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Los abismos: 10

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Los abismos
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo I

Capítulo I

Quemado y todo, escupiendo la ceniza, se rió Eliseo.

Había fumado por la lumbre.

Ya antes se puso el chaleco del revés y se anudó la corbata delante de un cuadro, creyéndolo el espejo.

¡Oh, los nervios!

El público se reiría igualmente si pudiese conocer las intimidades, las preocupaciones de un autor al estrenar... De dictador de las conciencias, convertíase en un niño lleno de miedos insensatos.

Qué había detrás de aquella hora ansiada y decisiva: ¿el éxito, con sus halago de vítores, de renombre, o la pena de un desastre?

Problema.

Triste oficio éste que como tal manifestábase desde que la obra salía de su artística serenidad de la creación. Era, a partir de entonces, y aun en el caso más afortunado, algo estático y comercial, que haría repetir a los cómicos las mismas frases con el mismo gesto en la misma hora cada noche... Surtido. Repertorio.

Volvió a reír. Por el reloj, guardábase una polvera en el bolsillo. Y temblaba, temblaba. Dominó su temblor, ya que no pudo la palidez y la contracción del semblante, al pasar al cuarto de Libia, que también acababa de vestirse.

La vio en corsé. Iba a ponerse un traje gris.

-¡Quita! ¡El nuevo, tonta!

-¡Qué más da!

¡No, mujer! ¡El nuevo! ¡A fe que dejará Ernestina de venir hecha una reina!

Se lo quitó de las manos, hiriéndola un poco el instintivo pudor con que ella se había ocultado las desnudeces de los senos, y arrojándolo a un sillón, partió, con prisa de cenar.

-Anda, acaba; es tarde, Libia.

Había mirado la hora del reloj, sin verla, por el revés.

Libia se resignó a sus lujos, a sus galas. Contra toda voluntad, obedecía al marido en esto. Sacó del armario el traje, traído hoy de casa de Mme. Georgette, y el nombre odioso visto en la etiqueta torció su boca hasta crispársela en dolor.

Su agrado hubiera sido una eterna expiación en la modestia, una fuga a no se supiese qué remotos campos apacibles, una mayor devoción de sacrificio a su hija y a su esposo.

Y no podía -a menos de delatarle sus infamias a Eliseo con el súbito cambio de aficiones, y de acabar de confirmársela a las tantas gentes que quizá la sospechasen.

Ignoraba, en verdad, si aquella reserva extraña y hostil que creía notar en las amigas se debiera a que la supiesen determinadamente la heroína del anónimo escándalo propalado por la Prensa, o si no fuese más que sombríos recelos de su espanto.

De cualquier modo, el crimen seguía condenándola a la impudencia del lujo, igual que a Mme. Georgette a complacerla. La ruptura entre la «elegante dama» y la «célebre modista» -y así la modista se lo encareció- hubiese hecho pensar al mundo en aquellas de la historia. Atadas las dos. Pero, menos vil, Libia limitaba los encargos a lo que estrictamente el marido afable la excitaba, a lo que podían pagar únicamente.

Lo que persistía, aterrándola de singular manera en el embrollo abominable, y lo que, al mismo tiempo, en el lago de muda angustia en que flotaba, la hacía temer que fuese una necia ilusión suya el secreto, era el enigma de Javier. No había vuelto a saber de él nada, en cinco meses. O el jefe de Policía le informó del fondo del suceso, o él mismo lo descubrió al leerlo en los periódicos; y así, su rabia, su despecho, su dolor por tanto engaño, ¿habríanle contenido en la venganza de lanzar el nombre de ella al desprecio de las gentes?

Suspiró Libia, la que ya no sabía llorar; la que solamente continuaba sintiendo perpetuos por el alma de ladrona y por la carne de ramera los ascos de lo inmundo.

-¿Señorita?

-¿Qué, Clotilde?

-Que están ahí don Luis y su señora.

-Bien, sí. Sirve la cena.

Había vibrado, al oír a Clotilde de improviso; siempre creía que le pudiesen sorprender en la cara la extensión de su indecencia.

Salió.

En el bello comedor aguardaban Luis y María. Sentáronse a cenar. Libia disimulaba la vergüenza de futuro que inspirábala el honrado matrimonio. Hablaban de su veraneo. Recién llegados de Suiza, no sabrían nada del suceso que tal vez conociesen todos en Madrid, y que cuando les fuese conocido haríales despreciarla...

Cruel castigo a sus orgullos pasados y malditos. Ahora que la indigna querría no serlo para poder amar la honesta sencillez, para entregarse con purezas fraternales al trato de la dulce amiga provinciana, a quien quizá en otros tiempos hubo de desdeñar un poco desde la gloria horrenda de sus lujos, con harta razón temía ser rechazada por ella en más que duro y justísimo desquite.

Luis y María eran antiguos amigos de Eliseo. Luis, desde la infancia. Hombre leal, rudo, tenaz para el trabajo, y esclavo, lo mismo que su mujer, del cariño de los hijos, con suerte especializaba en la cirugía su profesión de médico, sin perjuicio de poseer un excelente general sentido de las cosas y una ciega admiración hacia el autor dramático de quien paso a paso había seguido y gozado los triunfos como propios.

Rara vez acompañaba Luis al artista en sus tertulias literarias, y cuando hacíalo, mudo y desplazado en ellas con su tosco buen criterio y con su traza un poco primitiva de hombre de anchos hombros, de manos fuertes y cara rañada de viruelas, rara vez también dejaba de sentir el impulso de dar algunas bofetadas. «¿Por qué vienes aquí? -decíale al autor, que no tenía más que sonrisas y condescendiente perdón para las insidias envidiosas-; ¡ah, Eliseo, un día me echo a la garganta de uno de estos monos y le ahogo!...»

Eliseo, por su parte, correspondía a tanta lealtad con un afecto hondo que asimismo extendíase a un primo de Luis, a Pablo Ambroa, agente de negocios, y de cuyas sinceridades simples gustaba como de un refugio o como de una purificación contra sus sinsabores en la áspera vida de las letras.

Jamás uno y otro faltaban a un estreno de Eliseo, del queridísimo poeta en quien creían con plena fe, y para salir roncos de gritar a fuerza de imponerse a los miserables protestantes de oficio incluso con los puños.

-¡Vamos, hombre, fuera miedos! -animó Luis, cortando el relato de su viaje, y viendo que el buen amigo no comía.

-¿Y Pablo?

-Al teatro irá. ¡Bah, descuida!

-Me parece que nos zurran esta noche.

-¿Que nos zurran? -repitió Luis, aceptando el posesivo, porque así que al ser terminada una obra el autor se la leía, y él hacíale comentarios que implicaban muchas veces reformas de importancia, la consideraba de los dos-. ¡Vamos, hombre, lo que vas es a ponerte, al fin y para siempre, el primero entre todos los autores! ¡Tú verás!

Entró Ernestina. Iba por la mitad de la cena. Venía escotada y fastuosa, llena de brillantes. En el comedor se alzó con ella un vendaval de risas, de perfumes, de alegría. Detrás, y anunciado igual que siempre por una fuga de Clotilde, a quien casi la dio un beso, apareció Astor, que habíase detenido a dejar el abrigo y el bastón en el pasillo.

El pintor, con su chicote en la boca, sus barbas enmarañadas, y el descuido de su traje, lleno de periódicos por los bolsillos, bromeó leve con el pulcro autor dramático y tendióse en el diván. En tal talante iba a la Comedia, como al Real, al lado de su elegantísima mujer..., lo mismo que iría con una golfa a las tabernas.

Habían estado en Biarritz.

Retornó la conversación a las impresiones del veraneo, y frente a Ernestina, acérrima partidaria de la elegancia y del mundano chic de la francesa playa, María y Luis iban encomiando la paz de la Suiza. Vida dulce, patriarcal, modelo, creía Luis, de todas las aspiraciones a que hubiese últimamente de tender la civilización con sus errores. En Lugano no se veía un alma por las calles a las nueve de la noche. Cerrados los teatros, los conciertos. Horas de descanso para unas gentes que amaban el lago y la montaña, la leche, las flores, la música, los cantos, los sports que fortalecen. Todos encarnados, todos fuertes, con caras cándidas de niños gigantescos, realizaban el ideal de una existencia higiénica y barata, consagrada, desde que salía el sol hasta que se hundía por las montañas, al gozo de los campos. El lujo, paseado allí por los turistas como una cosa ridícula y exótica, no le interesaba lo más mínimo, a no ser para explotarlo, a la gente del país.

¡Oh!, esto sublevaba a Ernestina, que lo conocía de más. Llamaba a la Suiza «pueblo de hosteleros» y defendía que, en nombre del arte y la civilización, tendía todo a complicarse... Y como callaba Libia, pensativa, y Eliseo también callaba con sus preocupaciones del teatro, contra los dos tenaces argumentadores recurrió, en mal hora, a su marido.

Efectivamente, Astor, fuese por convicción, por disparidad perpetua con ella, o por ambas cosa, chupó del cigarro, se tendió más en el diván y empezó a instalar sus opiniones.

El sentimiento estético -según él- era un sentimiento natural, y tanto más intenso en el hombre cuanto más culto; pero el lujo era su perversión. Citaba la insuperable belleza estética de una Venus. No cabía menos lujo en su absoluta desnudez. ¿Se quería ver la influencia del lujo, de un golpe? Pues bastaría ponerle una cinta a una Venus, para hacerla lúbrica. Y una cinta era poco lujo todavía; pusiéransela, además, unos pendientes, unas medias de seda y unas ligas con broche de oro..., y se la habría convertido en indecente.

No se limitaba a esto la influencia del lujo. A nada que se le dejase, llegaba a tornar la belleza en fealdad y a transformarse en tormento. Lujo era el anillo de la nariz en las tribus bárbaras, la cal con que se decoloraban el pelo, el bullo con que se enrojecían los dientes, los cuernos de venado con que se adornaban la cabeza, y los tatuajes con que se ornamentaban las piernas y los brazos...; lujo era la deformación del pie en los chinos, y la rasgadura de la boca y la causticación que carboniza las encías, para lograr un aspecto de escorbuto artificial, en ciertas islas de la Micronesia...; y no de otro modo eran lujo, en Europa, según «los tiranos caprichos» de la Moda, unas veces el amplio miriñaque combinado con el tormento del minúsculo zapato y otras veces la delgadez modernista con el potro del corsé y el reinado amenizante del vinagre...; y en las orejas seguían las damas clavándose los brillantes y rubíes, como las salvajes oceánicas; y en las muñecas seguían luciendo argollas de oro como las esclavas egipcias; y en los escotes, brindando los senos condimentados con perlas, como las cortesanas de Roma.

-Lujo -concluyó Astor, mirando los de su mujer y de Libia, todo burlón y solemne-, símbolo, pues, de salvajismo, de servilismo, de impureza, de crueldad y de fealdad..., y ustedes me perdonarán, señoras mías; y tú, autor, di algo, que tienes una cara que parece que te van a ajusticiar. ¿Qué piensas, hombre?

Hubo una explosión de risas y protestas. María y Luis palmoteaban. Ernestina le tiró al marido su escarcela. Y sólo Libia, muy seria, consideraba tardíamente en su conciencia culpable que todo aquello era verdad, de una verdad cruel que a ella le había costado el caer y encontrarse con sus lujos en el fondo de vergüenzas de un abismo... ¿Por qué no podría trasladarse a Suiza con su marido y su Inés?... A lo menos, aquí en Madrid condenados, poco a poco iría apartando a la hija del abismo de los lujos...

Por cuanto a Eliseo, no había hecho más que sonreír. Pensaba, naturalmente, en su comedia. Como siempre, en la ocasión de ir a someterla al juicio decisivo, su obra le parecía sosa, detestable... Lo manifestó, y Luis la defendió exaltadamente.

Hablaron de la crítica. El desorientado autor hacía notar la divergencia que venía advirtiendo de tiempo atrás, con respecto a él mismo, en los fallos de ésta y los del público. Advertía en la Prensa, después de haberle elogiado mucho en pasados estrenos sin importancia, una envuelta hostilidad... Astor animábale con su opinión desenfadada; harto él de conocer estas cosas, creía a Madrid, al Madrid del arte, sobre todo, demasiado pequeño para que nadie se estimase sin pasión. Se conocían demasiadamente los artistas. No eran los críticos, por otra parte, más que hombres de talento, en general, a quienes la Prensa aprisionaba e inutilizaba para siempre; salían jóvenes y llenos de pujanza y de esperanza a la vida literaria; la dura realidad forzábales a luchar para comer, entraban en una redacción por un sueldo miserable..., y ya el sueldo los esclavizaba por jamás en un mecánico trabajo que no les consentía los de su ensueño; si querían componer luego un poema, una novela o un drama, seducidos por el triunfo del antiguo compañero que tuvo más paciencia en el rigor de su calvario o menos necesidad de alquilar sus aptitudes, lo hacían sin tiempo, entre apremios del montón de telegramas que debieran descifrar o de la crónica que esperaba ser escrita; les faltaba el éxito, y sin darse cuenta de que no podía ser la culpa de los otros, dedicábanse a odiarlos cordialmente. Entonces, cada censura y cada elogio brotaban de sus plumas como una artera flecha de la envidia, bien injusta. Al que estaba alto procuraban regatearle méritos y cercenarle reputación de frente o de soslayo; al que iba a subir, se le estorbaba; y, en cambio, los férvidos aplausos a cualquiera que ellos supusieran incapaz del triunfo, surgían en la malévola intención de crearles sombras y de amargárselo a quienes ya lo hubiesen conseguido... Mas no era tampoco éste sino un generoso modo de ahorcar, alzando al favorecido con la cuerda en el pescuezo, y claro es que se le tiraba de los pies tan pronto como se le viera luego subir por cuenta propia en demasía.

-Estás, pues, caro Eliseo -terminó Astor, levantándose, porque todos lo hacían para salir-, en el periodo de ascensión autónoma. Se te juzgó inepto, bueno para fantasmón de los demás: la crítica te ayudó y hoy te tira de los pies. ¡Debe tenerte sin cuidado!

Pero Eliseo agradeció y no le aceptaba al buen amigo las que pudieran ser tan sólo argucias altruistas. Concentrado en sí propio y propenso en su optimismo al perdón de los agravios, confesó sinceramente:

-No, Guillermo; la crítica, conmigo al menos, tiene razón. Me ha impuesto el público hasta ahora respetos excesivos. He procurado adaptarme de más a los gustos reinantes de suavidad e hipocresía, y ellos me ahogan la personalidad. La labor mía carece de arranque, de nervio... y, ¡ah!, Guillermo -concluyó, deteniéndole y haciendo con su fervor de iluminado que los demás se detuviesen a escucharle-, te quiero anticipar que no es tampoco mi obra de esta noche la del triunfo magno en que confío, sino otra, la próxima, la que inmediatamente escribiré sobre un asunto que todos conocéis.

-¿Cuál?

Estuvo a punto de decirlo..., y se calló.

Salió triunfal, impetuoso, con la alucinada visión de la gloria guardada egoístamente para sí en el misterio de su plan.

En la próxima obra iba a llevar al teatro aquel palpitante y reciente escándalo de la alta vida madrileña. ¡La dama, la modista, el amante..., el embrollo de humanidad intensísima, que él redimiría de particularismo y pequeñez, envolviéndolo y sublimándolo en arte y en alma de la vida!



Verdadero primor de exposición el primer acto, había sido recibido con aplauso unánime; el segundo, lánguido de acción quizá, pero un prodigio siempre de técnica, habilidad y delicadeza, acababa de producir una enconadísima batalla en que al fin se impusieron los aplausos; el autor había salido a escena muchas veces..., y los vencidos protestantes, en el foyer, por los pasillos, continuaban sus protestas engendrando vivas discusiones.

Algunas de éstas amenazaban terminar de mal modo, especialmente en un gran grupo donde un señor de frac, de bigote y pelo rizados, y con aspecto y ademanes de domador de circo, hacía estallar en crudos improperios contra la obra y el autor su voz clara de trompeta.

Luis, que precedido por Astor y Ambroa a través de la multitud se dirigía desde el palco al saloncillo, dejó perderse a aquéllos en la confusión, y detúvose a escucharle. Le conocía de vista; abrumado bajo las razones de un pálido joven de lentes, literato al parecer, que le hablaba de las exquisiteces de la forma, sosteniendo que en todo arte eran lo importante, el aparatoso señor del frac defendía que el asunto, el asunto, la pasión y la emoción, importaban únicamente en el teatro; además, torpe para sostenerse en la polémica, descendía a lo personal y llamábale imbécil a Eliseo.

Era un tal Sergio Aranda, que aprendió el alemán en Alemania, en Italia el italiano y el inglés en Inglaterra; que pasaba entre los escritores por sportsman en razón a su automóvil y a sus viajes; que pasaba entre los sportsmen por autor, a causa de haber traducido un par de dramas, y que, en suma, acreditado de insolente idiota y cínico confiado por demás a la fuerza de sus puños, no gozaba otro prestigio indiscutible que el que le permitían los idiomas en el galante monopolio de cuantas artistas extranjeras cruzaban por Madrid.

Gritaba, gritaba; desdeñaba ahora a uno que habíase permitido defender también la comedia de Eliseo desde el punto de vista moral, y lanzó entre risotadas, con su voz metálica, imponente:

-¡Oh, moral! ¡Così va il mondo, caballeros! ¡Que no nos venga con lecciones de moral un tipo que deja a su mujer acostarse con todo el que la quiere por cuentas de modista!

-¡Canalla! -rugió súbito y rotundamente otra voz en clarísima respuesta.

Y Luis, que habíala pronunciado, ciego de cólera se abrió paso a codazos, llegó al elegante miserable y le asestó la mano en plena faz. Tremendo, terrible el alboroto; arrojados uno sobre el otro, menudearon por un momento los bofetones y puñadas... Corrió la gente, dispersa; agolpáronse al fin los decididos, y no sin pena lograron apartarlos. Un grupo llevóse a la contaduría a Luis a viva fuerza; otro arrastraba a Sergio Aranda hacia el café, manchada de sangre de la nariz la camisa, hecho un energúmeno.

Pero le calmaban, le calmaban los amigos:

-¡Hombre, no! ¡Estas cosas no se arreglan a trastazos, ya comprendes!

Pronto lleno el teatro por el rumor de aquel escándalo, de aquel duelo que a todo escape preparaban unos amigos del conocido autor sportsman y del conocidísimo doctor, sólo el palco de Libia, respetado por los comentarios que en la sala hervían, permaneció en la ignorancia del suceso. Sin embargo, Libia, inquieta al advertirse objeto de la repentina y como conjurada atención de todas las miradas, de todos los gemelos, de todas las malignas sonrisas que subrayaban las murmuraciones del público; más inquieta, luego, al notar que no acudían Luis ni Astor durante aquel último acto que cerró el triunfo de Eliseo en una estimación de simpatía, acabó de intranquilizarse cuando vio que a la salida esperábala la elegante muchedumbre en dos apretadas filas, entre las cuales tuvo que cruzar bajo no supiera ella qué susurros.

Astor, Luis, no estaban tampoco.

El chauffeur le advirtió a Ernestina que el señorito le había encargado llevarlas a casa, porque él y don Luis acudirían más tarde.



El duelo, a sable, se verificaba una hora después en el taller de un escultor.

Casi extraños por completo ambos adversarios al juego de las armas, un golpe doble, de estacazos, en verdad, al primer asalto, le hizo a Luis una contusión en el codo y le produjo a Aranda, con gran escándalo de sangre, una brecha en una sien. Y se acabó. Hubo que atender a la hemorragia.



Levantada Libia antes que Eliseo, salió al despacho, lleno de sol, en tanto el aplaudido autor acababa de vestirse. Sobre una mesita esperaban el correo de la mañana y los periódicos que Clotilde había subido de la calle.

Iba leyendo Libia las reseñas del estreno. Aplaudían, en general.

La sorprendió la noticia del lance, en un diario, dada inmediatamente por debajo de la crónica teatral, como algo que se relacionase con el drama.

La sorprendió más, al alzar otro periódico, una extraña carta cuyo sobre estaba escrito imitando letra impresa. Tembló, considerándola, recordando los anónimos que también había escrito así Mme. Georgette.

Dirigida a su marido.

¿Por quién?

¡Ah!

La abrió.

Otro anónimo -escueto, duro, brutal:

«Venado insigne: Ya que consientes que tu mujer sea una zorra cuyos lujos te van poniendo hecha un bosque la cabeza, ¿por qué, siquiera, no la defiendes tú, a cornadas, cuando de ella habla la gente en los teatros, en vez de permitir que se batan tus amigos?»

Era, para Libia, la groserísima e impiadada revelación de la causa del lance de Luis, y de la más que pública deshonra de su nombre.

Desfallecía, apoyada en la mesa, yerta en la ola inmensa de lodo, de ignominia, que hasta ella, con aquel papel, parecía subir de Madrid entero. No sabían sus débiles nervios de rendida más que dejarla caer como muerta a cada uno de estos golpes, a cada una de estas horrendas violencias del castigo, y acaso ya nublábanse sus ojos y acaso iba a caer...; pero sintió a Eliseo, y la vergüenza y el pavor la dieron fuerzas para escapar, para correr adonde pudiera ocultarle y destruir el anónimo maldito...