Los Templarios - I: 50

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Capítulo L - El manuscrito de Cattinara[editar]

Ya habrá adivinado el lector que Álvaro tenía sumo interés por regresar cuanto antes a su casa, a fin de enterarse del contenido de los papeles que le había entregado Cattinara. El enamorado joven no podía olvidar ni un solo instante a la hermosísima mujer que, acaso para siempre, iba a decidir de su destino. Apenas llegó a su casa, retirose a su aposento, y con ansia hidrópica comenzó a devorar el manuscrito, que decía:

-«¡Cuán desgraciada he nacido! Huérfana y sola, he sido el blanco de las más viles asechanzas. Monseñor Guarnacci es mi ángel malo, el demonio que la fatalidad ha arrojado en mi camino. Este hombre odioso me conoció primero en Capua, en donde a todo trance intentó merecer mi amor. Después lo encontré en Roma, y con más empeño que nunca quiso que yo le amase. ¡Esto era imposible! Guarnacci es rico, elocuente, afable y de aspecto bondadoso; pero en toda su persona hay un río sé qué de astuto, de solapado, de hipócrita y de traidor, que me repugna. Despechado por mis desdenes, resolvió el pérfido arrancarme por la violencia lo que el amor no había conseguido. De acuerdo con mis criados, entró una noche en mi casa, me sorprendió, me aprisionó, y me condujo a un solitario castillo que poseía en las montañas del Abruzzo. Yo estaba insensata, aturdida, loca de ira y de terror. Ni sabía dónde me hallaba, conservando sólo un vago recuerdo de todo lo que me había acaecido. Fatigada de cansancio, abrumada de terror, víctima de una frenética fiebre, creía en mi aturdimiento que había sido y que todavía era juguete de una espantosa pesadilla. Por último, reconocí que me hallaba en un extenso y lúgubre salón. Aun cuando aquel aposento estaba amueblado hasta con lujo, me causaba espanto. Quise hacer ejercicio para convencerme de que no soñaba, de que no estaba muerta. Comencé a dar paseos por el anchuroso salón; pero el eco repetía mis pasos; suspiraba, y el eco también remedaba mis suspiros; llegué a creer que allí habitaba un genio cruel, burlón, sarcástico. La habitación estaba adornada con grandes sitiales de nogal con remates dorados, un lecho, un armario y una mesa cubierta con algunas conservas, una botella de vino y otra de agua. En el centro de la bóveda pendía una lámpara que destellaba una luz moribunda. De repente se abrió la puerta y apareció un negro con varias viandas que dejó sobre la mesa, después de hacerme una señal para invitarme a comer. El negro volvió a salir; yo me aproximé a la mesa, porque me encontraba desfallecida y ya me era imposible vivir más sin tomar alimento, en lo cual tuvo más parte el instinto de la conservación, que mi propia voluntad. Comí muy poco, y me serví una copa de vino, que al principio me confortó mucho; y esta circunstancia, unida a la falta de apetito, por más que necesitase alimentarme, me indujo a tomar otra copa. En seguida me eché en el lecho sin desnudarme, y poco a poco sentí que un sueño de plomo oprimía mis párpados...»

Al llegar aquí, el enamorado mancebo exhaló un profundo suspiro.

-¡Un narcótico! -exclamó-. ¡Ira de Dios!

Y mil visiones de deleite y celos comenzaron a revolar en torno de su frente.

Luego continuó su lectura:

-«El pérfido Guarnacci había hecho mezclar en el vino que me habían servido unos polvos soporíferos; pero su impaciencia no permitió que trascurriese el tiempo necesario para que su odioso intento se realizase completamente. Antes que el narcótico hubiese obrado en mí todo su efecto, se abrió la puerta, y a la pálida luz de la lámpara vi penetrar una figura que se adelantó silenciosa como un espectro. La sombra se vino hacia mí lentamente, y me miraba sonriéndose... Era monseñor Guarnacci, que, radiante de alegría por el éxito feliz de su empresa, venía a recoger en mi lecho el fruto de todas sus maquinaciones. Lo que entonces pasó...»

Al llegar aquí, el rostro de Álvaro, habitualmente tan apacible y sereno, tomó una expresión espantosa de celos y de amargura. Abandonó sobre la mesa el manuscrito, y con ambas manos comprimió su cabeza como si la sintiese próxima a estallar. Luego levantose rápidamente, y comenzó a pasearse por la estancia para no ahogarse de angustia. ¡Tan cruel tormento experimentaba al recordar la belleza de Cattinara, y al pensar que se hallaba en brazos de Guarnacci! Es verdad que Álvaro no conocía entonces a Cattinara; pero experimentaba celos hasta por lo pasado. ¡Así es el hombre!

Al fin, serenose algún tanto y volvió a continuar su lectura, ratificando en su pensamiento el juramento solemne que ya había hecho de dar muerte a Guarnacci.

-«Lo que entonces pasó... fue una escena que no me es posible describir. El narcótico no me había causado otro efecto que aumentar el aturdimiento en que yo naturalmente de antemano me encontraba, y cierta parálisis de todos mis miembros que me impedía defenderme de cualquiera agresión. Por lo demás, yo me hallaba en estado de comprender todo lo que me sucedía, aunque confusamente, como al través de un sueño. La sombra me hizo caricias, me habló algunas palabras cavilosas, y entre mil protestas de ternura me prometió solemnemente tratarme con toda la blandura y consideración del más cariñoso amante, siempre que yo quisiese corresponder de buen grado a sus deseos. Yo quise responder; pero en vano. Sólo conseguí balbucear algunas palabras de odio y de venganza. ¡Guarnacci me contestó con una carcajada tan estrepitosa como insultante! No quiero insistir en pormenores, refiriendo día por día todo lo que me acaeció. Las humillaciones que sufrí, las luchas que sostuve... ¡Oh! Entrar en estos minuciosos detalles me sería más insoportable que la misma muerte. Baste decir que durante muchos días me abstuve completamente de tomar del vino que me servían, convencida como estaba de que contenía polvos soporíferos, habiendo examinado yo misma la botella y visto en el fondo algunos sedimentos. Hasta el agua la bebía con recelo. Inútil es decir que nunca dejaba de increpar al infame Guarnacci por su ruin conducta; pero Guarnacci ¡oh Dios! se burlaba de mí. Yo vivía siempre alerta para que no volviera a repetirse la escena de la primera noche.

Desesperado Guarnacci, sólo proyectaba vengarse de la manera más villana por mi obstinada resistencia. ¡Santa Madonna! ¿Por qué algunas veces abandonas la inocencia y la debilidad en manos del crimen y de la violencia? ¡Oh! Tal vez así pretendes que el alma se temple en el acrisolado fuego de todas las virtudes...»

Álvaro se detuvo exclamando:

-¡Alma noble y leal! ¡La religión habla por tus labios, oh bella Cattinara!

Y una lágrima brotó de los ojos del apasionado mancebo, que continuó:

-«Pasaron muchos días, y la demencia de mi furor llegó a tal extremo, que guardó un cuchillo de los que me ponían en la mesa, y lo afilaba noche y día en las baldosas del pavimento, no para asesinar al infame Guarnacci, por más que lo mereciera, sino para probarle que una mujer digna puede alguna vez ser débil, agobiada por el violento impulso de una amorosa pasión, mas nunca cediendo a la grosera mano de la bárbara violencia.

El santo fuego de la virtud hervía en mi pecho, y deseaba imitar la conducta de aquellas ilustres romanas de otros tiempos. Yo hubiera sido capaz de ser como Lucrecia, Porcia y Virginia; y ya que yo no tenía, como esta última, un padre que me asesinase para libertarme de la deshonra, a lo menos pensaba darme la muerte yo misma, antes que consentir en que se repitiese la escena que arriba he indicado...»

-¡Mujer sublime! -exclamó arrebatado de entusiasmo el infeliz cuanto virtuoso Álvaro.

Continuó leyendo:

-«Guarnacci supo sin duda, por el negro que me servía, que yo había guardado el cuchillo, y por lo tanto, se recelaba de mí, juzgando que en el estado de febril excitación en que yo me encontraba, era capaz de arrojarme a cualquiera temerario extremo. Mi pérfido enemigo es el hombre más rencoroso que ha existido jamás, uniendo a un alma llena de hiel y de odio una soberbia satánica. Así, pues, resolvió vengarse de mí de la manera más inicua. ¡Oh Dios del cielo y de la tierra! Préstame fuerzas para referir mi afrenta y soportar mi dolor. Ya he dicho que el castillo de Guarnacci estaba situado en las montañas del Abruzzo, ordinaria guarida de los más famosos bandidos de Italia. Guarnacci mismo les prestaba su apoyo, y con frecuencia venían los bandoleros a albergarse en el castillo del sacerdote. ¡Porque Guarnacci es indigno ministro de Jesucristo!...»

El virtuoso Álvaro, petrificado de horror, suspendió su lectura algunos momentos.

Luego continuó:

«Una noche se abrió la puerta del aposento en que estaba prisionera, y apareció Guarnacci con faz sombría. Tuvimos una larga conferencia, cuyo tema sustancial se reducía a que yo accediese a sus deseos y que me dejaría libre, y volveríamos a Roma y viviríamos felices. Le manifesté estaba resuelta a morir antes que degradarme consintiendo en los abrazos de un hombre a quien odiaba, de un sacerdote sacrílego. Al oír mis palabras, Guarnacci me miró de alto a bajo, y una satánica sonrisa dilató sus labios delgados y pálidos. Una y otra vez, hasta la tercera, volvió a intimarme su hedionda proposición; pero también por tres repetí inexorable mi negativa. Entonces Guarnacci me miró riéndose, y se dirigió a la puerta, y allí tocó un silbato. Yo estaba aturdida y asustada al ver la expresión zumbona y maligna que brillaba en el rostro del sacerdote. Súbito invadieron mi estancia cuatro hombres, cuatro bandoleros que obedecían ciegamente las órdenes de Guarnacci.

»Yo, aunque estaba muy distante de sospechar su diabólico proyecto, temí que acaso Guarnacci intentaba, no asesinarme, sino segunda vez abusar villanamente de mi persona. ¡Cuánto me engañaba! Su intento era abusar, abusar, sí, de mi debilidad pero en un sentido muy diverso del que yo sospechaba. Saqué el puñal para matar y matarme; pero los bandidos me desarmaron fácilmente: ¿qué podía una pobre y débil mujer contra tantos, tan fuertes y tan feroces enemigos?...»

-¡Desventurada Cattinara! ¡Ira de Dios! ¡Si yo hubiera estado allí! -exclamó Álvaro crispando los puños de furor.

Y continuó leyendo:

«Los bandoleros me ataron de pies y manos, y uno de ellos, armado con una navaja de afeitar, me rapó la cabeza. ¿Quién podrá pintar el dolor inmenso que experimenté al mirar mis hermosas trenzas caídas por el suelo? El villano Guarnacci fue llamado a la sazón por el negro. Después supe que un negocio importante le obligaba a partir al punto para Colaño; pero antes de partir cambió algunas palabras con el jefe de bandidos, al cual le entregó una redoma. Durante algunas horas yo no supe lo que fue de mí: sólo sé que cuando recobré completamente mis sentidos me encontré en una habitación desconocida. Según pude deducir por los escasos y pobres muebles que adornaban aquella estancia, comprendí que me hallaba en una casita de campo de las que ordinariamente tienen los pastores del Abruzzo. Largo rato estuve sola. Al fin apareció un hombre de formas atléticas y de aspecto hermoso, aunque feroz. Era el jefe de los bandidos. Me habían cubierto la cabeza con un pañuelo, y mi dolor era inconsolable, no sólo por lo que una mujer siente verse privada de su más gracioso adorno, sino también por lo grosero que es en sí mismo semejante insulto. El bandolero permaneció largo rato mirándome fijamente. Yo me apercibí de que la más profunda compasión se había despertado en el corazón de aquel hombre rudo, pero valiente y generoso. Yo sabía o calculaba que debía ser de noche, a juzgar, por un enorme candil que, pendiente de un clavo, lucía en la humilde estancia; pero no podía calcular que era ya la media noche. Así me lo indicó el bandolero, que aprovechaba la ocasión de estar dormidos sus compañeros para tener conmigo una conferencia. El bandido sentose junto a mí, después de poner sobre la mesa una redoma que, como entresueños, recordó era la que yo misma había visto que le entregó Guarnacci.

»En resolución, el bandido me indicó que estaba avergonzado de haberse ensañado cobardemente contra «una hermosa dama, él que nunca mataba ni reñía sino con los valientes que se atrevían a mirarle cara a cara». Tales fueron sus propias palabras, y por ellas puede deducirse que el bandido estaba dotado de cierta índole generosa, y a su modo, caballeresca. El bandido me manifestó que estaba resuelto a no cumplir las órdenes de Guarnacci. Estas órdenes consistían en que, después de haberme despojado tan brutalmente de mi hermosa cabellera, derramase sobre mi rostro el licor que contenía la redoma que el bandido había colocado sobre la mesa. Era aquel un licor corrosivo que, derramado sobre mi rostro, debía dejarme horrorosamente desfigurada».

-¡Oh Dios! -exclamó Álvaro horrorizado-. ¡Al mismo demonio no se le habría ocurrido venganza tan espantosa!

Es seguro que Álvaro no hubiera tenido valor para continuar por más tiempo la lectura del manuscrito, si no hubiese advertido que ya le faltaba muy poco para la conclusión.

Así, pues, continuó:

«Aquel hombre generoso, penetrado por mi dolor y debilidad, se constituyó en mi defensor, prometiéndome que me conduciría adonde yo le ordenase; y para darme una prueba de que sus palabras eran sinceras, tomó la redoma y en mi presencia la estrelló contra el suelo, diciendo: «¡Sería injuriar a Dios el desfigurar un rostro tan hermoso!»

»Penetrada de gratitud, me arrojé a los pies del bandolero y procuré buscar en él un brazo para vengarme. Lo confieso francamente, no tengo yo tanta virtud que sea capaz de perdonar a quien tan ruinmente me ha ofendido, sin haberle dado jamás ningún motivo de queja. ¡La venganza! Esta era la única idea, el único sentimiento, el deseo más ardiente de mi corazón en aquellos instantes. El bandido me dijo que debía muchos beneficios a monseñor Guarnacci, y que si bien había tenido compasión de mí, no por eso atentaría nunca contra la vida de mi ofensor. No pude condenar esta conducta, por más que me contrariase, pues veía en ella cierto fondo de generosidad y justicia. Le manifesté entonces que a lo menos me quejaría a los tribunales. «Guardaos bien de hacerlo, -me respondió-; Guarnacci es el hombre más astuto que conozco; no tenéis ni podéis tener pruebas que convenzan del hecho, y sólo conseguiríais pasar por loca. El sacerdote es además muy poderoso y muy influyente. Y si estas razones no bastasen, señora, yo os suplico que no deis paso alguno contra la vida de Guarnacci. Ese hombre me es tan necesario como el aire que respiro. ¡Me perdíais si le perdíais!» Yo entreví al trasluz de estas palabras horribles misterios...

»Por último, prometí al bandido no contrariarle, y es seguro que le hubiera cumplido mi promesa. Sucedió que aquella misma noche nos pusimos en camino y me condujo a Pópoli, en donde permanecí mucho tiempo. Después volví a Roma, y mis criados habían huido, si bien mi palacio había permanecido respetado y sin que faltase lo más mínimo, gracias a la buena diligencia de mi administrador, único de todos mis domésticos que me profesaba y me profesa una adhesión sin límites. Algún tiempo después supe que, informado Guarnacci por los compañeros del bandido de que éste había sido mi libertador, el sacerdote había hecho que otros bandidos le asesinasen. ¡He aquí el pago que recibió aquel desdichado por su generosa conducta para conmigo! ¡He aquí también por qué estoy libre de la promesa que le hice de no atentar contra Guarnacci! ¡Cuán ajeno estaba éste de que el bandido abogaba por él! ¡Y cuán ajeno estaría el bandido de que el sacerdote había de asesinarle! ¡Oh generoso bandido! ¡Séale la tierra leve!... Todos los días rezo por él... Una sola esperanza abriga mi corazón, y es que, tarde o temprano, llegará para el infame Guarnacci la hora de la venganza. ¡Así sea!»

-¡Así será! -exclamó Álvaro con voz sombría guardando el manuscrito.

El joven estaba ceñudo y pálido como la muerte. En aquel momento una batalla horrible rebramaba dentro de su corazón. ¡Aquel momento era solemne y decisivo en la vida del virtuoso Álvaro! ¡Era el momento en que termina una vida, inocente y una conciencia tranquila! ¡Era el momento en que comienzan la sanguinaria embriaguez del crimen y los negros terrores de la conciencia!

-¡Hermosa Cattinara! -exclamaba-. ¡Yo te adoro!... Yo seré tu caballero, tu defensor, tu esclavo... ¡Ruin Guarnacci!... ¡Ah! ¡Qué horror!... ¡Es sacerdote!... ¿Y qué importa?... ¡Es un sacerdote indigno!... Esta circunstancia es un motivo más para que yo sacie en él mi sed de sangre... ¡Así será!... Yo he jurado vengarte, hermosa mía, y te vengaré... ¡Que el rayo del cielo me aniquile, si yo fuese perjuro!...

En este momento se abrió la puerta, y aparecieron don Guillén y Jimeno, quienes habían extrañado sobremanera el retraimiento de Álvaro.

El joven se esforzó por ocultar su turbación a sus amigos.