bajar la escalera. Pálida, desmelenada, frenética de furor, precipitose Fidela sobre Elvira y el italiano, y con fuerza incomprensible y superior a su sexo, empujó violentamente a la infernal pareja, y ambos cayeron rodando con estrépito, gritando Elvira y blasfemando Castiglione.

La joven quedó como muerta en el descanso de la escalera. El calabrés, más vigoroso o más afortunado, no recibió daño notable en su caída. La anciana, como loca o delirante, estaba en el principio de la escalera, contemplando a sus víctimas y prorrumpiendo en feroces y nerviosas carcajadas.

Apenas se levantó Castiglione, desenvainó su puñal, y abalanzose a doña Fidela, rechinando los dientes de furor y gritando:

-¡Vieja infame!... ¡Toma!

Tres veces clavó con furia el reluciente puñal en el pecho de la infeliz anciana, que, extendiendo sus brazos, lanzó un gemido y cayó bañada en su sangre.