Los Templarios - I: 41
Capítulo XLI - La esfinge
[editar]Hallábanse en el magnífico aposento de la gruta de Casib siete hombres en torno de una mesa. El banquete se había terminado, y el más profundo silencio reinaba en aquel recinto. Sobre unos escaños veíanse además cinco hombres reclinados de manera que parecían dormir profundamente, o que acaso habían dejado de existir. Al lado de su señor estaba el halconero, como dando a entender que la muerte convoca a todos sin distinción para celebrar su fatídico convite. El mago estaba de pie escanciando el vino a los siete convidados, que hacían frecuentes y abundantes libaciones. Poco a poco el mago fue cediendo una fuerza sobrenatural, hasta que por último cayó de rodillas, cruzadas las manos sobre el pecho y elevados los ojos, como si la bóveda de la gruta y los cielos se rasgasen para manifestarle los misterios de la inmortalidad, Casib se hallaba en una actitud que revelaba que su espíritu, arrebatado en éxtasis sublime, se había remontado a las mansiones celestes.
Entretanto los convidados, ya de sobremesa, bebían y callaban. Al fin el más anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo:
-¡Este es el último de nuestra raza!
-¡El último! -repitieron.
-No ha querido el hado que se prolongue nuestra tarea. ¡El gran descubrimiento volverá a perderse durante muchos siglos!
-¡Se perderá!
-Dios no ha querido que nuestra tarea vaya más lejos, porque, prolongando en muchos siglos nuestras investigaciones, ¡oh! habríamos aprendido los misterios de la vida y de la muerte, y comiendo del árbol de la vida, ya nuestra resurrección no sería por un plazo mezquino; habríamos vencido a la muerte.
-¡Habríamos vencido a la muerte!
-Es verdad que también habríamos tenido el monopolio, digámoslo así, del destino de la humanidad. Llegará día en que lo que pensaba hacer nuestra familia lo realice universalmente la gran familia del género humano.
-¡Llegará el gran día!
Siguió a estas fatídicas palabras un prolongado silencio. Entretanto nuestros aventureros se encontraban en un estado verdaderamente singular. Todos escuchaban como entre sueños, si bien la comprendían perfectamente, aquella extraordinaria conversación que pudiera llamarse de ultratumba.
Pero no podían sacudir su letargo.
-¡Hijos míos! -volvió a decir el más anciano de los descendientes de Zoroastro-. Según la tradición que se conservaba en nuestra familia, cuando se interrumpiese la cadena de nuestra sucesión, tanto en Granada como en Jerusalén, sería la señal de que los tiempos se hallaban cerca... ¡Vosotros lo sabréis!
-¡Lo sabemos!
-Pues bien... ¡Oíd un gran misterio!... Cuando llegue el día en que la carne permanezca estéril...
-¡No hay tiempo! ¡Oíd! ¡Oíd!
En aquel momento se oyó un rumor a lo lejos, y la lámpara que iluminaba el aposento comenzó a chisporrotear con grande estrépito.
-¡La lámpara de la vida está próxima a extinguirse! -exclamó el más anciano inclinando la cabeza sobre el pecho con ademán profundamente dolorido.
-¡Tomad, bebed! -exclamó el más joven de los siete, echando un licor negro y hediondo en uña calavera-. A mí me toca ofreceros la copa de la mortalidad.
Todos fueron gustando el licor de la muerte.
Cuando llegó su turno al último, resonó un trueno terrible que recorrió el firmamento del uno al otro polo. Era esa hora misteriosa y solemne en que por el Occidente huyen despavoridas las tinieblas al mismo tiempo que asoma por el Oriente el fúlgido carro del sol. Diríase que aquel formidable trueno era la diana magnífica de la creación al despertarse.
-¡Al ataúd! ¡Al ataúd! -gritó una voz metálica y vibrante, que parecía salir del nicho en donde estaba la esfinge.
Los siete misteriosos convidados saltaron de sus sillas, y como empujados por una mano poderosa, se precipitaron en sus respectivos ataúdes.
Apenas el día tendió su manto de oro sobre la tierra, cuando Casib tornó en sí de su éxtasis, exclamando:
-¡Las tinieblas huyen! ¡Los cielos se cierran! ¡Los ángeles se dispersan por el Universo!...
Ya hemos dicho que nuestros aventureros, a pesar de su letargo, habían oído perfectamente toda la extraña conversación que hemos relatado.
-¡Vencer a la muerte con hierbas, pastas y pociones! -exclamaba Álvaro del Olmo con indignación-. ¡Insensatos! ¡La virtud es la única que puede triunfar de la muerte!
-Ellos han dicho que Casib es el último de su raza, y Casib ha permanecido célibe... Naturalmente todos los otros habrán sido casados... Desearla saber si han hecho el experimento en sus mujeres para inmortalizarlas. ¡Me atrevo a apostar que todos han usado del elíxir negro para quedarse más pronto viudos!
Esto diciendo, Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.
Por lo que hace al señor de Alconetar y a sus amigos, debemos decir que no acababan de admirarse en vista de los portentos que habían presenciado en la gruta del mágico. Informado éste, o por mejor decir, adivinando el objeto que traía a Jimeno por aquellos apartados lugares, aproximose a él, y examinándole atentamente, le dijo:
-Vuestra fisonomía no me es desconocida.
-Acaso nos hayamos visto alguna vez. Yo por mi parte no recuerdo haberos visto nunca.
-¡Es prodigiosa la semejanza! -exclamaba Casib contemplando al joven trovador-. Cualquiera creería estar viendo a don Gonzalo Pérez Sarmiento cuando era mozo... Es verdad que éste es más alto; pero el metal de la voz es idéntico... ¡Me atrevería a jurar que es su hijo!
Y volviéndose a Jimeno, Casib le dijo directamente:
-¿Vuestro apellido es Pérez Sarmiento?
-¿Quién os ha dicho?...
-¡Ah! Vuestro padre era mi mejor amigo.
-¡Mi padre!
-Don Gonzalo Pérez Sarmiento, uno de los caballeros más distinguidos y sabios de la corte del rey Alfonso, el cual también con mucha razón merecía el sobrenombre de Sabio.
-¡Es posible! ¡Vos erais el amigo de mi padre! ¿Vos fuisteis quien al partir para Jerusalén entregasteis a don Gonzalo Pérez Sarmiento ciertos manuscritos?...
-En los cuales se contenía la noticia del inmenso tesoro que habéis venido a buscar y Jimeno y sus compañeros quedáronse absortos al escuchar semejante revelación.
-Oídme, -dijo Casib después de algunos momentos-. Vuestro padre y yo trabamos íntima amistad, tanto porque yo en don Gonzalo admiraba las virtudes de un cumplido caballero, cuanto porque además reunía los profundos conocimientos de un sabio.
-En efecto, he oído decir que el rey don Alfonso consultaba con mi padre sus más ilustres trabajos astronómicos, -dijo el trovador con una complacencia inefable y santa al oír hablar de su anciano padre en los términos tan honoríficos que acababa de hacerlo Casib.
-¡Es mucha verdad! Vuestro padre era muy consumado en la ciencia de los astros, y debéis creerlo así; pues no soy yo de los hombres que a cualquiera le concedo el título de sabio y de virtuoso... En cierta ocasión, hallándome en Toledo, en donde a la sazón estaba la corte, me vi en inminente peligro de perder la vida, a causa de que algunos enemigos míos, astrónomos hebreos, habían logrado malquistarme con el rey don Alfonso, diciéndole que yo hacía poco aprecio de su ciencia y que le había llamado ignorante. Ya comprenderéis que esta era la injuria que más podía ofender a aquel monarca, y a no ser por vuestro padre, que deshizo la calumnia, porque realmente yo nada había dicho, de seguro que el rey habría descargado sobre mí el peso de su venganza. Trastornos nuevos y aventuras continuas en que fueron muy fecundos los primeros años de mi vida, y además la palabra que había empeñado a mi padre, y la promesa que yo mismo también me había hecho, me obligaron por entonces a salir de España para Palestina. Pero en aquella época el rey de Granada estaba en guerra con Alfonso de Castilla, por lo cual era muy arriesgado venir a este sitio. Así, pues, no queriendo dilatar más mi viaje, entregué ciertos manuscritos a don Gonzalo Pérez Sarmiento, quien no quería aceptarlos, porque se imaginaba que con ellos pretendía pagarla en algún modo el favor que me había dispensado. Dile algunas explicaciones, asegurándole que, guiándose por la descripción contenida en mis papeles, le sería fácil encontrar una suma portentosa de oro; pero también le exigí que aguardase veinte años, pues si durante este plazo yo no volvía, era señal infalible de que la muerte o un calabozo me impedían regresar. El cielo quiso que volviese bueno y salvo mucho tiempo antes de cumplirse el plazo prefijado; pero ya el rey don Alfonso había muerto en Sevilla, su hijo don Sancho disfrutaba pacíficamente el reino poco antes tan disputado, todas las cosas, en fin, estaban mudadas, y en vano inquirí, averigüé y pregunté por don Gonzalo Pérez Sarmiento. Nadie supo darme razón, hasta que, desesperado de hallarle, y no dudando que había muerto, volví después de largos años a este mi humilde y sabio retiro... ¡Cuánto amaba yo a vuestro padre!
-Mi padre vive todavía, -repuso Jimeno.
-¡Vive! -exclamó gozoso Casib-. ¡Cuánto me alegro de saber que aún está bueno y sano mi antiguo e ilustre amigo! Pero ¿cómo es que nadie supo darme razón de él, ni menos de su amable esposa doña Beatriz de Vargas?
-¿Conocisteis a mi madre?
-Sin duda alguna. Habladme, habladme de don Gonzalo y referidme su historia y el estado en que se encuentre, próspero o adverso... Desde luego yo le felicitaría por haberle dado Dios un hijo de tanto mérito... Os he oído hablar con mucho gusto, por más que en algunos puntos no estemos del todo conformes. Los hombres verdaderamente sabios son también los que saben ser tolerantes.
Jimeno agradeció con una cortesía aquel elogio.
-¡Oh! mi padre ha sido muy desgraciado; ¡su historia a la verdad es muy lamentable!
-Decid, decid.
Conociendo el trovador que el interés del anciano era sincero y generoso, no vaciló en referirlo la lastimosa historia de don Gonzalo Pérez Sarmiento.
Grande admiración y pena causó este relato a Casib, el cual después dijo a Jimeno con el más tierno cariño:
-Ahora bien; supuesto que una feliz casualidad nos ha reunido, oíd el proyecto que se me ocurre.
-Ante todas cosas,-repuso Jimeno-, tomad vuestros manuscritos.
-Justamente iba a hablaros de eso.
-En ese caso decid.
-Para mí, ya lo he manifestado, las verdaderas riquezas son la ciencia. El estudio hace además toda mi dicha. Yo, pues, os cedo el tesoro que venís buscando y que está enterrado muy cerca de aquí...
-Pero yo no puedo aceptar...
-¿Qué inconveniente tenéis?
-Una cosa que no me pertenece...
-Os pertenecerá desde el momento en que yo os la doy solemnemente.
-Antes, en el supuesto de que vos no vivíais, miraba esta cuestión con otros ojos; pero ahora...
-Ahora, si queréis, no va a ser un don, sera la recompensa del inmenso servicio que me prestó vuestro padre salvándome la vida, y de un servicio que os voy a exigir personalmente.
-¿Cuál?
-Que dentro de veinte años, contados desde un mes después de nuestra separación, hayáis de volver aquí.
Jimeno y sus compañeros no sabían qué pensar de aquel hombre extraordinario. Unas veces lo tenían por loco rematado, y otras veces lo juzgaban como al más sabio de todos los mortales. En esta ocasión se imaginaban que aquella exigencia de volver, trascurrido tan largo plazo, sería porque el mago intentaba también suspender el curso de su existencia.
Casib leyó este pensamiento de sus huéspedes.
-¿Y no tengo que hacer otra cosa si no es venir a esta gruta dentro de veinte años? -preguntó Jimeno.
-Nada más.
-Os advierto que yo no entiendo nada de vuestro arte, y que si os fiáis de mí para la especie de resurrección que os he visto practicar artificialmente...
Sonriose Casib.
-Aun cuando ese fuera el objeto que yo me propusiese, todas las dificultades se os desvanecerían al llegar aquí.
-¡Al llegar aquí!
-No tendríais más que hacer sino iros en derechura a la esfinge...
Todos fijaron sus ojos atónitos en el monstruo.
-La esfinge, -continuó el mago-, os diría todo cuanto habíais de hacer.
Jimeno fijó en el viejo una mirada que significaba:
-¿Habéis perdido el juicio?
Casib se encogió de hombros.
-Pero no se trata de lo que pensáis, -dijo-, y todo se reduce a que volváis al tiempo señalado. ¿Lo prometéis?
-Por mi parte, lo prometo y lo juro; pero el caso es que en ese tiempo pudieran sucederme mil cosas que me impidieran volver... Además, ¿quién puede asegurarme de que yo viviré dentro de veinte años?... Os lo repito, tened en cuenta que si os fiáis solamente en mi vuelta para hacer vuestros experimentos...
-Nada debe inquietaros.
-Después de la extraña coincidencia que hoy me ha hecho reconocer en vos al antiguo amigo de mi padre... es natural que me interese por vos.
-Os agradezco tales sentimientos hacia mí; pero os diré, para tranquilizaros, que aun en el caso de que en vuestra vuelta librase yo alguna esperanza respecto a lo que pensáis, no porque dejaseis de venir se perdería todo, pues exigiría la misma solemne promesa de volver a otras varias personas, por ejemplo, a mis discípulos, que vienen a oír mis lecciones desde Granada.
-¡Ah!
-Pero otra vez vuelvo a decir que no se trata de esto. Ahora bien; yo no tengo hijos ni personas a quienes estime más que a vos, por el solo hecho de ser hijo de don Gonzalo Pérez Sarmiento, al cual quiero como a un amigo y a un hermano. Ya veis que no me faltan razones para darle en vuestra persona una muestra de mi afecto. Es preciso, pues, que seáis muy orgulloso, y a más de esto muy insensato, para que no aceptéis el oro cuya donación quiero haceros. Además, yo os exijo en cambio que volváis dentro de veinte años, y este servicio merece alguna recompensa.
Sin duda el mago quería imponerle a Jimeno aquella condición para que no tuviese reparo en aceptar, aunque tal vez no abrigase el deseo de que volviese.
Luego añadió:
-Por otra parte, si vos no lo aceptáis, ¿no conocéis que es un dolor dejar sepultado ese tesoro inútil para todo el mundo?
Jimeno ya vacilaba.
De repente Álvaro del Olmo tomó la palabra y dijo:
-Amigo Jimeno, tú debes aceptar el ofrecimiento que te hace este buen anciano.
-¿Renunciaréis así a los goces, a las comodidades, a los placeres que os proporcionarán de consuno la juventud, la hermosura, el talento y, sobre todo, las riquezas?
Esto dijo el médico frotándose las manos y con los ojos chispeantes de avaricia.
Casib frunció el ceño.
Evidentemente entre el anciano y Momo se había declarado la más enérgica antipatía.
-Es un deber tuyo el aceptar, -dijo Álvaro.
-¡Un deber!
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque, como ha dicho muy bien este anciano, es una lástima dejar sepultado e inútil ese tesoro. Tu o cualquiera otro que lo posea, con tal que sea un hombre honrado, podrá hacer mucho bien con esas riquezas que, de otro modo, permanecerán estériles. Te repito que es un deber tuyo el aceptar.
El anciano se sonrió. La verdad en el orden práctico (que es la moral) es un vínculo que enlaza y reúne todos los entendimientos, por más que en la parte especulativa haya diversidad de opiniones. Una prueba insigne de este aserto nos la suministran Casib y Álvaro, quienes, bajo otros puntos de vista, y respecto a teorías, pensaban de muy diferente manera. Añadíase a esta circunstancia la complacencia que siempre experimentamos cuando otra persona aboga por nuestra misma causa, por lo mismo que deseamos o exigimos.
-Debéis seguir el consejo de vuestro amigo, -dijo el viejo.
Durante algunos momentos detúvose Jimeno, hasta que por ultimo aceptó el don y las condiciones que Casib le imponía. Largo rato estuvieron departiendo acerca de las vicisitudes de don Gonzalo a quien tan tiernamente amaba Casib. Entretanto, Momo y don Guillén no dejaban de examinar, con mucha atención y curiosidad, la maravillosa escultura que, incrustada en el marmóreo muro de la gruta, representaba a una esfinge.
-Habéis dicho que este monstruo podría dar instrucciones al que venga dentro de veinte años...
-Y es la verdad.
-Desearía yo verlo, -añadió Momo con incrédula sonrisa.
-Es indispensable aproximarse a la esfinge.
-Veamos, -dijeron todos.
-Marchad, pues, a colocaros delante del nicho, -dijo Casib dirigiéndose al médico.
-¡Anda! -exclamó don Guillén devorado de curiosidad.
Momo obedeció.
Cuando se halló al pie de la esfinge, se oyó el seco crujido de algunos muelles, la esfinge abrió la boca y arrojó un pergamino en el cual se veían trazados varios caracteres zendos, caldeos, hebreos, árabes, latinos y españoles.
-Y ahora, ¿qué decís?
-¿Quién había de pensar que sois tan hábil maquinista?.
-En este pergamino, por ejemplo, pudieran estar las instrucciones de que he hablado.
-Verdaderamente que tenéis razón, -dijeron todos admirados del suceso.
Sobre el nicho veíase una tabla y en ella una pintura, con tal lujo de colorido, de tan correcto dibujo, de tan esmerado desempeño y de tan elocuente expresión, que verdaderamente era aquella una maravilla en el arte de Apeles. Era una figura de mujer hermosísima, de mirada penetrante, coronada de verdes ramos de oloroso romero y vestida con un espléndido ropaje de color de esmeralda y salpicado de estrellas de oro. Representaba la pintura un cielo en medio del cual veíase el rutilante disco del sol guiado por dos ángeles. Los bellos ojos de la graciosa figura estaban fijos en el cielo y en el sol. En la tierra veíase en perspectiva un majestuoso bosque de gigantes palmeras, que parecían representar el campo de las victorias. La hermosa virgen cabalgaba sobre un águila de prodigioso tamaño; en una mano llevaba una palma en flor, y en la otra un cordón de oro y seda verde, con el cual guiaba a la altiva reina de las aves.
-¿Qué significa esta figura? -preguntaron nuestros caballeros.
-Puede decirse que es el emblema de la vida humana.
-¿Cómo es eso?
-La vida del hombre es un viaje, una rápida sucesión de paisajes cada vez más extensos y majestuosos, una serie inagotable de perspectivas, un vuelo, en fin, hacia lo infinito. Y el estímulo, el aliento, el hipogrifo incansable que nos conduce al través del valle de la vida, es cabalmente lo que representa esta pintura. Es la ESPERANZA que ve entre sueños la victoria, la palma en flor que promete próximo fruto.
Todos permanecieron silenciosos largo rato, reflexionando sobre las palabras del sabio Casib, palabras que contenían la explicación del gran misterio de la vida humana.
Los jóvenes repararon luego en una inscripción, en lengua hebrea, que estaba colocada entre la pintura y la esfinge.
-¿Queréis decirnos lo que significa esa inscripción? -preguntó Jimeno.
El médico hebreo la había leído; pero había callado.
Don Guillén, que conocía perfectamente el idioma hebraico, se anticipó a decir:
-«La vida no es otra cosa que la esperanza continua de hallar siempre un tesoro. No vale el oro tenido, sino el que se espera. Tal es el sentido de la inscripción, traducida literalmente.
-Así es la verdad, -dijo el viejo.
Y en seguida Casib añadió:
-¿Veis este círculo de metal que se encuentra incrustado en el pavimento?
-Sí.
-Pues bien, a no ser por la circunstancia de haber reconocido a Jimeno, al hijo de mi antiguo amigo, ahora seríais mis prisioneros.
-¡Nosotros! -exclamó con altivez el señor de Alconetar.
-Como lo estáis oyendo. En poniendo el pie en este recinto, quedaríais completamente aprisionados hasta que no respondieseis a la pregunta que entonces os dirigiría la esfinge.
Durante algún tiempo todos permanecieron indecisos, hasta que, por último, el osado Lara, lleno de curiosidad, dijo:
-Pues si en eso consiste el que la esfinge nos proponga un enigma, pronto lo hemos de oír.
Y esto diciendo, el impetuoso caballero dio un paso para colocarse en el centro del misterioso círculo.
Casib exclamó vivamente:
-¡Deteneos!
-¿Por qué?
-Caeríais amarrado en el fondo de un profundísimo sótano.
-¿Y qué importa, con tal que yo sepa ese enigma?
-Podéis saberlo sin necesidad de molestaros.
-Eso es otra cosa.
-Veamos, veamos.
Casib volvió a poner el pie debajo de la esfinge, y otra vez resonó el crujiente resorte, y otra vez el monstruo volvió a abrir la boca, lanzando una hoja de papiro en que se veía trazada esta pregunta:
-«¿Cuáles son las cosas que nos sirven menos?»
-¡Descifrad este enigma! -exclamó Casib con aire de misterio y de importancia.
Estigio Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.
-¿Por qué os burláis de las cosas más sublimes que el hombre puede saber? -dijo el viejo amostazado.
Pero con la ira del mago se aumentaba la risa de Momo.
-Ya que os manifestáis tan arrogante como insustancial, decid: ¿cuáles son las cosas que nos sirven menos?
-Claro está: las desazones y las enfermedades-, repuso Momo riéndose siempre en las barbas del viejo.
Por más que nuestros jóvenes se esforzaron en permanecer indiferentes, no pudieron contener su hilaridad en vista de la donosa salida del médico, el cual insistió:
-¿Creéis que la esfinge pueda contrariar esta solución?
-¡Tenéis un nivel muy bajo! Todas las cuestiones, todos los sentimientos generosos, todas las nobles aspiraciones del corazón humano son rebajadas por vos hasta arrastrarlas por el fango. ¡Sois la serpiente astuta e inmunda que causó con sus sofismas la caída del género humano!
Momo tenía trazas de continuar en sus pullas; pero se contuvo a una seña de don Guillén, que había tomado por lo serio la cuestión propuesta por la esfinge.
Nuestros caballeros no se atrevían a responder definitivamente, pues se encontraban confusos o indecisos entre mil contrarias opiniones.
Al fin dijo el mago:
-¿Queréis que os proponga el mismo enigma bajo otra fórmula?
-Veamos.
-«¿Cuál es la cosa que mas apetecemos?»
-Por mi parte, reírme, -dijo Momo.
Los tres jóvenes dijeron sucesivamente:
-La virtud.
-La belleza.
-Hacer nuestra voluntad.
Casib se encogió de hombros.
-¿No es nada de esto? -preguntó don Guillén.
-Esos no son más que puntos de vista individuales, -respondió Casib.
-¡La virtud es una cosa individual! -exclamó Álvaro del Olmo escandalizado.
-Es lo más general y absoluto que existe...
-¿Pues entonces?...
-Pero aquí no se trata de eso, sino de saber qué es lo que más apetecemos, o en términos antinómicos, qué es lo que nos sirve menos. En respondiendo a una de estas preguntas, se responde implícitamente a la otra. Por lo demás, la respuesta debe estar concebida, como la pregunta, en los términos más generales.
Casib dejó largo rato a los caballeros discurrir la solución del problema propuesto.
La fiebre de la impaciencia mortificaba ya al impetuoso don Guillén, el cual, después de varias opiniones y discursos, preguntó:
-¿Nos vais a sacar de la duda, o no?
-Ahora veréis lo que responde la esfinge.
Casib volvió a tocar el resorte, y abriendo la boca el monstruo, lanzó otra hoja de papiro en la cual, había escritos dos breves párrafos divididos por una raya.
Casib leyó:
-«Las cosas que sirven menos para saciar nuestro anhelo de saber y de gozar son aquellas en cuya posesión estamos».
-Eso es un equívoco, -observó el médico.
-Profundizad bien el sentido de estas palabras, -replicó el mago.
-Ahora que profundizo, la tal respuesta me parece un absurdo, -volvió a decir el risueño Momo-. Traduciendo esa enrevesada jerigonza en términos más claros, equivaldría a decir: «Solamente estamos en posesión de las cosas que nos sirven menos para saciar nuestro anhelo de ciencia y goces».
-Profundizad, profundizad.
-¡Eso es! -exclamó súbitamente Lara-. Las cosas sabidas y gozadas son las que tienen menos encanto para nuestro corazón. ¡Ay! ¡Es una dolorosa verdad!
-Esa es la solución, -dijo Casib.
-¡Verdad; pero verdad muy dolorosa! -repetía don Guillén con voz doliente.
-Es un dolor necesario, -replicó fríamente Casib.
-¡Necesario!
-Sin duda alguna.
-Veamos la cuestión por el segundo aspecto, -dijeron a la vez el trovador y Álvaro.
Casib leyó la segunda respuesta:
-«Las cosas que no tenemos y que ignoramos son las que más necesitamos».
Después de algunos momentos de silencio, el mago volvió a decir, dirigiéndose a don Guillén:
-¿Comprendéis ahora cómo eso, que os parece una verdad dolorosa, es, sin embargo, el principal estímulo de la vida, al mismo tiempo que es también la causa de que las naturalezas superiores anhelen la muerte como los cautivos la hora de su libertad?
Momo se reía con todas sus fuerzas escuchando estas palabras y juzgándolas muy ajenas del mago, que tanto se esforzaba por suspender su vida, lo cual hasta cierto punto equivalía a prolongarla.
Casib continuó:
-Si la vida es un vuelo hacia lo infinito, la ansiedad de la mente humana es una cosa necesaria y la muerte un beneficio.
-¡Ah! -exclamó don Guillén-, ¡sois un hombre, verdaderamente sabio! ¡Cuánta verdad es lo que decís!... En efecto, las cosas no poseídas e ignoradas son el celaje del porvenir, el más allá de nuestro anhelo, el mágico pensil, aún no recorrido, de la esperanza.
Nuestros caballeros no cesaban de admirarse de oír al anciano Casib y de examinar la portentosa mansión.
Luego repararon en una estatua maravillosamente ejecutada, de tal manera, que parecía tener vida y movimiento. Era un mancebo que se hallaba en la actitud de examinar con mucha atención una cabeza que tenía dos caras, una de hermosísima mujer coronada de estrellas, y otra de disforme y verdinegro dragón vibrando sus tres lenguas. En el pecho, al lado del corazón, la figura tenía esculpidos varios caracteres.
-¡He aquí el principal enigma! -exclamó Casib.
-Descifradle.
-No haré sino exponerle: «Soy el estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre».
-Vamos, explicaos.
-Oídme bien. Los caracteres que están escritos sobre el pecho de la estatua, y su actitud de examinar esas dos figuras, pueden revelaros mucho. Ahí está simbolizado el bien y el mal y el libre albedrío. La razón y la ciencia son las fuerzas supremas del hombre.
-¡Ay! después de la caída, -interrumpió Álvaro.
-¿Qué queréis decir?
-Que el hombre, para haber permanecido inmortal y feliz, no necesitaba más que el ejercicio de su actividad dentro del círculo trazado por el Criador. El hombre desobedeció, y desde entonces la culpa, las enfermedades y la muerte se apoderaron del hombre, y el vicio y la degradación penetraron en el fondo de la naturaleza entera. Los animales comenzaron a perseguirse unos a otros, el cielo comenzó a enviar sus inclemencias, y los ángeles, por orden de Dios, inclinaron el eje del mundo. Con la culpa nació la necesidad de que este planeta que habitamos sea aniquilado algún día. Con la culpa nació la muerte de la naturaleza, y del hombre que la resumía y simbolizaba magníficamente.
-Pero también con la culpa nació un bien inmenso. El espíritu del mal quiso oponerse a la obra de Dios, y éste entonces le dio el mayor castigo, que consiste en que al fin la voluntad, la intención divina tendrá que cumplirse, pero con proporciones más gigantescas...
Jimeno quedose algunos momentos pensativo.
Luego continuó:
-Quiero decir que, llegado el día de la rehabilitación, la humanidad volverá a aparecer más grande todavía que en el momento en que salió de las manos del Criador, grandeza que habrá debido a su propio trabajo, a su merecimiento propio. Recién criado el hombre, era inmortal, era feliz, es cierto; pero entonces no tenía la ciencia, mientras que luego, al fin de los siglos, en la nueva tierra y bajo el nuevo cielo, los hombres serán, como Dios, scientes bonum et malum. Y entonces el espíritu de las tinieblas será vencido y humillado, pues que, pensando rebajar al hombre, sólo habrá conseguido sublimarle hasta las regiones etéreas. He aquí como el autor de la naturaleza se ostentará más que nunca sublime, sacando un bien inmenso de un inmenso mal.
Todos parecieron reflexionar sobre las palabras del trovador, menos Casib, para quien aquellas ideas eran familiares.
El viejo, pues, estrechó la mano de Jimeno, y dijo:
-He aquí que habéis explicado con maravillosa exactitud el sentido del enigma. El estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre es el mal.
Trascurridos algunos momentos, Casib añadió:
-¡Venid!
El anciano salió fuera de la gruta, después de ordenar a las gentes de don Guillén que le siguieran a un repecho poco distante, y en el cual veíase una enorme peña circuida de lentiscos. Aquel era el sitio en que se ocultaba el inmenso tesoro, e inmediatamente procedieron a sacarlo.