Los Templarios - I: 49
Capítulo XLIX - Donde se refiere el encuentro que tuvo el trovador con uno de los más ilustres poetas del mundo
[editar]Apenas Jeroboam salió de casa de la dama, cuando comenzó a buscar en su imaginación el medio más oportuno de comunicar a Álvaro los deseos de Cattinara. Encontraba el judío alguna repugnancia en hablar familiarmente con Olmo, cuyo carácter grave le imponía respeto. Al fin, cuando más dudoso se hallaba Jeroboam, le sacó de sus vacilaciones el mismo Álvaro, que, apartándose un poco de sus amigos, le preguntó:
-¿Pudieras tú hacer que yo tuviese una entrevista con la hermosa Cattinara?
El judío permaneció algunos momentos pensativo y sin responder a la pregunta de Álvaro. Meditaba en su interior si debía acceder a la voluntad de Olmo y que éste creyese que Cattinara le recibía porque él lo había solicitado, o si le convendría mejor manifestar al joven que la dama deseaba también hablarle. Al fin se decidió a no guardar reserva con el caballero.
-¿Estáis muy enamorado? -preguntó el judío.
-No me atrevo a retirarme de esta casa.
-Hoy el amor ha hecho en esa casa muchos estragos.
-¿Qué quieres decir?
-Que la hermosa Cattinara también se ha prendado de vos.
-Y tú, ¿cómo lo sabes?
-Porque ella me lo ha dicho.
-¡Ella! -exclamó Álvaro radiante de alegría.
-Y precisamente me ha propuesto lo mismo que vos, es decir, que desea tener una entrevista.
-¿Te burlas?
-Hablo de veras. ¿No visteis cuando me llamó aparte?
-Ya estuve en ello.
-Pues bien, entonces fue cuando me manifestó la amorosa impresión que le habéis causado.
Figúrese el lector el gozo inmenso que semejante noticia produjo en el ánimo del mancebo.
-¿Luego es decir que podemos volver ahora?
-Cuando gustéis.
-¡Oh felicidad!
Inmediatamente Álvaro del Olmo anunció su buena ventura a sus amigos, los cuales a la sazón se habían detenido en el pórtico de un palacio que estaba poco distante de la casa de Cattinara.
-¿Me aguardáis aquí? -preguntó Álvaro.
-Te aguardaremos; pero no te eternices.
-Descuidad, que pronto vuelvo.
El señor de Alconetar y Jimeno cambiaron una mirada que podía significar:
¡Con qué furia le ha entrado a éste el amor!
Álvaro y Jeroboam se dirigieron al punto hacia casa de Cattinara. Cuando el joven se halló en presencia de la hermosa capuana, ésta hizo un ademán, al judío para que se retirase, y después, volviéndose hacia el amartelado mancebo, le dijo con amable sonrisa:
-¿Qué habéis pensado, caballero, que me mueve a hablaros sin testigos?
-Sólo pienso que soy muy dichoso en haber merecido vuestra elección para confiarme algún secreto.
-No sólo quiero descubriros mis más ocultos pensamientos, sino que también voy a confiaros mis desgracias, para que me ayudéis en ellas.
-El deber de un caballero es favorecer a una dama. Podéis disponer de mi señora.
-No aguardaba yo menos de vuestro valor y gallardía. Veo que la inclinación que me ha arrastrado hacia vos desde el punto en que os vi ha sido una garantía segura de que habíais de merecer mi afecto y mi confianza.
-Soy muy dichoso...
-Voy a deciros lo que me pasa... Tomad asiento.
Obedeció el caballero.
-Habéis de saber que yo vivo en Roma hace algún tiempo: mi fortuna es inmensa, tanto como por vuestros mismos ojos podéis haber juzgado; pero esto no importa para que yo me encuentre sola en este mundo, y sea víctima de la violencia de algunas personas muy poderosas.
-Y muy infames, deberíais añadir, -dijo Álvaro.
-Por dicho, caballero, supuesto que así os place...
Cattinara se detuvo, y su rostro se puso encendido como una cereza. Álvaro del Olmo estaba muy distante de creer que aquel pudor, que tan graciosamente coloreaba las mejillas de la joven, no era más que una ficción, una farsa habilísimamente representada.
La dama hizo como que le era muy penoso el revelar su secreto.
-Os suplico, caballero, que os sirváis dispensarme vuestra benevolencia. Durante cierta época de mi vida no he sido dueña de contener rigurosamente las aspiraciones de mi corazón. He obedecido al impulso de la naturaleza y a las seducciones del placer; pero ¡ay de mí! nunca experimenté los dulces arrobamientos, los éxtasis divinos y la felicidad inefable de ese amor en que el alma adora al alma, amor que mi espíritu vislumbraba al trasluz de nacarados ensueños, que mi corazón deseaba, y que mi mente comprendía que era o debía ser el más rico presente que el cielo hubiese hecho a la tierra... Perdonad mis debilidades, que me hicieron sucumbir bajo el peso prosaico de vulgares pasiones... Yo no sé cómo deciros... En fin, caballero, tened en cuenta que desde muy niña he vivido huérfana y sola, y que, por lo tanto, inexperta y apasionada, di rienda suelta a mis deseos... Os ruego, caballero, que me excuséis lo que digo y adivinéis lo que callo.
-¡Oh bella señora mía! Con profundo sentimiento escucho vuestras palabras, que me prueban habéis hecho felices a otros mortales; mas también al mismo tiempo mi corazón os disculpa, supuesto que, huérfana y sola, y sin más gula que la naturaleza, casi no era posible que dejaseis de caer en el camino de la vida... Os aseguro, hermosa señora, que a la par de mis pesares experimento placer: acaso os parezca extraño, pero así es la verdad. Siento placer, porque veo que cualquiera otra en vuestro lugar hubiera hecho lo mismo, y porque también me sonríe la esperanza de que escuchéis mi amor, y experimento pesar, porque, aun cuando os he conocido hoy, os adoro con vehemencia, y a la par tengo celos por el pasado, como si hubiese estado presente contemplando vuestros amorosos afanes.
-A fe que estáis ingenioso y galante por extremo.
-Siempre la hermosura infunde ingenio aun al más rudo, y el amor tampoco sabe sino decir galanteos al objeto idolatrado.
-Bien se conoce que sois español. No en vano la fama cuenta que vuestros compatriotas son en el ingenio excelentes, en el valor extremados y en amores sobremanera constantes y cariñosos.
La dama en esto dirigió al caballero una sonrisa graciosa y una mirada incendiaria.
El buen Álvaro del Olmo, como suele decirse, había perdido los estribos a vista de tanto donaire y de tal discreción y belleza.
-Fácilmente creeréis, -continuó la dama-, que estaban de mí quejosos los que no eran admitidos al santuario de mi amor. Una dama nunca puede, si no es disforme ni renga, dejar de tener amantes; mas es también imposible que deje de haber galanes desdeñados que no la aborrezcan y calumnien. Así precisamente me ha sucedido a mí, y tal es el origen de mi infortunio. Un caballero tan poderoso y violento como feo y repugnante se empeñó en que yo accediese a sus súplicas de amor. Al principio resistí sus exigencias de manera que no se ofendiese la cortesía; pero después, ya cansada de sus importunas quejas, le despedí desdeñosa, diciéndole abiertamente que nunca podría inspirarme amor. Ofendido el caballero, juró vengarse de mí, porque había rechazado su amorosa pretensión.
-Yo no apruebo sus planes de venganza, aunque comprendo muy bien su despecho por no haber tenido la dicha de agradaros.
-Estáis muy lisonjero.
-Perdonad si os interrumpo.
-Sois muy dueño, caballero, de decir cuanto os plazca; mas si no lo habéis por enojo, continuaré mi historia. Como habéis podido observar, yo tengo muchos domésticos, que no es pequeña desdicha necesitar de enemigos pagados. Oíd hasta dónde llega el rencor de un hombre infame. El tal caballero sedujo con el oro a mis criados y doncellas, y una noche, hallándome dormida profundamente, aquellos de mis domésticos que estaban en inteligencia con mi enemigo se apoderaron de mi persona y me trasladaron a un castillo situado en medio de un yermo. Aquella solitaria torre pertenecía a mi implacable perseguidor. Lo que allí me sucedió...
Cattinara se detuvo, palideciendo espantosamente.
-¿Qué os sucedió, señora?
-¡Oh! ¡Es una cosa horrible!
-Lo sospecho, señora. Tal vez...
-Todo cuanto podáis imaginar, aun cuando el mismo demonio os infundiese toda su infernal astucia, se quedará por bajo de la realidad.
-¿Pues qué hizo?
-¡Oh! Tiemblo sólo de pensarlo, y mi lengua se resiste a referirlo. ¡Jamás un caballero cometió con una dama una ruindad semejante! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no soy más que una débil mujer? ¡Infame!... Las mismas furias del Averno le inspiraron un género de venganza abominable. ¡Ah! La ira y la vergüenza me desgarran el corazón y me enloquecen al pensar en tan inaudita villanía.
Y esto diciendo, la dama se estremecía convulsivamente, y sus bellos ojos derramaban lágrimas capaces de conmover a una peña y de seducir a un santo.
-Por piedad, señora, por piedad os suplico que me refiráis todo vuestro infortunio.
-¡No! No me es posible. ¡Moriría de pesar!
-¡Ira de Dios! ¿Y aún vive vuestro enemigo?
-Aún vive.
-Pronto, señora, decídmelo pronto. ¿Quién es?
Álvaro del Olmo pronunció estas palabras con el acento más iracundo. La dama, cuando observó el enojo del caballero, se sonrió de gozo; pero aquella sonrisa, siniestra como una sentencia de muerte y rapidísima como un relámpago, pasó inadvertida para el apasionado joven, que volvió a preguntar:
-¿Quién es vuestro enemigo? ¡Decídmelo!
-¿Para qué queréis saberlo?
-¡Para qué! ¿Y me lo preguntáis? Quiero saberlo para lavar con su sangre vuestra afrenta.
-¡Oh! Si así fuese, yo os bendeciría, y hasta besaría la tierra que pisasen vuestras plantas.
-Necesito, señora, necesito absolutamente que me digáis quién es vuestro enemigo y de qué manera os ofendió.
Durante largo rato Cattinara guardó silencio, y parecía tan agitada, que hubiérase dicho estaba próxima a exhalar el último aliento.
Olmo la contemplaba profundamente conmovido, y hasta llegó a temer que algún peligroso accidente pudiera arrebatarle aquella hermosa criatura en el momento mismo de haberla conocido.
Al fin Cattinara salió de su estupor, diciendo:
-No me exijáis, caballero, no me exijáis una cosa superior a mis fuerzas. Me es imposible relataros mi tragedia sin padecer horrorosamente. Lo adivino; tal vez en este momento me estáis reprochando en vuestro interior el haberos llamado solamente para despertar vuestra curiosidad sin satisfacerla...
-Lo confieso francamente, señora, habéis adivinado mi pensamiento.
¡Oh! Tened piedad de mí... En verdad os digo que no creí afectarme tanto con la relación de mi desdicha.
-Pero entonces...
-Para todo habrá remedio. Dispensadme, caballero, por mi excesiva debilidad. Mucho sentiré que atribuyáis el lastimoso estado en que me veo a exageraciones femeniles... Ahora bien; se me ha ocurrido un medio para que vos lo sepáis todo, y que yo no padezca tanto, tanto como en este momento estoy sufriendo.
Y así diciendo, la dama levantose y se dirigió a un armario, de donde sacó un manuscrito que entregó al caballero, diciéndole:
-Tomad; aquí tenéis escrita toda la historia que yo no he tenido valor para referiros.
Álvaro del Olmo comenzó a desenvolver el rollo con intención de leer en el momento mismo aquella historia; más observando que, tenía algunas dimensiones, desistió de su primer propósito.
-Podéis enteraros a vuestro sabor cuando os halléis en vuestra casa.
-Así tendré otra ocasión de verla, -pensó Álvaro.
Por último, el caballero se despidió de Cattinara, después de haberse hecho mutuamente mil expresivas protestas de amor.
Antes de salir Álvaro de aquel aposento, le dijo la dama con voz solemne:
-Sólo una cosa me resta añadiros.
-Decid, señora.
-Es necesario que acerca de lo que os he revelado y de lo que habéis de saber todavía por medio de ese manuscrito, es necesario que guardéis el más inviolable secreto. Me habéis parecido hombre de honor, y creo que nunca tendré motivo de arrepentirme por la elección que he hecho de vos para que guardéis mi secreto y me protejáis contra un enemigo poderoso.
-Y os empeño además mi palabra de lavar con la sangre de vuestro enemigo vuestra afrenta.
-¡Oh! ¡Cuánto os deberé! ¡Nada en el mundo me será más querido que vos!
-Yo también seré muy dichoso, si os dignáis mirarme con ternura.
Cattinara tendió al caballero su mano pequeña y blanca, sobre la cual estampó un beso de fuego el apasionado galán.
Pocos momentos después, Álvaro y Jeroboam se hallaban en el pórtico, donde les aguardaban el señor de Alconetar y el trovador, los cuales habían ocupado el tiempo en admirar los bajo relieves y las bellas estatuas que decoraban el ingreso de aquel palacio. Luego el judío condujo a nuestros caballeros por varias calles, donde a cada paso veían en las puertas de las casas esculturas y cuadros expuestos al público, a la manera que solían hacerlo los artistas de la antigua Grecia. Al pasar por la basílica del Vaticano, vieron que bajo el pórtico estaban algunos curiosos contemplando a un profesor del arte de Apeles, que pintaba en mosaico la barca de San Pedro, obra prodigiosa. Aproximáronse nuestros viajeros, y después de examinar aquella maravilla del arte, naturalmente sus ojos se fijaron sobre el artista, que a la sazón había suspendido su trabajo, próximo ya a concluirse. Estaba el pintor hablando con un hombre de cumplida estatura, de cabellos de ébano, de tez morena, de presencia majestuosa y de ojos negros, en que brillaba el fuego divino de la inspiración y de la inteligencia. Algún tiempo hablaron sobre la obra de que a la sazón se ocupaba el pintor, el cual escuchaba con suma docilidad los consejos y observaciones del hombre extraordinario cuyo aspecto hemos bosquejado. Ambos interlocutores se engolfaron después en varias cuestiones relativas a las artes.
-Muchas veces, amigo Alighieri, he batallado conmigo mismo haciéndome esta pregunta: ¿Para qué seré yo más apto? ¿Tendré más facultades para la escolástica o para la pintura?
-¿Y qué os habéis respondido, amado Giotto?
-Me he quedado en la duda; porque habéis de saber que tanto me gustan las ciencias como las artes.
-El caso es que no se debe dividir la ciencia del arte, -repuso Alighieri-. De esta separación absurda dimanan muchos errores. Créese generalmente que no hay otra cosa en el mundo más que ser filósofo y hasta se dice que la filosofía está reñida con las nueve hermanas del Parnaso. Por el contrario, también se cree que un poeta es una especie de loco que dice grandes cosas por medio de eso que llaman inspiración, palabra a la verdad muy mal comprendida.
-¿Y qué vale más, mi querido maestro, el filósofo o el poeta? -preguntó Giotto di Bondone.
-El poeta no merece tal nombre, si no es filósofo, y éste puede adornar el esplendor de su inteligencia con la aureola de la poesía, aunque un gran filósofo puede existir sin ser poeta.
-Algo de eso comprendo, pero no muy claramente.
-Entre la ciencia y el arte hay la misma diferencia que entre la intención y la acción. «¡Feliz el que pudo conocer las causas de todos los fenómenos!» -exclamaba Virgilio-; y yo añado: «Y más feliz todavía el que después de conocer supo crear». ¡Oh, mi querido Giotto! No abandones nunca tus pinceles; te aguarda la inmortalidad, y en este mismo momento la pintura tiene suspendida su corona de brillantes colores sobre tu cabeza. Figúrate que sabes tanto como el más estirado doctor escolástico y que escribieras de filosofía mucho y bien. ¿A qué estaría reducida toda tu tarea? A despertar e infundir algunas ideas luminosas en los contemporáneos y en los venideros. ¡Noble y santa misión sin duda!... Pero ¿podrá nunca el filósofo añadir a sus ideas abstractas esa otra gran faz de la vida humana que se llama Emoción? El arte, a semejanza de Neptuno, subleva o amansa el mar de las pasiones con el poderoso y mágico tridente de la verdad, la belleza y la virtud. El lenguaje de la ciencia es el de la inteligencia humana; pero el arte habla a los hombres, como Dios, por medio de magníficas creaciones. Cada palabra del arte es una obra maestra, donde se confunden en una unidad la inteligencia y el sentimiento, donde aparece la plenitud de la vida.
Excusado parece decir que nuestros viajeros prestaban la más escrupulosa atención a este diálogo, sobre todo, el poeta Jimeno. Este no dejaba de mirar al desconocido, que de una manera tan sencilla como sublime explicaba verdades que hasta entonces él no había comprendido. Habiéndose hecho general la conversación, el trovador tomó parte en ella, diciendo:
-Permitidme, caballero, que os haga una pregunta.
-Preguntad lo que os plazca, -repuso Alighieri, demostrando en su actitud tanto agrado como modestia, circunstancia que hacía creer que aquel hombre era verdaderamente sabio.
-Desearía me explicaseis, -dijo Jimeno-, lo que entendéis por la palabra inspiración.
Alighieri quedose mirando atentamente al trovador y a sus compañeros, y desde luego comprendió que se hallaba en presencia de tres hombres superiormente organizados.
-Ya habéis oído la distinción que he hecho entre la ciencia y el arte. La inspiración es un movimiento lleno de fervor sublime, que nos conduce a amar una idea y a proclamarla con todo el fuego de la pasión. Es añadir el amor al pensamiento; el amor, fuente inefable de la verdadera dicha, y que en el seno latente de la vitalidad y de la creación nos hace gustar la ventura de los cielos. La inspiración es el alma que aspira a realizar sus ideas queridas, y después de darlas a luz, las contempla con gozosa sonrisa, como la tierna madre se recrea al mirar a su hijo, como las ninfas se miran retratadas en el espejo de las cristalinas fuentes, como el Dios del génesis contempla la obra, visible de su pasmoso y sublime modelo, que antes nadie veía. En una palabra, la inspiración no es otra cosa que la emoción añadida a la idea, el amor, esa aspiración divina, esa escala mística que nos eleva hasta el trono de la Virgen María, nuestra abogada, cuya voz melodiosa y llena de ternura intercede en los cielos por todos los hijos de la tierra, por los que lloran en este valle de lágrimas, por los tristes, por los desgraciados, por los pobres, y ¡oh prodigio de piedad! hasta por los criminales.
Fueron estas palabras pronunciadas con tan simpático acento, con tal pasión, con elocuencia tan irresistible, que ninguno de los presentes dejó de sentirse conmovido y convencido a la vez.
Luego Alighieri, como siguiendo el hilo de sus pensamientos, murmuró:
-¡Oh mágico poder de la debilidad y de la dulzura! ¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡ángel de amor y de pureza, dulce crepúsculo, suave luz del alma, mística flor de esperanza, cuyo aroma purísimo me eleva hasta las regiones etéreas! ¡Tú fuiste para mí la revelación de otro más alto destino; tus formas encantadoras y las perfecciones de tu alma fueron para mí una promesa de felicidad inefable que yo vislumbré en tus bellos ojos! Desde el momento en que te vi, ¡oh hermosa doncella! yo te llamé la estrella de mi camino, el espíritu de mi vida que habita en lo más oculto de mi corazón. ¡Beatriz! ¡Beatriz! Tu dulce fuerza me venció, y siempre, siempre te escucho que me llamas como una voz perdida de los cielos. Yo cantaré de ti lo que jamás se cantó de una mujer. ¡Beatriz! ¡Tú eres mi inspiración! Si yo no te hubiese conocido, jamás existiría mi Comedia.
Mientras que así hablaba Alighieri, nuestros viajeros experimentaban la más viva curiosidad por saber el nombre de aquel ser extraordinario. El pintor Giotto di Bondone manifestó al trovador y a sus compañeros que aquel hombre era Dante Alighieri, el gran poeta de la Italia. Fácilmente se comprenderá el grande júbilo que un encuentro semejante causó a Jimeno. Durante algunas horas estuvieron hablando los tres amigos con el ilustre vate, a quien no se cansaban de oír y de admirar.
Después de haber departido largamente sobre materias tan gustosas como sublimes, y de haber ofrecido su amistad y atestiguado su respeto y veneración al autor inmortal de la Divina Comedia, nuestros viajeros continuaron su excursión por Roma, hasta que, por último, ya cansados, y sobre todo requeridos por Álvaro del Olmo, dieron orden a Jeroboam de que los guiase hacia su alojamiento.