Los Templarios - I: 42

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo XLII - Singularidades y contradicciones[editar]

En la cima de un alto monte y en una humilde y ruinosa vivienda se hallaban dos caballeros en conversación muy tirada. Fácilmente podrán reconocer nuestros lectores a los dos personajes, desde el momento en que hagamos notar el sitio en que se encontraban. La humilde vivienda de que hemos hablado se hallaba situada en la cima del monte en donde estaban las ruinas de la ermita, cerca de las cuales habitaba ordinariamente el misterioso Templario. Este se hallaba a la sazón en compañía de un hombre de elevada estatura y de semblante sombrío. Aquel era el caballero de la Muerte. Ambos estaban sentados en el estrecho cubículo en torno de una buena lumbrada. En la parte exterior, en un cobertizo, veíanse dos caballos y un enorme sabueso que ya iba a la caballeriza, como para vigilar a las cabalgaduras, ya volvía al hogar y se echaba a los pies del Templario que lo acariciaba.

-Verdaderamente me es muy sensible no haber averiguado hasta ahora el paradero de Elvira, -decía el caballero de la Muerte.

-Castiglione ha vuelto por fin a la torre, de la cual ha estado ausente muchos días.

-¿Y no sabéis adónde ha ido?

-Lo ignoro absolutamente.

-¡Qué existencia tan misteriosa!

-Es muy probable que haya ido a acompañar a Elvira a alguna parte en donde la habrá ocultado.

-¿Y es posible que no haya medio de descubrir lo que tanto os interesa?

-¿Quién sabe? Yo jamás pierdo la esperanza.

-¿Vais allá esta noche?

-Sin duda alguna. Hoy confío en que he de hacer grandes descubrimientos.

-¿Y en qué fundáis esa confianza?

-El corazón me lo dice.

-¡El corazón! -exclamó el caballero de la Muerte con desdeñosa sonrisa.

-¿Os burláis de lo que digo?

-No; pero...

-¿No tenéis fe en los presentimientos?

-Si anuncian desdichas...

-¿Qué?

-Siempre les doy crédito.

-No se trata de lo que anuncien, sino si dais crédito a ciertos pensamientos que, sin que nada ni nadie los provoque, cruzan por la mente espontáneos, vehementes, rápidos como aves luminosas, y que esclarecen por un momento y como a la luz de un relámpago todos los negros abismos del porvenir.

-Alguna vez...

-¿No os ha sucedido nunca haber visto entre sueños, o por una actividad involuntaria estando despierto, acontecimientos que después se han verificado exactamente del mismo modo que los habíais previsto?

-¡Muchas veces me han agitado presentimientos; pero nunca me ha sucedido adivinar de esa manera los sucesos.

-¡Qué diferencia de organización! A mí me ha sucedido en varias ocasiones, en las más solemnes de mi vida, sobre todo siempre que algún grave peligro me ha amenazado, el ver de antemano hasta las circunstancias del hecho que estaba pendiente, sobre mi cabeza. Y estas cosas se me han ocurrido al pensamiento involuntariamente. Al principio yo no daba importancia alguna a estas llamaradas de mi mente, que yo juzgaba meteoros pasajeros e insignificantes; pero a fuerza de repetirse, tales fenómenos me inspiraron una veneración religiosa. Para mí los presentimientos son una cosa sagrada, una voz de los cielos. ¡Es preciso convenir en que hay ángeles custodios que velan por nuestra existencia!

El Templario pronunció estas palabras con una fe profunda.

-Por lo menos, es grato, bello y consolador el creerlo así, -respondió el caballero de la Muerte suspirando.

Ambos interlocutores guardaron silencio durante largo rato. El blanco fantasma pensaba con placer en la bella y generosa misión que se había impuesto, en la vida errante y misteriosa que había adoptado para servir de protector, de egida, de ángel custodio u varias personas, desvalidas unas y criminales otras. Es verdad que alguna vez el grito de la venganza se hacía oír en su alma generosa; pero aun así y todo, su tendencia era sublime hasta en el momento mismo en que imaginaba derramar gota a gota la hiel del infortunio sobre la cerviz rebelde de Castiglione. Tal vez pensaba que la mejor venganza que podía tomar de su enemigo era hacerle que, por medio del arrepentimiento, se mirase en el espejo de sus propias culpas; venganza acaso la más cruel, pero también la que podía ser más fecunda.

Al fin el Templario rompió el silencio diciendo:

-Esta noche pasada soñé que Castiglione estaba con otros caballeros y con Elvira en un puerto, aguardando la hora de embarcarse en un bajel de alto bordo.

-¡De veras! ¿Y qué os indica eso?

-Este sueño me ha hecho comprender el sentido de ciertas palabras que anoche oí en el aposento de Castiglione.

-¡En su aposento!

-¿Olvidáis acaso que yo conozco perfectamente una entrada oculta que hay en la torre en que habita nuestro enemigo? Anoche, pues, logré introducirme, no sin algún peligro, hasta la misma puerta de la estancia en que Castiglione y otro caballero estaban engolfados en una conversación muy animada. Ambos se paseaban por el aposento, y yo a cada instante temía que se dirigiesen a la puerta. Felizmente pude permanecer allí un buen rato oculto en la oscuridad y escuchando. Por desgracia mía, no pude oír de seguido lo que hablaban, como que, paseándose, ya se encontraban en un extremo, ya en el otro de la estancia. Sin embargo, llegaron a mis oídos algunas palabras a intervalos, en las que pude sorprender que proyectaban un viaje.

-¿Adónde?

-Eso es lo que pretendo averiguar. Sin duda alguna es un viaje muy largo, supuesto que imagino deben embarcarse.

-Lo mejor en ese caso es estar de acecho en los alrededores de la torre, pues de otro modo pudieran escapársenos.

-Como hace pocos días sucedió.

-En efecto, nos quedamos desorientados.

-¿No convenís conmigo en que lo más prudente sería apoderarnos de Castiglione?.

-¿Y Elvira?

-Ya le obligaríamos a que nos descubriese su paradero.

-¿Cómo?

-Dándole tormento.

El Templario fijó sus ojos agudos como puñales en el caballero de la Muerte. ¿Deseaba el Templario apoderarse de su enemigo? ¿Serían excusas para velar su verdadero objeto las rencorosas palabras de una venganza sin fin que le hemos oído manifestar ya a Jimeno, ya al caballero de la Muerte? ¿Por qué aquel empeño tan singular en conservar la vida de Castiglione a todo trance? ¿Era realmente por un refinamiento de venganza? ¿Tal vez contemporizaba con los demás apareciendo también rencoroso para llevar a cabo sus ulteriores planes? ¿Acaso se ocultaba bajo aquellas apariencias de odio irreconciliable un afecto profundo? Todas estas suposiciones y otras muchas, igualmente verosímiles, pudiera sugerir la equívoca conducta del misterioso Templario.

-¡Habéis tenido una idea excelente! -exclamó con desdeñosa sonrisa-. Por mi parte, yo no tendría el menor inconveniente en llevar a cabo vuestro propósito; pero ya os he manifestado en otras ocasiones que mi plan de venganza es de otra especie, y por lo tanto, me será muy sensible que nos separemos en la obra que había yo imaginado terminaríamos de consuno.

-Ya sabéis que mis deseos de venganza estaban aletargados, y que vos fuisteis quien los hizo revivir...

-Eso no prueba otra cosa sino que yo por todas partes busco aliados.

-Entonces, ¿por qué rehusáis mis servicios?

El Templario miró fijamente al caballero y le dijo:

-Hay en vos cierta cosa que os conduce a ejecutar actos de cruel venganza; pero actos de fuerza brutal. Dadle una puñalada a un hombre en mitad del corazón... ¿Qué más os queda que hacer? ¡Oh! si vos pensaseis como yo, comprenderíais hasta qué punto deja de ser venganza la que produce la muerte... A veces puede ser hasta un favor...

-¡Matar a un hombre es hacerle un favor!

-Figuraos que vuestro enemigo desea suicidarse y que sólo le falta la resolución bastante para darse el golpe mortal. Venís vos luego, creéis vengaros, le dais una puñalada en el corazón, y he aquí que sólo le habéis hecho un favor, y que al morir os regala una sonrisa de desprecio... ¡Oh!... Para estas cosas, yo no puedo remediarlo, soy extremadamente caviloso.

-Verdaderamente que es así. ¿A quién demonios se le ocurriría otro tanto?

-De cualquier manera, amigo mío, la venganza que quiero tomar de Castiglione es, por decirlo así, moral. Quiero contrariarle en sus ideas, en sus sentimientos, en sus crímenes, en sus proyectos... Cada uno tiene en este mundo su manera de ver la vida, el amor, el odio... ¡Y este es mi punto de vista!

-Sois muy dueño, y aun cuando no sea más que por curiosidad, consiento en seguir vuestro mismo rumbo.

-¡Oh! yo necesitaría muchos y muy expertos aliados para llevar a feliz cima mis bien combinados planes... No hace mucho contrarié a Castiglione de la manera más cruel para su corazón, impidiéndole por mil modos, que jamás estarán a su alcance, el que llegase a ser maestre provincial de Castilla... Ahora el despecho le mortifica por no haber conseguido realizar el sueño dorado de sus ambiciones, a la vez que, por otra parte, su pasión a Elvira le trae inquieto, turbado, casi demente... De seguro que después de tantas vicisitudes en su ambición y en su amor, habrá concebido nuevos planes, y es preciso contraminárselos, aunque para ello tuviese que ir hasta el cabo del mundo... Ahora medita hacer un largo viaje; pero ¿adónde irá?

-He ahí lo que yo deseo saber.

-Que se marcha es cosa cierta, porque lo he oído, pero la dirección de su viaje la deduzco de algunas palabras, casi la adivino.

-¿Y adónde?...

-Anoche les oí pronunciar varias veces esta palabra: «Jerusalén»... ¿No os llama esto la atención? ¿Qué significa esta palabra en boca de un hombre como Castiglione? Recuerdos bíblicos, geografía, antigüedades, historia, todos los mil sentidos en que el nombre de esta ciudad pueda pronunciarse, son vanos para él... ¡Las pasiones! He aquí la clave de este carácter violento o impetuoso como el huracán, aun cuando alguna vez se manifieste tranquilo como un lago, hipócrita como un volcán cubierto de nieve, astuto como una zorra... Castiglione es sinónimo de amor sensual, de ambición, de odio, de venganza... En todo esto debe buscarse la explicación de su proyectada partida... Y además, el sueño que he tenido... ¡El puerto... el bajel... Elvira!...

-Me parece que dais mucha importancia a vuestras suposiciones...

-Os engañáis miserablemente. Todo lo que os digo es el fruto de larga meditación, de experiencia, de apreciaciones hechas con el más maduro examen, y por último, aun cuando os burléis, por mis presentimientos...

En esto oyose el ladrido del sabueso que indicaba la llegada de alguna persona. Pocos momentos después presentose en la humilde vivienda un hombre que, en su tostado rostro y vestimenta, daba a entender que de continuo habitaba en los campos. Aquel hombre era Garcés, el capitán de bandoleros, el esposo de Aldonza, la hija de doña Fidela. Ni el Templario ni el caballero de la Muerte manifestaron sorprenderse de aquella aparición, por lo que se puede afirmar, sin duda alguna, que aguardaban al bandido.

-¡Loado sea Dios!

-Por siempre. Siéntate Garcés.

-Señor...

-Vamos, siéntate y déjate de ceremonias.

Sentose el bandido en torno del hogar.

-¡Cáspita, y qué buena lumbre! En verdad que no hay gusto como comer cuando hay apetito, beber cuando hay sed y tener lumbre cuando hace frío.

-¿Y qué tenemos?

-Que en todo el día nada hemos visto.

-¿Castiglione ha permanecido en la torre?

-Así parece.

-¡Cuánto me alegro! Esta noche saldremos de dudas, -dijo el Templario dirigiéndose al caballero de la Muerte.

-¿Por qué no queréis que nos apoderemos de él a viva fuerza? -preguntó el bandido.

-Porque no conviene así a mis planes.

-¿No es vuestro enemigo?

-Sí.

-¿Por qué, pues, guardáis tantas consideraciones al asesino de doña Fidela?

-Porque estas consideraciones servirán para vengarme mejor.

El bandolero hizo un gesto que quería decir:

-¡No lo entiendo!

Verdaderamente que en el carácter y conducta del misterioso Templario no dejaban de advertirse singularidades y contradicciones. La noche estaba fría y lluviosa; pero esto no sirvió de obstáculo para que el Templario y sus compañeros se pusiesen en camino hacia la torre en que habitaba el italiano. Cuando ya estuvieron cerca del vetusto edificio, el Templario dijo a sus satélites:

-Aguardadme aquí.

En seguida se dirigió hacia la oculta entrada, sólo de él conocida, que comunicaba con la torre. Entretanto, no lejos de aquel sitio, en la aldea de Alconetar, junto al camino de la bailía, en torno de la cruz de piedra veíase vagar una figura blanca que de vez en cuando exhalaba melancólicos suspiros. Luego, con una entonación fresca y brillante como la de un ruiseñor en la primavera, se la oyó entonar una triste canción llena de melodía:


La flor del amaranto [1]
Que antes pisaba la gentil doncella,
Ora me ofrece con su tinta bella
Símbolo triste de mi eterno llanto.
¡Y busco, y busco flores
Del invierno glacial en los rigores!


Después de algunos momentos de pausa, durante los cuales la joven vagaba a la ventura mirando al suelo con la actitud de buscar flores, volvió a cantar otra vez con la misma voz dulce y vibrante, sólo que entonces el aire era más rápido, más popular, pero no menos expresivo:

La que encuentra helecho [2] en flor
La mañana de San Juan,
Verá cumplirse el afán
De su apasionado amor.

Vanas son mis tristes quejas
Para ablandar su desdén.
¿Por qué te vas y me dejas?
¡Oh mi hermoso don Guillén!

Otro tiempo amor solía
Enviarme hermosos sueños,
Y entre paisajes risueños
Felicidad me fingía.

No más el cielo mostró
Celajes de azul y plata...
El mal de ausencia me mata.
¡Para mí todo acabó!
¡Porque en vano busco flores
Del invierno en los rigores!

Calló la triste cantora y comenzó a exhalar hondos suspiros.

En esto se oyó rumor de voces y de algunas caballerías que salían de la aldea. Eran dos hombres y dos mujeres, y todos parecían dispuestos a emprender un largo viaje. Uno de los hombres llevaba del diestro tres palafrenes, y llegado que hubieron al pedestal de la cruz, el que llevaba los bagajes se detuvo diciendo:

-Aquí, señoras, podéis cabalgar.

El que tal decía era Mendo, el criado traidor que había vendido a doña Fidela en la alquería, y que desde entonces continuaba a la devoción y órdenes de Castiglione. Desde luego se comprende que las damas no eran otras que doña Elvira y Plácida.

El otro que las acompañaba se había reunido a ellas por casualidad. Era Garci Jurado, el mayordomo de las monjas y cuñado de Blanca.

-¿Quién será este hombre? -preguntó doña Elvira en voz baja.

-¿No le habéis conocido?

-No. Dice que va en busca de su cuñada, que tiene algunos accesos de demencia.

-¿Y no habéis adivinado quién es ella?

-¿Quién?

-Blanca.

-¡Es ella!... Pues entonces, ahora pudiéramos...

-Descuidad, que ya veremos de aprovechar esta ocasión.

Este diálogo pasó rapidísimamente, mientras que el buen Garci Jurado se acercó a la triste Blanca, a la cual reconvenía porque se había escapado de su casa.

-¿No te da miedo de venir sola a estas horas por estos sitios?

-¡Era yo tan feliz! -murmuraba la joven.

Como ya hemos indicado, la triste Blanca, después de haber salido del convento, había caído en una languidez profunda. Durante algunos días asistió a su hermana con la asiduidad y dulzura que le eran propias; pero después que la enferma hubo convalecido, Blanca fue víctima a su vez de la más horrible desgracia.

Afectada viva y dolorosamente por la muerte repentina del buen Antúnez, por la enfermedad de su hermana, que al principio estuvo en grave peligro, y por último, no pudiendo olvidar ni un solo instante a don Guillén, la enamorada y afligida doncella fue atacada de algunos raptos de locura.

Pero esta demencia era suave, benigna, melancólica y, sobre todo, no era constante. Blanca gozaba de algunos intervalos lúcidos, o por mejor decir, sólo por intervalos se extraviaba su razón. Es verdad que cada día sus accesos se iban haciendo más frecuentes, después de los cuales prorrumpía en amarguísimo llanto. Las lágrimas parecían servir en alguna manera, de desahogo a aquel corazón tan tierno y tan cruelmente herido por las flechas del amor y por los golpes del adverso destino.

Garci Jurado había advertido que aquellos accidentes funestos se repetían con más frecuencia cuando había mudanza de tiempo. Aquella noche la atmósfera estaba pesada, negras nubes limitaban el horizonte, pálidos relámpagos hendían el espacio como dardos de la ira del cielo, y de vez en cuando, formidables truenos hacían retemblar el firmamento. Todo anunciaba una próxima tempestad y una copiosa lluvia.

-Querida Blanca, ¿por qué has salido de casa? ¿No te he dicho ya que esta conducta me aflige sobremanera?... Tu hermana esta aún delicada... Considera cuánta no será nuestra angustia si algún día llegase a sucederte alguna desgracia...

-¡Está ausente!

-¿No me escuchas?

-¡Si él me amara!... ¡Cuán feliz sería yo!

-Déjate de esas cosas, hija mía; vente conmigo.

-Yo debo partir... ¡Es necesario que yo lo vea!.. ¡Qué hermosa noche hace para amar!...

Garci Jurado asió del brazo a la doncella, llamándola a grandes voces:

-¡Blanca! ¡Blanca!

Al mismo tiempo se oyó un espantoso trueno.

-¡Ah! -exclamó la doncella con estremecimiento nervioso-. ¿Eres tú?

-¿No me conoces?

-¡Oh!... Sí... sí... ¡Jurado!

-¿Qué vienes a buscar aquí?

-¿No lo sabes?

La hermosa cuanto desdichada joven puso su mano sobre el hombro de Garci, y señalando a la tierra, dijo con ademán extraviado:

-¡Mira!... Busco flores, busco la flor del amor [3] y... ¡no la encuentro!

La joven comenzó a sollozar.

Luego dijo:

-En otro tiempo, en todas partes encontraba flores, y ahora... ¡El mundo está desierto para mí!

Entretanto doña Elvira había cabalgado en su palafrén y contemplaba con extraordinaria impaciencia lo que hacía Plácida. Esta había sacado unos cuantos bizcochos de uno de los cestos en que llevaban algunas provisiones, y con gran disimulo había vertido en dos de aquellos confites el mortal veneno que llevaba de continuo en la sortija que en el convento le había dado Elvira.

Plácida se aproximó adonde estaban Garci Jurado y Blanca.

-¡Pobre niña! -exclamó la infame y redomada vieja-. ¿Quién había de decir que esta joven, antes tan graciosa y tan discreta, se había de ver en tan lastimoso estado?

-¡Qué cruz tan pesada ha querido Dios enviarme! -exclamaba el buen Garci Jurado lleno de aflicción.

-¡Que pálida y qué demudada está!

-Come muy poco.

-¡Pobrecita!

-Vamos, Blanca, ¿no quieres seguirme?

La joven permaneció silenciosa algunos momentos.

-Vamos, encantadora niña, -terció la vieja-, ¿no hacéis caso de lo que os dicen? Seguid al señor Garci Jurado. ¿A que no me conocéis ya? ¿Habéis olvidado lo mucho que os quiero y las agradables reuniones que teníamos en el convento? ¿No os acordáis de las meriendas que teníais en la celda de la buena sor Sinforiana? Yo también la estimo mucho; y verdaderamente que es una maravilla aquella buena señora para hacer confites y bizcotelas. A propósito, voy a haceros un regalito...

Blanca había prestado alguna atención a estas palabras, como si confusamente hubiera recordado la voz o la fisonomía de la inicua vieja. Esta, al terminar su retahíla, había ido a su palafrén para traer el prometido regalo, fingiendo que en aquel momento lo sacaba.

Cuando Plácida volvió adonde estaba la joven, dijo con tono agasajador y jovial:

-Hermosa amiguita mía, supongo que me habéis conocido, y os exijo que aceptéis mi regalito, ciertamente muy pobre por su valor, pero muy rico por la voluntad con que os lo ofrezco. ¡Ah! Yo quisiera regalaros una diadema, porque vos merecíais ser una emperatriz... Estos bizcochos son muy ricos, como que están hechos por mano de sor Sinforiana... Es verdad que estáis un poco más pálida y más delgada; pero siempre hermosa. La belleza es una prenda que nada ni nadie podrá arrebataros... Dejadme que os bese... ¡Oh! Si yo hubiese tenido una hija tan linda como vos, sería la más feliz de todas las mujeres, y no cambiaría mi vejez y mi orgullo de madre por todos los tesoros del mundo.

Esto diciendo, Plácida velis nolis estampó el beso de Judas con su hedionda boca en aquel rostro de serafín.

-Tomad, -añadió luego-, tomad mi humilde presente.

-Muchas gracias, -respondió Blanca con su dulce voz y tomando con aire distraído los dos bizcochos que Plácida puso en sus manos.

-Esos para que los comáis ahora, si queréis, y estos guardádselos vos para cuando más le plazca.

Y la vieja entregó los bizcochos a Garci Jurado, murmurando en su oído estas palabras con aspecto hipócrita:

-¡El Señor quiera tener piedad de vos y de ella! ¡Pobre niña!

Doña Elvira no perdía ni una sola palabra ni un solo movimiento de la vieja infernal. La terrible amada de Castiglione tenía el rostro radiante de alegría, y en su interior se gozaba felicitándose de que al fin la casualidad, por una parte, y la destreza de Plácida por otra, le hubiesen proporcionado la feliz coyuntura que habían perdido en el convento, a consecuencia de la muerte inesperada del señor Gil Antúnez.

Blanca comenzó a entonar una canción, como poco antes había hecho. En seguida, con ademán de una completa enajenación mental, murmuró:

-Venid, avecillas del cielo, venid... Yo junto a la cruz del camino busco flores y no las hallo; pero vosotros encontraréis alimento. ¡Venid, avecillas del cielo, venid!

Y así diciendo, la pobre loca empezó a desmenuzar los bizcochos, y esparciendo las migajas en torno suyo, repetía sin cesar:

-¡Venid, avecillas del cielo, venid!

-¿Que hacéis? -gritó Plácida sin poder contenerse.

-¡Que las aves encuentren alimento, ya que yo no encuentro flores!

Doña Elvira ahogó un grito de rabia y se mordió los labios hasta hacerse sangre.

Plácida se sintió tan arrebatada de cólera, que estuvo próxima a abalanzarse a la joven y ahogarla con sus huesosas manos.

-¿No quieres seguirme? -preguntó Garci Jurado.

Blanca permaneció algunos minutos silenciosa.

Al fin elevó sus ojos al cielo y súbito prorrumpió en llanto. Aquellas lágrimas bienhechoras desahogaban su corazón; aquella era la señal de que el accidente pasaba, de que la hermosa joven volvía otra vez a recobrar su razón.

-Perdóname, -dijo Blanca-, perdóname, querido Garci... ¡Yo no tengo la culpa!

Jurado se enterneció profundamente, y después de despedirse de las damas, invitó a Blanca a que le siguiese, y ella le siguió sin resistencia.

Doña Elvira y Plácida blasfemaban en su interior contra el ángel custodio de aquel ser débil, hermoso e inocente.

La vieja fue colocada en su palafrén por Mendo, y éste después cabalgó en su caballo sirviendo de gula a aquellas dos mujeres aborto del infierno.

-¡Al fin se nos ha escapado! -dijo Elvira en voz baja y reconcentrada por la cólera.

-¡Maldita locura! ¿Quién había de prever tal desenlace? -replicó Plácida.

Y los tres desaparecieron por una vereda que se apartaba en ángulo recto del camino de la Encomienda.

Castiglione había encargado a Mendo que no pasasen cerca del Temple.


  1. Significaba indiferencia en el lenguaje de las flores, tan usado y sabido en la Edad Media.
  2. A esta planta se asociaban mil ideas supersticiosas respecto a hacerse amar.
  3. La madreselva.