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Los Templarios - I: 36

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Capítulo XXXVI - Una conseja oriental

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Era una tarde al caer el sol. Una tropa como de hasta quince jinetes caminaba por un estrecho y tortuoso sendero de Sierra Elvira, como a unas dos leguas de la ilustre ciudad de Granada. Iban al parecer nuestros caballeros abismados en la contemplación de los pintorescos puntos de vista que por todas partes aquella encantada región les ofrecía. El sol en el Occidente con moribundos reflejos doraba las altas cimas de los montes, los arroyuelos serpeaban por los blandos declives de las colinas, las auras fugitivas susurraban entre los árboles, y los pintados pajarillos entonaban el último concierto de la tarde. Nuestros jinetes caminaban con aire receloso y con todas las precauciones que el terreno permitía; pues, como eran cristianos, podían temer con harto fundamento alguna acometida de los moros. A medida que adelantaban en su camino, la senda se estrechaba, y ya aparecía interceptada por espesos matorrales, o ya se interponían altas, hendidas y peladas rocas, por entre las cuales tenían que pasar como por entre una estrechísima puerta. Tales y tantas fueron las dificultades que encontraron, que al fin tuvieron que echar pie a tierra y caminar unos en pos de otros y con grave peligro de caer rodando, al descuido más leve, por las peñascosas profundidades de aquella áspera sierra. Dificultaba más, y más la penosa marcha de nuestros jinetes la proximidad de la noche, que ya por todas partes iba extendiendo su ancho velo de sombras. De vez en cuando, el que parecía capitán de la cabalgata, porque iba delante de todos, deteníase, sacaba unos papeles en los que leía atentamente, miraba luego a todas partes como procurando orientarse, cambiaba algunas palabras con dos de sus compañeros, y por último, después de un leve altercado, volvía a continuar su camino. La impaciencia veíase pintada en todos los semblantes, sin duda por el peligro que realmente les amenazaba, si la noche les sorprendía en aquellas breñas antes de llegar al término de su viaje. Por último, traspuesta la cumbre y a la falda opuesta del monte, en una pequeña explanada, se detuvieron nuestros caminantes con muestras del más vivo gozo.

-¡Aquí están todas las señas! -exclamó Jimeno.

-En efecto, el arroyo pasa al pie del monte, y el pico de que habla el manuscrito está exactamente frontero a esta explanada, -dijo don Guillén.

-Lo que únicamente falta es que al amanecer veamos si los primeros rayos del sol dan en la piedra blanca, -observó Álvaro del Olmo.

-Cabalmente nos encontramos en el mes que indica el manuscrito, -respondió Jimeno.

En estas razones estaban nuestros caballeros cuando súbito oyose dentro de una vecina gruta un prolongado lamento. Atónitos por suceso tan extraño e inesperado, nuestros caballeros se decidieron valerosamente a penetrar en el antro y averiguar la causa del temeroso quejido. Los tres jóvenes, seguidos de Momo y del halconero Pedro Fernández, entraron en la cueva, que al principio estaba formada por un estrecho callejón, que después se ensanchaba de una manera prodigiosa, figurando un extenso círculo, en cuyo ultimo término veíase temblar una luz azulada circuida de una aureola amarilla como la gualda. El resto de la cabalgata lo componían escuderos y hombres de armas, vasallos de don Guillén. Todos se habían quedado a la puerta de la gruta aguardando las órdenes de su señor y apercibidos a la defensa, caso de que necesario fuese hacer uso de las armas. Grande era la confusión de los escuderos, quienes no sabían qué pensar de aquella empresa para ellos incomprensible y temeraria. Así devanábanse los sesos, como se suele decir, cuando súbito llamó su atención el ladrido de algunos perros que por la cima del monte cercano aparecieron retozando gozosos y con bulliciosa algazara, atronando el monte con roncos y prolongados ladridos. Pavor causaron a los escuderos los perros de color negro y piel lanuda, que parecían espíritus del infierno que hubiesen tomado la figura de aquellos terribles animales. Luego los atónitos escuderos divisaron al través de las primeras sombras de la noche algunos leñadores moros, que sin duda se dirigían a Granada. Los moros hubieron de creer que los perros ladraban a causa de la proximidad de alguna pieza de caza, y pasaron a lo lejos sin reparar en los cristianos semiocultos en el ingreso de la gruta. Seguramente los escuderos habrían sabido muy buenas cosas acerca de aquella extraña mansión, si hubieran podido oír la conversación de los leñadores.

-Ya hemos pasado la cueva del Alfaquí encantado, -decía uno después de murmurar una zalá u oración.

-¿No oís con qué tenacidad ladran los perros? -dijo un segundo.

-Tal vez habrá escondida en la maleza alguna fiera, -observó otro.

-La causa de todo, -dijo el primero-, es que en este recinto el mago Casib y la hada Zobeida no dejan de practicar sus encantamientos. Quizá harán ver a los perros en cada mata una cierva, porque todo es posible para los magos y las hadas.

-Verdaderamente que son maravillosas las cosas que se cuentan del Alfaquí encantado.

-Cuando era niño, oí muchas veces contar esa historia.

-Dicen que Alá castigó al Alfaquí por su soberbia y desobediencia.

-Pues yo he oído contar que la causa del entendimiento del Alfaquí fue la envidia del mago Casib.

-¿Veis esa ruinosa torre que está enfrente de nosotros? -dijo el más anciano de los leñadores, que hasta entonces había guardado silencio.

-Aquella es la torre en que dicen habitaba el Alfaquí.

-Y ya habréis oído contar las mil desventuras que amenazan a los que se atreven a llegarse a la puerta de la torre, que está toda planchada de hierro.

-Sin duda alguna que lo sabemos, -respondió el más joven-; no hace muchos años que sucedió un lance muy terrible a un mancebo de Granada por haber despreciado el provechoso aviso de que nos habla la tradición. Llamábase el joven Abindarráez y estaba ardientemente enamorado de la hermosísima Zaida, hija del alcaide de Coín, el cual a la sazón se hallaba en Granada, adonde había venido para asistir a las bodas de un su hermano, buen musulmán, gran privado del rey y valiente caballero, que más de una vez ha hecho felices correrías por tierra de cristianos. Pues, señor, volviendo a mi cuento, digo que la noche de aquellas bodas hubo un gran festín y sarao en casa del hermano del alcaide. Asistió a casa de Abibdar, que así se llamaba el desposado, toda su parentela y gran número de sus amigos. Como es natural, Abibdar quiso que también asistiese su sobrina Zaida; súpolo el joven Abindarráez, que andaba por ella perdido de amores, e hizo de modo que le convidasen al banquete. De sobremesa hablose de muchas cosas agradables y refiriéronse mil sabrosas historias, entre las cuales se contó la del Alfaquí encantado, añadiendo que todo el que a media noche se llegase a la puerta de la torre y diese tres golpes, sería víctima de una espantosa desgracia.

-¿Y en qué consiste esa desgracia? -preguntaron los leñadores.

-No es fácil saberlo; yo de esto no podré decir más de lo que me refirió mi hermano, que era paje de Abindarráez. Fue el caso que aquella noche en el banquete apostó el amante de Zaida con otro caballero a que era capaz de ir a la torre y llamar fuertemente hasta que le abriesen. Hecha la apuesta, varios caballeros dispusiéronse a acompañar a Abindarráez, quien partió a la noche siguiente después de despedirse de la bella Zaida, a la cual rogó encarecidamente que le entregase su velo para clavarlo con un puñal en la puerta y dejar allí aquella prenda como un testimonio y un trofeo de su amor y de su esfuerzo.

Al llegar aquí, el narrador guardó silencio repentinamente. Tampoco ninguno de sus compañeros se atrevió a interrumpirle. Era la causa que en aquel momento iban todos emparejando por frente de la torre, que tostada por el tiempo, llena de grietas y cubierta de plantas parietarias, se levantaba en aquel yermo como la mansión de la soledad y de las ruinas. Hallábase situada la misteriosa torre en el declive de un empinado monte, a cuyo pie corría un caudaloso arroyo que se despeñaba bramando por su hondísimo y peñascoso cauce. Hacia el arroyo estaba la ferrada puerta, y era en verdad muy difícil y peligroso subir hasta ella, como que no había acceso sino al través de ásperas cuestas y rocas tajadas. Era aquel recinto tan solitario, tan sombrío, tan salvaje e imponente, que con harta razón era mirado con horror y espanto.

Cuando los leñadores estuvieron lejos de aquel sitio, volvieron otra vez a su interrumpido diálogo.

El joven continuó:

-Sucedió, pues, que en el punto de la media noche se halló Abindarráez con todos sus compañeros cerca de la torre. Tratose que los testigos permaneciesen a alguna distancia, bastante sin embargo para oír los tres golpes que Abindarráez debía dar en la puerta con un martillo. Mi hermano, por orden de su señor, le siguió más de cerca, y ya que ambos estuvieron junto al arroyo, Abindarráez se detuvo para dar a su paje algunas instrucciones respecto a lo que había de decir de su parte a la hermosa Zaida, en el caso de que él sucumbiese en la comenzada empresa. Mi hermano, que tenía mucha ley a su señor, trató de disuadirle de su temerario intento; mas fueron inútiles todos sus ruegos. En seguida Abindarráez comenzó a subir con gran trabajo por la áspera pendiente que a la puerta conduela. Pocos momentos después se oyeron resonar roncamente por todos estos contornos los tres metálicos golpes que con inaudita fuerza descargó Abindarráez.

-¿Conque ganó la apuesta?

-Sí, y no.

-¿Cómo es eso?

-Ganó la apuesta, porque efectivamente Abindarráez dio los tres golpes ofrecidos y además clavó en la puerta el velo de su amada Zaida; pero no pudo gozar del fruto de su victoria.

-Pues ¿qué sucedió?

-A los tres golpes siguió el silencio más profundo. En vano estuvieron aguardando todos la vuelta de Abindarráez. Pasaron horas y horas, llamáronle a grandes voces; pero sólo el eco las repetía en la soledad; pasó la noche, llegó, en fin, la mañana, y a los primeros rayos del sol, todos vieron en la puerta clavado el velo de Zaida; mas nadie supo de su triste amante. Abindarráez había desaparecido de una manera maravillosa. Por todas partes lo buscaron, llamáronle por todas partes, y ni hallaron a Abindarráez y ni siquiera encontraron rastro por donde deducir la causa de su desaparición o el género de muerte que había sufrido. Ni sangre, ni vestidos, ni huella alguna encontraron. Mi hermano, que tanto amaba a su señor, fue uno de los que más se aproximaron a la maldita vivienda, pero ninguno de los que allí se hallaban se atrevió a llegar hasta la puerta.

-Yo, -dijo el más anciano de los leñadores-, he oído contar varios sucesos de esa especie acaecidos en la misma torre; pero ninguno de ellos me ha llamado tanto la atención como la propia historia del Alfaquí de la torre y del mago de la gruta.

-¿Y qué fue de la pobre Zaida? -preguntó uno de los moros.

-Al día siguiente, mi hermano torno a Granada, y cumpliendo con el encargo de su señor, fue a referirle a Zaida el triste fin de la aventura de su amante, sin dejar de anunciarle que su velo había aparecido clavado en la terrible puerta. La joven se afligió extraordinariamente al recibir tan lamentables nuevas, y después de regalar espléndidamente a mi hermano por su fidelidad, le despidió con muestras de grandísimo desconsuelo. Algunos días después se oyó decir que Zaida había desaparecido de la casa paterna, y que jamás volvió a saberse de ella. No obstante, hay quien cuenta que por aquellos mismos días se oían en torno de la torre muchos lamentos a media noche, y algunas veces, según dicen, veíase cruzar una figura blanca, que sin cesar repetía: ¡Abindarráez! ¡Abindarráez!

-¿Sería Zaida?

-Yo por mi parte casi me atrevería a jurarlo, respondió el narrador con un tono tal de firmeza, que por ello merece nuestra admiración.

-¿Y después no ha vuelto a saberse nada más?

-Todo lo que sobre el particular puedo decir, se reduce a que algunos días después de estos sucesos, el velo de Zaida y el puñal de Abindarráez habían desaparecido de la puerta. Conjeturas muy probables hacen creer que la enamorada y bella Zaida, lamentando su infortunio, murió en la misma torre que su amante.

Callaron todos, y durante largo rato es de creer que nuestros leñadores fuesen recapacitando en su mente los varios sucesos de que habían oído hablar. Al fin uno de ellos rompió el silencio, preguntando al más anciano:

-¿No decías que nada te había interesado tanto como la historia del Alfaquí encantado y del mago de la gruta?

-Así es la verdad.

-Pues cuéntanos esa historia, y de esta manera entretendremos gustosamente el tiempo que nos queda hasta llegar a Granada.

-Dicen que hace mucho tiempo, -respondió el narrador-, habitaba en la torre un venerable Alfaquí, lleno de años, de virtudes y de ciencia. Allí, retirado del mundo y rodeado de libros, de plantas, de animales disecados, de redomas y de otros mil utensilios para sus estudios y experimentos, se entregaba con ardor y sin cesar a descubrir todos los secretos de naturaleza que pueden estar al alcance del hombre; pero más particularmente tenía todo su empeño en averiguar, por medio de sus investigaciones, todos los sucesos que estaban por venir; y en efecto, ya en muchas ocasiones el Alfaquí había predicho multitud de casos, que al fin se habían realizado con exactitud maravillosa. En la magia y en la astrología, el Alfaquí era verdaderamente un prodigio. Acaeció, pues, que una noche, ya muy tarde, el solitario sabio oyó que llamaban a la puerta de la torre. El Alfaquí abrió y encontrose con un Morabito de muy buen aspecto, y que con palabras melosas pidió hospitalidad al Alfaquí, el cual no tuvo inconveniente en concedérsela, muy ajeno de sospechar quién era el Morabito. Este penetró en la torre, y después de hablar largamente con el Alfaquí y de haber examinado con la más escrupulosa atención todos los utensilios y libros que en aquella mansión había, retirose al aposento que le había designado el Alfaquí, el cual, según la costumbre de los sabios y estudiosos, pasaba todas las noches en vela; así es que después que dejó al Morabito recogido en su lecho, volviose a sus cavilaciones. Yo no sé hasta qué punto será fundado y cierto lo que voy a decir; pero lo que se cuenta es que el Alfaquí estaba muy extenuado, no sólo por sus meditaciones y largas vigilias, sino también porque, según decían, ¡cosa rara! todas las noches venía a visitarle un águila misteriosa, que clavaba sus garras en el pecho del Alfaquí, mientras que éste, absorto en su anhelo de saber, se entregaba a sus pensamientos. El águila era verdaderamente maravillosa, pues tenía las alas de fuego, los ojos de lince, el pico de oro y las garras de acero emponzoñado. Algunas veces el dolor del Alfaquí era tan intenso, que tornando en sí de sus meditaciones, pugnaba violentamente por arrancar de su pecho aquella ave carnívora; mas entonces el águila daba un graznido cuya significación comprendía el viejo, que, con muestras del más vivo gozo, se abrazaba al cuello del ave, y cabalgando sobre su encendida espalda emprendía un viaje aéreo por las regiones celestes hasta donde el águila se elevaba con sus alas de fuego, y allí le explicaba al Alfaquí con su pico de oro todos los misterios de la naturaleza, que ella veía con maravillosa claridad con sus ojos de lince, si bien de cuando en cuando, y como para hacerle pagar al viejo su complacencia, el águila clavaba sus ponzoñosas garras en el pecho del Alfaquí, siempre, siempre devorado por una curiosidad cruel, eterna, insaciable. Cuando a la luz de la luna los pastores de la sierra veían atravesar por los aires aquel extraño jinete que no corría, sino que volaba sobre el águila, el terror se apoderaba de ellos, y ninguno se atrevía a llevar su rebaño por los contornos de la torre. Es de advertir que estos viajes aéreos nunca duraban más que una noche, y que siempre al ser de día el Alfaquí se hallaba de vuelta en su vivienda solitaria. Aun cuando la llaga que tenía en el pecho todas las noches se renovaba de la manera más cruel y dolorosa, el Alfaquí, durante el día, se entregaba al sueño, que ejercía sobre sus heridas un efecto tan prodigioso, que al despertarse se encontraba perfectamente sano, si bien a las pocas horas volvía otra vez a sus angustias y a sus atrevidos viajes.

-Verdaderamente que es maravillosa y agradable esa historia.

-Sucedió que aquella noche el Morabito, que era todavía más curioso que el anciano, se levantó para observar todo lo que el Alfaquí hacía, y entre otras palabras le oyó decir las siguientes: «¡Oh porvenir! ¡Oh naturaleza!¡Que no pudiese yo penetrar todos tus secretos y averiguar todo lo que ha de suceder en el mundo! ¡Oh porvenir! Levanta tu velo sombrío ante mis miradas, y yo entonces bendeciré al Criador que me ha dado el ser. De otra manera, el hombre es tan desdichado e ignorante, que no merece la pena de vivir».

El Morabito, que oyó tales palabras, no pudo menos de sonreírse considerando la locura del viejo Alfaquí...

El narrador guardó silencio por algunos instantes.

-¿No continúas? -le preguntaron sus compañeros.

-Es que no recuerdo completamente todos los mil pormenores de esta historia, y a fe mía que lo siento.

-Por Alá que no la interrumpas.

-No, no, ya procuraré acabarla; mas no quisiera suprimir nada sustancial.

-¿Y quién te ha enseñado esa historia?

-Cuando era niño, me la leía mi padre en un libro de los más estimados por su merito y su rareza; un libro precioso lleno de noticias curiosas, de tradiciones e historias las más agradables. En mi niñez aprendí esta leyenda literalmente de memoria, tal como os la he comenzado a relatar; pero como hace tantos años...

-Y el libro, ¿lo conservas?

-¡Ay! No.

-¿Lo vendió tu padre acaso?

-Sí, desgraciadamente. Después he sabido que aquel libro precioso se halla hoy en poder del rey de Granada.

-Pero no te detengas, sigue tu cuento.

-Narras tan bien, -dijo otro-, que me pareces un libro.

-Vamos, vamos, -añadieron los demás compañeros-, no nos prives del gusto de oírte.

-Os diré lo que recuerde.

-Será una lástima que no esté cabal el cuento.

-Paréceme que nada importante habré olvidado. Si acaso omito algo, casi puedo aseguraros que serán circunstancias accesorias. Pues, como iba diciendo, el Morabito no pudo menos de considerar que el Alfaquí era un insensato al desear saber todos los secretos de la naturaleza y los sucesos todos que el porvenir tiene guardados debajo de su alquicel. Estando el Alfaquí tan distraído, no se apercibió de la presencia del Morabito, el cual, retrocediendo algunos pasos, comenzó a andar de manera que pareciese que entonces llegaba. El Morabito procuró manifestar al anciano que la verdadera ciencia del hombre consiste en conocerse a sí mismo, añadiendo otras mil cosas que yo no recuerdo, porque nunca las he comprendido tan bien como hubiera deseado. El Alfaquí, muy orgulloso de su ciencia, miró al principio con desprecio al Morabito; pero luego que este comenzó a explicarse, el Alfaquí se quedó atónito. El Morabito llevaba una redoma llena de un líquido extraído de varias plantas y animales, líquido que tenía una virtud maravillosa. Mucho había llamado la atención del Alfaquí el ver que su huésped ni un sólo instante había abandonado la redoma; así es que no pudo dejar de preguntarle para que le dijese lo que en aquella vasija llevaba. El Morabito se sonrió al oír esta pregunta, y respondió al anciano diciendo con mucho misterio, y como dándole una prueba insigne de confianza, que allí llevaba un licor de tal virtud y de tan subido precio, que no se atrevía un momento a abandonar la redoma, si bien, por otra parte, experimentaba el disgusto de que, teniendo que hacer un largo viaje, se veía muy expuesto a perder por cualquier accidente tan preciadísimo tesoro, contenido en tan frágil vasija. Al punto el Alfaquí se apresuró a decirle que podía muy bien dejarse en la torre la redoma, verificar su viaje, y que a la vuelta podía recogerla sin ningún inconveniente, con toda seguridad, y evitando así los temores que le aquejaban. Sonriose el Morabito, que leía como en un libro abierto lo que en el corazón del viejo Alfaquí pasaba. Cabalmente era la intención del Morabito el despertar la curiosidad del anciano, lo cual había conseguido a las mil maravillas.

-Estoy impaciente por saber lo que el Morabito llevaba en la redoma, -dijo el más joven de los leñadores, el que había contado la historia de Zaida y Abindarráez.

-El astuto Morabito fingió que tenía mucha repugnancia en dejar aquel precioso depósito en la torre, y cuantos más obstáculos presentaba al Alfaquí, tanto más éste insistía en que le confiase la redoma hasta su regreso. Por último, el Morabito accedió, o mejor dicho, fingió acceder (pues que él no deseaba otra cosa) a las súplicas del viejo; pero el Morabito le impuso una condición con mucho aire de importancia y de misterio.

-Y ¿qué condición fue esa?

-Prohibirle de la manera más terminante y solemne el que tratase de examinar lo que la redoma contenía; pues de lo contrario, desde el momento en que tal hiciese, le sobrevendría tal trastorno en su naturaleza, que le sería imposible morir aun cuando todo el género humano intentara darle la muerte; pero que si bien es verdad que se haría de todo punto invulnerable para los golpes de una muerte corporal o física, en cambio tales y tan crueles penas afligirían su alma, que con grande ahínco había de implorar la muerte como el único remedio a sus angustias; mas que la imploraría en vano.

-¡Vive Alá que era terrible la condición!

-Tú, ¿qué harías? -preguntó otro.

-Me parece que yo pronto rompía la redoma para ver su contenido.

-Pero las amenazas eran crueles.

-¡Vaya unas amenazas! ¿Qué cuidado me hubiera dado a mí el que se hubiesen cumplido?

-En efecto,-añadió otro-, tras de satisfacer la curiosidad, se conseguía hacerse inmortal.

-Y veamos, ¿qué hizo el Alfaquí?

¿Qué había de hacer? Lo que harían casi todos los hombres, si a uno por uno se lo fuesen proponiendo. El Alfaquí, inmediatamente que se quedó solo, no pudo resistir a los vehementísimos deseos que tenía de satisfacer su curiosidad; así es que, vaciando el líquido en una escudilla, se dispuso a examinarlo; pero apenas lo hubo vertido, cuando del fondo de aquel licor comenzó a salir un humo denso, que muy en breve inundó toda la estancia, dejando al pobre Alfaquí poco menos que muerto de terror, terror que se aumentaba cuando vio aparecer entre el humo infinidad de figuritas luminosas que representaban hombres, mujeres y animales, y que pasaban volando por junto a él, llamándole y sonriéndole con mil gestos a cual más grotescos. Por último, aquel humo poco a poco fue condensándose y envolviendo al aturdido Alfaquí, hasta que súbito cayó desmayado, y, según se dice, aquellas figuritas de luz lo trasportaron a regiones lejanas y misteriosas, en donde hasta ahora permanece encantado.

-Verdaderamente que sabes bien a fondo esa historia; varias veces había oído hablar de ella; pero nunca he oído referir este suceso con tales pormenores.

-Tienes razón,-añadió otro-, y he aquí por qué hasta ahora yo no había conocido que se trataba del viejo santón, que después de muchos años dicen que tiene que volver a la torre sobre un descomunal caballo de esmeraldas.

-Así es la verdad, -repuso el viejo narrador-. Cuando llegue el día del desencanto del Alfaquí, tronará en torno de la torre toda la Sierra Elvira, y entonces, según las profecías, se verán grandes prodigios, se realizarán sucesos de mucha importancia para los musulmanes, la guerra asolará el universo, y entre moros y cristianos más particularmente se trabará una lucha horrorosa, que terminará al fin por quebrantar las fuerzas... Pero sólo Alá es grande, y únicamente su sabiduría soberana pudiera predecir el éxito de los sucesos que aún están venturos.

-Es cosa maravillosa. ¡Un caballo de esmeraldas!

-El caballo en que dicen ha de venir el santón, será tan grande que cubrirá una región muy extensa; y en cuanto a las esmeraldas, aseguran que su color y preciosidad anuncian que en esta región se han de realizar las más bellas esperanzas.

Nuestros campesinos no dejaron de comentar los precedentes sucesos y tradiciones que entre ellos le conservaban, devanándose los sesos por averiguar la causa y origen de que el Morabito, es decir, el mago de la grata en que se hallaban nuestros caballeros, tuviese ojeriza al viejo Alfaquí de la torre, al cual le había entregado la peligrosa redoma, causa de su encantamiento; mas la averiguación de tales cosas estaba ciertamente vedada a los moros, que en estas y otras siguieron su camino hasta llegar a Granada.