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Los Templarios - I: 37

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Capítulo XXXVII - El mago de Sierra Elvira

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Ahora, si el lector no lo ha por enojo, tornaremos a la gruta en que dejamos a don Guillén y a sus amigos, que a la vez, llenos de espanto y curiosidad, no sabían cómo explicarse la aparición de aquella luz de color azulado y amarillento, matiz que suele encontrarse en el rostro de los difuntos. ¡Cuánta fue su sorpresa al comprender que se hallaban dentro de una especie de cementerio! Mudos, inmóviles, petrificados de asombro quedáronse nuestros expedicionarios al volver sus ojos vagarosos en torno de aquel siniestro recinto. Ya hemos oído a los moros referir cosas estupendas respecto a los habitantes de la torre y de la gruta; y aun cuando exagerasen mucho las hablillas vulgares, truncando considerablemente la verdad, no por eso dejaba de ser fundado el terror supersticioso que inspiraba el antro de Sierra Elvira, que había servido de morada a diversas generaciones de magos, al decir del vulgo. Verdaderamente que al ver aquella mansión no podía dudarse de su destino. Queremos decir que se adivinaba al punto que pertenecía a la vez a un mago, a un astrólogo y a un alquimista. Por todas partes veíanse retortas, vasijas, cartas astronómicas, plantas, libros y astrolabios.

En medio de aquel extraño aparato estaba un anciano de fisonomía inteligente y de exótico ropaje. En la misma línea del callejón se elevaban algunos toscos escalones, después de los cuales el piso era llano y terso, como que estaba formado por una peña natural. La especie de aposento en que el viejo se encontraba era de forma circular y de extensión considerable. A vueltas de los objetos que ya hemos mencionado, veíanse en derredor ¡cosa rara! muchos ataúdes. Algunos de ellos tenían la tapa levantada, y al siniestro resplandor de la luz de que hemos hablado, podían distinguirse las lívidas facciones de algunos de aquellos cadáveres. El anciano encontrábase a la sazón como abismado en sus meditaciones. Estaba sentado delante de un trípode, sobre el cual había un libro abierto, y en torno del trípode y del anciano veíase vagar una luz como una chispa eléctrica, y que semejaba en sus divagaciones a esos fuegos fatuos que de noche se ven aparecer, fosfóricos y errantes, en los lugares pantanosos. En vista, de tal y tan maravilloso espectáculo, nuestros caballeros quedaron tan embargados por la sorpresa, que ninguna palabra dijeron al solitario y misterioso habitador de la grata. El anciano, por su parte, tampoco pareció reparar en los recién llegados hasta que no trascurrieron algunos minutos.

-Alá os guarde, extranjeros, -dijo el viejo en lengua castellana.

Los cristianos demandaron al solitario que les perdonase su atrevimiento por haberle acaso interrumpido en sus estudiosas tareas. El viejo los recibió con extraordinaria amabilidad, invitándoles a que tomasen asiento en algunos escaños que, a más de los instrumentos ya indicados, constituían el único adorno de aquel subterráneo laboratorio. Don Guillén, después de algunos momentos de reflexión, se aventuró a preguntar:

-¿Vivís solo en esta gruta?

-Hasta cierto punto sí, y hasta cierto punto no.

-¿Os gustan los enigmas? -dijo sonriéndose el médico.

-No me disgustan, -respondió el anciano fijando sus ojos de águila en Momo.

-¿Y esa luz?...

No bien Jimeno hubo acabado su pregunta, cuando la luz desapareció repentinamente. En seguida, el anciano, volviéndose hacia Jimeno, dijo:

-¿Os maravilla esta luz?

-¿A quién no causara sorpresa y aun espanto?

-Así es la verdad. Hoy he experimentado el placer más intenso de mi vida. Ninguna exclamación puede ser más fiel intérprete de nuestro amor propio que esta: ¡Ya conseguí mi objeto! Y cuando los deseos que vemos realizarse nos han atormentado durante muchos años, ¡oh! entonces no hay nada comparable con nuestra alegría, con el inmenso júbilo que nuestro corazón satisfecho experimenta. Toda mi vida he estado trabajando ardientemente por hallar el más precioso tesoro.

Todos los circunstantes se miraron sorprendidos.

-¿Y que clase de tesoro es ese? -preguntó Jimeno.

-Esta luz que hace poco habéis visto, la he hecho yo mismo brotar de la piel de un gato negro, frotada con una pasta maravillosa, cuyo secreto nadie sino otra persona posee en el mundo.

-¡Ese es el gran tesoro! -dijo Álvaro.

-¡Esa miserable lucecilla! -exclamo el médico Momo.

-¿Acaso os parece poco? Jamás los alquimistas han encontrado ni encontrarán un secreto que más valga; ni jamás el fuego filosófico [1] usado por los químicos podrá compararse con las maravillas que encierra en su seno esta luz azulada, que hace poco hirió vuestros ojos.

-Yo creo que vuestra inteligencia le da mucha importancia a ese fuego fatuo, -dijo Momo con irónica sonrisa.

El anciano miro al médico con ese aire de desdeñosa lástima con que un sabio mira al ignorante que no le comprende; mas no por eso Momo dejaba de manifestar, cada vez más insultante, una expresión de burlona incredulidad. En cuanto a los tres jóvenes, debemos decir que estaban sobrecogidos de un asombro siempre creciente.

-¡Cómo se conoce, -exclamó el viejo-, que no habéis profundizado en los abismos de la ciencia, iluminados por el resplandor de las siete antorchas de la filosofía oriental! Si vos conocieseis los maravillosos secretos que encierra la alquimia en el mundo exterior y los libros de Brahma en el mundo interno, no hablaríais con tanto desprecio de lo que habéis tenido la dicha de ver. Yo os lo digo, extranjeros, y os desafío a que me probéis lo contrario; yo os digo que los más preciados tesoros de la tierra no valen un átomo en comparación de los secretos de la alquimia y de los libros de Vyasa y de Manú. Y en prueba de ello, os aseguro, y podéis creerme, que he abandonado los goces que en el mundo me hubiera proporcionado la posesión de inmensas riquezas.

-¡A fe que es donosa la idea! -exclamó riéndose el médico.

-¿Por qué? -preguntó con altivo continente el anciano-. ¿Quién sois vos para despreciar de esa manera la alquimia? ¿Acaso vos sabéis el origen de todas las cosas? ¡Cuán, de otro modo hablaríais, si, como yo, supieseis los misterios del número tres en el mundo de los espíritus y en el mundo de los objetos!

-¡Ahí está el secreto del espejo creador! -exclamó el poeta.

-¿Que queréis decir? -preguntó el anciano clavando sus ojos en Jimeno-. El mundo que yo llamo de los espíritus es esencialmente el de las ideas.

-Pero para mí no hay más que una idea esencial, en cuyo seno van a perderse todas las demás, así como van a unirse en el océano todos los ríos.

-Hasta cierto punto habéis dicho una cosa muy razonable; pero no habéis tocado en la dificultad del número divino. Tres son las ideas fundamentales.

-Yo no veo más que una que aparece bajo relaciones diversas.

-¿No querréis explicar esas apariciones? -preguntó Momo con su aire zumbón.

-La existencia de la verdad en sí, -repuso Jimeno-, es como Dios, inexplicable. Pero la verdad toma diversos nombres cuando aparece en el tiempo y en el espacio.

-En efecto, -dijo el anciano-, habéis explicado muy bien la profundidad de las profundidades.

-Ahora bien. ¿Habéis comprendido ya lo que yo entiendo por espejo creador?

-No muy claramente.

-El tiempo y el espacio es el espejo que refleja las ideas. Así, pues, las tres puertas principales por donde el mundo de los espíritus, como vos decís, se comunica con el mundo de los objetos, son la luz, la forma, la acción.

-Mucho os remontáis, joven, -dijo el anciano con la sonrisa del maestro.

-Pero paréceme de más importancia y de mayor claridad que tratemos del mundo de los objetos, -dijo Momo dirigiéndose con cierta arrogancia al anciano-. Ahora veréis, -añadió-, quién soy yo para hablar de alquimia. ¿Cuál es la explicación del número tres aplicado a esta ciencia?

-¡Oh! Si vos la supieseis, con más respeto hablaríais a los sabios: Sunt tres matrices...

-Mercurius, sulphur et sal, -interrumpió vivamente el médico.

-¡Cómo! -exclamó el viejo asombrado-. ¡Vos conocéis la alquimia, y os burláis de ella!

Momo hizo un gesto que quería decir:

-¡Cabalito!

Luego el médico dijo:

-Y aun cuando no me burlara de la alquimia, me burlarla de los alquimistas que abandonan los goces del mundo y la posesión de inmensos tesoros positivos por correr tras del fantasma de la alquimia. Repito que es donosa la idea de no querer el oro acuñado, y por otra parte perseguir sin cesar la trasmutación de los metales.

-Cuidado, que yo no he dicho que desee tampoco el oro que pueda brindarme la alquimia.

-Como hablasteis de la ciencia...

-Yo hablaba de la ciencia en general, porque después de haber cultivado la alquimia, la teúrgia, la astrología y todas las ciencias, he llegado a conocer que es imposible transformar una barra de hierro en otra de oro. Mas no por eso mis esfuerzos han sido vanos, porque he llegado a descubrir perfectamente que el hombre es un mundo abreviado, que en su formación y operaciones tiene íntima analogía con el universo. El hombre por medio del alma inteligente se comunica con Dios, por medio del cuerpo material con el mundo corpóreo, y por medio del cuerpo espiritual (fluido sutil) se comunica con el mundo celeste. De todo lo cual se deduce, sin ningún género de duda, el influjo de los astros en los fenómenos sublunares y en las acciones humanas, así como también se comprueba la eficacia de la magia y de la adivinación. Igualmente he descubierto que en el hombre existe cierta fuerza de atracción por medio de la cual aspiramos la vida del mundo, y precisamente este poder magnético es la causa de que nos asimilemos aquellas partes de los alimentos que son propias para la nutrición; y además poseemos otro magnetismo superior que atrae el fluido espiritual, principio de las sensaciones y de los conocimientos empíricos, magnetismo subordinado a la aspiración por medio de la cual el alma se alimenta de Dios. Así el mundo es un flujo y reflujo de la vida divina, y el hombre es el conducto por donde se verifica. Bajo otra relación, -añadió el anciano dirigiéndose al poeta-, el mundo de los objetos no es más que la forma, la imagen, la trasformación, la eterna palabra nunca acabada de pronunciar, o eternamente repetida por la boca del Eterno.

Con mucho gusto y con notable sorpresa escucharon nuestros caballeros tan insoportable arenga, que no extrañaríamos tuviesen por jerigonza incomprensible. Mas el buen viejo, como si todavía creyese que había hecho poco por maravillar y convencer a sus oyentes, continuó impertérrito en su perorata, como si pretendiese hacer sectarios o prosélitos.

-La ciencia, oídme bien, la ciencia sólo puede adquirirse por la intuición pura, intuición de la naturaleza íntima de los fenómenos, que únicamente puede verificarse por medio del fluido magnético. Ahora bien, a más de este fluido sutil que pone en relación al alma con el cuerpo y con los astros, existe otro fluido algo semejante y esparcido en todo el Universo, fluido que participa de la naturaleza ígnea y lumínica, y que se halla así dentro como fuera de los cuerpos sólidos y líquidos y hasta en el aire de la atmósfera.

-¡Por Israel, que estáis ininteligible y afectado! -exclamó el médico.

-Esa es muy a menudo la suerte de los grandes descubrimientos. Los hombres, por no confesar su vergüenza, cuando no entienden una cosa, se burlan de ella.

-En efecto, -respondió Momo con maligna sonrisa-; voy creyendo que en esta apartada gruta hemos topado con la piedra filosofal; pero con la piedra filosofal en figura humana. ¿Queréis que os lo diga? Pues bien, respetable anciano; sois un grande hombre, y de ello me han convencido vuestras razones mismas. ¡Sois un grande hombre, supuesto que no os entendemos!

Y así diciendo, Momo no pudo reprimir una estrepitosa carcajada, que resonó en el interior de la gruta como el eco sarcástico del demonio de la negación, el más encarnizado enemigo del ángel de la fe.

-¡Oh! -exclamó con cierta amargura el anciano-; dentro de algunos siglos el mundo estará inundado de asombro, de dignidad y gratitud por la grandeza de mis descubrimientos. ¡Sí! Los hombres serán casi inmortales y se aproximarán cuanto es posible a ser la imagen de Dios, no ya en la esfera del pensamiento, sino en el fecundo teatro de la acción, de la esfera práctica. Gozarán casi como Dios de la omnipresencia; se mudarán las relaciones del tiempo y del espacio; multiplicará el hombre la actividad de sus sentidos [2]; se explicarán las leyes ahora misteriosas de los presentimientos; la inteligencia humana asistirá gozosa al espectáculo de tanta actividad, de tanta y tan variada vida como hierve, lucha y resplandece en el seno de la naturaleza; sus palabras irán, envueltas en el rayo; sus ojos, ayudados por instrumentos portentosos, acaso descubrirán nuevos seres habitadores de los astros; sus labios en la copa de la vitalidad científica gustarán el vívido y variado jugo que circula por las plantas, por las flores, por los frutos; para moverse el hombre tendrá las alas de la luz, y envuelto entre torbellinos en figura de naves, domará la espalda del soberbio Océano, y volando entre dos cielos descubrirá nuevos mundos; el hombre, en fin, dominará al mundo físico que lo dominó a él, siendo causa de su caída; tarea inmensa y laboriosa, pero sublime y digna de Dios y del hombre; tarea que parece le ha sido impuesta para elevarse al conocimiento de la sustancia única e indistinta, donde el cognoscente y el conocido son idénticos, donde el hombre es igual a sí mismo, donde cesa la lucha entre lo infinito de sus aspiraciones y lo limitado de sus medios, donde está la armonía perfecta, donde por último se encuentra la felicidad.

-Pero para eso es preciso morirse, -objetó riéndose Momo.

El anciano clavó en el médico una mirada como si hubiese visto una víbora.

-¡Por vida de Brahma! -exclamó furioso el viejo-. ¿No me habéis entendido? ¿No oísteis que al principiar dije que todas estas maravillas deberán realizarse en la esfera práctica, sobre este planeta que habitamos?

-Eso es volver al paraíso terrenal, -dijo el poeta.

-¡Habéis dicho una cosa grande! -exclamó el viejo con voz solemne-. Del paraíso salió el hombre y allí deberá volver; pero volverá sabiendo lo que antes no sabía en su estado primitivo.

-¿Y qué ignoraba antes? -preguntó don Guillén.

-El precio de la felicidad que perdió, -repuso el anciano-. Cuando el hombre vuelva a rehabilitarse de su abyección, estimará en toda su valía el tesoro que habrá conquistado, tesoro que regalado nada vale, y que adquirido por el sudor y la sangre de mil y mil siglos será digno del hombre.

El poeta y don Guillén escuchaban atónitos; pero el médico y Álvaro del Olmo meneaban la cabeza, el uno con burlona sonrisa y el otro con el aire ceñudo de un acérrimo católico, que oye proclamar herejías como si fuesen calificadas y ortodoxas verdades.

-¿Me permitís que os haga una pregunta? -dijo Álvaro.

-Preguntad, -respondió el viejo con arrogancia.

-Y cuando la humanidad se encuentre en ese estado que predecís, ¿estará sujeta a la muerte?

-No, -repuso sin vacilar el mago.

-Pues entonces, -dijo severamente Álvaro-, o estáis equivocado de la manera más lamentable, o del modo más grosero tratáis de engañarnos.

-¡Cómo!

-La razón en muy obvia. ¿Creéis en Dios?

-Sí.

-¿Creéis que sea justo?

-No puedo negarlo.

-Pues en tal caso, todas las generaciones que hubiesen precedido a esa generación dichosa de que habláis, ¿no tendrían con razón el derecho de reconvenir a Dios por su injusticia, por su crueldad en haberles hecho nacer antes de esa era venturosa en que soñáis?

Esta objeción impresionó fuertemente el ánimo de todos los circunstantes, si bien por diferente motivo. A don Guillén y al poeta, porque deseaban esclarecer y afirmar sus ideas en este punto; y a Momo, porque con esta polémica se le proporcionaba un nuevo motivo de risa.

-Vamos, ¿qué decís, señor sabio? -preguntó el médico con aire encizañador.

-¿No creéis exacta la reflexión que me he permitido haceros? -dijo Álvaro con la más exquisita cortesanía.

-No lo creo así, -repasó el viejo.

-Pues explicaos, si no queréis que os juzgue enemigo de la lógica.

-Me explicaré, -respondió el anciano con voz firme.

Todos prestaron grandísima atención.

El anciano, tomando una actitud pedagógica, comenzó a decir de esta manera:

-Vendrá un día, una hora, un instante misterioso en que los hombres llegarán al estado feliz de que hace poco os hablaba...

-¿Sobre la tierra? -preguntó Álvaro.

-Claro está. ¿No me habéis entendido? -dijo el mago no sin impaciencia.

Después de una breve pausa, continuó:

-Ensayaré explicarme en otros términos, para ver si consigo convenceros. ¿Qué diríais si yo afirmase que la humanidad es siempre la misma?

-¿Qué queréis decir?

-Que la cantidad de materia o masa corpórea que siempre se rebulle sobre este planeta, es como el vaso inmenso dentro del cual está contenida la potencia inteligente, reflejo de la inteligencia divina. Y como Dios no puede dejar de ser siempre el mismo, claro está que un sol que nunca se pone y que siempre brilla con idéntico esplendor, no puede menos de reflejar la misma luz. Y pues la inteligencia contenida en la materia es siempre idéntica, y siendo también la inteligencia lo que constituye la humanidad, queda probado evidentísimamente que la humanidad es siempre la misma. Ahora bien, cuando llegue ese instante dichoso en que, por decirlo así, el hombre torne otra vez al paraíso, se entenderá que vuelva allí el mismo Adán que fue arrojado de aquel lugar de delicias; pero el mismo Adán con conciencia de sí mismo; Adán, es decir, la humanidad, conociendo que conoce su grandeza, su dignidad, los afanes, las angustias que lo ha costado volver al mismo punto de donde fue arrojada por la espada de fuego del ángel del Señor, que entonces cerró al hombre las puertas del paraíso, temiendo que comiese del árbol de la vida, ya que se había atrevido a comer del árbol de la ciencia.

-¿Sois cristiano? -preguntó don Guillén.

-Yo pertenezco a todas las religiones, porque en todas veo la misma idea. Las formas son las que varían.

Al oír tales palabras, Álvaro exhaló un suspiro de compasión.

-Por lo demás, -continuó el mago-, la tradición de que Adán (y por éste no entiendo precisamente un solo hombre, sino entiendo que es la personificación de la especie humana) fue arrojado del paraíso, es una noción que, más o menos confusa, más o menos velada bajo estas o aquellas formas, se conserva fielmente en todos los pueblos de la tierra. Insisto, pues, en que, cuando el hombre haya conquistado el paraíso, le serán franqueadas las puertas de todos los misterios, su inteligencia abarcará el piélago sin orillas de lo infinito, y entonces podrá saciar su sed en el manantial inagotable de la verdad eterna, y satisfará su hambre con los místicos frutos del árbol de la ciencia y de la vida. Por consiguiente, el hombre, como al principio, volverá a ser inmortal. En cuanto a lo que decís de las generaciones pasadas que vivieron en épocas menos felices, debo contestar que eso no pasa de ser mera ilusión, supuesto que la inteligencia de todos los que antes vivieron es la misma de los que entonces para siempre vivirán. Es, por decirlo así, el mismo precioso licor que al través de los siglos ha ido trasegándose de uno en otro vaso, renovado sin cesar a medida que el tiempo grieteaba la materia, haciéndola inepta para contener la potencia inteligente de la cual sólo es y ha sido la interina depositaria.

-¡Eso es negar la individualidad! -exclamó vivamente el poeta.

-Negación que envuelve otra más trascendental todavía, -dijo Álvaro con su mesura y severidad acostumbradas-. Tal vez no os habéis apercibido de que negáis la responsabilidad moral, pues en el instante solemne de que habéis hablado, cuando los hombres que entonces vivan vuelvan a convertir la tierra en paraíso, se entiende que dais la inmortalidad y la felicidad a todos los hombres que en aquella era existan, en cuyo caso repetiré mi argumento, no ya por las generaciones pasadas, sino también por aquella generación presente. Quiero decir que todos los hombres en aquella época obtendrán, según vos, una misma suerte venturosa, lo cual no puede menos de ser horrorosamente injusto. No es admisible que entonces ni nunca todos los hombres sean absolutamente buenos en el mismo grado, y la injusticia salta a los ojos desde el momento que a todos los hombres hacéis un presente igual, confundiendo así el mal y el bien, el mérito con el demérito. De tan funesta doctrina se deduce rectamente la indiferencia en las acciones humanas, es decir, que la misma y aun mejor cuenta saldría siendo malvado que virtuoso. Si sois cristiano, si pretendéis inquirir la verdad de buena fe, buscadla, yo os lo digo, buscadla en los libros sagrados, sobre todo en el Evangelio; pues en ninguna parte brilla la revelación a que la humanidad aspira con una claridad más digna y bella que en el Nuevo Testamento. A pesar de estas reflexiones que vuestros errores me han sugerido, no por eso dejo de estar conforme con parte de vuestra doctrina. ¡Sí! La humanidad, después de haber recorrido un círculo inmenso en el tiempo y, en el espacio podrá convertir la tierra en un lugar de delicias; no habrá más que un rebaño y un pastor; pero ¡ay! en ese mismo instante se habrá cumplido un gran misterio, el de la consumación de los siglos; caerán las estrellas como la lluvia del cielo, se ensangrentará el disco del sol y de la luna, la bóveda del firmamento pasará veloz como un torbellino sobre la faz de la tierra; entonces llegará el fin de los tiempos, resonará la trompeta formidable, la tarea de la humanidad, se habrá terminado, y nada puede vislumbrarse más allá sino el premio o el castigo que, después de la resurrección, el Padre y el Hijo impongan a los hombres en el terrible juicio.

-Podéis guardar vuestros sermones para quien los necesite, -dijo el anciano encogiéndose de hombros desdeñosamente.

-Recordad, -continuó Álvaro impertérrito-, que el reino de Dios no es de este mundo.

Jimeno escuchaba con atención profunda, y en la abundancia de nobles sentimientos e ideas luminosas que hervía en aquel corazón juvenil, se le ocurrían mil y mil pensamientos grandes y profundos que le hubiera sido imposible retener en su pecho. El fuego sagrado de la inspiración brillaba en su frente y en sus ojos.

-Yo no puedo creer, -gritó el poeta-, que el curso de los tiempos se acabe. Enhorabuena que este planeta sea aniquilado; pero ¿quién os ha dicho que el universo esté reducido a este grano de mostaza que llamamos tierra? La eterna y vivífica palabra del Creador jamás podrá estar sumergida ni un instante en el inerte reposo de las tumbas. Con una mano arrojará mil y mil globos en el abismo insondable de la nada, y con la otra volverá a sacar del antiguo caos millones de millones de rutilantes mundos, que arrojará de nuevo con poderoso empuje al fecundo torrente de la vida. El hombre volverá regenerado al paraíso, y después de esta gloriosa conquista no aguardéis que se desplomen los cielos para siempre. Después del gran juicio, a la segunda venida del Cristo, su reino vendrá también a nosotros. El hombre volverá a la justicia y pureza originales, la serpiente será para siempre vencida y encadenada, y el hombre cumplirá al fin la voluntad de Dios al criarle y con su entera y originaria rectitud, su espíritu, como antes hubiera podido hacerlo naturalmente, obedecerá a Dios y será señor de los sentidos y tendrá el imperio del universo, gozando en cuerpo y alma de la gloria del Creador; pero gozando por medio de la magnífica alianza de la libertad y de la virtud. Entonces, si quisiese, pudiera tornar a caer; pero yo os lo aseguro, no querrá descender más del brillante pedestal de su rehabilitación sublime. Oíd lo que tengo sobre mi corazón. Después de tantos afanes, yo veo un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habrán pasado para siempre con sus tempestades y alteraciones, así como también el género humano, idéntico en la sustancia, no será el mismo en sus cualidades de debilidad, sino que ya establecido el reino de Dios, después de la última y séptima época, será como una nueva creación en donde, en regocijo sin fin y con paz inalterable, todos los que nacieron desde el principio y por su virtud lo merecieron, gustarán eternamente en cuerpo y alma los doce frutos de bendición del árbol de la vida.

Todos los circunstantes hicieron un movimiento.

-Creedme, -gritó el poeta con la faz encendida como el sol-. Tened fe en mis palabras, porque es imposible que Dios me inspire estas cosas con tanto ardor y que luego sean una mentira. Hay en el fondo de nuestra alma, en lo más recóndito de nuestra naturaleza, cierta fuerza de espontaneidad, soplo del cielo, que en alas de la buena fe, de la santa esperanza, de la caridad ardiente se remonta en algunos momentos solemnes de la vida hasta los místicos y dorados espacios en que resplandecen las siete estrellas y los siete candelabros, que han de alumbrar las siete victorias que el hombre conseguirá algún día sobre las siete cabezas del infernal dragón.

Calló el poeta, y todos, al oír sus palabras, quedaron atónitos y conturbados, como los tristes campesinos que ven mudarse sus cabañas al ronco impulso de un formidable terremoto. Largo silencio reinó en la gruta. Como el lector habrá advertido, las opiniones de Jimeno eran una especie de puente que enlazaba ambas teorías, la del viejo y la de Álvaro. Los dos sistemas vagaban por las opuestas orillas del océano de la ciencia.

Efectivamente, -dijo al fin el anciano-, no puedo creer que de una manera absoluta se acabe el curso de los tiempos. ¿Quién puede concebir el reposo de la muerte en el que es autor de toda vida? Aun en el fondo mismo de la eternidad, que yo admito, veo destacarse, sin embargo, la idea de tiempo, de sucesión en la conciencia, aunque sin límites.

-¡Insensatos! -murmuraba Álvaro del Olmo.¡Insensatos!

-¡Topos fanáticos! -exclamaba Momo pudiendo apenas reprimir una carcajada-. ¿Quién había de creer que hubiese en el mundo quien tanto delirase? ¡Creer en la resurrección de la materia! Vamos, están locos rematados.

Y encogiéndose de hombros con el aire de un sabio positivista, Momo se puso a examinar un cadáver de los varios que había en la gruta dentro de sus ataúdes.

-¡Qué locura tan singular! -pensaba Momo-. ¿Qué demonios se propondrá hacer este vivo con estos muertos? ¡Esto parece un cementerio!

Don Guillén entretanto se hallaba confuso y abismado en mil contrarios pensamientos en vista de aquella discusión que había despertado enérgicamente su incesante anhelo de saber, por más que hubiese guardado un obstinado silencio. Su alta inteligencia estaba agobiada bajo el peso de sus dudas, como si sobre su espíritu se hubiese desplomado una montaña. Don Guillén deseaba con ansia poder asirse a las alas de oro de esas hermosas verdades que se remontan al cielo y forman su nido prodigioso en el mismo disco del sol. ¡Ay! Don Guillén intentaba afirmar sus creencias, lo deseaba, lo quería; pero al desgraciado le faltaba la fe.

-¡Oiga, el de la inmortalidad en la esfera práctica! -gritó el médico con acento zumbón-, ahora os demostraré prácticamente lo absurdo de vuestras opiniones.

-¿Qué decís? -preguntó saliendo de su meditación el anciano, que hasta entonces no había reparado en lo que Momo se ocupaba.

-¿Veis estos cadáveres? Pues vamos a ver como les hacéis resucitar, por más que los tengáis embalsamados de una manera admirable y perfectamente disimulada.

El mago sonriose desdeñosamente.

-¡Embalsamados! -exclamó.

-¿Me queréis hacer creer lo contrario a mí que los vendo?

-Esos no son cadáveres, -dijo el mago.

-¡Por la reina Esther! ¿Sabéis que me gusta vuestro humor? Ciertamente que no es fácil encontrar un viejecito más chusco.

Con un aire tal de socarronería y malicia pronunció Momo estas palabras, que no pudieron menos de despertar la hilaridad de sus compañeros, poco antes absortos en las más graves reflexiones.

-Ya os he hablado del misterioso fluido sutil que une al alma con el cuerpo, y de ese otro fluido que existe en toda la naturaleza...

-A fe que estáis más afluente que un manantial.

Esta chanzoneta de Momo acabó de colmar la medida al sufrimiento del mago, que, fuera de sí, exclamó:

-¡Es inútil empeñarse en revelar los misterios de la ciencia a los incrédulos y a los necios! No pretendo cansarme ni cansaros con teorías; hechos innegables me bastarán para confundiros.

Don Guillén lanzó una mirada de reconvención a su médico.

Entretanto el buen Pedro Fernández se hallaba retraído en un rincón, tan atortolado como perro con maza.

El halconero, chiticallando, había estado oyendo toda aquella extraña conversación, sin entender de ella más que si le hablasen en caldeo, habiendo únicamente logrado el que le zumbasen los oídos como si la hubiesen repiqueteado un millón de almireces sobre la mollera. Momento hubo en que ya se imaginó que se hallaba en aquella gruta vía recta para el infierno, y en más de una ocasión llego a creer que todos sus compañeros se habían vuelto locos. A la sazón había tomado resignadamente el partido de rezar con disimulo una parte de rosario a las ánimas benditas, para que luego luego le inspirasen a su señor el deseo de salirse de aquella maldita madriguera.

El mago, dirigiéndose a los jóvenes, dijo:

-La alquimia no me ha enseñado a trasmutar el hierro en oro; pero en cambio me ha revelado el secreto de hacer brotar la lucecita que visteis antes, así como también la confección de un elixir maravilloso, cuyos efectos vais a ver muy en breve. El elixir tiene uso para rejuvenecer la materia, o sea, renovar la vida animal, en tanto que la luz prodigiosa sirve para atraer el espíritu y obligarlo a reunirse con el cuerpo. ¡0 vis duorum permira fluxuum!

-¡Sóplate esa! -exclamó el médico.

El mago se dirigió con paso lento al muro de la gruta, donde había un nicho y en él un horrendo monstruo, cuya cabeza y manos eran de hermosísima doncella, con cuerpo de perro, garras de león, alas de águila y cola de dragón. El mago murmuró una fórmula cabalística, e inmediatamente los ojos de la esfinge centellearon en la oscuridad, y en seguida lanzó un suspiro lastimero y metálico, que se dilató por los tenebrosos ámbitos de la gruta. Nuestros caballeros reconocieron en aquella voz el mismo fúnebre lamento que antes habían escuchado en la puerta de aquella mansión prodigiosa. Tres veces el terrible mágico repitió la potente invocación, y otras tres veces resonó en la cueva el lastimero gemido. En seguida volvió precipitadamente adonde hemos dicho que estaba el trípode, sobre el que había un libro abierto y escrito con caracteres caldeos. El viejo se había transfigurado completamente; sus ojos relucían como carbones encendidos, su rostro parecía que iba a brotar sangre, anhelosa respiración salía de su ancho pecho, las venas de su frente querían reventar, y diríase que su estatura se había aumentado medio pie. También por tres veces abrió el misterioso libro del destino por diversos parajes, y en cada una de aquellas páginas leyó algunas líneas con tan grande fervor, con volición tan vehemente, que parecía que el vívido rayo de su mirada encontraba otros ojos entre aquellos enrevesados caracteres. Luego de pronto se dirigió a un armario y sacó una redoma llena de un líquido verde, una piel de gato negro y una pasta como de jabón de piedra, de color jaspeado y tez brillante. El mago colocó todo esto sobre el trípode, y comenzó a frotar la pasta contra la piel, con la cual cubría la redoma.

No es fácil explicar la rapidez y el vigor inaudito que el anciano desplegaba al verificar aquella fricción portentosa, que tan fecunda había de ser en resultados. A los pocos momentos oyose un ruido sordo dentro de la redoma, como si el líquido que contenía se hallase en el más alto grado de hervor, en la ebullición más candente. En efecto, de aquel rápido frote brotaba un humo cada vez más denso y azulado, hasta que, por último, el tapón de la redoma saltó en alto violentamente, y al mismo tiempo apareció, como por encanto, la luz amarillenta y azul que, como antes, comenzó a revolar en torno del anciano. Diríase que aquella chispa fosfórica estaba dotada de intención, de vida, de inteligencia. Todos los circunstantes contemplaban aquel espectáculo con los cabellos erizados de terror.

-Ahora, -dijo el anciano-, acabaréis de ver los maravillosos efectos del elixir de la vida y de la pasta confeccionada con las tres matrices: el mercurio, el azufre y la sal.

-¡Y qué nos queda ya que ver! -exclamó el buen Pedro Fernández santiguándose.

-La resurrección de los muertos.

-¿Qué decís? -exclamaron los tres jóvenes en coro.

-La verdad, -repuso lacónicamente el mago.

-Estos cadáveres...

-Algunos de ellos, -interrumpió el viejo-, éste que está junto a mí lleva ya quinientos años de dormir en este ataúd.

-¡Es posible!

-Éste fue el primero de mis ascendientes, que vino a España a poco de haberla conquistado los moros...

-¡Su traje no es de musulmán! -observó el señor de Alconetar.

-¡Era judío, o por mejor decir, su vestimenta era judaica.

-¡Cuántos misterios!

-Éste que aquí veis fue gemelo, y profesó constantemente el más tierno cariño a su hermano. Ellos, como yo, son descendientes del gran maestro de la magia y de la filosofía oriental, el sublime e inmortal Zoroastro. Este sabio inició a sus hijos en los prodigiosos secretos de la teúrgia, revelándoles las omnipotentes y místicas palabras de la Invocación y de la Evocación, palabras formidables que hacen conmoverse llena de pavor y de humildad a la naturaleza entera.

El gran Zoroastro llegó a adivinar la existencia de esta luz que estáis mirando, luz en cuyo candente seno habita el espíritu sutil; pero por más ensayos que hizo mi venerando ascendiente, nunca llegó a descubrir el secreto que sospechaba. Sin embargo, dejó escrita y consignada la mayor parte del procedimiento, con cuyo auxilio sus descendientes continuaron en la grande obra sin desmayar ni un instante, con incansable eficacia y con resultados cada vez más fecundos y próximos al término de esta investigación casi divina. Los dos hermanos gemelos fueron los primeros que, a fuerza de largas vigilias, hallaron el gran secreto, permirum arcanum.

El mago permaneció algunos instantes meditabundo, como si en su interior reflexionase sobre la importancia y excelencia de las verdades que iba a revelar.

-Veamos. ¿En qué consiste ese arcano de que tanto habláis? -preguntó don Guillén no sin alguna impaciencia.

-Ahí precisamente voy a parar. ¡Admiraos! Los dos hermanos, después de varios experimentos, se convencieron hasta la evidencia de que habían encontrado el secreto de suspender la vida.

-¡De suspender la vida!

-Yo no lo entiendo.

-Eso es un absurdo.

-¡Jesús, María, y José!

-¿Creéis acaso que es imposible paralizar el curso de las funciones vitales? El hombre se eleva a una altura inconmensurable y prodigiosa, a medida que profundiza en los abismos de la ciencia.

Y esto diciendo, el mago dirigiose a uno de los departamentos de la gruta, y a poco volvió con otra redoma y otra pasta. El licor que contenía la vasija era negro, la pasta era también negra.

-He aquí la antinomia; esta mixtura es la contraria diametralmente a esta otra (el mago señalaba a la redoma verde y a la pasta jaspeada). Ahora bien, prestadme atención. Un hombre se encuentra, por ejemplo, en la edad de treinta años y quiere saber y presenciar lo que sucederá dentro de un siglo. ¡Qué! ¿Os admira esta pretensión? Verdaderamente que es magnífica y sublime e incomprensible y dificultosísima; mas no por eso deja de ser realizable. Esta mixtura es narcótica y antipútrida por excelencia, y tiene la maravillosa virtud de paralizar el movimiento vertiginoso del fluido esencialmente vital, y conserva en el cuerpo humano, sin el más mínimo deterioro, la parte más pura, oleosa y saludable de la sangre, sincerior sanguinis succus. Hecha esta brevísima explicación acerca de este pasmoso medicamento, sólo me resta deciros que un hombre, graduando la dosis según la razón combinada de su complexión y del tiempo que pretenda renunciar a la vida, puede sin el menor peligro suspender todas las funciones de su organismo, proporcionándose así como una especie de catalepsia [3] de la duración que más le plazca. Así, pues, el hombre que a los treinta años suspendió su vida, puede muy bien levantarse joven, lozano y gozoso después de un siglo, y vivir y viajar y amar y conocer ciencias nuevas, trajes diversos, costumbres distintas, imperios recientes, razas, fisonomías, civilizaciones e idiomas completamente desconocidos. ¡Cuán magnífico espectáculo, cuán jubilosa voluptad puede el espíritu del hombre disfrutar en la tierra por medio de este maravilloso descubrimiento! Y todo esta reducido a tomar una pequeña dosis de esta pasta y de este licor. ¡Maravilla! ¡Maravilla!

El viejo había sabido comunicar su entusiasmo a todos los presentes, menos a Momo, cuya glacial sonrisa causaba en el mago el mismo efecto que el agua en el fuego.

-Se me ocurre una pregunta, -dijo Momo.

-¿Cual?

-Decidme: aun cuando fuesen realizables al pie de la letra todos los delirios que acabáis de manifestar, si estos cadáveres fuesen devorados por las fieras o por un incendio, después de tragados o reducidos a ceniza, ¿podría verificarse la resurrección de que habláis?

Esta salida de Momo, produjo tan estrepitosa carcajada en todos los circunstantes, que el pobre mago quedose más corrido que la zorra en el convite de la cigüeña. El primer movimiento del sabio fue precipitarse sobre el insoportable Momo, que se le reía en las barbas, como estudiante travieso en presencia del pedagogo. Por ultimo, logrando contenerse, y como si nada hubiera oído, el mago, volviéndose a los jóvenes, continuó:

-La única dificultad consiste en que es preciso revelar el secreto a una o más personas, a fin de que tengan el cuidado, no sólo de colocar al suspenso en un sitio seguro, a cubierto de accidentes funestos, sino también de que, si el período es largo, vayan trasmitiéndose la noticia de padres a hijos, para que, llegado el tiempo, practiquen con el artificial cadáver la operación que muy pronto vais a ver.

-¿Y si el que sabe el secreto no tiene hijos, o se muere de muerte repentina, o es un pícaro que dice Requiescant in pace?

-¡Hombre maldito! -murmuró el mago.

Luego añadió en voz alta:

-Eso no prueba más sino que una fatalidad invencible extiende sus contrariedades y peligros hasta los descubrimientos más portentosos.

-Vamos, en este punto os habéis confesado rendido.

-No he hecho más que manifestarme sensato.

-Y aun así y todo, ¿es posible que creáis que puede creerse esa estúpida resurrección? ¡Resucitar la materia!... Holgaríame de ver la operación de que os valéis. Siempre será machacar en hierro frío, pedir peras al olmo, predicar en desierto, escribir en el agua o ladrar a la luna.

-¡Incrédulo! -gritó el mago fuera de sí-. ¡Ahora veréis el gran misterio! Quinientos años hace que los dos hermanos gemelos suspendieron su vida, el uno en este sitio y el otro en otra gruta situada en Jerusalén. Un lazo misterioso y magnífico de ciencia y parentesco ha unido esta mansión con aquella por espacio de cinco siglos. De padres a hijos ha venido trasmitiéndose con religiosa exactitud este precioso depósito.

Y esto diciendo, el anciano sacó del volumen que había sobre el trípode un hoja de papiro, en la cual se veían trazados algunos caracteres en idioma zendo, que era la lengua sagrada del antiguo magismo de la Persia.

-¡Mirad! Hace quinientos años que este manuscrito existe en esta gruta. Todos mis ascendientes se lo han ido trasmitiendo con la expresa condición de no leerlo sino en el último caso, en peligro de muerte, a fin de no privarnos a cada uno de la gloria de hacer el descubrimiento por nuestra propia actividad y fuerza. En estas líneas está contenido y explicado el arcano maravilloso de los dos fluidos. Hasta hoy no me ha sido lícito romper los siete sellos de la misteriosa caja destinada a guardar este escrito, porque hasta hoy no he descubierto por mi propia ciencia la creación de la luz. Precisamente habéis venido a visitarme en el día más dichoso y solemne de mi vida. Esta noche, según la antigua costumbre de los míos, tengo la obligación de celebrar con mis ascendientes, el banquete de la resurrección. Todos los individuos de mi familia han hecho lo mismo el día en que lograron abrir la puerta del gran misterio con la llave de la ciencia, como para dar a entender a sus mayores que habían cumplido dignamente su encargo. ¡Vosotros asistiréis al convite!

En seguida el anciano empuñó, el potente báculo de Zoroastro, y tocando en el muro de la gruta, vieron instantáneamente abrirse dos puertas de fúlgido metal y aparecer una extensa habitación espléndidamente iluminada. En el centro del rutilante aposento veíase una mesa redonda y cubierta de exquisitos manjares y vinos delicados. En torno de la mesa veíanse siete sillones de madera preciosa y ricamente historiados con incrustaciones de marfil y oro.

Nuestros caballeros repararon que los ataúdes eran también el numero de siete. El mago, después de algunos momentos de reflexión profunda, exclamó con voz de trueno y con el fervor de una pitonisa:

-¡Fuerzas magnéticas! ¡Fuerzas eléctricas! ¡Jugos vitales! ¡Potencia de los elementos! ¡Ondinas del agua! ¡Sílfidas del aire! ¡ Salamandras del fuego! ¡Gnomos de la tierra! ¡Venid, venid, venid!... ¡Fuerzas creadoras que engendrasteis al gran Seísmos visible, palpable, sólido, animado, fecundo, vívido, arrojad vuestro soplo de vida en torno de mi frente! ¡Brillad, agitaos, chocaos, estremeceos, bramad, suspirad, brisas, huracanes, gotas, océanos, arenas, montañas, luces, astros, volcanes, átomos, mundos, obedeced mi palabra! ¡Obedeced! ¡Obedeced! ¡Obedeced!

El mago guardó silencio durante algunos minutos. Luego murmuró algunas palabras ininteligibles, y súbito oyose a lo lejos un rumor como de mil y mil caballos que galopasen sobre un terreno calcáreo. Aquel sordo ruido cada vez se aproximaba más hasta que, por último, cada uno sintió zumbar en sus oídos como el eco de cien torrentes, a la vez que la amarillenta y azulada lucecita creció de pronto como un gigante de fuego, inundando en vivísimo resplandor todos los ámbitos de la gruta. Luego, del fondo de aquella luz, salió una voz múltiple, extraña, incalificable, una voz como ningún oído humano la oyó jamás.

-Aquí estamos, -decía la voz-; tu evocación ha sido oída; manda, Casib, manda y obedeceremos.

Sonriose el mago, y en seguida colocó en torno del trípode los siete ataúdes con la tapa levantada.

-¡Espíritu sutil, ya es tiempo de que vivifiques!

Apenas Casib hubo pronunciado estas palabras, cuando la luz prodigiosa volvió a recobrar otra vez su diminuto y primitivo tamaño.

En seguida Casib dio principio a una operación extraordinaria. Colocándose a la cabeza del ataúd en que yacía el primer habitador que fue de aquella gruta, comenzó por imponer las manos sobre el lívido rostro, y acabó por soplar muchas veces sobre la boca del cadáver. Era lo más portentoso el que la luz seguía todos los movimientos de Casib, quien por último dijo:

-¡Ahora!

Inmediatamente la luz penetró por la nariz del cadáver, y al cabo de cierto espacio volvió a salir por la boca.

El mago fue repitiendo esta misma operación con los seis cadáveres restantes. Terminada esta especie de iluminación interior, la estrellita, como una mariposa brillante, volvió a revolotear otra vez en torno de la frente de Casib.

Durante largo rato reinó silencio sepulcral, y al fin Momo le rompió diciendo:

-Paréceme que están muertos sin ningún género de duda.

Casib, al parecer, no oyó estas palabras, pues estaba tan absorto que ni pestañeó siquiera. De repente sucedió una cosa espantosa. La esfinge comenzó a exhalar horribles gritos, los muros de la gruta comenzaron a estremecerse con violencia, y las redomas que en diferentes armarios el mago tenía guardadas, comenzaron a entrechocarse, produciendo un ruido extraño, trémulo, vidrioso. Diríase que la magia, valiéndose hasta de los objetos inanimados, entonaba un himno de gracias y de júbilo al mágico triunfante.

-¡Anúbis! -exclamó Casib-. Ahora es preciso que yo imite tus movimientos.

Y el anciano empezó a saltar en torno de los siete ataúdes, exhalando espantosos gritos, y sin cesar repitiendo:

-¡Anúbis! ¡Anúbis! ¡Anúbis!

Pocos momentos después los cadáveres se incorporaron en sus ataúdes, y abriendo sus ojos radiantes, exclamaron:

-¡Casib! ¡Casib! ¡Llegó el gran día!

Nuestros caballeros estaban con los cabellos erizados de horror en vista de aquel espectáculo. Era aquello una cosa nunca vista, una especie de Apocalipsis, pero teúrgico, satánico, blasfemo; un remedo informe, una tentativa soberbia como Lucifer, una horrible parodia de la resurrección en el ultimo día. En esto oyose la ronca detonación de un espantoso trueno, y la gruta pareció que había sido trastornada de arriba abajo, y los circunstantes creyeron que la tierra faltaba a sus pies y que habían sido arrojados en las profundidades del infierno. De repente los resucitados con sus luengas barbas y exóticos ropajes saltaron de sus ataúdes y entablaron, asidos de las manos, una danza horrible, infernal, fantástica, y a sus caprichosas evoluciones mezclaban gritos de júbilo y huecas carcajadas. Luego, después de un largo rato, se detuvieron repentinamente, y dirigiéndose al mago, prorrumpieron en grandes voces diciendo:

-¡Casib! ¡Casib! ¡Al convite! ¡Al convite! ¡Al convite!

Y veloces como los fantasmas de una espantosa pesadilla se precipitaron en el suntuoso aposento del banquete, arrastrando con violencia en pos de sí a nuestros atónitos aventureros.


  1. Grado de calor más o menos intenso con que los químicos hacen sus operaciones. Recibe el nombre de filosófico por la graduación en la intensidad.
  2. Alude a la vista magnética, no sólo al través de los cuerpos opacos, sino también por la extremidad de los dedos, por el epigastrio, etc. En nuestros días se halla esta opinión tan extendida y afirmada por autores respetables, que es imposible negar la traslación del sentido de la vista sin caer en la nota de temeraria obstinación.
  3. Letargo de prodigiosa duración y que tiene todos los signos exteriores de una muerte natural. Varias personas catalépticas han sido enterradas, creyéndolas difuntas. Entre otras mil anécdotas, cuéntase la de un inglés que después de sepultado volvió a la vida por la casualidad más extraordinaria. Un famoso doctor compraba cadáveres al sepulturero para su gabinete de disección. El cataléptico era conocido del doctor, y entre otros cadáveres frescos que había comprado, se halló con el de su amigo. Teniéndolo ya sobre la mesa, y aplicándole el escalpelo para hacer sus investigaciones, advirtió el médico en el cadáver un leve estremecimiento a consecuencia de una pequeña herida, y sospechando la causa, suspendió, o mejor dicho, no comenzó su autopsia; antes bien se valió de los medios prescritos por su ciencia para volver a la vida a su desgraciado amigo. Es lo más sorprendente que el cataléptico oye y comprende todo cuanto en torno suyo se habla, lo cual prueba que es una parálisis o suspensión de las funciones corporales, pero que no extingue completamente la actividad íntima o pensante. Causa espanto la narración de este inglés, que oyó ser despeñado en la fosa y el rumor confuso y tétrico de la tierra que los sepultureros con los azadones arrojaban sobre su ataúd.