Los Templarios - I: 35

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Capítulo XXXV - De cómo el verdadero amor suele confundirse: con la devoción[editar]

El tiempo era frío; pero la noche estaba serena y estrellada. La luna derramaba sus placenteros rayos sobre el convento de Nuestra Señora de la Luz. Ya las campanas habían tocado a silencio, y por punto general todas las monjas dormían. Sólo en una celda veíase luz y se oía el murmullo de una conversación en voz baja. La celda era de las más capaces que había en el convento, y en ella se encontraban una señora joven y una anciana. Aun cuando ninguna de las dos fuese religiosa, ambas, sin embargo, vestían las ropas monjiles.

-¿Habéis hablado con ella? -preguntaba la anciana.

-Sí; casi toda la tarde hemos estado juntas.

-Ya habréis tenido ocasión de observar cuán hermosa es, -dijo la maligna vieja.

-La he observado a mi gusto, -dijo la joven mordiéndose los labios-. ¿Y la amará él?

-¿Quién lo duda?

La joven permaneció algunos momentos pensativa, y sus ojos centelleaban de furor.

La vieja contemplaba a la novicia con una expresión de feroz complacencia.

-¡Oh! -murmuraba la joven-. ¡Cuán feliz hubiera yo sido, si don Guillén me hubiese amado! ¡Oh voluptuosos deseos que sedujeron mi corazón!... La nacarada tropa de los placeres, que revolaba en torno de mi frente, me precipitó en los brazos de Castiglione, pero... ¡Cuánto más deliciosamente no hubiera realizado mis aspiraciones en brazos del hermoso Lara!

Y así diciendo, Elvira no pudo menos de hacer una comparación entre Castiglione y don Guillén, el uno joven y maravillosamente hermoso y el otro casi viejo y horriblemente disforme. Siempre son odiosas las comparaciones, y en esta ocasión forzosamente debía perder el italiano. Elvira era una especie de Circe, como ya el lector habrá tenido ocasión de conocerlo. Mejor aún que nosotros pudiéramos pintarla, Elvira se retrataba a sí misma con maravillosa fidelidad en estas palabras:

-Los ojos necesitan recrearse con la belleza, y ¡ay de mí! ¿qué encanto puedo encontrar contemplando a un gnomo, que tal parece mi amante? Cuando el apetito de los sentidos se ha satisfecho, para reanimar e infundir a la saciedad nuevos deseos, es necesaria la belleza de las formas, la simpatía, fundada en la igualdad de la edad y de las demás cualidades físicas, deliciosas ventajas para el amor y el placer de que Castiglione se halla privado... ¡Lo conozco! En presencia de un hombre como Castiglione, la naturaleza me llevaría a él; pero estando en mi mano la elección, la naturaleza también me haría preferir al gallardo Lara... ¡Oh! Yo no puedo perdonarle sus desaires: él me ha despreciado. ¡Haber preferido a Blanca! ¿Sabes tú lo que has hecho? ¿No sabes que bajo mi cuerpo débil y delicado se encierra un alma indomable, soberbia y... vengativa? ¡Sí, sí!... ¡Yo me vengaré!

Y Elvira se levantó furiosa y comenzó a pasearse por la celda, crispados los puños, candados los dientes, sangrienta la mirada y azul de ira el semblante. Elvira no parecía una mujer; diríase que era una furia. Aquella joven era la viva personificación de la soberbia, y su orgullo, herido de la manera más cruel por el desaire que creía haberle hecho el señor de Alconetar, no podía aplacarse sino por una venganza horrorosa, diabólica, inaudita. Blanca, a los ojos de Elvira, había cometido una culpa imperdonable, la de amar a Lara; y si es cierto que las mujeres jamás perdonan la rivalidad, con mucha menos razón debía esperarse que olvidara esta ofensa Elvira, que sólo tenía de mujer la figura, puesto que en su alma había un no sé qué de fiero y de satánico y rencoroso, que habría supuesto espanto al hombre más osado, siempre que le hubiera sido fácil penetrar en los infernales abismos de aquella organización aviesa y maldita, de aquel ser extraordinario que ni siquiera se acordaba del triste fin de doña Fidela asesinada por Castiglione y casi devorada por las fieras, ni tampoco turbaba su sueño ¡qué horror! el recuerdo de su propia hija. La vieja Plácida, aborto del Averno, miraba con gozo el inmenso furor de Elvira, y con sonrisa infernal pensaba:

-¡Bien! ¡Muy bien! La cosa va a pedir de boca. ¡Ah, señor de Alconetar! Tú que asesinaste a mi hijo; tú que te burlaste de una pobre madre, porque te pedía su hijo, tú que me apartaste a latigazos del camino, porque te importunaba con mis quejas; tú, opulento señor feudal, has de conocer algún día que no siempre el fuerte puede oprimir al débil impunemente... ¡Oh! Yo te haré que conozcas, poderoso caballero, que la hormiga pisada puede también morder, y que la serpiente se arrastra y se oculta entre las flores, a la orilla del camino, para precipitarse furiosa sobre el desprevenido viajero que a la ida la pisoteó creyendo matarla... La sangre de mi hijo, don Guillén, caerá sobre tu cabeza; tú me quitaste a mi hijo, yo también heriré de muerte todo lo que tú ames... te arrebaté a Elvira, y... mataré a Blanca... El plan está bien concebido; pongámoslo por obra al instante, y no embotemos su mortífera eficacia con las dilaciones y la indolencia.

Elvira de pronto cesó en sus paseos y le detuvo delante de Plácida. Diríase que entre los visuales de aquellos ojos, entre las miradas de una y otra, se había establecido cierta corriente magnética, simpática y mortífera, que emponzoñaba la atmósfera de la celda. Era la astuta venganza, que contemplaba frente a frente a la vengativa astucia, eran dos serpientes que se miraban cara a cara y que cada una solicitaba de la otra su longitud y sus anillos para duplicar su fuerza y su veneno.

-¿Estáis dispuesta a servirme? -preguntó Elvira.

-¿Podéis dudarlo, señora? -respondió Plácida.

-Pues bien, es preciso que muera Blanca.

-Podéis estar segura de que Blanca no vivirá mucho tiempo.

-¿Morirá de muerte natural?

-No me parece probable.

-Pues hablemos francamente.

-Siempre os hablo con franqueza.

-¿Y cuándo será su entierro?

-Jesús, y qué viva sois!

-Plácida, me consume la impaciencia.

-Mas no es tan fácil, doña Elvira, hallar ocasión oportuna.

-Yo creo que perderéis la ocasión de haceros rica.

-Me parece que no.

-¿Y a cuándo aguardáis?

-Señora, para estos asuntos se necesitan dos cosas muy importantes.

-¿Cuáles?

-Cachaza y mala intención.

-No puedo negaros que habláis muy discretamente.

-Pues todavía se necesita más discreción para obrar.

-Pero al menos, sepamos los medios de que os pensáis valer.

-No es difícil adivinarlos.

-Una buena puñalada... -murmuró Elvira al oído de Plácida, quien respondió en voz más baja todavía:

-Yo no tengo bríos ni destreza para manejar el puñal, fuera de que éste sería un medio escandalosísimo.

-¿Pues entonces?...

-Nos queda el recurso del veneno.

-¡Es verdad! -exclamó Elvira, cuyo natural enérgico propendía a los medios violentos y atrevidos, antes que a los solapados y tímidos.

-¿Os convencéis ahora de que nuestro proyecto podrá verificarse sin mucho estrépito?

-¿Y cuándo pensáis?...

-Tal vez mañana.

-Yo tengo un tósigo muy activo encerrado en una sortija de inmenso valor. A más del oro que me pidáis, os cederé también esta alhaja, siempre que el contenido se lo administréis a Blanca.

-Os aseguro, señora, que el anillo me pertenecerá muy en breve.

Aquí llegaban en su diálogo nuestras buenas damas, cuando súbitamente fueron interrumpidas por violentos golpes que daban en la puerta.

-¿Quién? -dijo Elvira.

Nadie respondió.

-¿Quién será a estas horas? -dijo Plácida-. La madre Sinforiana no deberá ser, porque no acostumbra nunca a venir tan tarde.

-Puede que sea ella, sino que acaso esta noche se habrá detenido. De todos modos, bien fácil es salir de dudas.

Elvira se dirigió con paso firme a abrir la puerta; pero ¡cuál no sería su admiración al ver que no había nadie y que la crujía estaba completamente desierta! Atónitas de tal suceso, miráronse Elvira y Plácida, hasta que por último ambas prorrumpieron en una estrepitosa carcajada.

-¡Pues está bueno! -exclamó Elvira.

-¿Es posible que las dos nos hayamos engañado? -dijo Plácida.

-Claro está.

-Pero si me pareció oír clara y distintamente dar golpes en la puerta.

-A mí también me pareció haberlos oído; pero sin duda fue el aire.

-Vamos, juraría que habían llamado.

-¡Quiá! es aprensión.

Todavía duraba la disputa cuando volvieron a llamar mucho más fuerte aún que la vez pasada.

-¿Y ahora, qué decís? -preguntó con aire de triunfo Plácida.

-Que efectivamente teníais razón.

-¿Quién? -preguntó la vieja.

-Abrid, señora Plácida. ¡Soy yo! -dijo una voz de tenor, que tanto podía pertenecer a un sacristán como a una monja sesentona.

-¡La madre Sinforiana! -exclamó la señora Plácida abriendo la puerta.

La monja penetró toda pálida y turbada, diciendo:

-¡Qué desgracia! ¡Una calamidad horrible! ¡El Señor tenga misericordia de nosotras!

-¿Qué ha sucedido? -preguntaron a la vez Elvira y Plácida.

-Una catástrofe, es decir, que va a suceder.

-¡Que va a suceder! ¿Sois profetisa?

-Yo precisamente no lo soy; pero para Dios no hay nada imposible. Y la prueba es que esta noche en el convento ha habido una señal que ya hacía muchísimos años que no se había repetido.

-¿Y qué señal es esa?

-Que entre once y doce de la noche, es decir, hace muy poco rato, ha sonado la campana del claustro sin que nadie la toque... ¿Qué calamidad, Virgen Santa, qué calamidad estará pendiente sobre nosotras?

-Pero esa campana, ¿qué tiene que ver con las calamidades que puedan caer sobre el convento?

-Ay, señora Plácida, no digáis eso. Siempre que esa campana se toca ella sola, anuncia graves desgracias.

-¿Y de qué clase son esos contratiempos? -preguntó Elvira.

-Generalmente anuncia que está próxima la muerte de la señora abadesa, o que tienen que morir tres monjas en un mismo día, o que va a fallecer alguna persona de alta alcurnia de los bienhechores o fundadores del convento.

-¡Es posible! -exclamó Elvira con una entonación que sólo Plácida podía comprender.

-Permitidme que os diga, madre Sinforiana, que esos no son más que agüeros, y que vuestros temores, en tales predicciones fundados, carecen de todo razonable fundamento, -respondió la vieja.

-No, señora; la tradición que se conserva en esta santa casa acerca de lo que he dicho jamás ha fallado, y hasta ahora nadie se atreverá a negarle crédito, a no ser personas que estén completamente destituidas de sentimientos religiosos o cegadas por una incredulidad culpable e incomprensible para los que sean buenos católicos.

-¿Pero efectivamente la campana ha sonado?

-Sí, señora, yo misma la he oído.

-¿Y estáis segura de que nadie la ha tocado?

-Segurísima. A estas horas, ¿quién había de pensar en tales entretenimientos?

-Pudiera suceder que alguna de vuestras mismas compañeras, sabiendo la importancia que se le da a ese acontecimiento, por gusto de alarmar a la comunidad o por cualquier otro motivo, haya querido tomarse la molestia de ir a tocar la campana, procurando luego ocultarse para no ser vista.

-¡Imposible! ¡Imposible! Estoy convencidísima de que ninguna monja sería capaz de burla tan pesada, de un atentado semejante, que con mucha razón merecería llamarse un horrible sacrilegio.

-¿Habéis llamado aquí antes? -preguntó Plácida.

-Sí, señora, -respondió la madre Sinforiana-. Hace poco tiempo, cuando oí los tres siniestros tañidos (porque siempre la campana se toca tres veces), vine despavorida y llamó a vuestra puerta; pero luego me pareció oportuno avisar a la madre abadesa, y me dirigí a su celda; mas no habiéndome respondido nadie, y temiendo alborotar el convento a estas horas, desistí de mi primer propósito, y he vuelto aquí para desahogar con vosotras el susto y turbación que me dominan. ¡Ay, señoras de mi alma! ¡cuántas calamidades!... Además de esta terrible predicción, suceden en el convento cosas...

-¿Qué sucede? -preguntaron a la vez Elvira y Plácida.

-¿No habéis visto una imagen de Nuestra Señora de la Luz que está en la capillita de la madre sor Buenaventura?

-Me han hablado de esa pequeña capilla; pero no la he visto, -respondió Elvira.

-Pues bien, -continuó la madre Sinforiana-; esa preciosa capilla la mandó labrar la madre sor Buenaventura de Ayala; pues aun cuando no es costumbre que haya adoratorios en el interior de los conventos se concedió permiso para que se edificase esta capilla, atendiendo a la revelación divina que tuvo la venerable monja de quien os he hablado.

-¡Revelación divina! -exclamaron a la vez Elvira y Plácida con incrédula sonrisa.

-Sí, señoras mías; en esta santa casa se han verificado grandes milagros. Antiguamente, en el sitio en que ahora está la capilla, había una imagen de Nuestra Señora de la Luz, de la cual era muy devota la madre sor Buenaventura de Ayala, quien todas las noches a deshora tenla la devoción de ir a rezar delante de la Virgen. Sucedió, pues, que una noche, estando muy enfervorizada en su oración, sor Buenaventura tuvo una visión sobrenatural.

-¡Una visión!

-¿Y qué fue ello?

-Una visión que, a pesar de ser tan extraordinaria, la venerable sierva de Dios la percibía con los ojos corporales. Sor Buenaventura era a la sazón maestra de novicias. Pues, como iba diciendo, estando al pie de la efigie, vio sobre la calma de una novicia un monstruoso murciélago que lo era tanto, que cubría con las alas todo el ámbito del lecho, y de cuando en cuando aleteaba levantando y bajando las alas. Diola tal susto el ver animal tan horrendo, que se cayó en el suelo desmayada; pero, volviendo en sí, suplicó a Nuestra Señora no permitiese que el infernal avechucho hiciese daño a aquella pobrecilla, y con esto cesaron las tentaciones que con cada aletazo el hediondo monstruo sugería a la novicia. Al día siguiente la llamó a solas la venerable madre, y le preguntó lo que le había pasado en su interior la noche antecedente. Rehusaba el decirlo la novicia, pero sor Buenaventura la tomó de la mano, y punto por punto le fue refiriendo cuanto le había sucedido, sin faltar en la menor circunstancia; lo cual oído, aseguró la novicia que todo era así como sor Buenaventura lo decía. Desde entonces muchas noches Nuestra Señora de la Luz se sirvió conceder a la venerable monja visiones luminosas, revelándole sobrenaturalmente las tinieblas de las tentaciones en que se hallaban sumergidas muchas de sus compañeras, y sor Buenaventura las consolaba con sus palabras y las libertaba de las cadenas del pecado por medio de sus fervientes oraciones.

-Verdaderamente que eso es maravilloso, -dijo la vieja Plácida santiguándose-. Yo no sé cómo tenemos los corazones tan empedernidos, que no lloramos de arrepentimiento al oír tales maravillas del poder de Dios. ¡El Señor tenga piedad de nosotras!

Y esto diciendo, la hipócrita Plácida comenzó a hacer pucheros.

-No pararon aquí, -continuó la madre Sinforiana-, todas las maravillas que Nuestra Señora de la Luz quiso obrar por merecimientos de la venerable sor Buenaventura. Una noche, estando extasiada en sus oraciones, observó que la sagrada efigie le inclinó la cabeza como para saludarla en testimonio de lo aceptas que le eran sus plegarias...

-¡Jesús, María y José! -exclamaron a un tiempo Elvira y Plácida.

-Todavía hay más, -continuó sor Sinforiana con su voz gangosa-; la sagrada imagen, ¡oh admiración! se dignó hablar con voz clara e inteligible a la venerable monja, y le dijo: «Es mi voluntad, amada sor Buenaventura, que en este sitio se me erija una capilla para rendirme adoración y culto». Inmediatamente sor Buenaventura dio cuenta de esta revelación a la señora abadesa, se informó al obispo, y por último se procedió sin dilación a labrar la capilla, en la cual hay una pila de agua bendita, que causa los efectos más prodigiosos, cuando las enfermas beben del agua en que han echado en infusión el hueso que se conserva del dedo anular de la venerable sor Buenaventura... Y ahora dicen que todas las noches se aparece una sombra blanca en la capilla... Yo me atrevería a jurar que esta aparición es la venerable monja.

-¡De veras!

-¿Y quién la ha visto?

-Varias monjas dicen haberla visto cruzar con una vela en la mano...

-Yo por mi parte no lo dudo, -dijo la vieja Plácida-; para Dios no hay nada imposible.

Largamente estuvieron comentando nuestras interlocutoras el ruidoso suceso del tañido espontáneo de la agorera campana, así como también glosaron de mil modos la noticia de la aparición de la capilla. La buena de la monja más particularmente se extendió sobre los varios y maravillosos acontecimientos que en diversas épocas habían ocurrido en el convento, y a fuer de fieles cronistas, no podemos menos de tributar la más sincera admiración a la madre Sinforiana, quien, a la verdad, refirió cosas estupendas; pero nos parece oportuno el callarlas, y con el beneplácito del lector, pasaremos a ocuparnos de otros sucesos no menos importantes para el cabal entendimiento de nuestra verídica historia.

Mientras que todo en el convento yacía sepultado en sueño y tinieblas, a excepción de la celda de Elvira, viose cruzar una sombra blanca que en la mano, llevaba una vela encendida. La cándida figura perdiose en los ámbitos del convento con ligereza tanta, que parecía no tocar con sus pies la tierra, sobre la cual se deslizaba rozando como la golondrina sobre la superficie de los mares. En lo más retirado del convento, y contigua a la huerta, se levantaba la capilla de Nuestra Señora de la Luz, pequeño edificio gótico de que ya hemos oído hablar a la gárrula sor Sinforiana. ¿Quién era aquella graciosa joven que en el silencio de la noche abandonaba insomne y melancólica el estrecho recinto de su celda? ¡Ah! La encantadora Blanca, después que don Guillén se hubo ausentado, encerrose en el convento, buscando en los claustros solitarios la santa calma que la religión le ofrecía para aliviar su corazón llagado. En el retiro del claustro, Blanca más que nunca se había entregado a los bellos y a la par tristes pensamientos de su amor. ¡Gozaba tanto en el recuerdo de su hermoso amante! Pero ¡ay! también padecía muy cruelmente al pensar que Lara sólo amaba ella sus atractivos.

Y la infeliz Blanca era tan espiritualista en sus amores, que adoraba a don Guillén con la pureza de un ángel. Ahora, bajo la mística impresión que producía en su alma aquella mansión religiosa, todos sus sentimientos habían tomado un carácter indecible de profundidad y melancolía, cual si en aquella atmósfera de retraimiento y religión se hubiese purificado su amor, eslabonándose con aquellos místicos sentimientos que en su esencia no son otra cosa que amor puro, amor que tiende sus alas hacia el trono del Eterno. La triste doncella, muy ajena de que a aquellas horas hubiese en el convento personas que deseasen atentar contra su inocente vida, encaminose a la solitaria capilla y colocó su vela encendida a los pies de la sagrada imagen. Llevaba además Blanca algunas flores, que también ofreció devotamente a la Rosa Mística.

Arrodillose luego la doncella, y con voz dulcemente melancólica como la luz del crepúsculo, comenzó a decir:

-¡Oh! dígnate, Madre del Verbo Santo, dígnate volver tus ojos piadosos a mis acerbos dolores. ¿Quién como tú, estrella del mar, sonrisa del dolor, cáliz de pureza, puerta del cielo, flor de esperanza, paloma de amor, causa de nuestra alegría, quién como tú comprenderá mi aflicción? ¡Ah! yo le amo, Virgen pura, yo le amo y él me desdeña. El ingrato me abandona, se ausenta a lejanos climas, y sólo me ofrecerá un recuerdo voluptuoso, cuando mi corazón le consagra una ternura infinita, un amor santo. ¡Perdóname, Madre mía! ¿Es un delito el amar? Bien lo sabes, oh Virgen, yo no puedo dejar de amarlo. No es culpa mía, así como tampoco lo es suya el que otra mujer antes que yo le haya inspirado una pasión inmortal. Él me desdeña, él se ha lanzado ansioso de goces a recorrer el mundo. ¡Ay de mí! Él es hermoso, valiente y discreto, y en todas partes hallará beldades que se disputen su amor. No permitas, Madre mía, que Lara me olvide, y libértalo de todos los peligros. El inconstante se ha lanzado a la inconstancia de los mares... A nadie sino a ti puedo confiar mis angustias, y lloro, y lloro sin cesar, y nadie sino tú, piadosa Virgen, puede consolar mi llanto... ¿Adónde iré sin mi amado? Todo el mundo está desierto desde que él se ausentó... ¡Qué angustia! Mi corazón se rompe dentro de mi pecho... ¡Ten piedad de mí, sagrada Virgen!... ¡Ay! Desde que Lara se fue, el sueño ha huido de mis ojos. Todas las noches las paso llorando y pidiendo por él, bien lo sabes, Madre mía. Cuando el alba comienza a sonreír, yo, sentada en la ventana de mi celda, estoy regando con mis lágrimas mis macetas de flores. Cantan su amor las avecillas del cielo, y yo las miro con envidia. Nace el día, y el primer rayo del sol me sorprende sumergida en mi aflicción sin esperanza... ¡Oh sagrada Reina de los ángeles! Ampara con tu manto mis congojas, y haz que algún día mi adorado Lara vuelva sano y salvo y me mire con amor.

Sonriose melancólicamente Blanca, como si se echase en cara la insensatez de sus últimas palabras: «y me mire con amor»; pero tal es en algunas ocasiones la pasión que domina a los mortales, que elevan sus plegarias al cielo, demandándole que infunda a los demás nuevas pasiones por satisfacer las propias. Era verdaderamente patético el considerar aquella hermosa joven arrodillada a los pies de la Virgen, rogando, no sólo por la salud del gallardo caballero, sino que también en su pecho infundiese Nuestra Señora el dulce sentimiento de un amor puro hacia la tímida y enamorada Blanca. Ella nos demuestra que el amor y la devoción casi son una misma cosa. En lo más escondido de nuestra alma existe siempre un deseo de amar a otro ser que nos comprenda y nos ame, porque nada hay en el universo más bello ni más grato que el placer divino de amar y ser amado. También junto a este sentimiento existe otra aspiración de la misma especie, pero más sublime todavía, y que sin cesar propende a entregarse libremente y por gratitud a algún otro ser más elevado, más puro, menos conocido; aspiración divina e insaciable que, volando tras de lo infinito, intenta penetrar en esa región nunca vista, pero presentida siempre, y que, rodeada de un eterno misterio, se aparece a nuestro espíritu, lejana como el porvenir, bella como la esperanza, apetecida como la lluvia después de la sequía, como la tierra de promisión destinada a las almas. Los mortales dan el nombre de devoción a este sentimiento inefable, que no es otra cosa que amor, amor puro, amor limpio del fango terrenal.

Ya muy entrada la noche retirose la triste Blanca de la capilla y encaminose a su celda, de donde el sueño huía, donde el amor velaba, poniendo todas sus esperanzas en el cielo.

Entretanto que así se afligía la doncella, la madre Sinforiana se había despedido de Plácida y Elvira, quienes volvieron a anudar su interrumpido diálogo, del cual salió decretada la muerte de la infeliz Blanca.